Benjamín Franzani G.'s Blog, page 6

March 28, 2021

Orencio y Eloísa VI

 Parte VI: Sacrificio



Un relámpago rasgó el cielo y el trueno retumbó en cada callejón de la ciudad sitiada. La lluvia era ya tormenta. El cuerpo del anciano gobernador fue llevado en procesión hasta la Torre del Homenaje, en el centro del castillo: eran estos los aposentos tradicionales de los señores de Siar, aunque por comodidad el difunto hubiese vivido en su propio palacio fuera de la fortaleza. En el patio de armas frente a la torre, se reunieron los siarinos en un sencillo rito de despedida, presidido por lord Edwin, que lucía ahora sobre sus sienes la corona de plata, con forma de hojas de encina.Los cantos fúnebres tiñeron la misma lluvia con sus tristes melodías, mientras los asistentes sujetaban sus capas que ondeaban al ritmo del viento, al igual que las banderas. Los heraldos esparcieron la voz en cada esquina. Y mientras la concurrencia se disolvía, un nuevo sonido perturbó el aire: un clamor vibrante, un bronce cuyo eco resonó repitiéndose alarmante en el alma de todos los pobladores. Era la campana de la torre. Y como si se hubiesen de súbito despertados todas sus hermanas, su clamor fue contestado por las campanas de la ciudad y la fortaleza, mientras los vigías gritaban desaforados desde los alto: “¡a las armas! ¡A las armas!”
Como a todos, a Orencio le tomó por sorpresa el inicio de la batalla. Pese a su lamentable estado, se hallaba lo suficientemente lúcido como para comprender lo que ocurría y seguir los acontecimientos por los sonidos que le llegaban desde fuera a su adiestrado oído. Ahí estaban los tambores del enemigo, que marcaban su avance. Ahí, las trompetas de la ciudad, que advertían al contrario de no seguir acercándose. Los gritos de guerra de uno y otro lado. Podía imaginar, como si la estuviera viendo, la lluvia de flechas, el avance de las torres, el inicio del cuerpo a cuerpo: y antes de eso, muy pronto, vendría también el bombardeo inclemente de las catapultas.Lo que no podía comprender el soldado era por qué ahora ¿qué pretendía el ejército lanzándose al ataque cuando quedaba ya tan poco de día? Era absurdo: llegaría la noche y no se podría continuar la lucha. Además, bajo una lluvia como esa se hacía más difícil el asalto. Si de verdad se trataba de un ataque total, de su último intento ¿cómo no planearlo mejor? ¿Realmente pretendían rendir la plaza que no habían conquistado en cinco años, así, de súbito?Su cabeza afiebrada le dolía. Quería dormir. Pero se obligó a la vigilia: algo debía estar tramando el enemigo, contaban con algo que en cambio ellos no veían. Una ansiedad o angustia, no lo sabía bien, le invadió: corrían peligro, pero no sabía de dónde vendría el golpe.Un fuerte estremecimiento en los muros le avisó que las catapultas habían comenzado su trabajo. Gritos de terror en la población, las curanderas se cubrieron instintivamente las cabezas, los enfermos más graves gimieron, los demás retuvieron la respiración. ¿Qué sería de Eloísa? ¿Por qué no estaba aquí? El castillo era el lugar más seguro… y si ella estuviese en el castillo, estaría seguramente aquí, junto a él. ¡Oh, Eloísa! ¿Dónde estás?
La noticia del sorpresivo ataque llegó incluso hasta el entresuelo del palacio, donde Eloísa se encontraba retenida. Las campanas aún vibraban en el aire, y ella solo podía pensar en Orencio, y en el peligro que corría él y todo Siar, mientras un asesino enemigo deambulaba libre e impunemente. Como el concejo de la ciudad creía que la culpable era ella, estarían ahora más confiados, habiendo conjurado los temores de ser atacados por la espalda, con la seguridad de tener a la traidora prisionera. Solo Delia y Débora, en algún lugar allá afuera, podrían evitar el desastre. Ellas… y también Tubaldo.—¡Tub! ¡Tub! —exclamó golpeando la puerta para hacerse oír— ¡Vamos! Sé que estás ahí…Una silla se arrastró, y los pasos rengueantes del portero se aproximaron. Sin embargo, no dijo nada.—Tubaldo, por favor… Conoces la verdad. No te pido que te delates, pero al menos déjame salir de aquí: hay que encontrar al verdadero asesino, al que te entregó las hierbas. Si no lo hacemos, todos corremos peligro, podría ser esta nuestra última batalla.—Si… si te dejo salir, lord Edwin me reprenderá…—¡Tubaldo! ¿Es que no te oyes? Esto no se trata de una reprimenda por una travesura. Se trata de salvar vidas, de salvar la ciudad… de salvar a Orencio —agregó, por lo bajo —Abre esta puerta, Tub, por favor.—No.—¡Cómo puedes ser tan egoísta! —la voz de la muchacha se quebraba ya, desesperada. Golpeó la puerta en desahogo. Oyó que Tubaldo se apartaba— Tubaldo ¡por el Creador te lo ruego! ¡Orencio me necesita!La respuesta le llegó desde lejos, sin dejar de oírse el paso rengueante que se alejaba: “mis órdenes son aguardar a las damas de Gáradras. Cuando ellas lleguen lo aclararán todo, y serás libre de correr a donde quieras”.
Estaba oscuro dentro de la casucha. Atadas en dos sillas, dos mujeres. Junto a ellas, dos gorilas. Y delante, un hombre bajo y moreno. Había señales de lucha en la habitación, las cuerdas se habían clavado en las carnes y las mejillas y brazos mostraban cortes y moretones. Respiraban con dificultad. El criminal sonreía macabro.Las campanas que anunciaron el comienzo de la batalla habían sonado hace un rato ya. La población débil se había refugiado en sus casas, y todos los fuertes combatían en las murallas. Podían gritar, pero no ser escuchadas.—Bien —dijo Bartolomé— ya tengo todo lo que quería. Tengo que admitir que fueron mujeres duras. Ahora que sé que no hay más involucrados en esto terminaremos lo comenzado. La flota estará por desembarcar ya, y con ella mi señor: de regalo de bienvenida le ofreceré Siar: es una pena que ustedes ya no estarán aquí para recibirle y ver nuestro triunfo.Se encaminó a la puerta, dándole las espaldas. Con desinterés, dejó caer una bolsa de monedas al suelo. —Aquí tienen, muchachos: estas fueron acuñadas por los próximos dueños de la ciudad, les serán más útiles que los pedazos de metal siarinos, que pronto no tendrán ningún valor. Asegúrense de tratar a estas damas con el trato que merecen los alborotadores.
Gritos de guerra. Chocar de espadas. La tormenta aún más intensa. Y a la enfermería traían los heridos en camillas, chorreando sangre, quejándose o ya sin conocimiento. El mundo se tambaleaba a su alrededor y los párpados le pesaban afiebrados, pero Orencio podía intuir los acontecimientos por lo que escuchaba aquí y allá. Disparaban los arqueros desde la doble línea de murallas. Derribaron una de las torres de asalto… ahora otra. Las restantes lograron llegar a los muros y vomitaban su carga de enemigos. Rugidos de combate y cada vez más heridos. ¡Vamos, muchachos! ¡Solo hay que resistir, una última vez! ¿Es que no sabían los hombres que este era el asalto final, la última oleada, el día de la libertad?Y él…. ¿Qué hacía ahí, recostado? Un peñasco de catapulta voló la parte superior del muro de la enfermería y cayó estrepitoso en medio de la sala. Gritos y frío y agua que se colaban por la abertura. Y a través de ella, Orencio veía ahora el combate sobre las almenas, la bandera del Lobo de Plata avanzar y retroceder, a sus amigos caer muralla abajo, herir y ser heridos, matar y ser muertos.Al bajar la vista, se topó su mirada con unos pétalos azules y grandes, hermosos como esa bandera, brillantes como los iris de Eloísa. Unas lágrimas silenciosas le quemaron los ojos. El Lobo de Plata le llamaba, sus hermanos le necesitaban. Y en su mente, las palabras de su amada, sonriente: “por una vez, no temeré por tu vida, aquí estarás a salvo”. Respiró hondo y observó a su alrededor. Había allí hombres que podrían dar un último esfuerzo, si se les guiaba. En su pecho se encendió una llama: había que resistir una última vez, rechazar al enemigo, y apoyar así al príncipe. Después de ese día, Eloísa podría conocer de nuevo la paz, disfrutar del mar y de las brisas de la playa, de los paseos al bosque, de la alegría de las canciones.Llegó a la enfermería el rumor de que el enemigo había sobrepasado la primera línea de murallas, y que ahora se combatía en el foso entre ambos muros. Orencio tomó las flores y se sumergió en su fragancia para darse fuerzas. Las guardó dentro de su camisón de enfermo. La cabeza le palpitaba aún pero, ante la mirada consternada de Hilda, alargó el brazo y aferró su espada.
En el momento de más peligro, cuando los defensores se encontraban atrapados entre las dos líneas de murallas y el destino entero de la ciudad parecía haberse ya sellado, el ruido de cascos de caballo y una inesperada carga evitó el desenlace trágico. Atónitos, los hombres vieron cómo una cincuentena de jinetes, la mayoría aún solo con sus camisones de enfermos como toda defensa, se lanzaban al galope barriendo al enemigo que hasta entonces les cerraba la retirada a las fuerzas atrapadas entre los muros. La batalla podría continuar desde la altura de la segunda muralla y las fuerzas adversarias eran así duramente golpeadas. Sir William sintió que se le quebraba el corazón, viendo que Orencio capitaneaba a esos valientes, sabiendo que el joven sacrificaba mucho más que la vida.
La batalla llevaba ya horas y el crepúsculo se acercaba, cuando volvieron a sonar las campanas por segunda vez: desde una torre, uno de los soldados descubrió entre la bruma el desembarco de un entero ejército. Gracias a la intervención de Orencio y sus jinetes, la lucha en el castillo se había estabilizado en favor de los defensores, pero lejos estaba de concluir: no podrían proteger al mismo tiempo fortaleza y ciudad, y el canto de las campanas era la llamada a que todos se refugiasen tras los muros de la fortaleza. De inmediato, los siarinos se lanzaron en masa a la calle que subía hacia el castillo, mientras que la poca guarnición de los torreones del puerto y de las puertas de Siar hacían lo mismo.El sonido de los bronces también fue oído por los peones que castigaban a Delia y Débora. El ejército enemigo entraría arrasando e incendiando, y tuvieron miedo de esos hombres. Se marcharon y a las damas las dejaron tal cual estaban, a su suerte y a la merced de los soldados del enemigo.Delia estaba inconsciente. Débora, al límite de sus fuerzas. Gritó como nunca, pidiendo auxilio, pero sin esperar realmente hallarlo. Sin embargo, la puerta se abrió de golpe, y la figura colorida de Róberick de Angrados se recortó en el marco. Atónito, el juglar se precipitó a liberarlas de sus ataduras para llevarlas al refugio del castillo.
En el palacio todo era confusión y carreras de los sirvientes de aquí para allá, salvando algunas cosas y lanzándose a la calle. “¡Huíd, huíd al castillo!” llegaban las voces a cada rincón “¡Ha desembarcado una flota, arrasarán la ciudad, seremos presas de saqueo si nos quedamos aquí!”Horrorizada, Eloísa, prisionera aún, oyó cómo Tubaldo se levantaba y comenzaba una penosa carrera hacia las escaleras…—¡No! ¡Tubaldo! ¡Ayuda! ¡No puedes dejarme aquí!Los pasos se detuvieron, pero no volvieron atrás. El portero estaba indeciso aún ¿cómo era posible?—Tub, por favor, si no por mí, piensa en el pobre Orencio, piensa en mi padre, en mi madre… los conoces bien a todos. ¿Cómo te presentarás al castillo dejándome aquí, en manos de los soldados que saquearán Siar?—El gobernador… lord Edwin, me pedirá cuentas de…—¡Lord Edwin te pedirá cuenta estrecha si me dejas aquí! Sigo siendo la criada de su mujer y debíamos esperar a las damas de Gáradras ¡no condenarme a la deshonra y a la muerte! Por favor: el deceso de tu señor fue un accidente, pero esto… lo que me pase a mí sí será culpa tuya.Los pasos rengueantes volvieron. Pero Tubaldo no era capaz de ver de nuevo el rostro de su cautiva, sin morir de vergüenza, sin temer que la chica se tomara venganza del mal trato una vez se viera libre. No abrió la puerta: lanzó las llaves por debajo, y se marchó antes de que la doncella abriese por sí misma su prisión.
Tan solo unos momentos antes de que las campanas advirtieran del desembarco enemigo, la caballería de los enfermos había salvado al castillo. Cabalgaban de regreso, los pocos que quedaban, subiendo por las escalas de piedra que ascendían a lo alto del segundo muro, donde el ejército de Siar ya se había reunido gracias al valor de esos hombres. La ciudad podría seguir resistiendo y el adversario ya no contaba con torres de asalto.Abelardo estaba junto a sir William. Una vez que los jinetes llegaran a su posición, él y sus compañeros piqueros y alabarderos cerrarían como muralla de acero el paso del oponente. Orgulloso veía cabalgar a Orencio, su futuro yerno, fuerte hasta en la enfermedad. Horrorizado, vio también el brillo del metal que caía sobre la caballería, como mortífera lluvia. Por un momento, el mundo había enmudecido: los arqueros soltaban las cuerdas de entre las líneas contrarias, pero no había chasquido. Las saetas descendían con puntas refulgentes desde lo alto, pero no silbaban. Rinaldo abría su boca, pero no se oía el grito: más allá, idéntica escena en la cara de Baldo, y de Damián y de Julián y del capitán. Cayeron los jinetes que habían sobrevivido a la lucha. Se detuvieron los corazones. Y se congeló el brillo en los ojos de Orencio. Con el golpe de su cuerpo en el suelo, volvió a los oídos de Abelardo el ruido del combate, había sido cosa de un segundo, de un devastador segundo: sin tiempo para nada más, bajó su alabarda y con los ojos arrasados por lágrimas de furia se llenó las manos de sangre enemiga.
Las puertas del castillo se cerraban tras los últimos rezagados de la ciudad. En el puerto, por donde había entrado el enemigo, ya comenzaba un incendio y las huestes subían con paso acompasado por la rambla de los castaños.Eloísa no quiso mirar atrás, el alma en vilo. Y sin embargo, temía también ser vista de algún noble del concejo o del mismo lord Edwin, su señor. No quiso, por eso, correr aún a la enfermería, sino que fue a la única persona que se le ocurrió podría recibirle: tocó a la puerta de Hugo el castellano, y Águeda le abrió.—¡Mi niña! ¿Dónde has estado? Todos preguntan por ti…—¿Por mí? ¿Por qué? Será porque… tienes que creerme, Águeda, no he sido yo: el gobernador…—¿De qué hablas? ¿Quién te acusa de algo, a ti? El gobernador es ahora lord Edwin, él fue el primero en preguntar por ti después que Orencio…—¡Orencio! —el corazón se le detuvo un instante al percibir el timbre de voz de Águeda— ¿qué tiene que ver Ore en todo esto? Qué… ¿le ha ocurrido algo?Los ojos de la anciana estaban empañados. Con un gesto, la invitó a entrar. Sintió que se le hacía un nudo en la garganta.—Ay, niña mía, siéntate. ¿Es que no lo sabes? Orencio… Orencio ha muerto.Eloísa sintió que el suelo se movía bajo sus pies, que todo temblaba en ruidoso silencio. Perdió la voz y sus ojos no sabían qué mirar.—¿… qué? Su enfermedad; era más grave entonces… —cerró los ojos mientras las lágrimas saltaban y rodaban hasta su mentón. —¿Cómo ha sido? Debí estar ahí ¿Hilda le asistió hasta al final?Águeda se agachó para mirarla a los ojos, sosteniéndole cariñosa la barbilla, también ella emocionada.—No, Isa, no ha sido la fiebre. Ha sido su valor, y su amor por ti y por todos nosotros.—No te entiendo —contestó conteniendo sollozos.—Isa: Ore se sacrificó en las almenas. Todos hablan ya de su gesta. Todos combaten ahora para honrar su memoria. Débil aún, Orencio volvió a tomar su espada en el momento de más peligro de la batalla. Con su bravura, dio nueva vida a los heridos de la enfermería y les condujo hasta las caballerizas. Montaron y se lanzaron al ataque, salvando a nuestros soldados de una muerte cierta, y ganando tiempo para la ciudad. Sin él, la bandera enemiga ya estaría en lo alto de la Torre del Homenaje. Pero la guerra se vengó de este golpe, y las flechas le atravesaron al volver. No llevaba armadura, porque no tenía fuerzas para cargarla…No siguió. Eloísa la interrumpió con un llanto retenido, ocultando su rostro entre las manos. Con un abrazo, Águeda la consoló, permitiendo a la doncella que desahogara todo su dolor. Afuera, se oía ya el cuerno sobre la puerta del castillo y un clamor indescriptible que hacía temblar los cimientos mismos: eran los hombres libres de Siar, que desafiaban al ejército y a la flota al mismo tiempo, mientras lord Edwin, desde lo alto de la puerta, comunicaba al líder enemigo que no estarían dispuestos a rendirse. Honrarían el sacrificio de sus caídos, seguirían el ejemplo de sus héroes.
El combate continuó todavía unas horas. El enemigo hizo sentir su poder y dio en el suelo con las puertas de la fortaleza. Pero al otro lado le esperaban lord Edwin y sir William con todos los caballeros. El patio de armas se disputaba palmo a palmo, mientras las losas de piedra eran teñidas de rojo y ardía la ciudad tras el saqueo. En los edificios del castillo y refugiados en la Torre del Homenaje, mujeres, niños y ancianos presenciaban con el alma en vilo el centellear del acero, a tan escasa distancia de ellos mismos. Pero la bruma tomó posesión de la contienda en la medida en que la tormenta comenzó a ceder en su fuerza. Y llegó la noche sin que la victoria o la derrota se declararan. La tregua se acordó forzosamente, hasta el alba siguiente.
Eloísa se presentó delante de lord Edwin. Ya no temía a nada, y un brillo resuelto se había apoderado de sus ojos, reemplazando su habitual ternura. Pero el nuevo gobernador no tenía ya asperezas para esa mujer. Había oído la historia de sus amores con Orencio, en boca de las curanderas, de los soldados, de los sirvientes del castillo, del mismísimo sir William, quienes la contaban junto con la gesta del heroico Orencio. No podía seguir dudando de Eloísa, y compartía su dolor.—Mi señor —dijo fría la joven, con una dureza que le hirió— abridme la puerta de la fortaleza. Iré a las murallas, rescataré el cuerpo.Preguntar por el cuerpo de quién era ridículo. Tanto, como la propuesta de la joven.—Eloísa, eso no es posible. El enemigo controla esa zona del castillo, es suicida. —Con todo respeto, mi señor, no volveré a ser retenida en contra de mi voluntad. La neblina y la oscuridad serán mi amparo, y volveré con él entre mis brazos. No pido se me abran los portones principales: entiendo que descubrirían nuestra salida. Hay accesos de servicio a la Torre del Homenaje, franqueadme el paso por uno de ellos.—Yo iré con ella —Águeda, la mujer del castellano era la que hablaba— conozco mejor que nadie todos los pasajes. Y con nosotros, vienen también algunos compañeros de armas del difunto. —Rinaldo, Baldo y Abelardo se cuadraron— No impida, mi señor, que cumplamos con el deber de piedad que todo este castillo le debe al muerto.Lord Edwin suspiró, viendo que no adelantaba nada. —Id. Pero tened cuidado.
Recién se alejaba la comitiva cuando otra voz interrumpió al gobernador, que hablaba ahora con el capitán William.—Lord Edwin —dijo un juglar, que hacía en ese momento una graciosa reverencia— Mi nombre es Róberick de Angrados, y he traído hasta aquí a un par de damas malheridas. Una de ellas, apenas consciente, demanda hablar con vos. Dice llamarse Débora de Anfálsor, y es urgente.
Una fina lluvia caía aún, sin ser suficiente para disolver la densa bruma que había envuelto la ciudad. Eran los últimos estertores de la tormenta que moría. Con el ánimo enlutado, Eloísa y los demás se abrían camino entre las rumas de cadáveres que dejó la batalla, como si fueran restos de un naufragio que el mar hubiese vomitado sobre la playa. El enemigo había plantado su campamento en el mismo patio de armas que había visto los funerales del anciano gobernador, y no vigilaban, por lo tanto, las murallas ya conquistadas. Abelardo le señaló a su hija el lugar y ella se adelantó, escaleras abajo con el corazón desbocado. La sangre brillaba aún a la luz nocturna y con las manos temblorosas tomó el cuerpo recién descubierto. Todo su ser temblaba al alzarle y verle atravesado por la espalda por infinitas saetas. Sujetó su cabeza por la nuca, para ver su rostro una vez más. Y entonces vio que, por debajo del camisón, se asomaban unos pétalos azules, como si brotaran de su pecho, como si se alimentaran de su sangre.Las horlandias, ensartadas también por el acero, habían sido la única armadura del jinete. Regó las flores con sus lágrimas, mientras sollozaba sin voz: ¡Orencio! 
Volvieron al castillo. Se hizo el silencio entre los presentes al ver el cadáver del héroe cargado por sus camaradas, y a Eloísa siguiéndole detrás, con lo que quedaba de un manojo de flores ensangrentadas. 
—Eloísa —era la voz del capitán William, quien se le acercó luego de que hubieron cremado el cadáver en lo alto de la torre, pues no había dónde enterrarle— necesitamos hablar contigo, el gobernador y yo. Las damas de Gáradras fueron asesinadas también, hace unos momentos, en sus lechos.Délia y Débora habían muerto antes de poder hablar con lord Edwin u otra autoridad, silenciadas por un cuchillo traidor cuando el juglar que las rescatara las dejó solas, precisamente, para ir en busca del gobernador. Era pues, evidente que seguía habiendo infiltrados en el castillo, que no dejarían de atacar. Era también clara la inocencia de Róberick y de la misma Eloísa, que habían tratado de ayudar a las damas de Gáradras. Pero, con ellas, se había perdido también la identidad del enemigo: si no lo encontraban antes del alba, podían estar seguros que al reanudarse la batalla este les abriría el paso a la fortaleza a los demás, condenando a los defensores dentro de su propio castillo. Lord Edwin y sir William querían saber de Eloísa si ella estaba enterada de algo más que les permitiese encontrar al asesino.Pero fuera de referir lo que sabía por Tubaldo, ella no tenía más información. Y el portero, cojo, no había conseguido entrar en la fortaleza antes de que se cerraran sus puertas y la ciudad fuese entregada al saqueo. Lord Edwin le propuso entonces a Eloísa una última misión: escapar esa misma noche por donde se le mostraría, e informar en Gáradras de lo sucedido, para evitar que esa ciudad fuera tomada por sorpresa por las columnas que hacia allá se dirigían.—Lo siento —contestó Eloísa— pero no puedo. —Sus ojos brillaban con decisión— Orencio murió entre estas murallas. Se sacrificó por todos nosotros, por esta ciudad. Les ayudaré a buscar a ese desgraciado, para evitar que caiga el castillo: sabemos que el tiempo apremia al enemigo y ya ha inutilizado la ciudad; si capturamos al asesino y con ello, pese a todo, aún aguantamos, las tropas se retirarán y habremos salvado las vidas de los que se refugian en estos muros. Pero si no encontramos al traidor, denme una espada: Orencio ha muerto como un héroe, y si ya no puedo estar con él en este mundo, entonces yo misma moriré en batalla como él: y así estaremos para siempre juntos, compartiendo el mismo destino y la misma morada eterna.Un fuego brillaba en los ojos de la doncella. Y ni el militar ni el noble pudieron decir nada. Asintieron a sus palabras. Otros serían quienes llevaran el mensaje a Gáradras, pero aquí, en Siar, Eloísa guiaría junto a ellos, como lo hubiese hecho Orencio, a las huestes de defensores que harían sentir en los oídos enemigos el último clamor de la ciudad.
Pasó esa noche y el alba se avecinaba. Los esfuerzos por encontrar a Bartolomé fueron infructuosos. Eleanor se ocupó del refugio de los que no podían luchar, en lo más profundo de la fortaleza. Ya no había nubes en el cielo, y las estrellas desaparecían con la llegada de la claridad. Eloísa desenfundó la espada, amplia y afilada, que le habían entregado. La muerte no era la última palabra: ese día, conquistarían la eternidad. Nunca creyó que su último espejo sería el frío acero. Pero ahí estaba ante ella su imagen, los dorados cabellos recogidos y adornados, como corona, con las azules horlandias que habían estado en el pecho de Orencio. Ellas serían su yelmo, pues enfrentaría al enemigo con el rostro descubierto.Y fueron muchos los que ese día, al levantarse el sol y resonar las trompetas, retrocedieron delante de esos ojos azules y fieros; hasta que su alma se fue al encuentro definitivo del amado. 


