Benjamín Franzani G.'s Blog, page 3

November 26, 2021

Edward o el Caballero Verde, Parte XXVII

 Despedidas

El trinar de las aves despertó a Edward del sopor en el que estuvo por dos días corridos. Al abrir los ojos, vio un zorzal cantando sobre una ventana arqueada, y le costó unos segundos darse cuenta de que estaba en una cama. Una punzada en el costado le provocó una mueca cuando trató de incorporarse. Tenía el torso vendado.—¿Qué tal te sientes? —era Ulf, sentado a los pies del lecho.—Algo apaleado, pero me siento bien. ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?—Por poco te nos mueres, Edward. Suerte que Setari estaba allí: te trajo volando hasta acá, Calidia. Si hubiésemos tenido que traerte a pie, solo hubiese sido para enterrar tu cadáver. —Calidia… el bosque. Ahora recuerdo —una sombra pasó fugaz por sus ojos, junto con imágenes confusas:— Clara… ¿Dónde está? ¿Ulf, vive o…?Su amigo le miró en silencio, un segundo, con gesto inescrutable. Finalmente, abrió sus labios y habló.—Sí. Vive. Pero debieras olvidarla ya, Edward. Casi te asesina. Si no fuera porque llegamos en el momento justo, hubiésemos encontrado tu cabeza como la de Pelayo, pobre hombre. Cuánto salvajismo vimos al llegar: debe ser que Alcico quería ganarse el respeto de los bárbaros. Cuando vi esa masacre… créeme: quise estrangular a la traidora con mis manos, si no fuera porque Casiano no lo permitió.—Te… te equivocas, ella no iba a matarme, no puede ser: combatíamos juntos cuando llegaron. Ella salvó mi vida.—Bah, sigues ciego. Yo mismo la vi, con tu propia espada en sus manos, sobre tu cuerpo inconsciente, lista para el golpe de gracia, a pocos pasos de la cabeza de Pelayo. Pero ya no tiene caso. Está en las mazmorras de esta fortaleza, y de allí no saldrá.El caballero guardó silencio, sabiendo que ninguna explicación convencería a su amigo. Pero él conocía la verdad. Clara, al final, se había puesto a su lado. Con su propia espada, la espada de un caballero, combatió a los rufianes, aceptando morir ahí, antes que permitir más injusticias.—¿Cómo fue que nos encontraron? —preguntó— ¿Alguno de los muchachos, de los demás prisioneros, pudo salvarse?—Cuando la emboscada cayó sobre nosotros —contestó Ulf— yo los seguí. Al ver lo que ocurría, recuperé a Diamante y cabalgué a avisar a Casiano. Nos movimos lo más rápido posible, pero fue demasiado tarde para nuestros amigos. Esos salvajes… algunos vivían aún, pero para cuando acabamos con los bandoleros y pudimos desatarlos ya sus vidas pendían de un hilo. Y antes de llegar a Urbia, ese hilo se había cortado para todos. Los enterramos, y luego vinimos a Calidia. Yo llegué ayer: los curanderos del barón han hecho un buen trabajo contigo.—Lamento mucho lo que oigo, Ulf. Esto ha sido mi culpa. Me he precipitado, otra vez, y caí de nuevo en la trampa. Los muchachos eran valientes, no merecían una muerte así.—No te gustará oírlo —suspiró Ulf— pero esa culpa recae más bien en quien te traicionó, y en tu ingenuidad, claro. Pagará, sin embargo. Te alegrará saber que el barón ha pacificado los mares, y que con los hombres de Casiano y los suyos propios, el orden ha vuelto a los bosques. Después de lo ocurrido en el campamento, Quinto se ha enclaustrado aún más en Namisia, si eso cabe. No sé qué pretende el barón, pero si fuera él, mandaría todo al carajo y asaltaría esa ciudad para entregársela a Casiano.—Eso sería una insurrección contra el poder imperial…—La insurrección ya ha sido, Edward, y la lideró Quinto. Logramos apresar a un juglar, que resultó ser uno de sus enlaces. Y ya cantó toda su canción. No sé qué espera lord Geoffrey para actuar: lo dejo a ustedes, hombres de guerra y política. A propósito, cuando te sientas mejor, debieras ir a ver a Casiano, está aquí y quería hablar contigo. Debes tener hambre, después de tu siesta de dos días. Iré a avisar a la criada. Recupérate, amigo mío, y deja de pensar en esa jovencita: veo en tu rostro que no has parado.Mientras esto decía, sin dejar de parlotear —era una muestra de que, pese a su gesto severo, estaba contento—, Ulf se levantó y se dirigió hacia el marco de la puerta, para salir de la habitación. Ya hacía una señal de despedida, cuando Edward lo interrumpió:—¡Ulf! —el amigo se volvió, callándose— Gracias. Gracias por todo. Ya sabes, por rescatarme.—Oh, no es nada —contestó sonriendo— eres un cabeza dura, pero hemos crecido juntos. ¿Qué más podía hacer? —y con un gesto que simulaba el sacarse un sombrero, se despidió para ir en busca de las criadas.
Alguien llamó a la puerta y el criado se apresuró a abrir. Pocos momentos después, se anunciaba la visita al gobernador:—Mi señor, su señoría el corregidor de Urbia está aquí.Lord Geoffrey se levantó de su asiento para recibir a Casiano con una sonrisa. Junto a él entró también un hombre joven, de estatura formidable y largos cabellos sujetados en una trenza. Un torque de oro en torno a su cuello le acreditaba al mismo tiempo como guerrero alano y como noble de su pueblo.—Casiano —saludó el barón—, te estaba esperando. Y supongo que este es el contacto del que hablamos —añadió, extendiendo su mano al bárbaro.—Sí. Él es Perseas, sobrino de Orestes, de las Llanuras Salvajes. Su tío es uno de los consejeros más cercanos al rey Theleas, y jefe de un poderoso clan. —En efecto, debe ser un hombre poderoso, vuestro tío, —dijo lord Geoffrey— si a vos se os presenta como sobrino suyo antes que como hijo de vuestro padre. Es un honor recibiros; tomad asiento, por favor.—Orestes es el jefe de clan —sentenció el bárbaro— entre nosotros, aquello es más importante aún que la sangre. Por eso estoy aquí: mi clan tiene una deuda de honor con la estirpe de Casiano de Urbia, y no podíamos desoír su llamado.—¿Una deuda de honor? —respondió interesado el barón— Casiano, cuando dijisteis que teníais cómo llegar hasta los leales a Theleas no pensé que vuestra influencia fuese tan… estrecha.—Por mis venas corre sangre alana, junto con la imperial —explicó el corregidor— mi padre fue legionario y sirvió en la frontera, cuando los reyes llevaron la guerra a las Llanuras Salvajes. En la campaña conoció a mi madre, del mismo clan de Perseas. Pero la historia de cómo superaron las hostilidades entres sus pueblos, y de cómo mi padre se ganó el favor de los grifos, emblema de los alanos, y junto a mi madre evitó la aniquilación del clan de Orestes, protector del rey bárbaro, no es lo que nos interesa ahora. Lo importante es que Perseas está aquí, y que una vez más un enemigo amenaza por igual al Imperio y a Nifrán. Ya he puesto al tanto a Perseas de la conspiración de Quinto, los bandoleros, y los alanos rebeldes a Theleas.—Me encantan ese tipo de historias, y me impresiona no haberla oído aún —acotó lord Geoffrey— pero me imagino que será porque circula más por las Llanuras que por estos bosques. Bien, no hay tiempo que perder, ahora. Es muy importante advertir al rey de la conjura, mientras por mi parte me aseguro de que el emperador se entere también de las fechorías de Quinto.—Como he dicho, tenemos en mi clan una deuda con la familia de Casiano, y mi pueblo se gloría de su lealtad tanto como de la fuerza de sus arcos —contestó el bárbaro—; sin embargo, no sé cómo podemos ayudar. La nación alana no mira con simpatías al Imperio, y estas noticias, viniendo de vosotros, resultarán sospechosas.—Comprendo vuestra preocupación, pero la conjura es doble, Perseas —dijo tranquilamente el gobernador de Calidia— pues los lazos que unen a los hombres de Quinto con los enemigos de vuestro tío y del rey Theleas son peligrosos tanto para Nifrán como para el sur del Imperio. Debemos dejar la antigua desconfianza y actuar juntos. Si la información se tergiversa, uno y otro lado podrían ser arrastrados a la guerra, de la que solo se beneficiarán los traidores. Es importante que esto llegue a los oídos de Theleas y del emperador en los exactos términos que discutiremos aquí. De otro modo, el esfuerzo habrá sido en vano.—Si se trata de quienes creo —contestó Perseas— no será fácil: también ellos tienen un sitial en el consejo del rey, y yo solo podré informar de oídas lo que me han dicho gentes de una nación que algunos consideran enemiga.—Es por eso que necesitábamos que vinieseis con celeridad y en secreto —aportó Casiano— para discutirlo personalmente. Estoy dispuesto a acompañaros al Este, y presentarme yo mismo frente al rey. Pero no podré hacerme escuchar sin el apoyo de un clan: por mis venas, gracias a mi madre, corre sangre alana; solo necesito llegar junto con vos.Perseas lo miró fijamente, antes de replicar:—¿Yo, responder por un extranjero? ¿Por un corregidor de un poblado imperial? Sé quien sois, y quien fue vuestra madre, pero también sé cómo es recordado vuestro padre fuera de nuestro clan: un legionario que invadió nuestras tierras con sus hombres. —Es un riesgo que hay que tomar. Si vos convencéis a Orestes, tendremos el aval de uno de los más poderosos clanes ante el rey. Y si Setari viene en nuestra compañía, la sola presencia de la bestia protectora de los alanos debiera amedrentar a los conspiradores.—Veo que sois audaz, y que estáis dispuesto a arriesgar el cuello —respondió el alano—: agradarás al rey y a Orestes, sin duda. Tenéis mi apoyo, mas hemos de partir de inmediato, los insurrectos ya nos llevan unos días de ventaja, y hemos de actuar antes que ellos.Con eso, quedó zanjada la cuestión. Luego de discutir los términos de la embajada, el barón se disponía a despedirlos, cuando el criado volvió a aparecer, esta vez para anunciar que el caballero de Uterra, sir Edward, ya estaba allí. Habían pasado algunos días de recuperación, y el joven se sentía de nuevo en la plenitud de sus fuerzas. Sin embargo, palideció cuando, al entrar en la sala, vio a un bárbaro allí, justo entre el gobernador y el corregidor.—Tranquilo —se le adelantó Casiano— es amigo.