FIN.
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Published on March 28, 2021 07:42

March 25, 2021

Orencio y Eloísa V

 

Parte V: Sospechas de traición




Sentado sobre su lecho y apoyado de espaldas contra el muro, Orencio soñaba despierto. Se sentía más ligero desde que se había por fin resuelto a dar el paso decisivo, y alegre como si ya lo hubiese dado ¿qué era, de todos modos, eso de pedir la mano a Abelardo, sino una formalidad? Su corazón ya era de Eloísa, y sabía que el de ella ya era suyo. No es raro que, en ese estado, al ver entrar a la interesada en la sala de la enfermería no supiese de inmediato si era realidad o efecto de su imaginación. Hasta, por supuesto, que oyó su voz:—Ore ¡estás despierto! ¿Vas mejor?—Isa, pues ahora que te veo, muchísimo mejor. Aunque mi cuerpo diga lo contrario ¿qué importa si estás aquí?La chica le regaló una mirada coqueta antes de responder, con ese gesto tan suyo de apoyar el mentón en el hombro, mientras se sentaba a su lado.—Parece que despertamos románticos ¿eh? Será la fragancia de las flores que te dejé…—Oh, mucho más que eso: las horlandias han conseguido que vea las cosas con mayor perspectiva ¿sabes? Ellas y algunas visitas que he tenido esta tarde.—¿Visitas, eh? Será Rinaldo o Baldo, que rondan siempre por aquí.—Rinaldo, Baldo, sí. Pero también estuvieron Damián y Julián, y cantamos alguna canción juntos para alegrar un poco el ambiente. —Y luego de un silencioso intercambio de miradas, continuó, sin quitar sus pupilas de las de ella:— También estuvo por aquí el capitán William.La solemnidad con que hizo el anuncio provocó un estremecimiento de corazón en Eloísa. Sus frentes estaban muy juntas cuando ella preguntó:—¿Sir William? ¿Es que acaso tú…?—Sí, Isa. Tengo el permiso. Y apenas se aparezca tu padre por aquí, pediré también tu mano. Si eso es lo que quieres, claro.Eloísa le abrazó por toda respuesta. Hubiese querido gritar de júbilo, pero el mismo abrazo le reveló que Orencio temblaba, y no por la emoción: su cabeza hervía, mientras su cuerpo frío la obligó a apartarse llena de preocupación:—Ore, estás muy mal: ven, recuéstate para arroparte…—Eso no importa ahora, Isa, estoy bien, porque te veo.—No digas bobadas y hazme caso: quiero que llegues sano a la boda. —Y con inmenso cariño, le acomodó la colcha y arropó con las mantas mientras buscaba con la mirada a alguna de las curanderas de Hilda.Remojó un trapo en un cuenco de agua y lo puso sobre su cabeza hirviente. Orencio cerró los ojos, con gesto aliviado. Musitó un tímido “gracias”.—No sé qué estabas pensando, sentado y desabrigado así —le regañó con cariño— Si Hilda te viera te estaría sermoneando. —Y con una sonrisa agregó:— Tienes que mejorar: no te olvides de que estás destinado a hechos heroicos.—No me hagas reír, Isa. ¿Lo dices por las horlandias que me regalaste? Es una bonita leyenda, pero para realizar gestas de cuento se necesita más que simplemente que te regalen unas flores. Además, yo fui el primero en obsequiártelas ¿recuerdas? Según eso, también tú tendrías que estar en camino de la gesta.—Pues bien ¿por qué no? ¿No hay heroínas en los cantares?—Dame la mano, Isa, quiero sentirla —ella se la dio y él la apretó firme contra su pecho— tú ya eres mi heroína. ¿Sientes este mi corazón? Pues cada latido se mueve por ti. Y lo mismo que el corazón, todo. Cada vez que levanto la espada o el escudo, estás tú ahí: cada uno de los hechos por los que me recuerdan en las almenas son tus hechos, tú los has impulsado. Si yo he de ser un héroe como dices, lo serás tú también, lo seré por ti. Y dentro de poco, una vez que sane y tenga tu mano, seremos uno solo para siempre.Ella acarició sus cabellos emocionada. Al cabo de un segundo le dijo:—No te lo tomes a mal, Ore, pero en cierta medida me alegro de tu enfermedad. No sé qué te habrá dicho el capitán, pero se avecina una batalla. Por una vez, no temeré por tu vida, aquí estarás a salvo. Y quizá, después de la contienda, por fin tengamos paz.—¿Batalla? ¿Paz? ¿De qué hablas?—Ya sabes que el enemigo está ahí afuera. Llevan todo el día preparándose para un nuevo asalto. Pero ahora hay algo más: tenemos información de que probablemente será un ataque final. Solo hay que resistir una vez más, pues si no consiguen conquistar el castillo, tendrán que levantar el asedio para marchar a otro frente.—¿Es por el príncipe? —dijo entusiasmado Orencio— ¿será que tiene ventaja en el sur y el enemigo está llamando refuerzos? ¡Magnífico! Eloísa no tuvo valor para sacarle de su error ¿qué más daba? Ya se enteraría.—No importa eso ahora. Lo bueno es que estarás aquí, nosotros resistiremos para conseguir la libertad y nos casaremos, en paz.En ese momento Hilda y una de las curanderas se acercaban, atareadas pero contestando al gesto con que las había llamado Eloísa unos momentos atrás. Ella entonces les explicó los síntomas que veía en Orencio y le dejó en sus manos, despidiéndose una última vez. Pero no como otras veces: ante los ojos impresionados y un tanto escandalizados de las enfermeras, se besaron. Cuando la chica salía de la sala y la mirada de Hilda buscaba una explicación, el soldado dijo: “Hilda, Eloísa y yo nos casaremos. ¿me podrías hacer el favor de llamar a Abelardo?”.
Corría Eloísa, alegre bajo la lluvia, en dirección al palacio del gobernador. Ya nada se interpondría, nunca más, entre Orencio y ella: la guerra ya no sería un problema ni un obstáculo para que estuviesen juntos. Y si había enemigos dentro de la ciudad tramando para entregarla, los encontraría y les descubriría a ojos de todos: no podía ser de otra manera, pues ninguna amenaza le parecía lo suficientemente grande para su felicidad.Se extrañó de no encontrarse con Tubaldo en la portería y de que nadie vigilara la entrada en su lugar. Se trataba de un descuido que podría poner en problemas al grueso portero, por lo que no quiso llamar la atención sobre este punto. Los candelabros ya estaban encendidos, pues la tormenta exterior había hecho de este un día oscuro. Reinaba un cierto silencio, que Eloísa atribuyó a órdenes del señor de la casa, que con sus frecuentes dolores de cabeza no soportaba bien los ruidos. Pensó que, si iba a vigilarle, tendría que exponer algún motivo para presentarse ante él, pero también que no podía hacerse anunciar: era mejor entrar en su cámara de improviso que darle tiempo a ocultar lo que estaba haciendo, si es que en efecto algo ocultaba. Se dirigió pues a las cocinas y no le costó trabajo que una de las criadas le facilitase agua caliente para preparar una infusión al gobernador: aunque no era ella parte de la servidumbre de palacio, sí era conocida de todos, pues la casa Guarlion frecuentaba bastante la mansión.Premunida, pues, de una buena excusa, se dirigió a los aposentos del señor de Siar. Abrió la puerta con cuidado y entró despacio. Las cortinas estaban cerradas y la luz provenía solo de un grueso candelabro sobre una mesa. Ante ella, una silla en la que estaba el anciano gobernador, aparentemente dormido con el rostro sobre el escritorio. Un tazón volcado sobre los papeles y un hilillo de sangre que brotaba de sus labios entreabiertos manchando la madera hicieron que Eloísa dejara caer su bandeja, horrorizada: el gobernador estaba muerto.
La lluvia era ya torrencial y la luminosidad escasa, a pesar de no ser muy tarde aún. Por las callejuelas cercanas al puerto, dos mujeres deambulaban ocultos sus rostros bajo las capuchas. Eloísa las había puesto en buen camino y la verdad es que sus indagaciones, primero con el vigía del torreón, y luego con algunos peones a quienes hallaron en una cantina, estaban dando frutos. Era irrefutable a sus ojos que algún enemigo se había infiltrado en la ciudad y que estaba tramando la manera de entregarla cuando más vulnerable fuera. El ataque que se preparaba sería solo la pantalla para ocultar el golpe de gracia.En una decadente taberna, un ebrio Róberick de Angrados había hablado en voz demasiado alta ante un par de soldados que le interrogaron, y se extendía ya un oscuro rumor entre las gentes de mar. Se había desatado ya la tormenta sobre las aguas, pero esos marineros, supersticiosos, creían que la flota enemiga era asistida por poderes que dominaban el agitarse de las olas. Por supuesto, las damas de Gáradras no hacían caso de estos miedos marinos, pero sí de la noticia que transmitían: el juglar había sido prisionero del enemigo, había visto naves, y eso significaba un viaje de la flota hacia el norte. Es decir que los refuerzos podían estar aún más cerca de lo pensado.Seguían ahora a un hombre que les había asegurado poder guiarlas hacia el misterioso curandero, vendedor de especias, cuya pista estaban siguiendo. Las hermanas comentaban por lo bajo que, si sus sospechas eran ciertas, el enemigo oculto estaba preparando algún golpe que desestabilizara la ciudad, y aprovecharía la batalla, o el desembarco que seguramente se produciría en los siguientes días, para abrirles alguna entrada a los sitiadores desde dentro que les permitiese saltarse las defensas y acabar con la resistencia.El hombre, algo bajo, les llevó hacia una casa destartalada y de apariencia abandonada, a poca distancia de la taberna en la que había hablado el juglar. Con un gesto, les indicó que entraran tras él. Débora y Delia no dudaron. Estaba oscuro: la luz era apenas suficiente para ver la morena figura de su guía recortada en la penumbra, y al volverse este centellearon sus ojos, resueltos. —Creo, señoras, que habéis estado incomodando de más a estas gentes con vuestras preguntas. Desconcertadas, sintieron manos gruesas que las sujetaban por detrás y les tapaban la boca. De nada les sirvió luchar: dos enormes peones de puerto las redujeron de inmediato y violentamente, poniéndolas de rodillas ante la oscura figura. Con una sonrisa maliciosa, este levantó unas cuerdas.—Pero no os preocupéis: yo, Bartolomé, me aseguraré de que no tengáis la desgracia de volver a incomodar a nadie. Atadlas a las sillas: ahora las preguntas las haré yo, pues he de saber qué tanto saben y quiénes más están al tanto de la operación.
El ruido de la vajilla quebrada reverberó en la silenciosa casa, y alertó a la servidumbre. Coincidió la agitación con la entrada de lord Edwin, quien venía a entrevistarse con el señor de Siar, luego de haber convocado al concejo de la ciudad y los principales nobles. Los gritos de horror desgarraron el aire desde el piso superior en que estaba el estudio del gobernador: de inmediato, lord Edwin se unió a los criados que corrieron escalera arriba e, imponiéndose con su autoridad, fue quien abrió la puerta. Y fue también el primero que vio a Eloísa, pálida, junto al escritorio en que yacía muerto el amo del palacio.No importó cuántas preguntas se le hicieran, Eloísa no logró explicarse ni explicar qué es lo que había ocurrido. Ninguno de los criados podía decir tampoco cuándo había entrado la muchacha, y Tubaldo aseguró que no podía ser por la puerta, pues él no la había visto. Una de las cocineras informó que Eloísa había pasado por las cocinas para preparar una infusión al gobernador.Ya estaban reunidos los principales nobles del Siar, y el concejo de la ciudad. Eloísa estaba sentada en un rincón, bajo sus miradas escrutadoras.—Dinos ¿qué hacías aquí? ¿Por qué no estabas en mi palacio, o con las damas de Gáradras? —interrogaba con gesto duro lord Edwin.—Es… es lo que intento deciros: ellas, Débora y Delia, me enviaron aquí. Dicen que puede haber un enemigo oculto, y sospechaban… sospechaban del gobernador.—Luego —intervino uno de los señores— confiesas que lo mataste. ¿Por orden de ellas? ¿Quiénes son estas señoras, después de todo, y por qué debiésemos confiar en las tales Débora y Delia?—Caballeros, no podemos dudar de esas damas, se presentaron ante nosotros con los sellos de Gáradras… —apaciguaba lord Edwin, pero fue interrumpido violentamente por Eloísa.—¡No, no: yo no maté al gobernador, por favor, créanme! Al entrar aquí estaba ya así, muerto. La infusión… eso debe haberlo matado.—¿La infusión que preparaste tú, según nos han dicho? —volvió a la carga, ahora lord Edwin, enfadado por la interrupción.—No, mi señor; tiene que creerme: —insistió, sin ningún cuidado del tono y el decoro, tuteando inadvertidamente a su señor— alguien más ha hecho esto, y perdemos tiempo crucial mientras el asesino va por la ciudad. La que yo preparé la derramé al encontrarme con todo esto, se me cayó de las manos del espanto. Créanme, las señoras, Delia y Débora, ellas pueden decirlo, ellas me enviaron aquí…—Comprenderás, Eloísa, que todo esto es muy sospechoso. Llevas ya unos días yendo y viniendo. Eleanor me comentó que a veces desapareces horas del servicio. Luego, el capitán William y yo te sorprendimos oyendo una conversación privada altamente secreta. Pensé que tus paseos eran por ese amorío tuyo, pero ¿cómo saber si no estabas ya en contacto con el enemigo? Y me duele aún más, habiéndote criado en mi casa, hospedado en mi palacio.—¡Por favor, lord Edwin, debe creerme! —repetía desesperada— sé que se ve sospechoso pero no es lo que parece. Soy leal a la ciudad, mi novio arriesga su vida a diario en las almenas, no podría yo hacer otra cosa. Tub… Tubaldo puede dar fe de ello. Él sabe a dónde iba cuando me ausentaba del lado de Eleanor. Él, además, sabe de dónde vienen estas hierbas: las ha comprado él y…—¿Dices, ahora, que la culpa es del portero? —Intervino otro de los nobles, miembro del concejo— es una acusación dura que espero puedas probar, jovencita.—No… no, no quise acusarlo, es solo que… es muy confuso. Las jaquecas del gobernador, las infusiones… Tubaldo no estaba en la puerta al llegar yo, por eso no me vio: quizá ha sido solo un accidente. Delia y Débora están precisamente en búsqueda del curandero que proporcionó las hierbas que…—Suficiente, jovencita —le atajó el noble del concejo— desvarías ya. ¿Ahora un curandero? ¿De dónde sacas tantos personajes? Viva es tu imaginación, sin duda. Pero por suerte para nosotros el portero está aquí, y dijo hace un momento no haber abandonado nunca la puerta. Mandadlo llamar.Un criado se apresuró a traer a Tubaldo, que entró en la estancia, visiblemente asustado y rengueando que daba lástima. Lord Edwin se levantó para interrogarle.—Tubaldo, has sido portero del gobernador durante décadas. Creciste en esta casa y nuestro señor te tenía estima especial, todos lo sabemos. Esta señorita aquí dice que puedes saber algo sobre la procedencia de las hierbas o de la infusión que parecen ser la causa del fallecimiento de nuestro señor y señor tuyo. ¿Qué puedes decir a esto?Una mirada de súplica cruzó la sala desde los ojos de Eloísa hacia el portero, pero Tubaldo, pálido, la esquivó. No soportaría hacer contacto visual con la doncella. Estaba devastado. Sin saber dónde poner las manos ante los señores de la ciudad, la cabeza gacha, mantenía nervioso su mirada en la punta de sus zapatos, con algún furtivo escape al cuerpo inerte del gobernador. Él no había querido matarlo. Todo lo contrario: sufría como nadie en la ciudad al verle cada vez más viejo y achacoso, cada vez con dolores más fuertes. Había querido darle una sorpresa con esas hierbas mágicas que había comprado, y resultó que la liberación del dolor implicó también su deceso. Cuando sucedió, aterrado, escapó a la lluvia sin avisar nada, y no había vuelto a casa sino hasta una hora después, arrepentido. Y entonces, supo que acusaban a Eloísa… y que él podría quedar libre de culpa.Algo en la postura de Tubaldo le delató a ojos de la chica. Él no abría boca. Ella, apretaba los labios, blancos de miedo y de rabia contenida. No podía ser. No Tubaldo, que siempre había sido amable, afable…—No tengo idea de qué dice esta mujer —la frase cayó en el vacío, como una sentencia de muerte— nunca me ausento de mi puesto, y si tengo que salir, toma mi lugar mi mujer. Además, no soy yo el encargado de preparar brebajes para mi señor, y no sé cómo habrá ocurrido… esto. —No puede ser —se le escapó a Eloísa— Orencio tiene razón: no eres más que un cobarde…—Es suficiente, Eloísa —le interrumpió lord Edwin, serio pero también, según percibió la doncella, apenado— he tratado de creerte por todos los medios, pero nada de lo que dices tiene sentido. Y no dejaré que ahora, además, insultes a Tubaldo…—¡Pero, pero, si está mintiendo! ¡Yo lo sé! ¡Él compró las hierbas y no estaba al llegar hoy yo al palacio! ¡Puede indicarles quién fue el curandero que… el curandero que es el verdadero enemigo! ¡Él…! ¡Laura! ¡Claro! ¡Laura puede dar fe de lo que digo! Ella también sabía…—Refrena ese ímpetu. ¡Vergüenza debiera darte interrumpir a tu señor! Es ya la segunda vez. Y ha sido suficiente. No quiero oír más.Esto ya fue demasiado para la resistencia de la joven. Sin poder seguir aguantando, las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas. Entre sollozos, dijo aún:—Estoy diciendo la verdad… Débora y Delia pueden también corroborarlo… por favor, créanme…—Basta de llantos. No hay tiempo. Esperaremos el regreso de las dos señoras a las que has apelado: si ellas confirman tu historia, entonces serás libre otra vez. En caso contrario… tendremos que darte el trato que corresponde a la alta traición. Caballeros: esto no puede saberse: aterrorizaría al pueblo y desmoralizaría a los hombres. Oficialmente, nuestro gobernador ha muerto a causa de su prolongada enfermedad, de todos conocida. Debemos darle pronto y piadoso entierro y elegir a un nuevo líder de la ciudad, puesto que no hay herederos.Todos estuvieron de acuerdo. Mientras se retiraban, lord Edwin, que sería elegido como nuevo gobernador poco después, dio una última orden a la servidumbre de la casa: —Retirad el cadáver y preparadlo para la sepultura. En cuanto a Eloísa, Tubaldo la custodiará en alguna de las habitaciones del palacio. Avisadme cuando lleguen Delia y Débora, quiero estar presente.El mismo Tubaldo se encargó de conducir a la chica escaleras abajo, a un cuarto oscuro junto a las cocinas. Ella derramaba silenciosas lágrimas. Él, rengueando más que de costumbre, no dijo una sola palabra en todo el camino, sin atreverse a mirarla. Solo al final, cuando ya la encerraba echando llave a la puerta, se atrevió a musitar un tímido “lo lamento”.

Continuará...
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Published on March 25, 2021 11:44

March 18, 2021

Orencio y Eloísa IV

Parte IV: El enemigo oculto


El día, que tan espléndido había comenzado, se nubló de pronto, arrastradas las nubes por un fuerte viento que se levantó desde el mar  y que las amontonó sobre el cielo de la ciudad, agitando también las olas con su fuerza. Antes de que pudiera darse cuenta, el capitán William caminaba bajo la lluvia al castillo.La reunión con lord Edwin le había dejado preocupado. Era como si no solo el clima, sino que también el futuro mismo se nublara cada vez más: por la mañana había sido informado de la llegada de un oscuro mensajero al campamento enemigo, escoltado por quienes eran irrefutablemente guardias de altos mandos del adversario. Y de inmediato los contrarios comenzaron la preparación del asalto, en el que aún se afanaban. Ahora se enteraba de que se trataba de un movimiento general de tropas hacia el norte, y se quebraban las esperanzas que había puesto en una victoria del príncipe en el sur. Más que nunca, sintió que la ciudad se había quedado sola y a su suerte. Aunque resistiesen al ataque actual ¿cuánto más podrían conservar la libertad?Muy dentro de él, sin embargo, ardía aún una esperanza difícil de describir, una llama que no se había apagado en todos esos años y no se apagaría ahora. Con ella debía mantener el ánimo de sus hombres en esta hora, quizá la más oscura que habían vivido. Eran muy pocos los hombres en la guarnición (y algunos demasiado jóvenes) de los que se pudiera decir que tenían ese mismo fuego para animar a otros. Y uno de ellos era sin duda Orencio: necesitaba contar con él.Por eso, encaminó resuelto su paso hacia la enfermería. Era temprano en la tarde aún, la mayoría de los hombres estarían seguramente en los comedores, almorzando, y además, sabía que Eloísa estaba ocupada con Eleanor y las damas de Gáradras: podía contar con que estaría relativamente a solas con el jinete, sin la presencia de los camaradas que habitualmente le hacían compañía.
Orencio estaba tendido sobre su colchón de paja, despierto y sin moverse. Notó por el rabillo del ojo la llegada de su capitán y trató de incorporarse lo mejor que supo, pero un gesto de la mano del militar le dispensó benévolo de ese esfuerzo. Sir William traía consigo un plato de comida caliente, que había protegido bajo su capa que goteaba.—Orencio —le dijo, mientras una curandera le ayudaba quitándole el manto: el hombre vestía la sobreveste de Siar, bajo la que se vislumbraba la cota de malla —¿qué tal te sientes?—No demasiado bien, pero ciertamente mejor que hace dos días. No sabe lo mucho que lamento esto, me siento un inútil. He tratado de levantarme, incluso hice que trajeran mis armas —dijo señalándolas— pero no he sido capaz de aguantar su peso: me tiemblan las piernas.“Mala cosa”, pensó sir William: si Orencio no tenía fuerzas para levantarse, mucho menos podría luchar junto a la tropa y animarles con su ejemplo. Y sin embargo, era crucial que el joven se sobrepusiera a su debilidad y tomase de nuevo la espada: este asalto podría ser el último. Pese a todo, no tenía un aspecto tan desmejorado; quizá era cuestión de tiempo.—Ten —le dijo mientras se encuclillaba junto a él para entregarle el cuenco— necesitas reponer fuerzas, come.Echó un vistazo alrededor y vio las armas que Orencio le había indicado y, junto a ellas, cerca de su cabecera, descubrió unas flores grandes y azules. No pudo sino sonreírse, enternecido al intuir la historia detrás del ramillete.—Bonitas horlandias. Supongo que Eloísa ya estuvo aquí. Y sin embargo, la he visto yo hace poco en casa de lord Edwin. Debe haber venido temprano.El joven soldado guardó silencio, entre sorprendido y avergonzado: no sabía qué actitud tomar ante su superior. Muy a su pesar, sintió cómo se ruborizaba, antes de contestar, a baja voz:—Sí… ella, viene a menudo. Hoy estuvo aquí diría yo que desde el alba, al despertar ya estaba junto a mí. Me cuida como una madre a su hijo.—Y más, me atrevo a decir. Verla fue la razón de pedir esos turnos dobles de día y noche, supongo. ¿No es así?—Sí, señor. Fue así. Yo también quería verla con más frecuencia. Si he actuado mal yo…—Para nada, no hay nada malo en ello, menos en tu caso, que siempre has cumplido devotamente con tus deberes en la guarnición. Nadie, y menos yo, podría echarte en cara falta alguna. Desde hace años que eres un punto de referencia para los demás guerreros de Siar. Damián, por ejemplo, no deja de hablar de ti.—Gracias, capitán. Todos en esta fortaleza son como hermanos para mí. Siento que me debo a ellos en primer lugar: hemos arriesgado y derramado nuestra sangre unos por otros tantas veces ya… Y aún así, la idea de que lo que siento por Eloísa pudiese estar de algún modo en conflicto con mis deberes en esta guerra me tiene intranquilo. Los soldados tenemos que estar dispuestos a dejar la vida por la ciudad, pero si se me pidiera dejar a Isa no me siento con fuerzas suficientes para hacerlo. Pese a ello, si puedo aún serle útil en algo, dígamelo.—Orencio, muchacho —le contestó en tono confidente— no podría yo pedirte tal cosa, pues sería también desgarrar el alma, no solo tuya, sino de todo este castillo. Ninguno de mis hombres lo toleraría pues, aunque no se den cuenta tú y tu chica, a todos nos alegra el corazón verles juntos. Es como un remanso de paz, es un verdadero desafío a la violencia de esta contienda. Y además, sé muy bien que tú ya no serías el mismo, no combatirías igual, y perderías tu audacia y tu valor. Quizá te harías más temerario, quizá buscarías la muerte entre las lanzas, si no tuvieras un motivo tan poderoso para volver a salvo. No, Orencio, definitivamente, lo tuyo con Eloísa tiene mi beneplácito, si es lo que estabas buscando pedirme.Se hizo un nuevo silencio. El rostro del joven se volvió serio. De nuevo, se presentaba ante él la necesidad de tomar una decisión inmediata, y no sabía qué hacer. En su situación, sujeto a las leyes de la guerra, debía pedir permiso a su superior, a quien tenía en frente, si quería pedir la mano de una doncella. Sir William, consciente de eso, se lo dejaba ahora en una bandeja. Y sin embargo ¿podía realmente pedir su mano? ¿Es eso lo que debía hacer? Echó una mirada al capitán, y se encontró con sus penetrantes ojos, que podían tanto ser duros como el acero como paternalmente comprensivos. Luego de dudar un segundo, volvió a hablar:—Capitán ¿me permite pedirle consejo sobre este punto?—Claro que sí —respondió el caballero, un poco desconcertado.—Que no se entienda mal: yo amo a Eloísa. Aunque nunca he sido capaz de decírselo tan claramente, ella lo sabe. Y yo sé que me ama: no necesito que me lo diga, sin hablar, lo hace constantemente: estas flores, y los cuidados que ha tenido conmigo, son suficientes como para que su cariño lo vea incluso un ciego. Verdaderamente, no quisiera que hubiese ninguna otra mujer en mi vida, y quisiera que fuésemos, para siempre, el uno para el otro. No hay nada que desee con más fuerza que pedir su mano. Sé, además, que cuento con la aprobación de sus padres. Pero…—¿Pero?—¿Pero de qué sirve, qué objeto tiene pedir su mano, en esta guerra? ¿Y si yo muero mañana? ¿O ella? ¿Si cae la ciudad? ¿Qué seguridades puedo darle? ¿No es mayor el sufrimiento al que la condenaría al consentir así en nuestra unión? Un día nos decimos que estaremos juntos para siempre, y al siguiente estoy muerto, o con la obligación de partir, armas en manos, a tierras lejanas sin saber si volveré. Es como dar a probar un dulce al hambriento, y luego negárselo eternamente. La otra opción es dejar la guerra para estar con ella, pero no puedo hacer eso. No podría vivir tranquilo sabiendo que mis hermanos de armas se fatigan y desangran mientras yo soy tranquilamente feliz. Y si luego, además, perdiéramos en el frente y la ciudad fuese arrasada y Eloísa… y Eloísa cayera en las manos de ellos ¿cómo vivir con la culpa de no haberla protegido, de no haberla defendido? No sé qué hacer, capitán: pareciera que tengo que escoger entre mi amor y mi patria, y es una elección dura.—No hay tal elección, Orencio. Pues si combates por la patria, luchas también por Eloísa, eso lo sabes bien. Es cierto que las armas tienen su riesgo, pero tú y ella han aceptado hasta ahora ese riesgo. Ella sabe que puede perderte cualquier día, pero me atrevo a asegurar que está orgullosa de tu papel en las almenas, y que, aunque se agite su alma cada vez que suena el cuerno de guerra y tú saltas sobre las escaleras enemigas, en el fondo ella y la ciudad entera duermen tranquilas sabiendo que Siar tiene quien les defienda. —Sí, eso lo sé. Isa jamás me pediría que renuncie a la defensa de la ciudad, menos ahora. Pero ¿no merece ella mucho más que una vida en vilo, siempre?—Efectivamente, merece muchísimo más. Y sin embargo, ha preferido esto, porque te quiere. Por otro lado, lo más que podemos hacer es darlo todo, pero no más que aquello que poseemos: quisiéramos entregar a nuestros amados la paz, pero de momento solo tenemos la guerra. Nada sacamos con lamentarnos. Lo que me lleva a otro punto: me has pedido consejo. Pues bien, creo que estás agobiado porque tratas de entregar lo que no está en tus manos. Y esperando a tenerlo todo, pasará tu tiempo sin dar nada, aguardando siempre a unas circunstancias mejores. Créeme: no hay día que no me arrepienta de no haber aprovechado más los instantes que tuve con Sarah, mi difunta esposa. No pudimos tener hijos, pero nos teníamos el uno al otro. Hasta que la peste la arrebató de mi lado. He llorado su partida todos los días de mi vida desde entonces, y hoy daría lo que sea por pasar un nuevo día con ella, no importa si ese día es soleado o no. Si ambos, tú y Eloísa, están decididos y dispuestos a abrazar al otro, con toda su historia y circunstancias actuales, no esperen más: precisamente porque no saben cuánto tiempo más se tendrán el uno al otro. Además, las mujeres puede que no tengan la fuerza para cargar una armadura y dar un golpe de espada que hienda el escudo de un enemigo, pero te aseguro que son más fuertes que nosotros en estas cosas del espíritu: con Eloísa a tu lado, tendrás siempre un refugio al que volver en los días más oscuros. Y, por ella, serás capaz de hacer mucho más de lo que harías solo por honor u orgullo.Se iluminó el rostro del joven soldado, que dejó escapar un suspiro de alivio. Sir William sonrió. —Gracias, capitán. De verdad. Entonces, si cuento con su beneplácito, pediré la mano de Eloísa. Apenas me recupere de esta enfermedad, hablaré con Abelardo. Qué digo: apenas lo vea.—Estoy seguro que la noticia la recibirá feliz.Orencio dejó que una sonrisa se dibujase en su boca, la mirada perdida entre las vigas del techo, y el pensamiento muy lejos de allí. Sir William no pudo evitar pensar en su propia esposa y se enterneció su alma. Se había ya preparado para llamar la atención de Orencio y plantearle el motivo de su visita: pedirle el sacrificio de su salud para asegurar el ánimo de sus hombres, pedirle en definitiva que no hiciera caso de la flaqueza del cuerpo y le exigiese sostener la lanza y cargar con la cota de mallas, pero no tuvo corazón para hacerlo, para hacer resonar el llamado del deber. ¿Cómo podría? Exigir tal cosa era ahora exigir una muerte heroica y también destrozar el corazón de una joven. No. No se lo pediría: que se recuperase en ese lecho y viviese aún. Si algo había de sobrevivir al asedio, que fuese el amor de esos jóvenes enamorados. Él y los demás soldados combatirían y resistirían para darles la oportunidad de vivir la vida que merecían.—Descansa, Orencio —se despidió el caballero— ya nos veremos de nuevo sobre las almenas.
La lluvia había cesado, pero el cielo anunciaba que era un asunto momentáneo: las nubes seguían acumulándose negras y amenazantes. Y entonces, una melodía alegre irrumpió en las calles de la ciudad, atrayendo la curiosidad de cuántos pasaban. Eleanor y las damas de Gáradras habían conseguido encontrar un alojamiento discreto atendido por personas de confianza y no había pasado mucho tiempo desde que su señora dejase a Eloísa al servicio de Delia y Débora para lo que pudieran necesitar, cuando también ellas oyeron la música.Débora y Delia no hubiesen hecho mayor caso, si no fuese por la agitación que provocaron esas notas lanzadas al aire. El posadero salió a la calle mientras sus hijos se asomaban curiosos a las ventanas superiores. Escenas semejantes se repitieron a lo largo de la callejuela y por los caminos que conducían a la cercana plaza del pozo. Los viandantes cuchicheaban excitados y algunos niños corrieron en dirección al artista que aparecía, colorido, arrancando la música de su laúd. Débora iba a preguntar a Eloísa qué sucedía, pero la vio entonces también asombrada y con claras muestras de que en ese momento solo quería ir junto a la muchedumbre que se aglomeaba ya.—¿Pero qué pasa, niña? —dejó escapar molesta la dama— ¿Es que no habéis en este pueblo escuchado nunca a un juglar? Por lo demás, seguro que este, en cinco años, ya habrá agotado todo su repertorio. Se elevaba en ese momento la voz del aedo, clara como la brisa de montaña, desde donde parecía que provenía la gesta que comenzaba a cantar: los primeros versos fueron suficientes para que Eloísa reconociera una conocida historia local:—¡Es Áton! ¡Oh, madre mía, si está por cantar la historia de los hechos de Áton! Perdónenme, mis señoras —y advirtiendo de súbito que la excitación le había llevado a hablar sin decoro ante tales damas, se corrigió en el acto: —es decir, perdonadme: Áton es uno de los héroes de los días antiguos, y hace años que su historia no es oída en Siar, pues nadie era capaz de recitarla con pericia. Pero ¡oíd a este! Dadme licencia unos momentos para escucharle, o venid conmigo a disfrutarla. ¡Oh, ha pasado tanto tiempo desde que hubo una función en Siar!—¿Pero, dices entonces que este hombre no cantó nada en todos estos años? —preguntó Delia, excéptica.—¿Este hombre? No lo conocemos, no es de aquí. Se trata de un recién llegado, como vosotras ¡qué de noticias traerá de fuera!Las dos mujeres intercambiaron una mirada sombría. Delia iba a replicar, pero Débora se adelantó:—Ve, oye lo que tenga que decir. Y vuelve pronto a nosotras: quiero saber todo lo que averigües sobre ese juglar.El tono fue suficiente para poner en alerta a Eloísa, que entendió que algo no andaba bien, y que esas damas extranjeras sabían algo más. Y entonces, como desembarazándose de un hechizo, se dio cuenta de lo infantil de su actitud, y de cómo inocentemente había pasado por alto detalles inquietantes que habitualmente la hubiesen puesto en guardia. Claro que había motivos para sospechar: ¿quién era el forastero que así se presentaba en una ciudad sitiada como si hubiese entrado tranquilamente por la puerta? Y el día antes de un ataque total, según se había enterado ella. Justo cuando las dos mensajeras de una ciudad aliada temían por peligrosos movimientos enemigos ¿y un completo desconocido tenía vía franca para entrar en Siar, como si se burlara de todas las defensas? Aunque se traquilizó recordando que lord Edwin había referido que el trovador tenía la protección y la amistad del gobernador, se acercó a la multitud con ojo más crítico, por si veía alguna otra cosa sospechosa.Fue un verdadero espectáculo. Subido sobre el borde del pozo, en peligroso equilibrio, Róberick de Angrados, cuyo era el nombre del artista, interpretaba magistralmente un antiguo poema, uniendo a las cuerdas templadas de su instrumento la potencia de su voz. Al poco, todos tarareban la melodía, y repetían los coros. La ciudad parecía súbitamente revivir y todo cambiaba alrededor. De pronto, las paredes de piedra habían caído y los cielos sobre ellos se veían más claros, más jóvenes y luminosos: les pareció que surcaban los mares desde una lejana tierra, acompañando al héroe exiliado que llegaba a las playas de Siar. Casi se puede decir que vieron el resplandor de su rostro y el fulgor de su espada, sintieron el frío aire de las montañas y la nieve bajo sus pies, aguantaron la respiración mientras los aceros de la hoja del héroe centellaban al chocar contra la maza del monstruo y muchos hombres fornidos tuvieron que ocultar el rostro para que no fueran descubiertas sus lágrimas cuando la voz sonora del juglar anunció al mismo tiempo la victoria sobre el gigante y la muerte de Áton, héroe sin par. Una ovación cerró la actuación del artista, que había devuelto la alegría a espíritus acechados por las penas de la guerra. Eloísa estaba impresionada. Ella misma sintió los efectos del cantar, y le pareció que el gobernador había tenido razón en dejar entrar al aedo, precisamente el día anterior a que la ciudad se enfrentase a su propio gigante. La muerte no era la última palabra… pero atajó sus pensamientos, aún así el hombre era sospechoso: una vez que anunció que podría ser encontrado en “El Jabalí y la Lanza”, regresó a informar de todo a las garadrinas.
—¿“El Jabalí y la Lanza”?— Era Delia la que hablaba —¿sabes cómo llegar allí?—Sí. Es una posada y taberna que queda cerca del puerto, muy frecuentada por los marineros, que pasan en ella sus horas de ocio. Pero, si me permitís, señoras…—Adelante —le autorizó Débora.—Mi señora Eleanor me ordenó ayudaros en lo que necesitéis. Y veo que esto os preocupa: creo que puedo ser de utilidad si me advertís un poco más sobre lo que os inquieta.—¿Pero quién crees que eres para pedirnos cuentas…? —comenzaba a decir Delia, pero fue interrumpida por la misma Eloísa, quien no sabía que fuese capaz de audacia tal:—No se enoje mi señora con lo que digo, entendedme: vosotras sospecháis, y veo que con razón, de un recién llegado, pero para mí también vosotras sois forasteras y habéis entrado de algún modo que desconozco a la ciudad. Tanto el juglar, Róberick de Angrados, como su señorías cuentan con la amistad y protección del gobernador: esto lo sé porque se lo he oído esta mañana a lord Edwin. Él tampoco parecía estar muy contento con la decisión del gobernador, pero es claro que os apoya a vosotras y eso es suficiente para que yo lo haga también. Entonces, para ayudaros, necesito saber qué motivos hay para vigilar al juglar, cuál es la amenaza.Delia frunció el seño, pero su hermana la apaciguó: “tiene razón” le dijo, y sin admitir réplica, se dirigió a Eloísa:—Veo que tienes agallas, y que además eres dueña de un oído atento. Pues bien, eso puede sernos de mucha utilidad, escucha: me temo que hay un peligro mortal sobre esta ciudad y, por lo tanto, también sobre la nuestra. Pero no hablemos de esto en la calle: vamos adentro.
—¿De modo que creéis que el príncipe fue derrotado en el sur y que se avecinan nuevas fuerzas enemigas? —resumía Eloísa. Estaban en la habitación de la posada, con las contraventanas cerradas. Afuera se oía de nuevo el caer de la lluvia.—No solo lo creemos —dijo Delia— lo afirmamos. Es decir, no sabemos qué será del príncipe, pero con nuestros propios ojos, en nuestro viaje hasta aquí, hemos visto cómo se preparan en las ciudades conquistadas del norte para recibir refuerzos. Pudimos infiltrarnos en algún campamento y obtuvimos información clara de que todos los efectivos del enemigo tienen orden de reunirse en Gérsula, antes de acabar el otoño. Quieren lanzar un ataque final sobre Gáradras para tener acceso a sus minas de oro, y poner fin a la contienda. Eso pone presión a los sitiadores de aquí, de Siar: o terminan el trabajo ahora, o tendrán que levantar el asedio y marcharse.—Es decir —concluyó Eloísa— que es una carrera contra el tiempo. Solo tenemos que resistir unas semanas más, como lo hemos hecho los últimos cinco años: no parece un imposible, en realidad: y en cambio habláis de una amenaza mortal.—Precisamente, ese es el peligro, Eloísa —intervino Débora— el que creáis que los días venideros serán iguales a los ya pasados. Para nada: el estar contra el tiempo hará que el adversario extreme sus recursos y no continuará intentando estrategias que no le sirvieron en el pasado: buscará alternativas más veloces para rendir la plaza, y probablemente eso signifique modos más crueles, salvajes o simplemente deshonestos.—Curioso que mencionéis la honestidad en una guerra…—Y sin embargo, hasta la guerra tiene sus leyes —atajó Débora— lamentablemente mi hermana y yo hemos sido testigos de cuán poco le importan al enemigo. Si encuentran una oportunidad, la aprovecharán: y ciertamente es preocupante saber que un artista trotamundos haya conseguido introducirse sin problemas aquí. Aunque él mismo no sea peligroso, su presencia es prueba de que podrían haber ya entre nosotros otros que sí. Y con enemigos operando desde dentro, la situación puede volverse crítica en medio de una batalla.Eloísa guardó silencio, asimilando la información recibida. En su regazo, sus finos dedos se retorcían entrelazados. Su pensamiento se iba necesariamente a Orencio, al pensar en el peligro de la ciudad. Él había sido siempre el defensor, pero ahora convalecía, mientras una amenaza interna les asechaba. Si él supiera lo que ocurría pondría atajo inmediato enfrentando al enemigo. Claro, si se lo pusiesen enfrente y se lo señalasen. Pero ahora había que descubrirlo, y Ore nunca había sido muy perspicaz en cuanto a adivinar las intenciones de la gente. Esta vez, era ella quien podía marcar una diferencia, y proteger a Orencio de una muerte a traición, indefenso en su lecho. Luego de pensarlo un poco, se volvió hacia las damas de Gáradras:—Si hay infiltrados en la ciudad, contad conmigo para hallarlos y detenerles. Por el momento, creo que podemos dejar en paz al juglar: no solo porque cuenta con la protección del gobernador, sino porque, si realmente quisiera nuestro mal no estaría cantando gestas que animan a todos a combatir, o a morir luchando como Áton. Si viene de fuera, también él debe conocer los movimientos enemigos, y le bastaría esparcir la voz, o al menos el rumor de una derrota de nuestro príncipe para desmoralizar a todo el castillo.—¿Lo ves, Delia? —dijo Débora a su hermana— esta chica es avispada, y por segunda vez lo demuestra. Tiene razón. ¿Cómo puedes ayudarnos, Eloísa?—Conozco muy bien Siar, y sé a quiénes se puede acudir para informarnos sobre personas sospechosas. Tan solo hoy en la mañana me he enterado de la aparición de un curandero del que nunca había oído. Un hombre moreno y bajo, que le vendió al portero del gobernador unas hierbas que dice pueden ayudar a nuestro señor a curar sus jaquecas. Por supuesto, nadie le había visto antes, y le exigió al portero silencio sobre el suceso. Quien me contó esto suponía que podría ser uno de esos hoscos peones de puerto que llevan años varados aquí y que poco se relacionan con la ciudad, preocupados solo de la bebida. Sin embargo, resulta que, si alguien quisiera colarse en la ciudad, el mejor modo de lograrlo es a través del puerto: el guardia del torreón no ha estado muy atento últimamente.—Eso es más que suficiente como para estar alertas y comenzar de inmediato a investigar. Encamínanos hacia el puerto —le dijo Delia, decidida— pero tú ve al palacio del gobernador, y pon un ojo sobre ese portero y sobre el señor de la ciudad: puedes decir que vienes de nuestra parte. Me dan mala espina esas hierbas, y también la facilidad con que el gobernador permite la entrada de extraños, por incoherente que suene en mi boca: quiera el Creador que me equivoque.
Al salir, lo primero que vieron fue a un grupo de soldados que, presurosos, cargaban unas vigas que llevaban hacia el castillo. Las mujeres se subieron las capuchas para protegerse del aguacero:—Están reforzando las murallas— dijo Eloísa señalando al piquete de guerreros que se alejaba calle arriba— quiere decir que se esperan un ataque inminente.—Menos tiempo tenemos, entonces —aportó Delia— vamos, cada quien a lo suyo. Nos reuniremos frente al palacio Guarlion al anochecer.Tras estas palabras, las garadrinas se perdieron en dirección al puerto, siguiendo las indicaciones dadas por Eloísa. Ella debió haber ido inmediatamente al palacio del gobernador. Pero no lo hizo.Un mal presentimiento había nacido en su ánimo nada más ver a los soldados con la viga. “Ataque inminente”, había dicho. Normalmente no se hubiera preocupado tanto. Pero ahora Orencio estaba postrado en cama. Para bien o para mal, solo el acero lo diría, el asedio estaba por concluir, y le atenazó la idea de que quizá no volvería a ver a su amor. Cuando comenzó a caminar, la decisión ya estaba tomada: antes de ir a casa del gobernador, pasaría una última vez a la enfermería. 
Continuará...
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Published on March 18, 2021 13:00