Las mazmorras de Calidia eran oscuras. La luz se colaba apenas por un estrecho ventanuco, alto e inalcanzable, en la pequeña celda en que, tras sólida reja de hierro, se encontraba recluida la joven. Se oyeron entonces unos pasos en las escaleras, y de pronto él estaba ahí, al otro lado de la verja.—Hola, Clara —saludó Edward, sentándose en un banco junto a la celda— siento no haber venido antes. Me tomó un tiempo recuperarme, y luego he tenido que arreglar algunas cosas antes de venir aquí. Pero más que nada, deseaba verte.No respondió de inmediato. Volvió su rostro hacia la muralla.—No debieras estar aquí —dijo al fin— ¿no soy acaso una traidora? Mis huesos se secarán en este agujero. Así es la justicia en esta tierra.—No eres traidora. Aunque lo grite el mundo entero. Clara: tú salvaste mi vida. No podía irme de aquí sin antes verte.Ella se volvió al oír aquello. —¿Irte? ¿A dónde?—Por el momento, volveré al norte, quizá a la frontera del De Laid. He hablado hace unos días con el barón, y creo que ya no será necesaria mi espada aquí: lord Geoffrey y Casiano se harán cargo. A propósito, me he enterado por Ulf que Lope y Madalena están por fin en Acimina, con sus tíos maternos. Después de la muerte de Alcico, transitar los caminos vuelve a ser seguro. Clara se sonrió, pero había un dejo de amargura en esa sonrisa, que se hizo evidente cuando contestó:—Lope y Madalena… me alegro por ellos. Sin embargo, crecerán creyendo que los abandoné, o peor aún, que los usé. Supongo que es un agravio más que sufriré y que debo cargar a cuenta del deleznable Quinto.Edward la miró con compasión. Seguía todavía llena de rabia, pero ahora era una ira resignada, recluida tras esos barrotes: una venganza que quisiera acariciar, pero que no tenía ninguna esperanza en conseguir.—No creas tal cosa. Acimina está lejos de Odesia, y los tíos de los niños no han oído de ti, más de lo que les dijo Ulf, al entregarlos. —¿Conque Ulf los llevó? Él me odia…—Pero es un amigo fiel, dispuesto a hacerme un favor. Te garantizo que solo saben lo que los niños les han contado: es decir, que les protegiste en el momento de necesidad. Por mi parte, lord Geoffrey ha accedido a no hacer pública tu participación con los bandoleros, por ahora…—Es decir, que seré olvidada en esta celda. Gracias, caballero. ¿Por qué te empeñas en ayudarme?Pasando por alto la ironía en esas palabras, Edward contestó, clavando en ella sus ojos azules:—Ya te lo he dicho, Clara. Salvaste mi vida. Sé que no has manchado tus manos con sangre inocente. Pudiste haberlo hecho, esa noche, dejando que me mataran, y eso te hubiese permitido por fin llegar a Quinto. Pero renunciaste a eso, y tomaste mi defensa. Aunque nadie más lo haya visto, aunque los testigos, mis compañeros, hayan muerto, yo sé lo que ocurrió ese día, en el que reparaste tu traición primera. Por eso, yo ahora también tomo tu defensa. Aunque el corregidor y el gobernador crean que se trata solo de una protección caballeresca, y no den crédito a mi historia, no por eso te dejaré aquí.—Quizá, Edward, me he equivocado. Quizá debí dejar que esa hacha cortara tu cuello ¿qué he sacado de mi locura? Quinto vive aún, y yo estoy para siempre encadenada aquí. No soy inocente, y no puedo pretender que se me trate como tal.—Quinto pronto caerá, Clara, tiene sus días contados. Capturaron a un juglar en el campamento, que reveló toda la trama…—¿Uno solo? Había dos…—Pues sí, sé solo de uno. Ulderico, se llamaba. Ahora, si había un segundo, eso explica el enclaustramiento de Quinto en Namisia: ya sabe que el barón lo sabe todo. No tiene importancia, de todos modos. Lord Geoffrey ha enviado al prisionero a Dáladon, junto a hombres de confianza: el rey turdetano y el emperador se enterarán de la conjura y será el fin para los hermanos Marcus y Quinto. Namisia será regida por Casiano, que hoy además se cubre de gloria, pues está en una misión para evitar un enfrentamiento con los alanos. El emperador no podrá escoger mejores líderes que Geoffrey y Casiano para el sur, que gozarán de prestigio tanto entre los bárbaros, por evitar el ataque al trono de los alanos, como entre nosotros, por expulsar a los piratas y someter los bosques.—Como siempre, pura política. Mas ninguna degradación será suficiente: Quinto merece morir. No otra cosa.Ambos se sostuvieron la mirada: estaban muy cerca el uno del otro, con la reja de por medio. Pero lo que los separaba era más que solo una cancela de hierro y unas cadenas. Edward fue el primero en bajar la vista, sin soportar los ojos de acero de la chica. Antes de que ocultara su rostro, ella alcanzó a notar que un velo de pesar había caído sobre él.—No sabes cuánto me duele el que sigas pensando así —le dijo el caballero, con sentidas palabras—. La venganza es inútil, y consume tus fuerzas. ¿No te has planteado nunca que tu familia puede que esté viva? No es costumbre de los comerciantes de esclavos que habitan el archipiélago asesinar su mercancía, ni tampoco lo es entre los que compran en esos pérfidos mercados del Oeste. Aunque pudieras llegar hasta Quinto, eso no te acercará a los tuyos, que te necesitan. Y si, el Creador no lo consienta, fuera tarde para ellos, estoy seguro de que hay muchos a quienes podrías socorrer en su memoria.Se palpaba la congoja en el discurso de sir Edward: más que una amonestación, tenía tono de súplica. Clara sintió un nudo en la garganta, mientras unas reprimidas lágrimas saltaban a sus ojos.—Lo que me pides es demasiado…—No, no lo es. Quizá lo fue, pero estoy seguro de que es una decisión que ya tomaste: allá en el bosque, cuando te pusiste a mi lado, en ese momento renunciaste a sacrificar sangre inocente ¿por qué volver atrás?—No tiene sentido hablar de eso ahora. Estoy en esta mazmorra: pronto el barón me olvidará y si, como dijiste, no se ha divulgado mi vinculación con los bandoleros, entonces oficialmente no estoy recluida aquí. Y aquí me secaré.—Te equivocas. Era muy importante que hablásemos de esto. Porque estoy ahora seguro de que, si tuvieras una segunda oportunidad, la emplearías bien.Hubo un momento más de silencio, mirándose ambos. La fría reja de hierro seguía separando sus mundos, sus vidas, sus destinos. Edward se levantó. Ella también, y repiquetearon sus cadenas. —A Lope y Madalena les encantaría verte —dijo el caballero— pero no en esta condición. Espero que un día estén orgullosos de la mujer que los salvó, y se haga justicia sobre el nombre de Clara de Ilía. Al menos, yo lo estoy: puedes contar con eso. Ahora, tengo que irme. Ya está todo listo para mi viaje. Hay rumores de guerra en el norte, y hacia allá marcharé. Ha sido bueno conocerte, Clara.Y diciendo esto, le extendió la mano a través de los barrotes. Ella no sabía qué decir. Un par de lágrimas rodaron por los ojos de ambos al estrecharse las manos, y casi podría haberse oído el desgarro de los corazones al separarlas.—Me voy antes de que se enteren de que estuve aquí. Creo que Ulf anda por ahí, sacando de paseo al guardia.Clara no alcanzó a preguntarle qué significaba esta última declaración, pues el caballero ya subía de nuevo las escaleras fuera de los calabozos. Impactada, se quedó sola en su celda: en sus manos tenía una llave.
—¿Ya has dejado de jugar conmigo, Edward? —le dijo Ulf— Te juro que que si me pides una sola cosa más en favor de esa chica, yo mismo te denuncio a lord Geoffrey.El caballero rio, mientras ponía la montura a Diamante.—Tú y yo sabemos que eso no es verdad. En el fondo, aunque no lo admitas, me crees. Clara no es un monstruo sanguinario, como te lo has pintado.El cantor gruñó, replicando algo ininteligible, y cargó algunos bultos sobre su propia montura.—Pues, como sea —dijo Ulf— al menos ahora nos alejamos de ella. Y será mejor que sea antes de que noten su ausencia.—No ocurrirá tal cosa —respondió el amigo, guiñándole un ojo— Casiano ya está en las Llanuras Salvajes y lord Geoffrey “ha olvidado que es su prisionera”.—Buena impresión debiste haber causado en el barón, para que consintiera en un olvido así. ¿Cómo es que no intenta retenerte aquí, a su servicio?—El gobernador es un gran hombre. —Mientras esto decía, él y Ulf salían ya de las caballerizas, listos para el camino— Y eso le ha traído problemas con la nobleza local y con círculos de la corte. No quiere que me involucre yo en esas luchas, por eso encargó a otros que llevaran a Ulderico a Dáladon. Dice que soy demasiado joven para quemar mi nombre junto al suyo, y eso que ya me gané la ojeriza del duque de Vaneja al “escaparme hacia aquí”. Geoffrey concluirá, con Casiano, su lucha acá contra la influencia de Marcus y Quinto. Literalmente, me dijo: “es mejor que a tu edad no te opongas a la nobleza, si no quieres terminar siendo como uno de los bandoleros que has combatido”, y luego me ha ordenado que me encamine a la frontera norte, en Sarpes: los varnos se han vuelto a levantar y cree que mi espada será más útil allá. Incluso me dio una carta de recomendación para el caballero que sostiene la fortaleza de la ciudad, un tal lord German.—¿Una carta del gobernador? Eso ya es bastante, sí señor. Tendremos un buen recibimiento. Ya quiero llegar a Sarpes.—Solo piensas en fiestas y banquetes —volvió a reír el caballero— pero estamos yendo a la guerra, Ulf.—Bah, ya he estado en ella. Y ya hemos visto a los varnos. Con guerra o sin ella, con o sin ataques bárbaros, en Nedrask nunca faltó espacio para los cantores y para el vino. ¿Por qué sería distinto en Sarpes?—Pues bien —concluyó sir Edward, montando en Diamante— prepara entonces tu lira y tu garganta. 
Las gaviotas revoloteaban en el cielo, haciendo llover sus graznidos sobre las naves que se bamboleaban al ritmo de la marea. Una joven encapuchada hablaba con uno de los capitanes en el muelle.—Necesito un pasaje —decía ella— no tengo cómo pagar, pero puedo ser útil a bordo. Sé de navegación.El marino la miraba sin demasiada convicción. —No creo que necesite más tripulación, joven. ¿Por qué debería aceptarte a bordo, sin pagar tu pasaje?—Por favor, puedo también limpiar y cocinar. Es un bajel grande, seguro que tiene necesidad. —¿A dónde vas?—A las islas de los fynnios. El archipiélago. Seguro tiene negocios allá… puede, puede vender allí esto —añadió, sacando de su equipaje un vestido celeste— es tela del Este, de los alanos.—Mmm… parece bueno, sí. Eso y un poco de trabajo podrían valer el aventón hasta las islas. ¿Por qué quiere una joven como tú ir más allá de los límites del Imperio? No es una tierra segura para viajar sola.—Sé cómo protegerme a mí misma. Además, allá encontraré a mi familia.—Está bien. Sube a bordo y deja tus cosas en la bodega. Partiremos mañana por la mañana.Clara agradeció con una sonrisa y, luego de echar un último vistazo a sus espaldas, a los bosques que dejaba y a Calidia que se elevaba blanca sobre su peñón, volvió su mirada al barco y al mar, y sus ojos celestes se sumergieron en lo profundo de esas olas, que le vaticinaban un futuro nuevo y amplio, como el océano.
Se alejaban ya de los bosques, que quedaban a sus espaldas, al sur. Iban los dos solos, acompañados únicamente del trinar de las aves. Edward estaba silencioso.—¿Piensas en ella? —le preguntó Ulf.—Creo que sí —le respondió el amigo— espero haber tomado la decisión correcta.—Lo fue, era imposible…—Sí. Tienes razón. Nuestros objetivos eran demasiado distintos, caminos que no se cruzan. Sin embargo, creo que llegamos a querernos. Y duele.—Oh, vamos. Aún eres un jovenzuelo —dijo en broma el amigo— esa herida sanará. Hey ¿Ya has decidido qué poner sobre tu escudo? Creo que con lo que hemos vivido aquí ya podrías dibujar algo. ¿Un hacha destrozada, vencedor de Alcico? ¿Quizá unos árboles de plata, como los del escudo de Calidia, para recordar tu servicio aquí? ¿El Obelisco, heredero de Argos? ¿Qué dices?—No, Ulf. Aún es pronto para elegir emblema. Además, ninguna de esas gestas me pertenece. A Alcico lo mató Clara. Casiano y tú vencieron a sus hombres. Yo sostuve la lucha en los bosques, pero terminé cayendo en una emboscada desastrosa. Definitivamente, por ahora mi escudo se queda tal cual está. Pero por poco tiempo Ulf: algo me dice que en Sarpes, y con este lord German, encontraremos la misión que buscamos.—Y yo estaré allí para cantarla.Delante de ambos jinetes se extendían ya las Llanuras Doradas. El frío sol de invierno las tenía envueltas en escarcha a esa hora de la mañana, y una brisa helada sacudía sus pastos. Para entrar en calor, e impulsados por el deseo de aventura, no fue necesario decirse nada más: una mirada bastó, y ambos picaron espuelas y se adentraron al galope, con la vista fija en el norte.
Continuará...
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Published on November 26, 2021 04:42