March 11, 2021

Orencio y Eloísa III

 


Parte III: Las flores del héroe




Un nuevo día amaneció radiante. Orencio había alcanzado una situación estable, pero aún afiebrada: su calentura no se agravaba, pero tampoco remitía. El joven sentía que sus fuerzas le dejaban paulatinamente. Llamó a Ribaldo para que le trajera espada y armadura, decidido pese a todo a levantarse y cumplir con su deber. Sin embargo, fue Julián, el hijo de los Guarlion y joven soldado por necesidad en las murallas del castillo, quien le trajo sus armas. Orencio conocía a Julián y a otros jóvenes de su edad —poco más que unos niños— desde hace años. Él mismo les había enseñado a cabalgar en los tiempos de la paz y le tenía especial cariño a él y a uno de sus amigos, Damián: este último, pobre, era huérfano, aunque su padre era considerado como un héroe, por haber marchado voluntario con algunos de los mejores hombres en la columna que apoyó al emperador y que nunca volvió, truncada su vida en el Desastre de los Campos Brunos. Desde entonces, Damián estaba al cuidado del capitán William y, de algún modo, también bajo su propia tutela, como si fuese un hermano menor. Por eso, cuando Julián le trajo sus armas y armadura, le preguntó con una sonrisa:—¿Qué hay, Julián? Gracias por traérmelas. ¿Qué es de Damián? ¿Todo bien?—Pues no le he visto aún —respondió el chico— pero le veré pronto: como tú estás aquí, me han asignado de guardia con él. ¿Qué tal te sientes?—Muy bien —mintió el soldado, aunque sus ojos afiebrados le delataban— es por eso que he pedido mis armas a Ribaldo, creo que me levantaré.Y dicho esto, hizo un esfuerzo por incorporarse; pero los brazos, en los que se apoyaba, le flaquearon y se vio obligado a tumbarse de golpe en el colchón, con el techo dándole vueltas.—No vas a ningún lado —le regañó Hilda— estás muy débil aún. Dejad esas armas ahí, a un costado, mi señor —añadió dirigiéndose al hijo de lord Edwin— no creo que sea capaz de usarlas todavía. Y por favor, retiraos, Orencio debe descansar.—Está bien, Hilda, como digas —respondió Julián, pero antes de retirarse se volvió para ver a Orencio y decirle: —mañana comenzaré ronda con Damián. Si estás mejor, vendremos a verte. ¡Recupérate!
Aquella noche el sueño del anciano gobernador volvió a ser interrumpido, cercano ya al alba. Como era habitual desde hace ya meses, al despertar siguió la jaqueca, y mientras se vestía ordenó a uno de los pajes que le preparasen una infusión caliente. Con un paso que denotaba el peso de sus años, salió de su alcoba al tiempo que se colgaba sobre el cuello el medallón de la ciudad. Uno de sus servidores le entregó su recto bastón, rematado con un pomo de plata, y le acompañó hacia el salón de las audiencias. Justo antes de entrar, se enderezó lo mejor que pudo mientras le ceñían la fina corona plateada, con forma de hojas de encina trenzadas, de los gobernadores de Siar. Por la ventana se colaba todavía la luz de la luna. Suspiró molesto y entró. Junto al trono, estaba su infusión. Se sentó dignamente y gustó su sabor: al menos podía calmar algo el dolor de cabeza.—Bien, haced pasad a esta urgente visita, que no se recata en perturbar el sueño de un anciano.Lo que entonces la voz del heraldo anunció fue tan claro, que en un principio no pudo creerlo:—Su Excelencia, se presentan ante vos Débora y Delia de Anfálsor, en nombre de Gáradras, la Corona de las Montañas y Ciudad de Oro.Y sin mediar más tiempo, las palabras fueron corroboradas por la entrada de dos damas, vestidas con capas de viaje y de porte digno. Hicieron una perfecta reverencia y declararon, mostrando una carta sellada, traer una petición urgente e importante de su ciudad. Cuando el gobernador no terminaba de salir de su estupor, añadieron tener también otras importantes informaciones, obtenidas a lo largo de su viaje, que serían vitales para la sobrevivencia de la ciudad. Y con esta última palabra zumbándole en los oídos, el dirigente acabó de leer la misiva de su par del norte, en la que lord Bernard se dignaba pedirle refuerzos y ayuda inmediata.
Casi al mismo tiempo, la servidumbre encendía velas y candelabros en la casa Guarlion, preparando el despertar de los señores. Eloísa, que era criada de Eleanor, conversaba en la penumbra y a baja voz con Laura, ambas en el vestidor de la esposa de lord Edwin, iniciando distraídamente sus tareas matutinas.—¿Qué tal sigue Orencio, Eloísa? Supe que ayer volviste a pasar por la enfermería del castillo.—¿Ah, sí? ¿Y quién te lo ha contado esta vez? No lo estarás difundiendo por ahí ¿cierto? La señora no ve con muy buenos ojos estas idas y venidas.—Pues, me lo ha dicho Tubaldo. Para ir al castillo pasas por delante del palacio del gobernador y bueno… sabes que siempre está mirando quién pasa y quién no pasa. Y si ibas al castillo ¿a qué más hubieras ido, si no es por Orencio?—Uf. Pues podría perfectamente haber ido a hablar con mi padre, o a dar un recado a Hugo el castellano, o simplemente a charlar con Águeda o a cualquier cosa. Todo confluye en el castillo estos días ¿no? Estamos en un asedio… —suspiró— Pero supongo que si Tub sacó la misma conclusión que tú, todo Siar debe estar enterado de mis paseos. Y eso incluye a doña Eleanor.—Entonces… estabas con Orencio.—Claro que estaba con Orencio. ¿A qué más iría al castillo…?—Hace solo un segundo dijiste…—Sí, sí, sé lo que dije, Laura. Es lo que mi cabeza quisiera decir —se ruborizó un poco en este punto—. Es lo que debiera decir, pero… pero no me muevo por la cabeza últimamente.—Oh… ¡qué ternura, Isa! ¿El corazón, no? ¿Sientes que te late más fuerte? —¡Shh! ¡Baja la voz! Que despiertas a medio mundo.—¡Pero si la que habla alto eres tú, ahora! —rio Laura— verdaderamente estás fuera de ti. Seguro no has dejado de pensar en él… seguro que estás pensando en él ahora mismo ¿cierto? Eloísa desvió la mirada, colorada al sentirse descubierta.—Me lo imaginé —concluyó triunfante su amiga— y todos sabemos que Orencio está en la misma situación. Entonces ¿por qué ese esfuerzo en buscar excusas que oculten el motivo de tus visitas al castillo?—Ay, Laura ¿podrás guardar un secreto?—Amiga, seré una tumba.—Es que Orencio… ha estado un poco indeciso ¿sabes? Nos llevamos muy bien y eso, pero es como si no se atreviera… no sé cómo explicarlo. Sabes que es un hombre decidido. Siempre lo ha sido: cuando de niño le dijeron que solo los nobles y caballeros podían ser jinetes, insistió e insistió hasta transformarse en el más diestro a lomos de un corcel. Si los bárbaros del Este pueden, decía, ¿por qué él no? Lo mismo ahora. Ve el peligro allá afuera y no soporta vernos a todos comiendo cada vez menos y muriendo cada vez más. Se ha transformado en uno de los defensores más bravos de la ciudad, él mismo capitanea a un grupo de soldados conocidos por su osadía. Pero mientras la ciudad siga corriendo peligro, la idea de… de pedir mi mano… le parece irrealizable.—Porque cree que no podrá darte lo que le gustaría darte: una vida feliz. No quiere comenzar algo que no se ve capaz de garantizar.—Exacto. ¿Ves? Pero así se nos va a ir toda la vida. Y puede que yo, últimamente, lo haya empujado un poco ¿sabes? Porque parecía que no daría un paso sino hasta asegurarse de que la ciudad esté completamente a salvo. Y eso no está cerca de ocurrir. Pero ahora lo veo, enfermo, y me pregunto si no se habrá puesto malo por culpa mía; ya sabes que hay enfermedades del ánimo…—¡Eloísa! No digas tonterías. Lo que Orencio tiene es fiebre, y nada más. Estuvo toda una noche bajo la lluvia y el frío: eso es lo que lo puso malo.—Pero, cuando deliraba… yo estaba ahí Laura, y lo oí, bajo, de modo que tenía que poner mi oído junto a su boca, pero claro: en sus sueños más agitados decía mi nombre, y se debatía entre el “ahora” y el “después”. También, a veces, se oía “Siar”.—Bah, lo que tiene Orencio es que está loco perdido por ti. Y, además, es un genuino soldado, que se pasa los días y las noches arriesgándose por la ciudad. No es maravilla que eso es lo que le oyeras.—Supongo que tienes razón —aceptó en un tono distraído— pero sigue sorprendiéndome que alguien tan osado en batalla no tenga un poco de audacia en… ya sabes.Laura la miró, con una sonrisa bailándole en la comisura de los labios. Luego volvió la vista a su labor y soltó, como si se le escapara sin querer la sentencia:—Quizá es porque tiene menos miedo a la muerte, del que tiene de herirte a ti.Vino el silencio tras esa declaración, que había caído como levantando toda una polvareda de emociones y pensamientos en Eloísa. ¿Eso era? ¿Orencio tenía… miedo? ¿Por ella? Y no solo miedo: también dolor. ¡Cómo ardía su cabeza! Cuando estuvo con él por la tarde tenía que hacer esfuerzos para ocultar sus jaquecas. Y no podía quitarse de encima la idea de que en parte eso también era por ella. —Pobre Ore —se le escapó sin querer— si lo hubieses visto ayer, cómo sufría. Tiene duros dolores de cabeza, que Hilda trata de aplacar con paños fríos, pero no parecen suficientes.—¿Dolores de cabeza? ¿Sabes que el gobernador suele tenerlos también?—Laura, todo el mundo sabe de las jaquecas del gobernador. No es que haga gran cosa por ocultarlas. Pero eso no tiene ninguna relación con los dolores de Orencio.—Sí, lo sé. Es que me acordé porque precisamente ayer por la tarde, cuando estuve con Tubaldo, me contó que había comprado unas nuevas hierbas para las infusiones de nuestro señor el gobernador. Al parecer tienen unas propiedades maravillosas, sanan todo tipo de dolencias. Pero no lo comentes por ahí, no debí hablar: Tub me dijo que quien se las vendió solo tenía unas pocas, y quiere dar una sorpresa a su señor. Nadie más en el palacio sabe de la compra.—¿Dices que no lo sabe nadie más en el palacio? ¿No te parece extraño?—Pues no, viniendo de Tubaldo. Ya sabes cómo es. Quizá el mismo vendedor, por hacerse el interesante, le dijo que no le descubriera, a cambio de garantizarle nuevas entregas. Sabes lo impresionable que es.—Sí. Y también lo boca floja: mira que esto ya lo sabes tú, que solo pasabas por ahí. Pero aún me parece raro lo de este vendedor de hierbas o especias o lo que sea. ¿De dónde vino? ¿Y dónde consiguió su mercancía? No es que se pueda salir y entrar de la ciudad, como antaño.—Pues, quizá solo no le hemos visto por aquí nosotras. Puede ser uno de esos peones del puerto, que suben poco a esta parte de la ciudad, y se la pasan matando el tiempo junto a la muralla, soñando con el regreso de los barcos, cuando están sobrios. El ocio los ha hecho gente extravagante que busca siempre algo nuevo que fermentar ¿y si uno de ellos descubrió así, por accidente, las propiedades de una planta común? Tubaldo me dijo que era un tipo moreno y bajo. No sé más. Pero ¿por qué de pronto estás interesada en ese detalle? ¿Crees que esa infusión de hierbas pueda servir para Ore?—¿Qué? No, no. No creo que haya hierba, infusión o jarabe vegetal o animal con propiedades medicinales que Hilda no conozca. Me fío más de su arte que de un rumor de puerto. Pero ¿no te parece un poco extraña toda la historia?Laura se encogió de hombros.—Yo qué sé. También podría ser invención de Tubaldo para captar atención.—Eso debe ser —concedió Eloísa— Lástima. Bien que nos vendría una pócima maravillosa en estos días. Pero me has dado una idea, Laura: algo debiese hacer yo para tratar de hacer sentir mejor a Orencio. No una medicina, algo que le alegre el corazón, que le diga que le entiendo, y que estoy lista para cuando él lo esté. Hace una semana Ore me regaló unas horlandias espléndidas, y elogió mucho su color. Creo que le animarían bastante. Laura: ¿me harías un favor? ¿Irías al puesto que Águeda tiene junto a la muralla del puerto y le pides unas de mi parte? ¿Y se las llevas a Orencio? Me gustaría que las vea hoy al despertar, cuando salga el sol.—¡Estás loca! Orencio no necesita flores, te necesita a ti. Tú misma llévaselas.—No puedo —se excusó con el color subiéndole de nuevo a las mejillas—Eleanor está por despertar, y debo prepararle el baño, ya llevamos más del tiempo habitual arreglando estos vestidos.—Oh, no seas boba, yo me encargo de Eleanor. Tú ve, que ya te cubro yo.
A sus oídos llegaban, lejanos, los gemidos algo confusos de la sala. No sin cierto esfuerzo, entreabrió los ojos y parpadeó un par de veces a medida que la borrosa mañana se perfilaba lentamente bajo la influencia de la luz que se colaba por las estrechas ventanas. Se dio cuenta de inmediato que una silueta se recortaba sobre su rostro, y una sonrisa brillaba alegre. Con un gemido se llevó una mano a la cara para cubrirse del sol y abrió por completo los ojos.—¡Eloísa! ¿Pero desde cuándo estás aquí? ¿No habrás pasado la noche en esta enfermería, o sí?—¿Y qué importa eso, Ore? —contestó cariñosa— lo importante es que aquí me tienes. ¿Cómo te sientes hoy?—Algo mejor, creo. Pero siempre estoy mejor por las mañanas. Ayúdame a sentarme.Con algo de esfuerzo, el soldado se acomodó. Eloísa no paraba de sonreírle.—¿Qué? ¿Qué ocurre? Conozco esa sonrisa, algo tramas…—Oh, no es nada. Mira lo que te he traído: las podemos poner aquí, junto a la cabecera.La chica le mostró entonces un manojo grande y oloroso de horlandias, que por algún motivo no había visto. Sus pétalos, anchos y alargados, despedían un aroma inconfundible y fresco.—Son espléndidas, Eloísa —agradeció el enfermo, encantado con el gesto— no debiste…—Shhh, no lo arruines con una excusa tonta. Los regalos no se hacen por deber.Sus ojos se encontraron entonces, y cruzó una mirada de ternura entre ellos. Orencio le tomó las manos, entrelazadas aún con el ramo de flores. El perfume les inundó a ambos al mismo tiempo. Alrededor se oían los gemidos, las toces, el caminar apresurado de una curandera. Cuánto hubiesen deseado unos segundos a solas. Con una audacia repentina, el soldado atrajo hacia sí las manos de la doncella, de modo que al acercarse ella, sus rostros quedaron ocultos tras el ramo. Ambos sentían ahora la fragancia del otro, y sus labios se rozaron. Fue cosa de un instante. Un beso hurtado a las circunstancias y vuelta a separarse, a mirarse con complicidad por sobre el ramo. Ella se acomodó junto a él y se quedaron en silencio, tomados de las manos, durante unos momentos largos que fueron lo más parecido a la perdida paz.—¿Sabes lo que me contó Águeda al entregarme este ramo, Ore?—Isa, si es uno de esos chismes que corren…—No, no. Es una historia: de las que te gustan a ti. ¿Sabes por qué se llaman horlandias?—No.—Es por sir Horland.—¿El fundador de la ciudad?—Sí. Horland conquistó toda la costa, cuando el Imperio estaba expandiéndose, y guerreando contra las bestias de antaño. Pero no creo que necesites que te recuerde sus gestas, esas las conoces.—Más que conocerlas. Todos en el castillo admiramos a nuestro héroe y fundador ¿Quién ha sido grande como él?—Y, sin embargo, quizá no sepas que cuando fue enterrado, sobre su tumba crecieron unas flores hermosas y azules, de fragancia reconfortante. —¿Las horlandias? ¿Se llaman así por él?—Sí, eso me dijo Águeda. Y hay más: sir Horland murió en otoño, por eso florecen tan tarde en esta época. ¿Y el azul de nuestra bandera? Viene de aquí: por eso siempre se nos ha dicho que ese color es el del amor patrio, porque es el color que brotó del corazón heroico de nuestro primer defensor. Dicen que antes las horlandias siempre crecían en las tumbas de los héroes. Por eso los nobles las ponen en sus casas, creyendo que así aseguran un futuro glorioso. Es de buen augurio regalarlas ¿sabes? Águeda dice que vaticina un porvenir heroico. —Pues ahora me gustan más que antes.