November 19, 2021

Edward o El Caballero Verde, Parte XXVI

 El hacha de los bosques El hacha sobre la encina
La mañana había dejado lugar a la tarde, y el sol ya comenzaba a morir cuando la vida se retomó, cansina, en el campamento. Edward y sus hombres seguían atados a los árboles, sin que nadie se hubiera ocupado de ellos, dejados a su suerte mientras los maleantes gemían su resaca. Luego de incómodas y largas horas, el cansancio había vencido al hambre y demás necesidades y algunos habían conseguido dormitar entre sus ataduras. Pero para cuando eso ocurrió, sus captores habían recuperado el ánimo jocoso del día anterior. Se renovaron las chanzas, crueles.Mas Alcico no había llegado hasta donde estaba pataneando entre los árboles. Una vez que se sintió restablecido, ordenó con voz poderosa a sus huestes para comenzar los preparativos de su plan. A Clara no pasó desapercibido que el cambio de actitud se produjo después de que un hombre a quien no había visto antes se entrevistase con el líder de los del bosque: probablemente, otro de los enlaces de Quinto, que informaba que todo estaba preparado. El momento se acercaba.—¿Qué tal la noche, amigo mío? —le preguntó el rufián a Edward, después de dar las instrucciones a sus hombres— lamento que no hayan podido participar del festejo, pero supongo que tampoco lo hubieran aceptado —rio— pero mira el lado bueno: serás testigo ahora del gran cambio de rumbo de esta comarca, ante ti desplegaré a mis hombres, verás al primer ejército de los bosques. ¿Qué? ¿Callas? ¿Qué es esa mirada odiosa? ¡Debieras estar alegre, tú, protector del pueblo, al ver cómo ese pueblo se protege ahora a sí mismo! Aunque supongo que eso es para ti como un retiro anticipado: no te preocupes, no te queda demasiado en este mundo: en ti haré morir también al antiguo orden de cosas… Ah, claro, no respondes ¿la mordaza, cierto? Disculpa mi torpeza —volvió a reír, mientras retiraba el trapo— ¿así está mejor? —Hablas y hablas, pero no tienes idea de lo que dices, Alcico. ¿Esto, un ejército? ¿Es que has visto alguna vez en tu vida qué es un ejército? —Oh… tú también hablas de más, pero te lo perdono porque no te queda otra cosa. ¿No te impresiona? ¿Cambiarías de opinión si me vieras a caballo, como un general frente a mis hombres? ¡Muchachos! Enseñémosles a nuestros huéspedes nuestra fuerza. ¡Tráiganme uno de sus caballos! ¡Qué digo! ¡Tráiganme “el” caballo! ¿Te gusta el azabache, verdad, Edward? Creo que un tiempo fue tuyo —lanzó de nuevo una carcajada— ¡Pues verás cómo me queda mejor a mí, ese bruto!Ante esta nueva ocurrencia del jefe, sus secuaces se abalanzaron al corral de los caballos, para buscar el precioso corcel. Pero nadie pudo encontrar al noble animal. El rostro de Alcico se ensombreció. ¿Cómo es que no estaba? ¿Alguien acaso se había atrevido a robarle? ¿A él, su líder? Las sospechas apuntaron de inmediato al que tenía por encargo el cuidado del corral, quien, pálido, juró que nada sabía. Comenzó una exhaustiva pesquisa. ¿Faltaba acaso alguien en el campamento? Si llegaba a ser así, cuando pusiera las manos sobre el traidor… pero no. Estaban todos sus hombres, no faltaba ninguno. Solo el caballo había desaparecido.Ahora Alcico se preocupó ¿qué significaba aquello? El hombre de Quinto que había llegado al campamento le observaba entre intrigado y sospechoso. El líder se puso nervioso, sus hombres no supieron por qué era que había comenzado a transpirar, y supusieron sería ira contenida. Fue Ulderico quien dio la campana de alarma.—Esto es grave. Si alguien ha salido de este campamento con el caballo, y no es uno de nosotros…—Sí, sí, ya sé, juglar. Ya sé lo que significa.—¿Y sabes, entonces, qué es lo que hay que hacer? Se acabaron los juegos Alcico. No podemos tomar riesgos. Manda que nos vayamos de aquí.—¿Y comprometer mi triunfo? Él… —se contuvo antes de pronunciar el nombre de Quinto: esa conversación podía ser oída— … ya vienen más de mis fuerzas hacia aquí.—Concuerdo con Ulderico —interrumpió el otro— esto es peligroso. Y tienes aquí prisioneros que son como la miel para los osos que nos persiguen. No sé si me explico bien…—Estoy harto de la verborrea de ustedes, artistas de pacotilla —dijo cansado Alcico— pero no soy idiota. Sé lo que quieres decir. Y alzando la voz, bramó, para que todos se enteraran:—¡Muchachos! ¡Cambio de planes! Esto se acabó, nos vamos de aquí. Alguien nos ha delatado, y tenemos que movernos rápido, ya saben cómo obrar. En cuanto a nuestros huéspedes, lamento decir que no podrán acompañarnos: les teníamos reservado un final espectacular, pero tendremos que adelantarlo. Sin embargo, el enemigo se enterará de todos modos de su fin, que servirá para entretenerlos mientras atacamos por sus espaldas. Empaquen todo, y nos reuniremos junto al fuego de anoche: quiero que los prisioneros estén en primera fila, para ejecutar la sentencia. Traigan mi hacha: al pequeño Edward lo mandaremos en pedazos de vuelta a casa.Las crueles palabras se vieron opacadas por la algarabía que suscitaron, mucho más cruel por hacer de tal sentencia una mofa banal. Edward no pudo evitar temblar, aunque hubiese querido mostrarse valeroso. Clara, por su parte, quedó paralizada como si la hubiese alcanzado un rayo. 
—He venido en nombre del barón, lord Geoffrey de Aucus.Casiano le miró con una mirada torva, analizándolo de pies a cabeza. Parecía ser un chico despierto. Firme y sin amedrentarse, le sostenía la mirada con paciencia, vestido con las insignias de la guarnición de Calidia. Iba perfectamente armado, aunque había llegado con una escasa comitiva hasta Urbia. El gobernador del sur no quería que sus movimientos fueran notados, todavía.—¿Qué nuevas traes del señor del Calidia? Descansa, el viaje ha de haber sido largo.—Largo no, señor, mis compañeros y yo lo hemos hecho en una jornada. Pero ha sido extenuante. Si no fuera por las monturas de relevo…—Si recorrieron esa distancia en tan poco tiempo, y cobrando las vidas de sus animales —dijo impresionado el corregidor— el asunto debe ser importante. El barón es hombre prudente.—Todos, hombres y bestias, estamos dispuestos al sacrificio por él, señor. Correr para cumplir sus deseos es una carga gustosa, bajo el mando del pacificador de los mares. Y es también un honor el estar frente a vos, a quien lord Geoffrey tiene en alta estima.—¿Pacificador de los mares?—Así es, mi señor. He venido a daros la noticia. El barón ha sometido a los piratas. Y quiere dar en un mismo movimiento el golpe de gracia en los bosques, mientras aún tiene a sus fuerzas movilizadas y contando con la sorpresa de la victoria. Por eso el apuro en venir hasta aquí. Está al tanto de vuestras operaciones, y responde a vuestro último mensaje, en que le poníais al tanto de la celada tramada contra Alcico, por mi medio. Mi señor os felicita, y por vuestro conducto quiere felicitar a sir Edward de Uterra. ¿Habéis ya apresado a los cabecillas? El barón viene ya con sus hombres, y quiere estar en el momento del triunfo. O, si aún hay campaña por delante, terminarla. Os pregunta si conocéis ya el escondite de los rufianes, pues para él será un gozo acompañaros en el asalto final.Todo lo que oía Casiano parecía como fuera de lugar. Lo que debió haber sido un sueño, por el honor que destilaban las palabras de predilección del barón, eran en cambio ahora como una pesadilla. Aquel no era solo un mensajero: para entregar aquel mensaje debía de ser, cuando menos, uno de los hombres de confianza de Geoffrey. Y ahora tenía que, en cambio, informarle de su fracaso...—El barón me honra con sus palabras. Pero he de comunicarle malas nuevas. —¿Cómo decís, señor?—El plan se ha torcido. De algún modo, los rebeldes estaban advertidos. Sir Edward ha caído junto a sus hombres, ignoro si vive aún o no. Los bandoleros han desaparecido en medio del bosque, y no tengo pistas de su paradero. En buena hora viene el barón con los suyos, pero lamento que no podré ofrecerle un guía hasta la guarida de los malhechores.La admiración que el mensajero traslucía por Casiano de Urbia se fue apagando conforme oía sus palabras. En su lugar, una sombra de preocupación veló su rostro. —Malas nuevas son, en efecto, señor —contestó— pues no he terminado yo de deciros todo lo que había de informar. El barón viene hacia acá no solo por los bandoleros. Esperaba confiado en que vos hubieseis conseguido vuestro propósito, pues en la campaña contra los piratas obtuvo información importante sobre los hombres del Este. El reino de Nifrán está tenso. Hay quienes se oponen a Theleas, el rey de los alanos, y sabemos que esos bárbaros codician esta región. Mi señor cree que los clanes opuestos al señor de Nifrán han tendido lazos con los hombres del bosque.—Eso no es posible a menos de que…—Sí, a menos de que Quinto esté detrás. Podéis hablar sinceramente conmigo, estoy al tanto de todo. Lord Geoffrey confía en mí.Casiano volvió a pasear su mirada sobre el mensajero. Era ciertamente un hombre capaz.—Óyeme —le dijo— Quinto ha estado manipulando las cosas aquí para hacerse con el señorío de Namisia. Si, además, a través de los bandoleros, ha establecido contactos con los alanos, entiendo ahora que su objetivo nunca fue solo el comercio de la madera. Es capaz de entregar esta región a los bárbaros, a cambio de obtener el poder que anhela. Sé del rey Theleas, pues he estado en las Llanuras Salvajes. Es hombre audaz, como dice su apodo. Pero jamás invadiría el Imperio, no tiene interés en guerras y sangre, como la mayoría de los bárbaros. Su audacia ha consistido, de hecho, en pacificar a su gente. Gobierna como un padre y tiene mano firme, y si se le provoca, puede ser temible. No me extraña que tenga opositores. El día en que deje el trono, tendremos problemas si el reino lo ocupa alguno de ellos.—¿Debiésemos recurrir a la legión, señor? Ahora es un asunto de fronteras.—Por ningún motivo. En el estado actual de cosas, con Marcus adulando al rey turdetano y al emperador, la legión la pondrían en manos Quinto, y sería el fin. No. He fallado yo y es mejor que me retire: de ese modo, pagaré el precio de la deshonra y el barón podrá seguir adelante sin mí. Comunica esto a nuestro señor: Casiano de Urbia depone en sus manos su autoridad, y suplica su perdón.—Señor… —comenzó a decir, impresionado, el mensajero. Pero fue interrumpido por un golpeteo en la puerta.Antes de que pudiesen responder, se abrió de golpe, y entró, agitado y cansado, Ulfbardo.—¡Casiano! —gritó— ¡ven pronto! ¡Edward está en peligro!—¿Y crees que no lo sé? ¿Son estos modos de irrumpir y dirigirse a…?—Oh, olvida el protocolo, maldita sea. Toma ya esa espada, que para algo la tienes, y sígueme. No hay tiempo que perder.—¿Queréis que me deshaga del insolente…? —intervino el mensajero.—Cierra el sucio pico, hombre desconocido —le interrumpió enfadado Ulf— el mejor de los caballeros del Imperio, con su mesnada, tiene en peligro su vida, y solo yo se dónde está. Deshazte de mí, y habrás perdido también la posibilidad de salvarlo.Casiano abrió los ojos, sorprendido.—¿Sabes dónde está Edward?—¡Oh, cuánto tiempo vamos a perder en cháchara! ¡Por supuesto que lo sé! Acabo de huir del campamento enemigo ¿por qué, si no, estaría aquí? Vamos, que hemos de volver allí antes de que decidan mudarse, esos nómadas del bosque. Maldito bosque, malditos maleantes —agregó, escupiendo al suelo. —Muéstranos, dijo Casiano. —y mirando al mensajero, agregó:— y tú, corre a dar aviso al barón, que se reúna con nosotros cuanto antes. Aún hay esperanzas de salvar el Sur, antes de que sea tarde. Olvida lo que te dije hace un momento.
La noche había caído sobre el campamento, desmontado ya. Los bandoleros se habían reunido junto al fuego, listos para irse de allí, en medio de la oscuridad. Pero antes, habían de terminar lo comenzado, los prisioneros eran un lastre, y debían mandar un mensaje claro a las autoridades del Imperio.   Clara iba de acá para allá. No podía creer lo que estaba pasando. Trató de acercarse a Edward durante el día, pero temía que la descubrieran. Abrazó en algún momento la esperanza de que Quinto se presentase de un momento a otro, cobrar su venganza y liberar a Edward, pero sabía que era un deseo iluso. No había manera de que el regente estuviese siquiera en camino, si no tenía aún asegurada la victoria. Y ahora, esa noche, acabaría ante sus ojos la vida de sir Edward. No podría volver a ver a la cara a Lope y Madalena después de eso…Alcico mandó atar la mesnada del caballero en una hilera de árboles, no lejos del fuego. Exhaustos, colgaban por las muñecas de las ramas secas. Al caballero lo tenían aparte, sujeto por fuertes hombres, pero ya no se debatía, sin fuerzas. A un gesto del líder, se adelantaron unos arqueros. Clara vio fiereza en sus ojos, y supo que serían terribles, pues sus compinches callaron. Eran en su mayoría rubios y fuertes, vestían de modo exótico, con largas pieles borladas y, detalle que no pasó desapercibido, llevaban una anilla abierta, dorada, al cuello.“Llevan el torque”, se dijo Clara, sorprendida “no son simples vagabundos del Este; si tienen el torque, son guerreros de los clanes: los rumores son ciertos, entonces, los bárbaros están colaborando con Alcico y con Quinto”. Además, pensó, si ahora comenzaban a usar el distintivo anatolio abiertamente, confirmando así las noticias que corrían, significaba que la conjura llegaba a su fase final.Alcico hizo un gesto, y los bárbaros tensaron sus arcos. Con calculada precisión, las saetas volaron. Gritó Frulien. Se quejó Beltrán. Alonso estaba sin fuerzas para replicar. Edward observaba impotente. Arnaud fue atravesado varias veces. Resonó la corteza a la espalda de Ximeno. Hubiese querido no mirar, pero no podía hacerlo. Sus hombres. Lluvia de acero sobre Alonso otra vez. Un gemido se escapó del pecho del capitán de Uterra. Sus amigos… Rodaron lágrimas por el rostro del caballero, al tiempo que brotaban sangre y alaridos de sus camaradas.De nuevos las flechas. Ninguna, sin embargo, causó heridas mortales. Cada una era una punzada de dolor, una llaga ardiente, pero no letal. El líder sonreía. —¡Basta! —gritó Edward— ¿Qué haces? ¿Por qué…?—Oh, Edward, porque se me antoja. Porque no hay nada más dulce para mí que esas lágrimas en tus ojos, que me estoy cobrando por todas las que tu Imperio ha hecho rodar en las mejillas de mi gente. Pero no te preocupes, en su momento, todos ellos morirán, lentamente. Pero primero verán cómo acaba tu vida, también. Todos, salvo uno: alguien tiene que contar lo ocurrido ¿no te parece?En efecto, los bárbaros habían dispensado a uno de los atados, a Pelayo, que no había recibido disparo alguno. El rufián volvió a hacer un gesto.—¡No! —gritó Edward, en vano. Los dardos volvieron a caer, certeros, provocando los dolorosos gemidos, la angustia terrible.
Clara se retorcía los dedos. Era peor de lo que había imaginado. Era tan… innecesario. ¿Qué trataba de probar ese monstruo? ¿De qué le servía cobrar esas vidas? Oyó entonces el diálogo con Edward “me estoy cobrando todas las lágrimas que el Imperio hizo rodar en las mejillas de mi gente”, había dicho. Y se quedó helada. Sangre por sangre. Llanto por llanto. Alcico… Alcico era ella. Y ella, era Alcico. 
—Basta por ahora —dijo con calma el rufián— tienen que estar vivos para el siguiente acto. Traigan mi hacha. Bajaron sus arcos. El campamento entero, hombres y mujeres, hacían un amplio círculo entorno al fuego que iluminaba la escena. Los hombres de Edward se desangraban como frutos macabros colgando de los dedos de los árboles. Al caballero lo tumbaron sobre una larga viga, una rama ancha de antigua encina, y ataron extendidas sus manos y sus pies al madero. La hoguera crepitaba y alargaba las sombras cuando uno de los secuaces entregó su enorme hacha al líder. Sus ojos reflejaban las rojas llamas cuando, alzándose en toda su estatura, levantó el arma y preguntó al aire: —Bien, ¿por dónde debiera comenzar? ¿Una mano? ¿Un pie? Es importante trozar suficientes pedazos para que todos tengan el suyo. ¿Preferirá Casiano un dedo, o la cabeza? Risas horribles contestaron a sus preguntas. Alcico preparó el golpe, llevando la cabeza del hacha hacia atrás y separando los pies. 
Por la floresta, cabalgaban con prisa. Nada importaban las tinieblas, o los árboles o los caminos. Ulf hincaba incesante las espuelas a su cabalgadura. Cerca podía oír el batir de alas de Setari, siguiendo sus pasos. Casiano iba en la bestia. Toda la guarnición de Urbia, detrás. Por el Creador, que no fuese demasiado tarde.
De pronto, Clara entró en sí. Dejó de temblar. Sus ojos, se volvieron fieros. Vio cuando el brutal jefe levantaba el hacha. Estaba a poca distancia, y le parecía que ha había vivido ya esa escena. Se sorprendió al ver el puñal volar, y más aún cuando se dio cuenta que fue su propio brazo quien lo arrojara. Alcico gritó, alcanzado en una mano, y el hacha cayó inútil sobre la hierba. —¡¿Quién ha sido…?!Clara no esperó a que la descubrieran. Sin dar un segundo de respiro, cuando el hombre se volteaba en su dirección, una segunda daga saltó hacia él e hizo brotar la sangre en su amplio pecho. Como una torre que se desmorona, el rufián se desplomó junto al arma que hace un momento cayera de sus manos. Hubo un instante de perplejidad, que la joven aprovechó para hacerse con la espada del caballero, y lanzarse sobre el madero a liberarle. De inmediato, todos se abalanzaron sobre ellos, horrorizados y furiosos. En la confusión, Clara cortó las cuerdas de Edward, quien se levantó con esfuerzo. Ya caía sobre ambos el acero de los ofendidos, pero la chica detuvo un primer golpe bien dirigido con la espada que aún aferraba con ambas manos. Edward, aunque al límite de sus fuerzas, sintió que la adrenalina palpitaba en sus venas, y sin pensarlo dos veces recogió la formidable hacha y lanzó un bien dirigido golpe, que abrió allí mismo a uno de sus captores por la mitad. Los dos jóvenes juntaron espaldas, al tiempo que los villanos daban un paso atrás, amedrentados por el caballero que había sido el flagelo de los bandoleros, blandiendo ahora el arma que había sido también terror de los bosques. Algún desafortunado, creyendo que la guardia estaría más baja por el lado de la mujer, vino a probar con su vida que Clara sabía qué hacer con una espada, más con una tan buena como la de Edward. Con pavor y desprovistos de un líder, es seguro que aquellos bandidos se hubieran dado a la fuga con tal de conservar la vida. Pero no estaban desprovistos de líder. Se oyó una voz familiar para Clara, más allá del círculo que los rodeaba.—¿Qué están haciendo que no atacan ya? Son solo dos, montón de estúpidos.La figura de Dardán se abrió paso. —¿Es que tengo que enseñarles también cómo se hace esto? —dijo, furioso. Traía un bulto en las manos, que Edward no pudo ver bien en la oscuridad. Entonces, lo arrojó a sus pies, mientras decía— Esto es lo que tienen que hacer con ellos, imbéciles. Rápido, quiero completar la colección.Con horror, Clara y Edward vieron lo que había sido tirado delante de ellos. Era Pelayo. Es decir, había sido Pelayo: ahora era solo su cabeza.—¿Qué esperan? —rugió el criminal— O me traen sus cabezas, o yo les quitaré a ustedes las que llevan encima.Los bandoleros se volvieron hacia ellos, con gesto ahora feroz. Era el fin.Ni Clara ni Edward supieron cuántos golpes resistieron. Cobraron caras sus vidas, tasadas en sangre de rufián. El caballero combatía con ira, azuzada por la rabia del recuerdo de los amigos. Pero pronto, el cansancio se hizo presente en sus brazos.Dardán se presentó ante ellos, dispuesto a matar. Dirigió su golpe a Clara, a quien miraba con odio. Edward vio que ella no respondería a tiempo a ese golpe, enzarzada con otro oponente. No lo pensó dos veces: saltó entre ambos y recibió la estocada. La joven gritó de espanto. El rufián hubiese querido lanzar un alarido de alegría. Pero no pudo: el caballero, al interponerse a la estocada, lo hizo con el hacha preparada: su acero había mordido el pecho del agresor, que sintió el frío contacto del metal destrozar la juntura de sus costillas. Con los ojos bien abiertos, agonizando, dirigió una última mirada a Clara y gimió:—Esto… es… tu culpa.Y luego se desplomó, exánime. Edward giró sobre sus talones. Una sonrisa tonta de suficiencia bailaba en sus labios. Pero de su costado herido brotaba abundante la sangre. Quiso decir algo, pero sus ojos se entornaron, blancos, y cayó él también. Un silencio siguió a esa caída y la joven, atónita y arrasada en lágrimas, se inclinó sobre el cuerpo, la roja espada aún en la mano. Y entonces otro grito se escuchó: el canto poderoso de un águila, seguido por un rugir de hombres. Y el bosque se volvió a llenar de acero: Casiano y los suyos llegaban guiados por Ulf, y los bandoleros se batían en retirada. 
Ulfbardo emergió del bosque, y lo primero que vio fue a Clara, espada en mano, sobre un cuerpo, que inmediatamente asoció a Edward. Se lanzaron al ataque, mientras el cantor señalaba a la muchacha: ella había sido la traidora. En rededor, los maleantes huían, aterrorizados por la presencia del grifo, más que de las huestes. Aquello era todo un pueblo el que se desbandaba: entre los prisioneros había incluso un juglar. Edward, gracias al Cielo, vivía aún, aunque apenas. Fue llevado con prisa no a Urbia, sino a Calidia. Setari mismo fue su montura. Ese día Casiano se tomó su venganza sobre los hombres del bosque, y Ulf se aseguró de que Clara de Ilía fuese a parar a la mazmorra que le correspondía por su traición. 
Continuará...
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Published on November 19, 2021 05:31