Contenta, volvió a sus labores esperando que su ausencia no hubiese sido notada por la señora. Pero había pasado más tiempo del que pensaba y Eleanor no perdía detalle de lo que ocurría en su casa: a pesar de los esfuerzos de Laura, se ganó una reprimenda tras la cual fue enviada a fregar los pisos del salón de arriba. Castigo humillante, pues no estaban entre las labores de una criada diestra como ella ese tipo de trabajos físicos. Refunfuñando, se vio obligada a tomar el balde y a arrodillarse sobre el frío piso de piedra. El salón era amplio y le tomaría, calculaba, toda la tarde acabar. Comenzó junto a la chimenea, donde el hollín había dejado unas manchas que serían todo un desafío.Mientras estaba en eso, no pudo evitar escuchar unas voces que venían desde el estudio de junto, pues la puerta que había en el mismo muro de la chimenea estaba entreabierta. Era la voz de su señor, lord Edwin, y el inconfundible tono grave del capitán William Paladais.—¿Cuándo dices que podría ser el ataque? —preguntaba lord Edwin.—Mañana por la mañana, de seguro. Si pudieran antes lo harían antes, pero no creo que se arriesguen hoy, ya ha pasado el mediodía. Aunque con lo que me acabas de contar, creo que el asalto ya no es la mayor preocupación. ¿Qué más dices que dijeron las mensajeras de Gáradras?—El gobernador me ha dicho que en su camino desde las Montañas del Norte hasta acá pudieron constatar los movimientos del enemigo y recolectar variadas noticias. Todas inquietantes, me temo. Pareciera que la guerra en el frente del sur no le sonríe precisamente al príncipe, y los regimientos victoriosos se preparan para volver al norte. Débora y Delia creen que su principal objetivo es Gáradras, por sus recursos en oro: nuestra posición, aunque estratégica, ya no les preocupa tanto como antes, pues controlan toda la costa hacia el sur, y nosotros no tenemos flota que oponerles.—Esas son malas noticias para Gáradras y para el Imperio, pero no necesariamente para Siar. Si baja el interés del enemigo sobre nosotros, puede que se levante el cerco y nos dejen en paz para no seguir perdiendo hombres en un objetivo innecesario.—Sí, William. Pero también es probable que al menos intenten tomar la ciudad en un último ataque total. Hemos resistido mucho y eso no les gusta. Y ahora, según lo que han informado al gobernador, varias columnas se mueven hacia el norte, hacia aquí: antes de torcer su camino hacia Gáradras, seguro intentarán hacerse con Siar. ¿Crees que podamos resistir?La voz del capitán se oyó luego de unos segundos, que a Eloísa se le hicieron eternos:—A un ataque como el que planteas, con las fuerzas que tenemos y aún habiendo completado las fortificaciones que te pedí esta mañana… no lo creo. Pero lo que han visto mis muchachos hoy en las almenas es que el enemigo ha comenzado a organizar un asalto inminente. A las fuerzas que nos rodean sí que las podemos resistir, como hemos hecho constantemente. Dudo mucho que las columnas a las que se refieren Delia y Débora lleguen hasta aquí antes de que comience el ataque mañana por la mañana: aunque viniesen por mar, no hay manera de que el viaje sea tan rápido. Y si a las tropas del cerco se les ha ordenado atacar ya mismo significa que no esperan contar con los refuerzos de esas tropas que vienen desde el sur: y también quiere decir que a nuestros rivales de siempre los necesitan en otro lado. Yo creo que atacarán intentando conquistar la ciudad: y serán especialmente violentos. Pero si resistimos una vez más, tendrán que retirarse para unirse a la marcha de las demás columnas.—Y se lanzarán en contra de Gáradras. Que nos ha pedido ayuda.—Habrá que advertirles a los garadrinos de su situación, para que puedan prepararse. Es probable que el enemigo quiera hacer uso de la sorpresa para hacerles caer. Si los desenmascaramos a tiempo quizá sobrevivan, y podremos mantener comunicación entre ambas ciudades: ese frente común cambiaría los destinos de la guerra. Hasta ahora, nos han mantenido incomunicados. Mi consejo es que las mensajeras vuelvan lo antes posible a su ciudad, con nuestra respuesta y con toda la información que ya manejan. Y nosotros: a prepararnos para una lucha dura y que el Creador nos proteja.—Hablas con razón, amigo mío. Veré que las damas tengan un alojamiento discreto y que se repongan del viaje, para que puedan reemprender su camino mañana o pasado: de ese modo podrán también dar la noticia de nuestra victoria… o derrota. Hablaré con el gobernador para redactar la carta de respuesta. Mantengamos esto en secreto, la población se puede alertar si se entera que más gente ha conseguido entrar en la ciudad.—“¿Más gente?” ¿Qué quieres decir?—Ah, lo olvidaba. Es un asunto delicado, porque involucra a nuestro señor el gobernador. Me temo que se ha dejado llevar por la nostalgia y ha permitido entrar a un juglar, amigo suyo según dice desde hace años. No, no me pongas esa cara, es la misma que puse yo. ¿Cómo saber que el juglar no está en contra de nosotros? Se lo dije al gobernador, y solo conseguí irritarle. Él mismo garantiza que nos es leal, aunque no puede decir con precisión por dónde ha deambulado su amigo todos estos años. No hay vuelta que darle: exigí interrogarle, y ayer estuve con él. Parece inofensivo y se instaló en una posada cerca del puerto. Pero no perdamos tiempo con esto, William. Tenemos cosas más importantes ahora: iré a pedirle a Eleanor que se haga cargo de encontrar un buen lugar para las damas y luego me voy al palacio del gobernador. Nuestros hombres ¿están preparados para la lucha?—Siempre. Con el ánimo pronto.—Pues será mejor que vayas a hacer una ronda y te asegures de que están en sus mejores condiciones, pues como bien has dicho, la batalla será dura…En ese momento, ambos señores salían del estudio, tan repentinamente que Eloísa, que ya llevaba un rato de pie junto a la puerta y con el oído bien atento, apenas si alcanzó a retroceder, con la mala fortuna de tropezar con su cubeta de agua y caer estrepitosamente. El noble y el militar hicieron abrupto silencio al tiempo que la atravesaban con ojos alarmados.—Eloísa —habló su señor— ¿Qué haces… qué…? ¿Cuánto has oído?Lord Edwin la miraba desconcertado, mientras que sir William se puso serio. Eloísa tuvo miedo.—Yo… estaba fregando el piso… sólo oí que…Sir William se inclinó sobre ella, la barba pelirroja le amenazaba como el fuego del infierno. No pudo sostener esa mirada dura como el acero. Apartó la vista musitando una excusa ininteligible, cuando sorprendida vio que el capitán le tendía la mano.—Por su estado —oyó que decía el militar, mientras le ayudaba a levantarse— diría que esta joven lo ha oído absolutamente todo. Eso significa que tendrá que involucrarse también en esto.—No me gusta esta indiscreción tuya, Eloísa —replicó lord Edwin, con el enojo tomando posesión de sus facciones que hasta hace poco habían sido ocupadas por el desconcierto— eres persona de confianza de mi mujer y ocupas un lugar importante entre las criadas de la casa: jamás imaginé que te encontraría fisgoneando detrás de una puerta. En circunstancias normales, estarías en un grave aprieto, jovencita. Sin embargo, el capitán tiene razón: nos serás más útil de otro modo. Ve ahora en busca de Eleanor y dile que la espero aquí. Luego irás con ella y te pondrás al servicio de las damas llegadas desde Gáradras. Rápido, no te quedes ahí mirando.Eloísa no esperó a que se lo dijeran dos veces, y salió con celeridad a cumplir el encargo. Lord Edwin se giró hacia el capitán y concluyó: —Bien William, manos a la obra. Si fuera tú, iría a pasar revista de la guarnición. Apenas le explique la situación a Eleanor, reuniré al concejo y tendremos una conversación con el gobernador. Bien estaría que te nos unieras en el palacio, una vez acabes.—Allí estaré, Edwin. Adiós.
Continuará...

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Published on March 11, 2021 15:18

March 4, 2021

Orencio y Eloísa II

 



Parte II: Enfermedad y consuelo.

Orencio avanzaba con paso regular siguiendo su recorrido por las almenas, linterna en mano para alumbrarse el camino.