November 13, 2021

Edward o el Caballero Verde, Parte XXV

 Vengar la sangre Clara ofrece a Edward, prisionero, pan y un cuerno de vino

Casiano volvía de lo que él llamaba su “paseo estratégico”. La jornada hasta el Obelisco era larga, pero sencilla. Por supuesto que sabía que al llegar allí no encontraría enemigos, y se regodeaba en el pensamiento de que, siguiéndoles el juego a los bandoleros que habían difundido el rumor de que atacarían por ahí, había conseguido poner la soga al cuello a esos mismos bandidos: estaba seguro de que, envalentonados por la lejanía del corregidor, ya habrían intentado su golpe sobre Urbia, sin saber que Edward esperaba oculto para caerles encima. Qué gran estratega y mejor brazo había resultado ese chico. Ahora, a la entrada del poblado, vería a los rufianes a su disposición gracias a la valentía del caballero.Atardecía cuando los pasos felinos de Setari, que seguían siempre a los de Casiano, entraron en Urbia. Nadie sabía qué había sido de Edward y los suyos. No porque hubieran desaparecido: la noticia de la catastrófica celada ya había llegado al pueblo. Se rumoreaba que Edward y algunos de sus hombres eran prisioneros, y se temía que el resto hubiese muerto. De lo que nadie podía dar noticia exacta es qué había ocurrido después, a dónde fueron conducidos, ni qué les ocurriría en ese lugar. La guarida de Alcico era tan incógnita como siempre, y en ella habían sido engullidos todos.El corregidor se quedó helado, sin habla. 
Clara iba montada todavía en el palafrén que le facilitara en su momento el caballero de Uterra. Junto a ella estaba el mismo Alcico, alegre y bravucón como nunca antes, gastando bromas a costa de los prisioneros, atados en fila justo en medio de las huestes. Ya a nadie importaba el silencio y el sigilo: los maleantes reían ante las ocurrencias del jefe, sentíanse seguros en medio de esos bosques que ahora les pertenecían. Edward era blanco privilegiado de sus mofas, por haber sido también el objeto principal de sus temores.Pero Clara no reía. Si alguien se hubiese fijado en ella —pero nadie lo hacía, nunca nadie se había preocupado por ella, desde que Quinto la arrancó de su propia vida— la hubiera visto tremolante de emociones contenidas, hubiera intuido un nudo en el alma, una lucha horrenda. Sus ojos estaban sin brillo, y se sentía muerta. ¿Por qué, si como nunca estaba cerca de su objetivo? Madalena y Lope estaban a salvo. Ulderico se congratulaba de la recompensa que recibiría al llevar la noticia a Quinto y adulaba los oídos de la chica prometiéndole las riquezas con que ella también sería galardonada, pensando así ganarse su favor. Pero su cabeza estaba muy lejos de esos pensamientos. Quinto vendría, y ella tendría su momento. Sus dagas beberían su sangre y después… después terminaría todo. ¿Por qué, si estaba por cumplir su misión, su anhelo más grande, estaba así acongojada? ¿Por qué no podía reír con esos hombres, que se creían seguros, y gozarse a su manera de ese triunfo?Sabía que no debía hacerlo, pero su mirada se perdió entre los prisioneros, al voltearse. Y se cruzó con los ojos de Edward. Ojos que también le preguntaban, sin palabras: “¿Por qué?” No lo resistió. Apenas si logró reprimir las fuentes de las aguas, que ya saltaban a sus ojos, y sintió que el alma se le volvía de plomo. Los ojos de aquel hombre no pudieron repetir la pregunta, pues una nueva chanza llevó a Alcico a ordenar que le pusieran un saco en la cabeza a todos los prisioneros. Una broma que además era útil: pronto llegarían al campamento, mejor era que no conociesen la entrada a la guarida.
Ulf seguía con cautela el ruidoso avance de la columna. Desde su refugio entre los árboles podía ver lo que hacían con los prisioneros. Había tenido tiempo de pensar sus próximos pasos. De nada le servía correr a avisar a Casiano, que ya debía estar de regreso en Urbia, si no conseguía descubrir hacia dónde guiarlo.La columna se adentraba cada vez más en el laberinto de los árboles, sin cuidarse de vigilar ni de esconder sus pasos. No hubo pasado ni siquiera una jornada de camino cuando llegaron a un amplio asentamiento. La locación no tenía nada de inusual, y todo de provisoria. Era evidente que Alcico nunca permanecía mucho tiempo en un mismo lugar, por eso era tan difícil de encontrar. Tiendas de pieles, aparejos de cocina y cueros de animales secándose al sol otoñal, además de algunos fuegos humeantes, denunciaban la presencia de los bandoleros. Algunas mujeres salieron a recibir a los que llegaban, y a Ulfbardo le pareció estar entrando a un campamento de nómades de la estepa: aquello no era un grupo de rufianes, era un pueblo de desplazados.
—¡Hoy ha sido un día grande para el bosque, muchachos! —rugió alegre Alcico, secundados por los “hurras” de quienes se arremolinaban a su alrededor— ¡Hoy, es el día de nuestra victoria! ¿Ven a este jovenzuelo? —sus hombres trajeron al frente al maltratado Edward. Abucheos— ¿Pues qué creen? ¡Este es el famoso caballero de Uterra! ¡El terror de los bosques! —lanzó una sarcástica risotada— ¡Ya ven! ¡Como les decía yo! Si es poco más que un niño… esto es lo que el corregidor nos opone. ¡Nada! Nada hay que temer, muchachos. Hoy hemos sellado nuestro control de la selva, mañana, hasta las ciudades se nos abrirán.—¡Hurra! ¡Viva Alcico, nuestro líder!—¡Sí, y vivan ustedes, muchachos! —contestó el líder— ¡Y mueran estos cerdos, que nos corretean de aquí para allá, fuera de sus pueblos y ciudades! ¡Mueran los que nos condenan a la vida de intemperie!Una cerrada ovación siguió a esas palabras, refrendada por escupitajos sobre los prisioneros. Con un gesto de la mano, el orador los hizo callar.—Oíganme ahora. Son momentos clave, los que ahora vivimos. Les haremos saber a todo el sur quiénes tienen el verdadero control. Estos amigos —dijo indicando a los prisioneros— se quedarán con nosotros un tiempo. Espero que sepan tratar a nuestros huéspedes como se merecen. Cuando llegue el momento, Urbia será nuestra, y en el medio de su plaza, rodarán sus cabezas. De esto se enterarán en todo el mundo, nuestro nombre será grande, el nuestro, el del pueblo del bosque, el de las gentes venidas del mar. Y nadie se atreverá ya con nosotros, ni siquiera el emperador. ¡Que comiencen los preparativos para el asalto de Urbia!—Tienes delirios de grandeza, rufián.La voz de Edward cortó la algarabía que se había desatado, sonora y clara como la de una trompeta. Alcico no pudo ignorarlo, y se volvió aturdido. El caballero estaba de rodillas junto a él, donde lo habían dejado sus captores, las manos atadas a la espalda. El jefe de los bandoleros, de pie y alto como una torre, le lanzó una mirada desafiante, pero de algún modo era el joven quien se veía más imponente, en ese momento.—¿Qué dices? ¿Cómo te atreves…?—Me has oído bien, Alcico. Y tus hombres y tu gente también. Lo que has dicho no es más que una fantasía que los llevará a todos a la perdición. ¿Crees acaso que podrán algo contra la legión? ¿Contra las fuerzas del Imperio? Una cosa es poner tus sucios pies en Urbia o levantar poblados de la selva. Pero ¿has visto alguna vez las murallas de Dáladon? ¿No sabes que hasta las bestias tiemblan al recordar el acero de los reyes, las espadas de Ansálador? —rió— ¡tu intento es absurdo! Solo conseguirás que te maten. A ti y a todos aquí. ¡Oídme! Deponed las almas, inclinad la cabeza frente al águila tricéfala, y los reyes tendrán misericordia de vosotros. La justicia está en sus manos y no podréis contra ellos…Una patada en plena cara interrumpió su discurso y dio con él pesadamente a tierra. —¡Calla! No entiendes nada, mocoso. ¿A mí, que te he vencido, vienes a dar lecciones? Llévenselo, y asegúrense de sujetar su lengua. ¡Vamos! ¡Alegría! Que hemos de festejar nuestros triunfos. Mañana comenzaremos a preparar el asalto final, ¡pero hoy se bebe y se festeja!En medio de las aclamaciones al líder e insultos a los prisioneros las órdenes fueron cumplidas. 
Clara se paseaba como una sombra entre el griterío. En su rostro no había contento de ningún tipo, y en su gesto se adivinaba que le repugnaba el gozo ajeno en torno a ella. Apartada, no quiso tomar parte de las celebraciones. ¿Qué podía hacer? Matarían a Edward… pero si le ayudaba ahora, perdería la oportunidad de llegar hasta Quinto. Muy pronto, probablemente, Ulderico partiría a avisar al regente de que todo estaba a punto para su entrada triunfal… Edward tenía razón en que las declaraciones del líder bandolero eran una bravata absurda, destinada solo a envalentonar a los suyos. Tanto Alcico como Ulderico y ella sabían que el objetivo era otro: presionar y amenazar de modo que la “victoria” que Quinto obtendría sobre ellos le ganara también el poder en el sur, poder que permitiría que el “pueblo del bosque y la gente de mar” gozara de la protección de Namisia y Dórida para sus operaciones. Y así jamás temerían a la legión. Pero ¿qué le importaba a ella todo eso? Que esa chusma de desplazados creyera que tendría el favor del regente, que hicieran su propia ley o que tendieran lazos con los alanos del Este, como se rumoreaba ya en el campamento ¿qué más daba? Lo importante es que Quinto los comandaba, y que estando entre ellos pronto tendría acceso a él. Eso era lo único que importaba. Pero sintió que una voz gritaba dentro suyo, rebelde contra ese planteamiento ¿era eso lo único que importaba? Pasaron fugaces las caritas de Lope y Madalena, y ella las apartó como a un espectro. Por ellos es que debía verter la sangre de Quinto: así vengaría la que él había derramado, la de su familia y también la del tabernero y su mujer. Mas había otra visión que no lograba ahuyentar con su angustiado razonamiento, y que permanecía clavada insistente en su alma. Sí, se cobraría la sangre de Quinto. Pero Edward… ¿compraría la sangre de ese malvado a costa de la del caballero? No… llegado el momento puede que no lo ejecutasen. ¿De qué les servía? No necesitaban su muerte, quizá a Alcico le bastara con tenerlo prisionero. 
Ulf observaba impotente cómo amordazaban a su amigo y lo ataban, al igual que a sus compañeros, a unos árboles en el medio del campamento. Había oído con sorpresa el audaz discurso del jefe bandolero, y se convención de que el tipo había perdido la cabeza. Y si era así, entonces sus amigos corrían inmenso peligro en sus manos, debía salir de allí y traer a Casiano lo antes posible, para evitar el desastre total. No estaban lejos de Urbia, pero necesitaba moverse rápido, más rápido de lo que podía conseguir a pie.
Sentado en el suelo y con sus manos atadas a la cuerda que colgaba de la rama del desnudo fresno, Edward guardaba silencio impotente. Sus compañeros estaban en similares condiciones, pero apartados de él, ya sea por la simple disposición de los árboles, ya sea porque a los maleantes les había parecido divertido el dejarlo solo. Nadie le vigilaba, pues estaban todos demasiado ocupados emborrachándose junto al fuego. Y entonces la vio. Apareció, sigilosa como solo ella podía serlo, como si hubiera brotado de la tierra. Clara traía consigo un trozo de pan y un cuerno de vino.La chica no dijo nada, y tampoco permitió que sus ojos se topasen con los de él. Simplemente se encuclilló y le quitó la mordaza.—¿Tanto se preocupa Alcico por sus rehenes, como para enviarte a ti, y con vino?—No me envía Alcico. Jamás se le ocurriría pensar que los prisioneros necesitan comida, no mientras él mismo está borracho. Esto corre por mi cuenta.—Clara…—Shhh. Calla. No soporto el oírte.El caballero la miró apenado. Seguía sin comprender qué ocurría, y tenía el alma llena de confusión. Ante sí, ella ponía el alimento y la bebida, pero sin mirarle, sus ojos perdidos en la hierba.—Clara: no puedo comer así.Las muñecas de Edward colgaban de la cuerda y no podía llevar sus manos a la boca: atado por la cintura al tronco del árbol, no podía levantarse tampoco, para que le quedasen a la altura.  La chica alzó el rostro, colorado, y sus miradas se toparon. Fue un instante solo, pues ella volvió a desviar la vista. —No… no puedo desatarte. Ya es suficiente peligro el estar aquí, el haberte traído comida.—¿Peligro…?—¿No te dije que callaras? Ten. Yo misma te daré el pan. Así tendrás la boca ocupada.Sin dar tiempo a respuesta alguna, partió un mendrugo y lo llevó a su boca. El caballero no pudo rechazarlo: tenía mucha hambre, y la posición incómoda le tenía agotado. Acercó ella también el vino, y él bebió y se sintió revitalizado.—Gracias, Clara… ¿crees que también a los muchachos…?La mirada de la joven lo fulminó, dura.—Está bien, me callaré.Continuó la comida, silenciosa. Pero al cabo de unos minutos, percibiendo las luchas, la duda, en cada movimiento de la mujer, Edward volvió a la carga:—¿Por qué haces esto? —solo el silencio le contestó— Clara, respóndeme. ¿No merezco al menos eso? Siempre creí que estabas con nosotros, a pesar de lo que todos me decían. Y sigo creyéndolo.—¿Cómo puedes decir eso? —respondió ella, con ojos vidriosos— No me digas ahora que me entiendes. —Puede que no. Pero eso no significa que no confiara en ti. Y después de lo que me contaste la última vez, sé… sé que tu preocupación por los niños es sincera. ¿Cómo puedes, entonces, estar con quienes asesinaron a sus padres? ¿Qué esperas sacar de esto?—Ya lo sabes y no lo entiendes: sangre. ¿Es eso lo que querías escuchar? Pues sí. Pronto obtendré mi venganza, la mía propia y la que merecen Lope y Madalena. Si lo que te preocupa es que esté con Alcico, pierde cuidado: no tengo ningún interés en estos rufianes de poca monta. Solo me interesa la cabeza de Quinto. La obtendré, y luego me iré. —¿Y de qué te sirve la venganza? No traerá de vuelta a tu familia, ni revivirá a los padres de Madalena y Lope. El esfuerzo que pones en ella te devora por dentro, y en cambio, en su lugar podrías estar cambiando para bien la vida de muchos, como lo hiciste al salvar a los hijos del tabernero. No manches ahora tus manos con sangre… aún estás a tiempo. —Es tarde, mis dagas ya han…—… defendido inocentes. Incluyéndote a ti misma. He tenido tiempo para pensar ¿sabes? No tengo ni idea de cómo es la vida prisionera en una nave fynnia, pero puedo intentar imaginarla y me estremezco. Pero ahora sería distinto: asesinar a sangre fría…Sus ojos volvieron a mirarse. Ella guardaba silencio, escrutando los de Edward. Un suspiro hondo, casi un vagido, salió de su pecho. —Ay, Edward —musitó— no lo sabes, pero ya intenté una vez matar a un hombre por la espalda… el capitán de mi barco.—Pero no lo hiciste —interrumpió él con seguridad— Clara, puedo darme cuenta de eso. He estado en la guerra. Quizá soy poco más que un niño, como dice Alcico, pero he visto la brutalidad, he visto el rostro de los que han matado a sangre fría, las caras salvajes de los varnos que en sus correrías frontera adentro asolan pueblos y violan y matan. No hay nada de eso en ti. Clara… aún hay ternura en ti.—Yo… yo… iba a matarlo. Podía hacerlo, era mío…—Pero no pudiste.—Es distinto ahora, Edward. Quinto es el monstruo que lo inició todo. El capitán fynnio era un sanguinario, pero ¿qué más podía hacer? El pueblo de las islas es cruel, y hay piratas a los que no les queda más opción. Pero Quinto… Quinto no tiene motivos para hacer lo que hizo y hace. Merece la muerte.—Entonces, que la justicia decida…—¡Ah! De nuevo con lo mismo. Sabía que no debía venir. Esto fue un error. Y sin decir más, se levantó, y al hacerlo se volcó lo que quedaba de vino, que manchó con sus tintes rojos la bota de la chica. Molesta, volvió a poner la mordaza en su sitio y recogiendo el cuerno, se largó.
Los caballos estaban en un improvisado corral, en uno de los bordes del campamento. No le costó a Ulf llegar a él desapercibido. A cierta distancia brillaba el fuego de los festejos y se oían las voces de hombres y mujeres, borrachos ya a esa altura de la noche. La ausencia de luna favorecía su intento, y él tenía claro cuál era el destrero que necesitaba: no había un animal tan fuerte y rápido en todo el sur. Sin dilación, abrió el corral y montó en Diamante, negro como la misma noche, que se alegró al reconocer al amigo de su amo. El resto de caballos también habían pertenecido a su tropa y pensó en liberarlos para dejar sin ellos a los bandoleros, pero rechazó esa idea: debía ser discreto y volver a Urbia cuanto antes: la fuga de todos los caballos hacia el bosque sería detectada de inmediato. Sujetó, pues, las crines del azabache, e hincó los tobillos en sus fuertes ancas: Diamante resopló como si oliera la tensión y se lanzó como un rayo hacia la oscuridad. Nadie hubiese podido ver su escape.
Continuará...
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Published on November 13, 2021 06:06

November 5, 2021

Edward o el Caballero Verde, Parte XXIV

Emboscar al emboscado

La luz del sol había ya abandonado la tierra, y en el cielo titilaban las estrellas cuando Ulf volvió a Odesia. El día había sido largo y estaba cansado. Se encaminó al cobertizo que habían transformado en el barracón de Edward y sus jinetes, imaginando que su amigo también estaría agotado: seguro tuvo que lidiar con las explicaciones a los aldeanos, consolar a madres y viudas, calmar el enojo de los hombres. Pese a ello, cuando llegó lo encontró despierto, con un mapa delante, a la luz de una vela. 