Llovía. Un viento helado y penetrante azotaba los rostros de los centinelas, arrebujados en sus capas azules y apoyados sobre sus lanzas. La oscuridad era rasgada apenas, aquí y allá, por los fuegos y los braseros encendidos en cada torreón, marcando así la línea de las murallas. Orencio avanzaba con paso regular siguiendo su recorrido por las almenas, linterna en mano para alumbrarse el camino. Aunque era poco lo que podía ver, oteaba hacia las oscuridades fuera de la ciudad, por si percibía algún ruido extraño, algún sospechoso movimiento enemigo.Aunque sabía que era inútil. Nadie en su sano juicio comenzaría un ataque por la noche y con ese aguacero. Aunque nunca había hablado con ninguno de los hombres que cercaban su ciudad, por la forzada vecindad el soldado creía que ya los conocía. Esta sería una noche tranquila. Y no había nada que deseara más en aquel momento: había tanto en lo que quería pensar, y la penumbra se lo facilitaba, benigna.Lo que no era nada benigno era esa lluvia que se le colaba por entre las cotas de malla, y el frío punzante con que se le clavaban las gotas. Templó su irritación pensando que esas rondas nocturnas eran el precio de tener franco cada dos o tres días, para pasar uno con Eloísa. Claro que guardia de noche no tendría por qué haber sido igual a guardia bajo ese clima, pero qué más daba: es lo que le había tocado.Aún revoloteaba en su cabeza el último encuentro, hace cinco días ya, y esa declaración suya, medio velada y medio explícita. Abelardo —ese duro alabardero que era el padre de su amada— seguro que estaba enterado de todo el asunto, pues no se decidía entre tratar con dureza al pretendiente de su niña o en cambio a recibir con alegría a quien quería como a un hijo. Posiblemente no terminaría de tomar partido por una u otra actitud hasta que él, Orencio, no se resolviera de una vez a plantearle la cuestión.Un estornudo interrumpió sus pensamientos. Se limpió la nariz con la manga de su sobreveste y la cota de malla bajo ella le raspó, molesta. ¡Ah, las armas! Nada podía ser sencillo, parece. Ni siquiera limpiarse la nariz. Un escalofrío le recorrió seguido por un nuevo estornudo. Maldición.La luz de una linterna se le presentaba por su camino, en dirección contraria. Cuando estuvo lo suficientemente cerca vio recortarse una figura entre la lluvia, cargando a plomo su lanza, que refulgía a la luz del fuego.—Saludos, Orencio —le dijo el compañero— sin novedad.—Saludos, Ribaldo, sin novedad por aquí también.—¿Qué dices? —le dijo en tono risueño— ¿tendremos algo que reportar al final de esta noche, más que la lluvia?—Pues —contestó, limpiándose de nuevo la nariz— me parece a mí que, además de que esto es bueno para las reservas de agua dulce, no sacaremos más de esta noche que un buen resfriado.—Bah, no seas tan pesimista. Las enfermedades no se cogen así de fácil. Nos vemos, Orencio.—Hasta luego, Ribaldo.Cada cual siguió su camino por las almenas. Orencio seguía pensando en su dilema con Eloísa. Le parecía que ella tenía razón ¿hasta cuándo habría de esperar? Pero por otro lado ¿no era un poco una locura, o una bofetada para con todos los que sufrían el martillo de la guerra, el que ellos dos simplemente se casaran y fueran, a su modo, felices? Pasó el tiempo y empezó a sentir que la cabeza le daba vueltas. Quizá debía pensar en otra cosa, mañana sería un mejor momento para decisiones. Dirigió de nuevo la mirada hacia la oscuridad del campamento enemigo, y le pareció que su vista se empañaba. Un nuevo escalofrío y un estornudo, aún más fuerte, que le provocó un dolor sobre la sien. Se apoyó en la muralla, sintiéndose mal. Seguía lloviendo, y sus cabellos goteaban empapados, igual que la capa, que ya no le servía de nada. Tiritando, hizo esfuerzos por mantenerse firme. Volviéndose, la luz de su linterna le permitía ver tras él la enseña de Siar: un gran lobo de plata sobre un fondo azul. Siar: ciudad que no tiene igual. Estaba dispuesto a verter su sangre toda por defender esa bandera. Muchas veces había arriesgado la vida sobre esos muros, y con valentía y ardor juvenil había plantado cara a enemigos que nunca más volvieron a levantarse tras encontrarle allí a él, Orencio, defensor de Siar. ¿Y es que no plantaría cara a un poco de lluvia? Ribaldo tenía razón.Pero Ribaldo se equivocó. A la mañana siguiente, después de entregar la guardia, Orencio no fue al palacio de los Guarlion, ni golpeó por detrás la ventana de Eloísa. Rindió su informe al capitán William y se fue a los barracones a dormir, exhausto. Volaba en fiebre.
—Isa.La mujer se volvió al reconocer el timbre de la voz: un tono que no auguraba buenas nuevas. En el marco de la puerta se recortaba la figura de su padre, su sombra proyectada hacia adelante por la luz de la mañana, y el rostro serio medio oculto por la penumbra de la habitación. La preocupación debió reflejarse en los ojos de la joven, pues sin mediar más palabras, Abelardo contestó a su mirada:—Es Orencio. No se encuentra bien. Creo que tienes que venir. Salieron de la mansión de los Guarlion; era temprano y una brisa fría subía desde el mar. Subieron por la calle empedrada que antaño a esa hora hubiese estado ya inundada por el olor del pan recién horneado, pero que con la escasez de reservas de trigo hoy se presentaba vacía. Cuando llegaron a la puerta del castillo y hubieron dejado atrás al par de guardias que se calentaban junto al brasero, se dirigieron con paso presuroso a los barracones de los soldados, una construcción aneja a la muralla interior.Orencio estaba tendido sobre un montón de paja, gimiendo en sueños, pálido y sudoroso. Eloísa sintió que el corazón le daba un vuelco y se llevó la mano al pecho. Su padre la miró con tristeza y luego, vuelto hacia el joven soldado, dijo:—Pasó una noche dura. Al entregar la guardia esta madrugada se sentía ya mal. Cuando vino aquí para quitarse la cota de mallas antes de ir a buscar su ración, se desvaneció. Con Baldo lo tendimos y tratamos de abrigarlo lo mejor que supimos, no deja de temblar. Baldo fue a buscar a la curandera, que debe estar por llegar. Todos aquí creímos que debías saberlo.Eloísa miró hacia alrededor y vio cuatro o cinco rostros preocupados sobre ella, compañeros de armas de Orencio. Se arrodilló junto al enfermo para tocarle la frente, sin saber qué hacer.—Su frente hierve —dijo— pero sus manos están heladas. Ribaldo: dame aquí tu capa ¿es la que está allí, calentándose junto al fuego, cierto?—Sí —respondió el aludido —estaba húmeda por la lluvia de anoche…—Por eso lo digo, tráela acá y pon a secar esta —interrumpió Eloísa, quitando la que cubría a Orencio— está empapada.El aludido no se hizo esperar. Eloísa, con delicadeza, arropó al enfermo con la capa seca y entregó la mojada al soldado. —¿Estabas tú también de guardia, Ribaldo? ¿Cómo te sientes? —preguntó de pronto la doncella, mientras acariciaba distraída la cabellera del jinete.—¿Yo? Bien, como de costumbre —y dado que comenzaba a imponerse un silencio incómodo, agregó, bajo: —aunque ya quisiera cambiar lugar con el pobre Orencio.Ribaldo era hombre de hablar precipitado. En la guarnición, todos tenían en gran estima a Orencio, siempre el primero en la línea, y el primero en compartir todas las penurias y alegrías con sus camaradas. Había querido decir Ribaldo que esta vez hubiese preferido que el bravo jinete no fuese el primero en probar la enfermedad, que hubiese con gusto tomado él su lugar para evitarle el sufrimiento. Pero lo que se entendió, en cambio, fue que hubiese preferido estar en el lecho recibiendo los cuidados de la bella Eloísa. Ciertamente, no fue ella la primera en pensar así, pero las risitas contenidas de los soldados y los codazos que recibió Ribaldo le sugirieron esta interpretación de inmediato. El indiscreto fue al instante fulminado por los ojos de la mujer.—¡Abran sitio!Era la voz de Baldo, que interrumpía el momento desde afuera, guiando a Hilda, la curandera. Con ella venían también el castellano, Hugo, y Águeda, su mujer. Hicieron sitio para los cuatro. Hugo era viejo amigo de Abelardo, y se encargaba de la servidumbre del castillo rindiendo cuentas directas a los señores de Siar sobre la administración de la fortaleza. Por ello, cuando supo por Abelardo lo sucedido y mandó a buscar una curandera, fue la rolliza Hilda, quien más sabía de todo tipo de medicinas en la ciudad, la que acudió personalmente al llamado.Luego de examinarlo un momento, la curandera sentenció:—No es tan grave, sanará —un suspiro de alivio recorrió a los presentes, y una sonrisa iluminó el rostro de Eloísa— pero necesita reposo, y este no es lugar para enfermos. Además, sus ropas están húmedas. ¿Cómo se les ocurre ponerlo tan lejos del fuego?—Pero Hilda…—No me contestes, Ribaldo, pues ya sé la respuesta. ¿Qué saben los soldados sobre sanar? Se dedican precisamente a lo contrario. Si quieren que Orencio viva, ayúdenme a llevarlo a la enfermería, ahí yo misma vigilaré su estado con mis curanderas.Con la ayuda de su padre, del castellano, de Baldo y de Ribaldo, trasladaron al convaleciente a la enfermería, al otro lado del castillo. Era una sala amplia y larga, calentada por varias chimeneas y con el piso cubierto de paja. Varios colchones desplegados sobre el suelo llenaban el lugar de enfermos o heridos, y de sus gemidos. Las curanderas, pocas para el trabajo que tenían, iban de aquí para allá con palanganas de agua o botes de medicina. En ese momento, un herido se quejaba mientras le aplicaban una sangría.Eloísa se quedó junto a Orencio mientras los demás se retiraban, sentada en la paja junto a él. Deliraba en un sueño agitado. “No te preocupes” le había confortado Hilda “ya te he dicho que sanará, puedes estar tranquila”. Y, sin embargo, no lo estaba, como si algo dentro de ella le dijese que el joven no volvería a ver la salud. Quería quedarse ahí, junto a él, despertase o no. Águeda, siempre perspicaz, había entendido perfectamente el humor de la joven y mientras los demás se marchaban cada uno a sus quehaceres con unas palabras de consuelo para Eloísa, ella se quedó ahí.—Es un gran hombre, Orencio, y es muy afortunado de tenerte aquí, Isa.La chica se volvió un instante, sus ojos estaban brillosos.—Oh, mi niña, no te pongas así. Es un hombre fuerte, y tú eres también una mujer fuerte ¿no te conozco yo desde que eras pequeña, querida? —le dijo, mientras acariciaba su rostro.Eloísa inspiró profundo, conteniéndose.—Supongo que tienes razón —dijo— pero es que verlo así: mira cómo sufre, algo le tortura en sus sueños…Águeda tomó la mano de Eloísa, y la puso sobre la mano de Orencio, sin dejar de mirar a la chica. —Es solo un mal sueño, Isa, y los malos sueños pasan con el despertar. Las pesadillas sólo son insoportables cuando la vigilia es peor que la noche. Pero Orencio sanará, y te tendrá de nuevo a ti. Dime ¿ya solucionaron su discusión del otro día? ¿Te entregó él las flores?—Pues… sí —contestó desconcertada— es decir, a medias: me entregó las flores y zanjamos la discusión, pero no diría yo que esté solucionado el que…—Dale tiempo, Isa. Suele pasar que las mujeres estamos decididas antes que los hombres en estas materias.Eloísa esbozó una media sonrisa y desvió su mirada de nuevo al convaleciente.—Supongo que tienes razón, Águeda. La verdad, creo que desde niña sabía que acabaría junto a Orencio, cuando él solo estaba preocupado de juegos y cazar bichos en el monte…—¡Ah! ¿Es que serán todos los hombres iguales? Mi Hugo también pasó por esa fase. Adoraba la cacería en el bosque, y desde niño que acompañaba a sir Theodore, con el cuerno y con los perros. Y cada tarde, yo y mi madre recibíamos en las cocinas del castillo las piezas abatidas ese día. Ni aún hoy sabe desde hace cuánto tiempo que me había fijado yo en él.Eloísa no pudo menos que sonreír mientras estrechaba la mano fuerte de Orencio. La agitación de su sueño pasó. Un gemido largo fue seguido por una respiración regular.—Mira, parece que ya va mejor ¿le habrá aliviado el oír que estás dispuesta a esperar? —preguntó la mujer guiñándole un ojo. Ahora rio de buena gana, y las notas de su voz rompieron de algún modo el desconcierto de gemidos de la sala, como una corriente de agua clara que irrumpe a través de la ciénaga. —Aún no he dicho que esté dispuesta a esperar tanto—bromeó— se necesitará algo más que una enfermedad para quitarme de encima. ¿Me oyes Ore? —añadió acariciando la mano que tenía entre las suyas— tienes que despertar y reponerte, para que volvamos a pasear por el puerto, y por la rambla de los castaños arriba y abajo. Quizá incluso y se te ocurra de nuevo regalarme unas bonitas flores.—Oh, querida —intervino Águeda también en son de chanza— lamento informarte que lo de las flores no fue del todo idea de este osado soldado.—Me imaginé que tenías parte en esto —y luego de un segundo agregó:— ¿por qué las flores, Águeda? ¿Digo, por qué las sigues cultivando? Tu puesto no está cerca del castillo, y tienes que hacer todos los días una caminata de ida y vuelta hasta el puerto. Antes se entendía: Hugo tenía y tiene mucho que hacer como castellano, tus hijas se encargan de las cocinas y tú conseguías algún ingreso extra vendiendo a los que bajaban de las naves. Pero ya no hay puerto, solo un fantasma de lo que era. Y las flores no nos sirven de defensa o de alimento, y solo algunas pocas son medicinales.—Precisamente por eso, Eloísa. Porque las flores son inútiles para la aspereza de la guerra, por eso es que son ahora más necesarias que nunca. ¿Qué sería de nosotros sin la belleza de esas plantas? ¿O sin las notas y cantos que alegran el ambiente cada tarde, en pórticos y tabernas? El derramamiento de sangre, el hambre, la pobreza y las enfermedades son lo suficientemente duros como para quebrarnos a todos. No podemos permitir que nuestro ánimo adquiera esa dureza también, o terminaremos odiándonos unos a otros. Quizá no sea mucho, pero unos pétalos y su fragancia pueden alegrar un rincón de una casa, y cuando sus habitantes vuelven a ella cansados, pueden tener al menos un consuelo en medio de las penurias. Además, la guerra pasará un día, y no podemos permitir que al acabar se haya llevado también nuestras alegrías.—Porque hay más que polvo y muerte en el mundo —musitó Eloísa, para sí. Y en voz alta le dijo:— creo que tienes razón, Águeda. Y de algún modo, me parece que ya lo sabía. Algo parecido conversamos el otro día con Ore, mirando el mar y sus olas. Es una suerte que no nos hayan quitado eso: da mucha paz perderse con la vista entre las aguas. Pero creo que para el pobre Orencio eso no es suficiente para calmarle: nada será suficiente hasta que la guerra termine.Al decir esto retiró su mano, que aún estaba sobre la de Orencio. El enfermo hizo un movimiento como si hubiese sentido ese apartarse de ella. Águeda lo notó y aprovechó el gesto para consolarla:—¿Viste eso, Isa? ¿No es evidente que te ama, mi niña? No debieras preocuparte por su salud: él volverá a ti. De lo que sí debieras preocuparte es de volver pronto a la casa Guarlion. Tu señora, Eleanor, te echará en falta pronto.—Pero no quiero apartarme de él… Hilda está demasiado ocupada para atenderlo siempre.—Vuelve por la tarde, si quieres. Yo me encargo ahora, mantendré un ojo sobre él. De todos modos, no creo que vendería muchas flores hoy, y hace demasiado frío allá afuera para mis huesos viejos: no pienso hacer el camino de aquí hasta la muralla del puerto.—Gracias Águeda. No sé qué decir.—Pues no digas nada, mi niña, simplemente vuelve a la casa de tu señora y piensa en una excusa seria. Sabes que doña Eleanor no es muy amiga de amoríos juveniles.
Pasó ese día, claro y frío después de la lluvia nocturna. El viento siguió soplando toda la tarde, agitando las banderas del castillo. Hacia el atardecer, los cuidados de las curanderas comenzaron a cosechar frutos, y Orencio despertó. Eloísa estaba ahí para darle la bienvenida, y no hubo palabras suficientes para el gozo de ambos. Sin embargo, la fiebre aún no remitía cuando, tarde ya, Eloísa le dejó para que descansara. Un firmamento estrellado reemplazó a la luz del sol y uno y otra se durmieron pensando en su amor.
Bajo el manto de las estrellas, la ciudad dormía. Pero no todo era calma bajo ese cielo, ni en el descampado hacia el Bosque Grande, por el sur. Desde lejos, delatado por la luz celeste, los centinelas descubrieron una figura que se acercaba, con paso rápido y, de algún modo difícil de definir, también inseguro. La vigilancia enemiga era menor por ese costado, estando el grueso de las tropas y el campamento por el lado noreste, donde la colina en que se levantaba la ciudad era menos escarpada. Aquí, en cambio, no había camino entre los muros y el llano, y había que abrirse paso zigzagueando cuesta arriba en fatigoso ascenso. Sin embargo, el hombre venía con las manos en alto, con gesto suplicante. Los soldados, desconcertados, dieron aviso al palacio del gobernador. La noche estaba muy avanzada cuando el fugitivo fue recibido por la autoridad. El anciano señor se alegró de verle y si no le abrazó, fue solo por protocolo. Conocía a ese juglar desde hace años, antes de la guerra, cuando había alegrado las veladas de invierno en el castillo del duque de Vaneja, donde él cortejaba a su primer amor. Claro que entonces Róberick no era más que un aprendiz de juglar, pero ¿no habían sido sus palabras y consejos los que le habían abierto el camino al corazón de su dama? Ciertamente el viejo gobernador se acordaba del artista, y le parecía una aparición de días mejores. No puso ningún reparo a su súplica de quedarse en la ciudad, pese a que su rostro angustiado y su nerviosismo mal disimulado debieron haberle hecho sospechar.Y mientras Róberick de Angrados entraba en Siar con la venia del señor de la ciudad, otra sombra se colaba en ella, aprovechando que los guardias se concentraban en todo lo que estaba ocurriendo en la muralla del sur.
Continuará...




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Published on March 04, 2021 04:38