Muchas veces le había visto así. En el último tiempo el caballero se había habituado a la estrategia. Como lugarteniente de Casiano, coordinaba las operaciones de la milicia en toda la región, y desde ese cobertizo con frecuencia salían mensajeros con órdenes a otras villas o con informes al corregidor. El joven que en la frontera se había distinguido por su audacia en el campo de combate ahora crecía también como capitán, y Ulf se imaginaba que no le costaría gran cosa llegar en su día a general.

Sin embargo, percibió algo distinto, esta vez. Edward miraba los mapas, pero su vista estaba perdida. Creyéndose solo —no había levantado la cabeza— no disimulaba una mueca de dolor en su rostro. ¿Estaría herido acaso? El cantor descubrió en el discurrir de sus ojos que en realidad la mente del amigo no estaba allí. Era como si tratara de ahogar con trabajo sus preocupaciones. Y no lo estaba logrando.

—Edward —le interrumpió— ¿aún despierto?

—Hola Ulf. Sí. Trato de descifrar los movimientos enemigos… ya sabes, lo que hablamos esta mañana.

—Veo que te has decidido a tratarlos como a un ejército rival…

—Han cruzado ya la línea, Ulf. No podemos seguir pensando en ellos solo como asaltantes de caminos. Los maleantes comunes no asolan pueblos, no atacan milicias armadas de las que no conseguirán ningún botín. Alcico se comporta como un general y esto es ya una campaña militar. Nuestro error ha sido tratarlos distinto hasta ahora. Pero ya no más. 

—Tienes razón —le contestó Ulf, sentándose junto a él— ¿y qué has visto?

Sir Edward suspiró. Le estaba costando trabajo mantener esta finta de la que se había convencido a sí mismo. 

—Mira: lo importante es tratar de entender cuáles son sus objetivos. Sabemos que se están quedando sin tiempo, y presumimos una conexión con el regente. De otro modo no se entiende: han escalado tanto en su violencia que, si quieren sobrevivir, necesitarán la protección de algún noble, o terminarán atrayendo sobre sí al barón o incluso a la legión. Lo que sea que hagan ahora, debe favorecer a Quinto y dejar en vergüenza a Casiano. Por ende, creo que se dirigirán en esta dirección ¿vez? Quizá se atrevan contra Urbia misma, pues no necesitan conquistarla, solo que corra la noticia de que el corregidor no es capaz de mantener el orden en sus propias narices. Siendo así, nosotros debiéramos movernos por caminos ocultos hasta aquí, pero antes, enviar una columna abiertamente hasta acá, de manera que sirva de señuelo. Las sendas de los árboles nos servirán para mover con sigilo a la mayor parte de hombres y controlar al mismo tiempo los desplazamientos de Alcico y…

—Edward. Se ve muy bien. Lo has pensado. Pero creo que todo esto lo tienes resuelto desde hace bastantes horas. ¿Por qué sigues aquí, despierto? ¿Qué es lo que te molesta? Estás intranquilo.

—¡Cómo no voy a estarlo! Nos estamos proponiendo un golpe audaz. Aunque la estrategia esté definida hay que preparar muchas cosas: órdenes detalladas, equipo…

—¿Y lo estás haciendo frente a un mapa? ¿Sin tinta, sin pluma? ¿Sin pasar revista a las armas, o soldado que lleve tus órdenes a la mesnada?

Guardó silencio el caballero. Los sentimientos volvieron a enredarse con sus pensamientos y el semblante preocupado se agravó. Ulf leía en él un profundo dolor. Ya había descartado que se tratara de alguna herida de combate: no había razón de que Edward le ocultara un dolor físico.

—Puedes confiar en mí, Edward. Algo tienes, y no puedes dormir por eso.

—Hoy he estado con Clara… —respondió el otro, por lo bajo.

Ulfbardo guardó silencio, la angustia del caballero comenzaba a aflorar.

—He estado con ella y… no lo sé. Algo ha cambiado. No puedo describirlo, Ulf, y me atormenta su mirada todavía. No la que siempre ha tenido: hoy ha sido fría, dura. Cruel… y atormentada. Sufre más allá de lo que te imaginas, Ulf. 

—Edward…

—No es el momento para recordarme tus advertencias —le interrumpió— sigo creyendo que, en el fondo, estamos en el mismo bando. Es solo que…

—No iba a hacerlo. ¿Cómo podría tener tan poco tacto? Clara carga con fantasmas oscuros, pero tú has sabido ver luz en sus ojos. Yo… yo no. Y por eso, creo que descubrir esos fantasmas a ti te afecta más. Lo que iba a preguntar es ¿cómo estás tú?

Su amigo le miró, con ojos de sorpresa. Luego, bajó la mirada, y dijo por lo bajo:

—¿Yo? Desilusionado. Pero ¿qué importa eso ahora? Es Clara la que se está torturando, y solo ella podría poner fin a su propio dolor. Pero no quiere o no puede hacerlo. Por otro lado, debemos continuar con nuestra lucha. Ella ha accedido a ayudarnos con nuestro plan: quiero tenerlo todo listo para cuando nos reunamos mañana y elijamos las sendas correctas…

Ulf se quedó ensimismado, junto a Edward, mientras su amigo volvía a sumergirse en los mapas y en las rutas. No pudo evitar inquietarse ¿qué resultaría de una expedición armada y aconsejada por Clara? ¿Era realmente confiable, la chica? Pero no podía, ahora, levantar de nuevo las sospechas en la cara del caballero. No lo soportaría.


El día llegó. El sur se puso en movimiento. Casiano había sido advertido, las órdenes, despachadas. Hombres con lanzas y espadas se agitaban en las villas, tomaban los caminos del bosque. Y en la profundidad de la floresta, rufianes con garrotes y dagas se preparaban también. Unos y otros creían saberlo todo del adversario. Unos y otros estaban seguros de anticiparse a los pasos del rival. Pero unos y otros no podían estar en lo correcto al mismo tiempo.

Urbia había quedado protegida por una escasa guarnición, para tentar al enemigo. Casiano y los suyos alejábanse abiertamente por el camino, bajo los rayos del sol. Edward y sus hombres acechaban en la espesura, amparados por las sombras de los árboles, esperando que Alcico hiciera la primera jugada.

 Clara estaba entre ellos. Nunca había sido tan frío su mirar. Edward y ella hablaban solo lo estrictamente necesario, y a Ulf, que antes los había visto charlar con locuacidad, le parecía ahora que su conversación estaba hecha de monosílabos. Llevaban ya un par de jornadas en el bosque, en el que la chica se movía con indisimulada soltura. Normalmente esto hubiera tenido nervioso al amigo del caballero, pero ahora le preocupaba más que este ni siquiera notara ese detalle, como si la pesadumbre, que desde aquella noche del ataque no había hecho sino aumentar, nublara sus ojos. Y la alarma de Ulf llegó a su punto máximo cuando esa mañana notó en el semblante de Clara no solo la acostumbrada frialdad, el viejo enojo, sino también una expresión de torturada pena, de inseguridad. Tanto más le alteraba esa señal cuanto menos la entendía.

Tomaron posiciones. Arnaud e Irbaud informaron al caballero de Uterra de los movimientos percibidos por los centinelas. Muy cerca se desplazaba el enemigo, con paso rápido y silencioso hacia la patrulla que con fingida inadvertencia hacía un reconocimiento de los alrededores de Urbia. Al oírlo, Edward echó una mirada a Clara, quien asintió: era el momento de tomar el camino indicado y preparado por la joven. Sin esperar más, sin ver cómo se ensombrecía el semblante de la muchacha, el ya famoso capitán hizo una señal y un bosque de lanzas avanzó entre el ramaje.

Casiano estaba lejos. Con el grueso de la guarnición de Urbia, pensó Clara, a esta hora debía estar ya subiendo por el camino que conduce al Obelisco, creyendo que con eso le seguía el juego a los bandoleros, quienes habían amenazado con cruzar por ese punto el Dáladad, en dirección a Calidia. Pero ella sabía que era solo una pantalla. En ambos sentidos: Casiano creía que apartando a sus hombres de Urbia, les ofrecía a los rufianes un tentador botín y los lanzaba al lazo de Edward. Y por su parte, los hombres del bosque sabían que las noticias difundidas sobre el avance hacia el Obelisco eran falsas, y se congratulaban de que el corregidor estaría demasiado lejos para cuando ellos saltaran sobre los emboscados. El mismo Alcico estaba personalmente involucrado en la operación: sería el señuelo para que Edward saliera de su escondite. A Clara, sus contactos en las sombras le habían dicho cómo reconocer al jefe forajido, a quien nunca había visto.


Por el camino, la patrulla avanzaba en formación. Sabían que en cualquier momento serían atacados, pero también que muchos aceros acudirían en su apoyo en el momento preciso. Con eso se consolaban los soldados de Urbia. Pero no podían evitar estar nerviosos: aunque Edward irrumpiera en el momento exacto, cayendo por sorpresa sobre el enemigo desprevenido, no por eso las armas de quienes los acechaban eran menos letales.

Transcurrieron momentos tensos. Alcico había sentido la presa. Grupos de bandoleros fueron vistos aproximándose rápidamente a la patrulla. Edward contuvo las riendas de Diamante. Sus hombres iban y venía, invisibles, por las sendas de los árboles: Domitiano y Alonso estaban en posición. Flurien y Unfert en la suya. Ximeno estaba listo, con Arnaud. Irbaud aguardaba sus órdenes. 