February 19, 2021

Orencio y Eloísa


Parte I: Guerra y paz
La lluvia ahora caía suave y fina como una cortina. La bruma se hacía por momentos más y más densa, conforme el frío aumentaba y la noche tomaba posesión de aquel día fatídico y tenebroso. Su corazón latía con fuerza y sus ojos le escocían por las lágrimas saladas, que aún vertían silenciosamente, como la lluvia, regando su rostro hermoso. Hubiese querido gritar. Dar rienda a esos vagidos que nacían y morían con un estremecimiento entre su corazón y su garganta. Pero ella permanecía muda: todo se lo había robado el dolor.Entre sus gráciles brazos, sostenía el cuerpo gallardo y helado. Sobre el torso emergían, rojas y brillantes, las puntas de infinitas flechas. Saetas que habían penetrado el cuerpo de Orencio y arrebatádole la vida, saetas que con el mismo vuelo habían ensartado también el corazón de la bella Eloísa.Su figura, arrodillada y acunando el cuerpo del bravo soldado, entre la bruma y bajo la lluvia, estremeciéndose ambos al ritmo de los sollozos contenidos de la doncella, conmovió para siempre a quienes la presenciaron esa noche, a quienes conocían la historia de ese juvenil amor.
—¡Eloísa! —unos ojos claros respondieron al sonido cálido de aquella voz— ¡Eloísa! ¿Dónde estás?—¡Orencio! —Le respondió ella con su voz alegre— bajo enseguida, no tardo.Pocos momentos después la puerta de atrás se abría y la muchacha, sonriente, aparecía en el dintel. Llevaba un vestido blanco y sencillo, y sobre él un delantal marrón para no ensuciarlo con las tareas manuales en casa de sus señores. Sus cabellos, que brillaban dorados en aquella mañana de sol, los había adornado con una cinta oscura que resaltaba sus destellos de oro y combinaba espléndidamente con su calzado de tela negra. Pero lo que en verdad quitaba el aliento al joven soldado, a aquel hombre fuerte y juvenil, de porte marcial, ojos claros e igualmente rubio, a aquel formidable jinete y espadachín de mandíbula barbada y firme en cuyos hombros descansaba orgullosa la capa azul de los soldados del castillo, lo que en verdad le encandilaba de Eloísa, no era su sonrisa discreta o sus labios de rubí, sino esos ojos, esa mirada abismante de ese azul profundo, ese par de océanos contenidos, en los que parecía se reflejasen la luz de las estrellas…—Pero Orencio, ¿es que te vas a quedar ahí, pasmado? Disimula un poco, al menos —le reprimió su suave voz con una risilla comedida— ¿no me das la mano, siquiera?—¡Pues claro que sí! —le sonrió galante mientras tomaba la mano que ofrecía y le ayudaba a bajar los escalones de la puerta— es solo que me parece que estás radiante hoy, como si fueses una gran señora.Rio ella de buena gana con esa ocurrencia ¿ella, una señora? Orencio estaba pasando demasiado tiempo con los caballeros del castillo si creía que se ajustaría a los galanteos del amor cortés. ¡Ella! La sirviente de la casa de los Guarlion, qué gracia.—¿Te ríes, mi dama? Pues esas carcajadas están fuera de lugar: a mis ojos, y en los de cualquiera, eres más hermosa y brillante que todas las bellezas emperifolladas de los señores. Más aún: tú tienes esa lindura auténtica de nuestra ciudad: esa que hace suspirar a los marineros cuando divisan Siar.—Ahora no sé, Orencio —le respondió mientras le regalaba una amplia sonrisa— si pensar si has pasado demasiado tiempo entre los caballeros, o en cambio en la taberna con los juglares. Si así te parezco ¿qué debiera hacer yo? ¿Me portaré como una de esas damas de los cuentos? ¿Tendré que actuar fingiendo indiferencia, como si no estuvieras aquí?—No por favor, piedad. No me tortures así. Ven, simplemente, acompáñame, y demos un paseo.—¿No debe el soldado vigilar las almenas? Hay un ejército allá afuera…—¿Qué? ¿No quieres venir? Tengo el permiso, los soldados también descansamos, pero yo no tengo ganas de pasar mis horas muertas en la taberna con los demás. He cambiado mis turnos de día por algunos de noche, así puedo verte con más frecuencia y…—¿A sí? ¿Y por eso vienes por la puerta de atrás y me llamas a la ventana, sin anunciarte al portero? —Ese Urbino no es persona discreta…—Claro, porque esperas que yo deje mis labores aquí, por seguirte.—¡Oh, Eloísa! No te hagas de rogar. Bien sé yo que lo tienes todo dispuesto: fue tuya la idea y sabías que vendría.—¿Qué? —respondió ella, coqueta— ¿no querías hacer el juego de la dama y el caballero? ¿Cuándo se ha oído de una princesa que no se hiciera de rogar? ¿Qué gesta has cumplido vos en mi honor sir…?—¡Con que es eso! —suspiró aliviado el joven— te diviertes a mi costa, pilla. Vale, no más alta corte entre nosotros: seamos hoy quienes somos ¿no quiere venirse hoy la criada, con este humilde mozo de cuadras, en la sencillez de nuestra clase a dar un rodeo directo y claro mientras nos decimos las cosas sin mentar en cortesías? —le dijo, ofreciéndole el brazo. Ella se lo tomó y comenzó a caminar junto a él.—Pues claro. Aunque no has sido sincero, del todo. Un mozo de cuadras no habla así. Y no lleva una espada bella como la tuya: ¿cuántos hay de nuestra cuna, que los señores le dejen cabalgar con ellos en batalla, como a un igual?—Ajá, lo sabía. Entonces, quieres que yo siga siendo el cortés, y tú en cambio vas libre y suelta como la brisa.—Libre y suelta, pero atada a ti —le respondió, inclinando su cabeza sobre su hombro.
Aunque no había sido aún reconocido públicamente por los involucrados, no había persona con un poco de vida social en el castillo o en la ciudad que no supiera del amor profesado por Orencio y Eloísa. Ambos habían correteado juntos desde niños por Siar, y Orencio capitaneaba las carreras de los pequeños castellanos en aquellos lejanos días de la paz, cuando salían todos en excursiones a pie o a caballo hasta los bosques o hasta el mar, o llenaban Siar con sus risas y juegos. El tiempo había pasado y los muchachos habían crecido. También habían cambiado las cosas, nublándose los horizontes vitales con los vientos de la guerra. Un formidable ejército atacó la ciudad cinco años ya, y las huestes de siarinos habían sido vencidas y su flota hundida. Pero el Lobo de Plata, que era su bandera, no se había rendido: el enemigo les sometió a asedio y aún hoy se veía su campamento desde las torres y almenas, condenándoles a vivir en función del acero.Los chiquillos que entonces corrían de aquí para allá habían crecido y sus manos habían servido para empuñar las armas y engrosar las filas. Las doncellas, para servir a los guerreros y a la ciudad proveyendo el alimento y el vestido y el reposo. Tiempos duros, en que la sangre se vertía con regularidad y muchas vidas se extinguían sobre las murallas y en los sucesivos asaltos. Ya no eran grandes los ejércitos que combatían. Pero tras cinco años, seguían luchando. La oscuridad se hacía cada vez más desesperante: no había ya reyes, ni emperador. No sabían nada de los paladines de la corte, ni de los hombres que tantos años atrás habían salido de la ciudad para servir al emperador y probablemente encontrar su muerte junto a él: tantos padres, tantos maridos, y a estas alturas, tantos abuelos, perdidos con esas columnas.En medio de esas tinieblas, resplandecía el amor de Orencio y Eloísa, que maduraba día a día, sin mostrarse pero siendo en su sencillez y tranquilidad visto de todos. No lo sabían ellos, ni tampoco se admitía en voz alta por nadie, pero la joven pareja era consuelo de la ciudad, recuerdo de tiempos mejores y esperanza de la futura paz.
Caminaron calle abajo, apoyados la una en el otro. Desde el mar subía una brisa que hacía revolotear juntos sus cabellos. Con paso calmo, se dejaban conducir por su corazón hacia el puerto: el único lugar de la ciudad en que no se divisaba la presencia molesta del enemigo y permitía por eso olvidarse un momento de la guerra. Claro, si el puerto no fuese estéril como una anciana: pero la ausencia de naves de gran calado balanceándose en las olas y los restos de madera abandonados en la playa recordaban que el mar era controlado por el adversario, y nada podía entrar o salir de Siar. Apenas si podían pescar a la sombra de las torres que cerraban, mar adentro, las murallas que abrigaban la rada, y proveerse así de algún sustento. Años iban desde que el último navío zarpó hacia el oriente dejando atrás a la ciudad. Pero no importaba: en ese momento, con la amplia línea del horizonte frente a sus ojos y los muros rematados de torreones que se extendían sobre las aguas como un abrazo de la ciudad al océano, podía imaginarse que no había guerra afuera, y que el futuro no era un sueño, sino algo que en efecto podía planearse.Pasaban ya junto a la estatua de sir Horland, fundador de la ciudad, justo antes de embocar la rambla flanqueada por añosos castaños que les llevaría a traspasar las murallas interiores para salir al puerto, cuando Eloísa vio una persona que subía en su dirección con paso vacilante:—Mira, Ore —le dijo cantarina a su acompañante— ese que va ahí ¿no es acaso Tubaldo, el portero de la casa del gobernador? ¿Qué hace aquí a esta hora?—Misma cosa te podría preguntar a ti ¿qué más da y qué nos importa? No me agrada Tubaldo.—¿Vas a comenzar otra vez con eso, Ore? Tub es un buen hombre. Seguro que hubiese defendido con gusto la ciudad; pero míralo cómo renguea, no puede luchar.—Como están los tiempos, Isa, hasta los mancos se han enrolado. Tubaldo actúa como un cobarde, y el gobernador lo protege.—Sí, sí, señor valiente soldado —replicó en tono de reproche— como digas. Pero lo que es seguro es que si está aquí algo interesante debe saber ¿no te parece?—¿Por qué no lo dejas estar? ¿Qué es ese afán de enterarse de todo? Siempre…No había caso, Eloísa ya llamaba con un gesto al grueso portero, que con una sonrisa respondía ya a su saludo.—¡Tub! Qué gusto verte. ¿Qué te trae por acá?—Oh, no es nada. Tan solo un recado. El chico André está enfermo y he tenido que hacerlos yo este día. —¿Y la portería del palacio…? —Mi mujer, ella la atiende ahora. Pero creo que ha sido bueno: a que no sabes lo que me ha contado el guardián del torreón del puerto…Orencio entornó los ojos, aburrido. Además de cobarde, ese Tubaldo era chismoso como una vieja. Y lamentablemente, nada mejor que un chisme matutino para Eloísa, tendría que aguantar un tiempo antes de continuar el paseo.
Resplandecía el sol y reverberaban sus rayos sobre las agujas y cúpulas de oro de la Corona de las Montañas. Cercada por los montes del norte, la soberbia ciudad se erguía sobre la peña, recortada en el blanco telón de fondo de las nieves eternas. Apoyado en una baranda de piedra en la azotea de un palacio, un hombre observaba la ciudad que se extendía a sus pies. A sus espaldas el carraspeo de un recién llegado le hizo volverse.—Excelencia— dijo la voz— ya están aquí.El gobernador, lord Bernard Falcoforte, se volvió para recibir a sus invitadas.—Gracias sir Iulius. Y bienvenidas —dijo con una reverencia hacia las dos damas— me imagino que nuestro heraldo les habrá ya informado de la misión que Gáradras, la Corona de las Montañas, pone sobre vuestros hombros.—Someramente— respondió una de ellas, de penetrantes ojos verdes y cabellos oscuros— sir Iulius tuvo la amabilidad de advertirnos de los peligros del viaje, y dado que otros lo han emprendido ya sin retorno, parecen reales. Sin embargo, Excelencia, quiero dejar en claro que mi hermana y yo estamos dispuestas a todo.—Peligros, sí, pero probablemente no tan grandes como el mismo Iulius correrá en las tierras bárbaras —al decir esto, lord Bernard hizo una inclinación de cabeza al heraldo, reconociendo su sacrificio— me alegro veros decidida, Débora. Eso es lo que la ciudad espera de vosotras. Y vos Delia ¿seguirás en el ímpetu a vuestra hermana?—Ciertamente, Excelencia —respondió la segunda mujer, más menuda que Débora, pero con la misma firmeza en la voz. —contad con las dos.—Bien. Os daréis cuenta de que se trata de una misión emprendida en secreto, por el hecho de reunirnos en esta azotea. Hay ciertas personas que podrían estar interesadas en que el viaje que emprenderán no acabe bien: sir Iulius acaparará toda la atención de sus enemigos con su partida a tierras de los bárbaros; el nuevo Consejo de la ciudad estima que esta es la ocasión perfecta para que la vuestra pase desapercibida. Os iréis, pues, esta misma tarde. He aquí el mensaje que deben entregar, firmado por mí y sellado con mi anillo, de modo que os crean. Id a Siar. No sabemos nada de ese puerto desde que comenzó el bloqueo que nos mantiene aquí encerrados, y no lo romperemos sin ayuda. El Creador quiera que ellos estén libres como para ayudarnos. —¿Y si no lo están? —preguntó Delia— Si pudiesen moverse con libertad, pienso que ya hubiesen acudido en nuestra ayuda. —Hace mucho tiempo que no salimos de estas montañas —contestó sir Iulius por el gobernador— volved con las noticias que encontréis. Debemos saber qué es lo que ocurre tras el bloqueo para saber como actuar. De otro modo, quién sabe cuántos inviernos podamos seguir aguantando.
Las olas lamían apacibles la arena junto al puerto. Las gaviotas graznaban en el aire, mientras un grupo de pescadores, fatigados, arrastraban hacia la tierra las redes que habían lanzado al mar. Eloísa caminaba entre él y el oleaje, los ojos fijos en las aguas, como si el azul de unos y otras pudiera trasvasarse al ritmo de las mareas. Y Orencio… Orencio alternaba su mirada al mismo ritmo entre el paisaje y su amada. —¿Te acuerdas, Isa, de cuando veníamos a bañarnos con los chicos aquí?—Claro que sí. Pero no era aquí. Recuerda: era en la playa que hay al otro lado del muro, la arena allí es blanca y las corrientes calmas. Aquí, en cambio, era un revolver constantes de naves y remos. —Sí, tienes razón. Parece que fuese de otra época, pero esto que se ve tan tranquilo estaba lleno de muelles y mercancías que se cargaban y descargaban de los barcos. Poco más allá se armaba un mercado más o menos improvisado… Y ahora todo esto es una desolación. Y nosotros nunca más hemos vuelto a poner un pie en esa playa, fuera de la ciudad.—No te apenes tanto, Ore —le consoló dulce Eloísa— no todo está perdido; mira el mar: es el mismo de siempre. Igual de vasto. Igual de fértil. Las guerras no le van ni le vienen, son como las mareas. Un día pasará esta mala tormenta, y el mar y las playas seguirán ahí, esperándonos. —No sabes cuánto te pareces al capitán William cuando hablas así, Isa; cuando nos recuerda por qué luchamos todavía, cuando nos da esperanzas con la paz. Gracias. A veces no puedo sacarme la guerra de la cabeza, es como si no hubiera nada más. Pero hablemos de otra cosa: ¿cómo están tus padres?Su acompañante lanzó una de sus brillantes carcajadas al aire antes de responder:—¡Pero qué cambio tan brusco para un galante caballero! Pensé que tendrías más pericia en la conversación, Orencio. Mis padres están bien, sanos y activos como siempre. Pero la pregunta no tiene sentido: mi papá sirve en la guarnición del castillo, igual que tú y seguro lo ves con frecuencia. ¿Por qué ese interés repentino? ¿Estás pensando en algo concreto? ¿… futuro, quizá?Orencio no pudo evitar ruborizarse un poco, y antes de volver el rostro hacia la ciudad para contestar por lo bajo, alcanzó a ver que los ojos de Isa brillaban mientras ella se mordía el labio inferior.—No, no es nada. Sólo me preguntaba si…. Me preguntaba… que qué es lo que pensará tu padre… de mí.—¡Ajá! Ahora eres tú el ávido de chismes —dijo divertida— eso no me lo esperaba.—No entiendes, yo…—Por favor, claro que entiendo, no te portes como un niño inocentón. Papá te quiere como a un hijo, y mamá te adora. —Ahora fue ella la que desvió su mirada hacia el mar, para ocultar su propio rubor— solo tienes que pedirlo…—Isa, tú sabes que… —no, no podía decirlo. No podía aceptarlo. ¿Qué sacaba con hacerlo? Ella lo sabía y él lo sabía, y podían mantenerse así, en este acuerdo tácito, en que se amaban silenciosamente. El día en que pronunciase las benditas palabras su corazón explotaría y serían felices, pero… pero era un engaño. Un sueño que se estrellaba contra la realidad: no se podía construir un futuro en esas circunstancias ¿qué clase de vida le daría?—¿Qué es lo que sé, Orencio? Un silencio incómodo se interpuso entre los dos.—Eloísa… estamos en guerra. Si perdemos el asedio, moriré y para ti será la viudez. Y si ganamos, marcharé con el ejército a otro frente, y para ti será la soledad. No… no puedo hacerte eso. La guerra…—La guerra… la guerra y el deber. ¿Siempre será así, no? Y yo…. Nosotros ¿es que quedaremos siempre para después?Orencio se detuvo y la tomó por los brazos. Eloísa evadió su mirada, perdiendo el brillo de sus ojos en algún punto de la arena junto a ella. —Isa, óyeme. Lo nuestro no es menos importante para mí. Es solo que lo de hoy es muerte, es violencia, es sangre. Y eso no lo hemos elegido ni lo queremos para nuestro futuro. Lo nuestro es la paz. La vida. Tú, yo y todos en esta ciudad queremos que vuelvan esos días. Pero para eso tenemos que luchar todavía un poco. Cuando hayamos conquistado la victoria, gozaremos la paz.—Sí —dijo ella, desembarazándose de él y dando algunos pasos hacia atrás— sí, si es que aún vivimos para entonces. Pero si morimos antes ¿de qué habrá servido esta espera?Sin decir más, siguió caminando por la arena, dejando a Orencio atrás, la última frase taladrándole los oídos.
Antes de que Eloísa llegara hasta la puerta del muro interior que separaba la ciudad del puerto, Orencio la había alcanzado. Claro que no pudo volver a entablar conversación, ella había decidido ignorarlo por ahora. Para disimular, la chica no tomó la rambla de los castaños, sino que la calle que bordea al muro por dentro. Orencio caminaba a su lado, en silencio, maldiciendo su torpeza.—Qué lindas flores, Águeda —dijo la chica a una mujer mayor que se agachaba en esos momentos sobre unos pétalos grandes y azules, más por remarcar a Orencio que le estaba ignorando que por otra cosa— ¿cómo las has conseguido en esta época?—Hola, querida —respondió la aludida— y buenas tardes, Orencio. No es nada, las horlandias florecen precisamente a principios del otoño: son unas flores muy especiales ¿quieres pasar a ver?—En verdad son lindas— dijo Orencio por detrás— me encantan esos pétalos azules: me recuerdan tus ojos, Isa— añadió tratando de ganársela nuevamente. —No, gracias, Águeda. Será para otra ocasión, hoy tengo prisa. —contestó Eloísa, ignorando a Orencio; y añadió, sin embargo, más para él que para Águeda:— Hay una guerra que ganar.Mientras Eloísa reemprendía el camino, el soldado lanzó una mirada de súplica a la buena mujer, que ya había comprendido el desencuentro entre los jóvenes.—Ten —le dijo Águeda entregándole un ramo bien armado— y ahora ve por ella, que no puedo sufrir verlos así.—Gracias, Águeda, no olvidaré esto.
—¡Isa! ¡Isa! ¡Eloísa! Espera por favor. La mujer se detuvo bajo un arco en la boca de una calle. —¿Qué quieres, Orencio? ¿Seguiremos jugando, o vas ya en serio?Eso fue una estocada dura y el jinete hizo un gesto de dolor. Traía el ramo escondido a sus espaldas.—Eloísa… perdóname. No, esto no es un juego, no lo es para mí. Yo… tú sabes que no puedo vivir sin ti. No miento cuando digo que la situación actual es muerte y es sangre… pero sería insoportable si no te tuviera a ti. Tú eres la razón por la que combato, Isa: si no estuvieras en esta ciudad, si los golpes de mi espada no sirviesen para defenderte… creo que yo ya habría muerto.Eloísa quería mostrarse dura, pero no se esperaba una confesión de ese estilo. Desconcertada, adoptó una pose afectada, como la que había visto alguna vez en su señora al dirigirse a ella: la barbilla alta, y los ojos fríos:—Sigue.—Hablo mal, y de modo precipitado. Recuerda que soy poco más que un mozo de cuadras, lo mío no son los discursos y por eso me equivoco. Lo que quiero decir es que desde hace tiempo para mí luchar por Siar y luchar por ti son una y la misma cosa. Ten, mira este ramo: ¿no son lindas estas flores? ¿No es profundo el azul de sus pétalos? Azul es el color de nuestra bandera, el color de mi uniforme, el color del amor patrio… y es el color del mar y el color de tus ojos, Isa: el color de mi amor por ti. ¿Me perdonarás?La sangre acudió en cantidades al rostro de Eloísa, y con el rubor también un temblor de cuerpo.—Tú… Orencio, ¿estás diciendo lo que oigo?—Sí. Pero no me apures, te lo suplico: acepta por ahora estas flores, pues no sé aún si es este el momento o debiéramos esperar todavía un poco. Tengo que ordenar mis ideas y debo además hablar con mis superiores: sigo sujeto a la disciplina militar. ¿Crees que mientras tanto puedas ir arreglando las cosas con tu señor?Eloísa tomó el ramo de flores y ocultó el rostro en su fragancia. Qué bien olían. Orencio acababa de confesar, a medias, que la amaba. Por supuesto que eso ya lo sabía, pero no lo había oído aún de sus labios. Un estremecimiento de emoción le recorrió. Pero, no quería dejarse llevar: aunque hubiese querido lanzarse a sus brazos, liberando los sentimientos de una espera tan largamente contenida, no podía. Orencio estaba actuando presionado por las circunstancias, porque no podía soportar perderla. Eso mostraba a las claras cuánto la quería. El remordimiento que ella sentía por esa tarde de indiferencia con que le había golpeado le recordaba cuán mutuo era ese amor. Y sin embargo, pese a todo, Orencio no había sido capaz de declararse abiertamente, y seguía poniendo esperas al asunto. Todo este gesto romántico podía pasar tan pronto como la fragancia misma de las flores, que se marchitarían. Aún así, su corazón palpitaba fuerte todavía, cuando le miró por sobre los pétalos y, al fin, dijo:—Sí, Ore, lo haré. Y no te preocupes, añadió coqueta: quedas perdonado. —Y mientras subía por unos peldaños de piedra que la llevarían hacia la casa de sus señores, los Guarlion, se volvió para arrojar una última mirada sobre su soldado: —será mejor que lo dejemos hasta aquí por hoy, Orencio. Ya se pone el sol, y tendrás que volver a los barracones, defensor mío. El cielo se teñía de rosa, esa tarde, mientras la doncella desaparecía calle arriba. Y a Orencio, que emprendió el camino hacia el castillo, le parecía que no había nada más en el mundo sino aquella mujer, esa calle por la que se perdía, y aquel cielo cuya calma desafiaba la violencia de la guerra.



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Published on February 19, 2021 12:00

January 21, 2021

Los héroes, la épica y el relato oral


Los héroes, la épica y el relato oral
La Voz y las historias

Es ya noche cerrada y el frío penetra hasta los huesos. Las estrellas brillan pálidas en lo alto, y en lo bajo se enciende un fuego. Un grupo de personas se apiña alrededor de las llamas danzarinas, tan cerca como pueden estar sin quemarse. La luz apenas si logra empujar hacia atrás las sombras de la noche, que se aferran al círculo de los reunidos, alargándose a sus espaldas. Y entonces se eleva una voz, que quiebra el silencio. Es uno de los mayores, que comienza a hablar, contando una historia oída en los años de su juventud.
La escena podría repetirse en casi cualquier época. No importa si es un campamento de niños scout o si es una tropa de soldados en vela antes de la batalla del día siguiente. Aunque solemos dividir el tiempo en historia y prehistoria, marcando como punto de referencia la aparición de la escritura, lo cierto es que, escritura o no, siempre ha habido historias que contar: y desde que el hombre es hombre fue la voz el vehículo para que las experiencias de una generación pasaran a la siguiente.
Creo que no es muy difícil afirmar que la existencia misma de nuestra especie ha sido siempre problemática: no contamos con un instinto poderoso que nos resuelva en cada momento la interrogante sobre qué es lo que tenemos que hacer, ni armas o herramientas naturales que nos faciliten la sobrevivencia. Y sin embargo, aquí estamos. Tú frente a un teléfono u otro aparato inteligente, y yo tecleando cómodamente sobre mi computador. Ni tú ni yo, creo, tenemos la más mínima idea de cómo se hace un computador, o cómo se transmite el código de 0s y 1s que permite esta comunicación entre nosotros. O quizá tú si lo sepas, pero me tendrás que conceder, al menos, que el funcionamiento de la informática no es algo de conocimiento general.
El éxito del hombre se debe a su inteligencia, a la posibilidad de razonar y, pese a no tener herramientas, fabricarlas por sí mismo. No tenemos instinto como el de los animales, pero podemos en cambio decidir cada una de nuestras acciones y emprender el camino de la Historia, de la creación de cultura: porque nuestra vida no tiene por qué ser un ciclo predeterminado y repetitivo: y de ese modo no hay ninguna que sea idéntica a la otra. Pero la inteligencia y la libertad no bastan para la Humanidad, aunque basten individualmente para ti y para mí. ¿Estaríamos aquí, tú y yo, a cada lado de "la línea" de Internet, si cada hombre, cada generación, hubiese tenido que partir desde cero? Si fuera así, ni siquiera estoy seguro de que pudiésemos estar en torno a un fuego: o sea, ni siquiera en el primer párrafo de este artículo.
La experiencia de los hombres del pasado es fundamental para nuestra vida del presente. Hoy, la recabamos mayoritariamente de soportes externos, ya sea escritos en papel físico o digital. Esto facilita que las cosas se digan una sola vez y duren para siempre: escribo estas líneas un 5 de febrero de 2021, pero tú quizá las leas o releas días, meses, o años después. Da igual. Aquí seguirá la información, para quien quiera aprender algo sobre oralidad.
Sin embargo, no podemos pretender que todo, que la acumulación de conocimientos y experiencias que nos llevaron a nuestro "hoy", comenzó con la escritura. Pues no saltamos de la fogata al escritorio: antes, hubo miles de años de auténtica cultura humana, de aprendizaje, de hechos y dichos importantes. Y luego hubo siglos de coexistencia de lo escrito y de lo oral, ambos como fuentes importantes de conocimiento. Por supuesto, hubo milenios en que las preguntas no se resolvían escribiendo en la cajita del buscador de Google. Antes de todo esto, fue la voz. La transmisión de la voz.
Para el hombre y la mujer de entonces, contar historias no era simplemente un entretenimiento. Era una forma de conocer, de aprender del pasado. La mejor forma de recordar información es dándole un sentido. Haciéndola parte de una narración, de una experiencia para quien la oye. La anécdota puede parecer tonta, pero aún recuerdo que, para enseñarme a hacer el nudo de la corbata, mi padre usó la historia de un conejo, que daba una vuelta a un árbol, se encontraba con un zorro, entraba y salía de su madriguera... y cada uno de los pasos de la historia iba acompañado con un movimiento acorde de la mano y la corbata: al terminar el nudo estaba perfectamente hecho. Y bastó sólo una vez: la historia quedó grabada, y con ella, también el nudo de corbata.
Decía al principio que el mundo parece ser hostil al hombre. Es lógico, entonces, que las historias de esos primeros fogones tratasen de supervivencia: de cuidar lo que nos une —los lazos de unos con otros: y en esto, las historias de fogón sirven también para subrayar esa comunidad de oyentes, que por un tiempo sienten y esperan todos lo mismo— y defendernos de lo que nos amenaza: ya sea la naturaleza implacable o ya sean otros hombres nada amistosos. La forma de lograr este triunfo frente al caos que ronda a la comunidad humana debía sintetizarse de alguna manera. Si había habido generaciones exitosas en este ámbito, gentes que habían logrado dominar o colaborar con las fuerzas naturales, vencer enemigos, cazar grandes bestias, no podía ser que ese conocimiento muriese con aquellos que vivieron el momento, condenando a los hijos a "redescubrir la rueda". Había que transmitir la experiencia. Y, quizá, la mejor síntesis de todo ello era la vida de alguien conocido, de quien fue un padre, un protector. Quizá un conocedor del medio natural o de algún arte curativo. O simplemente un gran consejero en momentos difíciles. Su vida podría caer en el vacío dos o tres generaciones después, a menos que se cuente su historia. Y con su ejemplo, los que vengan sabrían cómo seguir actuando, creciendo y generando nuevas historias que sirvan a los que vendrán en el futuro. Y así, en los comienzos del tiempo, nacieron los héroes.




Los héroes y la crisis

Lo de la vida heroica como síntesis de lo que se busca transmitir a los que vienen no es algo dicho al azar. Si no hay escritura, el conocimiento no puede tomar la forma de un tratado científico, de precisión matemática o lleno de argumentos enrevesados ¿quién podría recordar cada uno de esos pasos? Por algo hoy en día se ponen por escrito. La oralidad obliga a la síntesis, obliga a las técnicas de memorización, como las imágenes y las rimas. ¿Esa vieja receta de tu plato favorito? Si quieres que pase a la próxima generación, mejor compón una canción con un ritmo fácil de recordar: "embute" la receta en la letra y todos recordarán cómo se hace el bocadillo. ¿Quieres que los que vengan recuerden una lección moral, que ha ti te costó un ojo de la cara –literalmente– aprender? Pues cuenta una buena fábula que deje una moraleja reconocible. Las imágenes y metáforas son excelentes sintetizadoras, porque se recuerdan fácil y se puede volver a ellas una y otra vez para sacar lecciones, muchas más de las que se podría sacar, quizá, de un texto directo: porque la imagen se vuelve a actualizar en el contexto de quien la oye.

Entonces, si hubo personas que se pusieron al frente de la comunidad, la aunaron y vencieron al mal que les acechaba, si hubo quien restableciera el orden que permite vivir en paz, su vida y sus hechos ¡sus gestas! tienen mucho que enseñar, tanto sobre cómo conviene vivir para mantener ese orden, como sobre la identidad misma de la comunidad. Ese hombre o esa mujer es un héroe, y su historia, un cantar de gestas. 

Historias como estas nacen en contextos de crisis. Contextos en los que, predominantemente, se exalta el valor guerrero y el honor, para hacer frente a la amenaza externa. Esas épocas de crisis son épocas heroicas. Si se las supera, la comunidad crece y sale de ellas con una verdadera batería de historias, de cantos épicos, que luego son recordados en las épocas más tranquilas, a veces con un dejo de añoranza por ese pasado heroico, que dora un poco el recuerdo: un pasado que seguramente, para los hombres del momento, tuvo un sabor mucho más duro y menos romántico que el que destila luego la leyenda.

A ese tiempo añorado por la épica —tiempo literario, y muchas veces indeterminado— es a lo que se llama Edad Heroica. Es distinta para cada comunidad. Pero es común a cada cultura que llegó a tener una épica propiamente tal: los griegos del siglo V antes de Cristo vivían en referencia al periodo aqueo, que fue la época de los reyes y de los héores, de Micenas, de Troya, de una Atenas aún en pañales... incluso la Iliada, la gran epopeya griega, muestra dependencias de héroes más antiguos aún: Héctor y Aquiles viven en una época en la que ya son leyenda Hércules, Teseo y Perseo. También la épica romana, representada por la Eneida, depende de una Edad Heroica Literaria, representada precisamente por el mito de Eneas y la caída de Troya. Los anglosajones cantaban en Inglaterra la epopeya de los gautas, el Beowulf, situado literariamente varios siglos antes en torno al báltico. Y así podríamos seguir: la gesta del Cid corresponde a aquel momento heroico de la frontera castellana del siglo XI, cantado todavía dos o tres siglos después, cuando esas tierras ya no eran frontera; los hechos de Roldán pertenecen al legendario heroísmo de los tiempos de Calomagno, muchos siglos antes de que se celebrara en tierra francesa la heroicidad del paladín carolingio.
Lo que quiero decir es que los héroes nacen en las crisis, pero sus historias son transmitidas de boca en boca, a veces por siglos, hasta que llegan a ponerse por escrito, habitualmente en momentos más tranquilos de la existencia de la comunidad que en su momento colaboraron en salvar. Y si corrieron de boca en boca, es porque su ejemplo admiraba, entretenía, y enseñaba. La gesta cantada engrandece al tiempo del que dice provenir, y da un tinte "histórico" al relato de quien la entona, para alumbrar el tiempo en que es oída. La canción pudo tener muchas formas antes de tomar la que quedó fijada por escrito, y quizá tuvo otras más después, perdidas en la oralidad. Lo importante, es que la vida del héroe antiguo seguía siendo relevante, y seguía siendo inspiración, para las personas que vivieron en un tiempo muy distinto al del héroe, siglos después.
La pregunta ahora, entonces, cae por sí sola: ¿pueden enseñarnos a nosotros, en pleno siglo XXI, algo todavía estas figuras? Pienso que sí, si sabemos escuchar, si atendemos al leer. Si hacemos lo que se supone se hace con la gesta: no solo admirarse con ese poderoso e inverosímil sablazo que acaba de partir en dos a un jinete y a su caballo, sino más bien admirarnos con la personalidad heroica y pensar si en algo nos puede ayudar su ejemplo a superar las propias crisis. No estoy diciendo que tomemos una espada y una capa, por supuesto: lo siento, tendrás que dejar eso para tu disfraz de halloween. No. Habitualmente el héroe de una gesta no es simplemente el fuerte. Aunque lo sea, y mucho. Pero lo que llama nuestra atención es su valor, o su resiliencia, o su rectitud pese incluso a las circunstancias trágicas de su historia, o algún atributo de ese estilo. A veces se hace referencia con esto al "viaje del héroe": viaje o proceso en que el héroe toma conciencia de quién es, enfrenta el peligro, en ocasiones falla o incluso muere, para finalmente resurgir y superar el obstáculo, mejorándose a sí mismo en el proceso. Esto, pienso, es también una metáfora de nuestra propia vida, de la que solo nosotros somos protagonistas.
La Fantasía y la nueva épica
Quizá en este momento te preguntes qué tiene que ver todo lo dicho, aunque haya sido interesante de leer (espero que sí, de otro modo, no hubieras llegado aquí), con Crónicas de una Espada y la fantasía épica. Aunque seguro, si has leído ya a Tolkien o a Lewis, te imaginarás por dónde va la pista.Cuando los juglares medievales, o los aedos griegos, o los skaldos nórdicos, cantaban sus historias, les bastaba hacer referencia a una época pasada o a un lugar lejano —aunque no sea del ámbito de la épica, piénsese en el far, far away o en el érase una vez de tantos cuentos infantiles— para inmediatamente introducir a sus oyentes en un terreno en el que podían jugar con historia y ficción al mismo tiempo que dar la suficiente verosimilitud como para que su historia fuese creída y aceptada. 
Pero hoy en día, en el que el avance de la Historia como disciplina nos ha dado una consciencia más acabada del pasado, simplemente ya no hay lugar para que se nos haga creer en un tiempo confusamente determinado en el que se obraron portentos inverosímiles. Sin embargo, aunque no lo reconozcamos, seguimos necesitados del ejemplo de los héroes, de testimonios que marquen el camino, de vidas que nos enseñen a vivir y a superar miedos y obstáculos, encarnando convicciones que admiramos y deseamos para nosotros mismos y para quienes amamos.
La fantasía nos da la oportunidad de suspender el juicio histórico de la realidad, de sumergirnos en un mundo que, aunque sabemos que es ficción, funciona al modo de las antiguas imágenes de la oralidad, para hablarnos de nuestra propia realidad. Sí, seguro que habrá quien se pierda con los "fuegos artificiales", con los "efectos especiales" de la ficción: "¡mira, mira! ¡Un animal que habla!" Sin embargo, este no es el punto de la fantasía. De esto me gustaría hablar más extensamente en otro post, pero dejemos asentado que se trata de imágenes que nos hablan a cada uno, para actualizarlas en nuestra realidad.
Y por supuesto, sin olvidar lo fundamental, que es disfrutar con la historia del héroe. ¡Es que, si no se disfruta, si no se goza, tampoco se aprende! Esto lo sabían muy bien los antiguos: los juglares eran maestros de la entretención, era para eso que recorrían arriba y abajo los caminos. Para dar cátedra ya estaban los sabios de todos los tiempos, ya sea escribiendo libros o asentando refranes, si aún no había escritura. La épica, sin embargo, y la buena fantasía heroica, también, nos da un ejemplo formidable de cómo lo que más nos hace humanos —ese formar comunidad y vencer la adversidad, del que comenzamos hablando, y que se enraíza en sostener unas convicciones que nos identifican al tiempo que nos separan de las bestias y la ley de la selva—es también lo que más nos entretiene: porque hay algo verdaderamente gozoso en ir haciéndose cada día más auténticamente humano, y en oír las historias de quienes lo consiguieron primero, ya sea luchando con Carlomagno en los Pirineos, o corriendo detrás de Aragorn y Gandalf frente a las puertas de Mordor.


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Published on January 21, 2021 18:48

Volver a la épica: Crónicas de una Espada, Canto I: El Lobo de Plata

 


Volver a la épica: Crónicas de una Espada, Canto I: El Lobo de PlataComienza una nueva saga de fantasía épica



Inicio estas líneas con una pregunta en la cabeza ¿por qué leer el libro, autoeditado por lo demás, de un autor novel? ¿Qué puede aportar este en un medio saturado ya por tanta tinta, como el de la fantasía? ¿Qué puede hacer que El Lobo de Plata, o más aún, la saga de la que es la puerta de entrada —Crónicas de una Espada—, valga la pena?


Esto no es una reseña. Ellas vendrán, en su tiempo, de parte de los mismos lectores, o quizá en los comentarios de este post. No. Lo que el autor puede aportar en un artículo como este es hablar de lo que está más allá de su libro, y luego dejar que sea la historia misma la que hable a sus lectores.


Sin embargo, primero habrá que hacer a lo menos una breve composición de lugar. Imaginen rápidamente un escenario: la Roma Imperial. Habrá venido a sus cabezas una imagen de grandeza. Pues deséchenla. Asistimos a la caída de la gloria del Imperio. Sin embargo, ocurre en otro tiempo, en plena Edad Media, digamos, siglo XI. Sí, el siglo que vio el nacimiento de la caballería; la victoria de Guillermo, el Conquistador; los golpes de la espada del Cid y también la toma de Jerusalén. Es un siglo que evoca heroísmo. Bien: a ese entorno cultural y anímico están habituados los personajes de la novela. Agreguemos ahora las causas de la caída: no son los bárbaros los que asolan el Imperio, como en la verdadera Roma, sino una guerra intestina, motivada por un desencuentro que es sobre todo espiritual, como en las guerras de religión que el mundo conoció en el siglo XVI y XVII. Y así lo hemos conseguido: tienen ya los ingredientes del contexto de Crónicas de una Espada. Claro que no estamos en Europa, sino en las Tierras Occidentales, y el Imperio que ve sus últimos días es el Imperio de Dáladon. En su interior, los fieles se enfrentan al alzamiento de los fenóritos, seguidores de los druidas que se apartaron de la fe plurisecular. Y los fenóritos están definitivamente ganando la guerra, habiendo liquidado ya al emperador y a los reyes. A aquellos que se mantienen leales al viejo Imperio ya no les quedan más que una o dos ciudades. Eso, y la confianza en una antigua y oscura profecía, que habla del surgimiento de una espadas… pero que nadie, ni los más sabios druidas, han sabido interpretar.


Vuelvo pues, a la pregunta inicial. ¿Qué tiene de especial esta historia? Para mí, es una vuelta al sentido más clásico de las historias épicas. Esas que traen a nuestra mente nombres como los de Roldán, el Cid, y otros famosos caballeros y reyes, como Carlomagno. Fueron precisamente historias de ese género, pero en el ámbito de la literatura del norte de Europa, las que dieron nacimiento en la cabeza de genios de la talla de Tolkien a los relatos que acabaron siendo el prototipo de lo fantástico, cuyo estribillo tantas veces se repite hasta nuestros días. Y ese mismo género, pero ahora desde su fuente más caballeresca de los cantares meridionales, puede dar pábulo a una nueva fantasía, o más bien, dotar de nueva forma a la antigua fantasía, pues sí, querido lector, no puedo renunciar a mi herencia tolkeniana.


Eso es lo que encontrarás entre las páginas del Lobo de Plata: un relato envolvente, lleno de acción y anclado en un arco de tiempo tan sencillo como lo es la historia de un asedio, de una larga batalla: en medio del furor de la lucha y del relucir de espadas, conocerás a personajes entrañables, con los que sufrir, amar y llorar mientras se defiende la patria, aún sabiendo que quizá ya no hay salvación. Se ha escrito mucho en torno a la Edad Media, pero suele hacerse, con honrosas excepciones, desde el sitial que la juzga una época tenebrosa, violenta y primitiva. La ambientación y personajes oscuros están a la orden del día. En esto, el Lobo de Plata ofrece un aire nuevo: los tiempos son oscuros, sí, o más bien, son decisivos. Es lo propio de toda “edad heroica” o tiempo de gestas. Pero en los corazones de los protagonistas, el lector encontrará, junto a sus miedos, esperanzas. Y aprenderá a ver a través de sus ojos con aprecio el tiempo en el que viven. El Imperio suele ser el villano en las producciones a las que estamos habituados. Pero ¿no es esto profundamente contrario a la mentalidad medieval, que se desvivía con la fantasía de que el Imperio Romano continuaba en la corona de los germanos, y soñaba con la reintegración de la cristiandad en una sola corona? ¿Es que no son los ideales de la caballería propiamente medievales? Y aunque la realidad sea muy distinta al imaginario medieval, lo que se plasma en la gesta es lo ideal. Y Crónicas de una Espada. Canto I: El Lobo de Plata pretende ser precisamente eso: una gesta cantada con las voces del mundo de hoy, tan necesitado en las oscuridades de nuestros tiempos —no necesito reseñar cuáles: cada quién se encuentra con luces y sombras a diario, y sabrá a lo que me refiero— de los altos ideales del mundo de ayer, para también nosotros vivir la gesta con la que venzamos los desafíos del ahora. 
(Este artículo fue originalmente publicado en el blog novelas de fantasía, a quien aprovecho de agradecer una vez más. El libro lo pueden encontrar aquí)
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Published on January 21, 2021 18:47