De pronto, por el camino llegó el centelleo del acero. Avanzaban los hombres que eran también anzuelo. En silencio, la mesnada los dejó pasar. Sabían que el enemigo estaba cerca. Edward vio el rostro de esos guerreros, asustados, y sintió un remordimiento por ponerlos en esa situación. Pero era la única manera. Se alejaban ya de su vista. Uno de sus centinelas le advirtió sobre el avance rápido del adversario. Edward dirigió a los suyos a ese punto. 

Pronto estuvo junto a un claro. En ese lugar, los árboles habían dejado caer ya gran parte de sus hojas, y muchos troncos y ramas eran ahora desnudos dedos que permitían el paso de la luz. Al otro lado del claro alcanzó a ver el reflejo del metal, deseando que en cambio sus oponentes no lo percibieran hasta que fuera demasiado tarde. Y entonces, el clamor de la lucha le devolvió a la realidad: comenzaba el ataque.

Como fieras, los salteadores de caminos se abalanzaron sobre la reducida patrulla, que juntó sus escudos y abajó sus lanzas, en defensa. El bosque se llenó de los gritos del combate. Varios arqueros prepararon sus flechas.

—Esperad —los retuvo Edward— esperad, no pueden ser todos, y no debe quedar nadie fuera de esta redada.

Los soldados luchaban con valor: luego de resistir el primer empuje, embistieron también. El caballero se mordió los labios, impaciente ¿qué ocurría? ¿Por qué no se mostraban todos? Sus vigías habían informado de números mucho mayores de enemigos, pero estos seguían ocultos ¿le habrían visto, quizá?

Sir Edward ¡mira! —le dijo Clara, sobresaltándolo: un nuevo contingente de malhechores se lanzaba a la pelea, emergiendo de entre los árboles— ¡Ahí! ¿Lo ves? ¡Ese es Alcico!

La mujer apuntaba hacia una figura imponente, a la cabeza de los refuerzos que aparecían ahora en el claro. Llevaba dos cinturones en bandolera y un yelmo alto con una crin de caballo negra al viento. Tenía un aspecto tan terrible como el que se pueda imaginar. 

—Espera —intervino Ulf, desde atrás— ¿cómo es que tú…?

Pero Edward no podía esperar más: sin dejar que su amigo concluyese, llevado por el deseo de atrapar al criminal, dio el grito de carga. Un tropel de cascos resonó en el bosque, secundando a cuernos y trompetas, y los emboscados cayeron sobre su objetivo como un tifón, de modo que nadie más, tan solo Clara, quien se quedó atrás, pudo oír la conclusión de la pregunta de Ulfbardo: 

—¿… le reconoces?

Y no hubo respuesta.


Lanzó a Diamante en recta línea hacia el casco de la crin negra. En su mano, la espada vibraba de emoción cuando sir Edward de Uterra hirió el aire con su grito de guerra. De todas direcciones, sus hombres prorrumpieron en el claro y fueron recibidos por los alaridos de alegría de la patrulla asediada. Vino luego, en un segundo, el choque brutal contra las filas de Alcico. El hierro se entrelazó en tupida lucha y el canto de las aves fue reemplazado por el rugir de la batalla.

Alcico era un hombre imponente. Iba a pie, pero su estatura le hacía descollar entre todos, y manejaba una terrible maza que causaba estragos a su alrededor. Cuando el caballero irrumpió en el combate, el líder de los bandoleros se volvió para hacerle frente, sin temer a los cascos de Diamante ni a la espada que centelleaba como un relámpago en medio de la refriega. Sus miradas se cruzaron, y el bandido le saludó con una sonrisa astuta en los labios.

Edward atacó el primero, rápido y mortal. Pero su certero tajo fue desviado por el largo garrote de su oponente, que además esquivó la carga de su corcel. Con la maniobra, cambiaron de posición, y hubieron de volverse para encararse nuevamente.

—A ti te estaba esperando —le dijo, con sarcasmo que Edward no captó.

—Alcico. Ríndete, no hay forma de que salgas de esta. Ya se acabó.

—Qué curioso —contestó— Iba yo a proponerte lo mismo.

Sin esperar una respuesta, el villano se llevó dos dedos a los labios y soltó un agudo chiflido. Al instante, fue contestado desde todas direcciones. Se oyeron risas. Y en los bordes del claro aparecieron ahora nuevas lanzas, esta vez enemigas. De inmediato, los emboscados se arrojaron contra las mesnadas del caballero y la escasa guardia de Urbia.

Edward estaba desconcertado, fuera de sí. No podía creerlo. ¿Era acaso un sueño? Estaba siendo emboscado ¡otra vez! ¿Cómo…? ¿Cómo era posible?

—¡Tú! —gritó, dirigiendo un nuevo fendiente a Alcico, tan efectivo como el anterior— ¡te voy a despedazar! 

Soltó el maleante una humillante carcajada, mientras le traían una montura, arrebatada a uno de los compañeros de Edward, que acaba de caer bajo las saetas enemigas. Montando con agilidad, el jefe bandolero corrió hacia sus propias filas, al tiempo que Edward ordenaba a los suyos seguirle. Pero apenas Alcico y sus hombres se reunieron, llovieron las saetas. Irnaud fue acribillado justo delante de Edward. Sintió también la caída de Domitiano. Ya llegaban de todas direcciones los refuerzos, y los del bosque se abalanzaron sobre ellos: Cayó también Unfert, y una pedrada de honda le voló la cara al pobre Ismael.

Un grito de angustia escapó de la garganta del caballero, mientras se cubría con su escudo, obligado a detener su carrera, rodeado ya de enemigos. No conseguía ver dónde estaba el resto de su gente. Sintió un golpe en el costado, y Diamante se encabritó y le lanzó al aire. Cuando sintió el suelo, pudo oír los cascos del corcel que se alejaban, y las risotadas a su alrededor.

—Ahora, como decías hace un momento, Edward: —era Alcico quien hablaba— “ríndete. No hay forma de que salgas de esta. Se acabó”.


Los bandoleros aparecieron alrededor al oírse la señal de Alcico, como conjurados por el chiflido, como si hubieran brotado de la misma tierra. Ulf no había entrado en la batalla: en lugar de ello, cuando vio que Clara, luego de la primera carga de Edward, intentaba irse de allí, la siguió decidido y con un mal presentimiento. Y ahora, todo se confirmaba: los rufianes salían de su escondite, y estaba rodeado. 

Hervía su sangre de rabia. Por el rabillo del ojo, vio que los bandoleros cargaban hacia el claro e intuyó el final. Algunos, al verle allí, se lanzaron también sobre él. Picó espuelas decidido a al menos hacerse con la traidora, que cabalgaba delante, antes de que le atraparan a él. Pero un virote de ballesta derribó a su caballo. Al caer con el animal solo un nombre alcanzó a gritar: 

—¡Clara!

La chica se detuvo, asaltada por sentimientos difíciles de describir. Ulf vio que su rostro atormentado se volvía hacia él. Luego, sus ojos de hierro se clavaban sobre el par de asaltantes que le habían derribado. 

—Déjenlo. —les ordenó— ¿qué hacen perdiendo el tiempo? Acudan al llamado, yo me hago cargo aquí.

Sorprendentemente, obedecieron. Ella se le acercó y, mientras el cantor se levantaba, le interrumpió incluso antes de que él abriera la boca.

—Vete. Vete Ulf. Ya no hay nada que hacer acá.

Quiso responderle, pero no encontró palabras para su desprecio. Ella lo captó y una lágrima rodó por su mejilla, desconcertando al amigo del caballero. Ocultó el rostro tras su cabellera negra, y su voz se oyó entrecortada: 

—Tienes… tienes razón en odiarme. Pero… pero vete ahora. Antes de que… antes de que te tengan a ti también, y no pueda hacer nada más.

Y diciendo eso, espoleó su montura y se dirigió al claro, donde Alcico rendía ya a Edward y sus hombres.


El caballero fue atado junto a los restos de su mesnada, de rodillas en medio del lugar de la contienda. Alcico disfrutaba de la situación, burlándose a sus anchas. Se oyó entonces el galopar de un caballo y Edward vio que una amplia sonrisa se dibujaba en el rostro de su enemigo.

—¡Ah! ¡Tú debes ser Clara! 

El corazón le dio un vuelco, mientras la sangre le hervía: ¿habían capturado a Clara también? ¿Qué pretendían hacer con ella esos animales…?

Desde sus espaldas, le llegó la respuesta, con la conocida voz:

—Sí, soy yo. 

Y cuando pasó frente a él, vio que la escena era muy distinta a la que se había representado. A la joven nadie la conducía, sino que ella misma se presentaba a caballo. No era una prisionera. Mudo, presenció cómo el mismo Alcico le sostenía el estribo para que descendiera de su montura. Lo que vino después fue solo la confirmación amarga de lo que estaba presenciando:

—Pues bien que habremos de recompensarte, Clara. Después de esta victoria, que me ahorquen si no te pago como mereces. 

La joven asintió, en silencio, sin mirar a los cautivos. El jefe dio la orden de levantarlos y de dirigirse hacia el campamento base, a donde serían conducidos.

Sin ser notada, Clara no pudo evitar dirigir una furtiva mirada a Edward. Una mirada que el hombre sintió tan llena de pena, de angustia, que le dejó aún más confuso, si es que aquello era posible.


No lejos de allí, en la espesura, Ulf seguía sigiloso el avance de los bandoleros.


Continuará...


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Published on November 05, 2021 08:27

October 29, 2021

Edward o el Caballero Verde, Parte XXIII

 Fantasmas del pasado

Con el corazón latiendo desbocado, como una flecha cruzó la espesura. Con él venían varios compañeros que aferraban sus lanzas con manos sudorosas y picaban espuelas a las pobres bestias. Las noticias habían volado hasta Odesia: el ataque había sido grande, el caballero de Uterra sufrió dura emboscada. Se adelantaba con el pensamiento, deseando estar ya junto a su amigo, sin saber todavía si estaba bien o no, si herido o sano.Finalmente, el ramaje otoñal se abrió ante ellos y vieron la faena atacada en medio de la espesura. La torre de vigilancia era ahora un montón de troncos humeantes. Como sembrados en campo recién arado, los cuerpos de los leñadores estaban esparcidos con saña por todo el lugar. Día funesto. La mesnada de Edward vagaba por aquí y por allá, vigilaba los lindes del bosque y registraba entre los cuerpos por si encontraban algún herido aún con vida. Ulf y los jinetes se detuvieron. Edward estaba sentado sobre un tocón, sus manos sostenían su frente, sus ojos miraban el suelo, donde yacía su espada, aún sangrienta. —¡Edward! —corrió a su encuentro— ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?Detrás del amigo, se apeaban también sus hombres. El caballero no levantó la vista, pero sabía por sus pasos quiénes y cuántos eran. El tiempo entre los árboles, los incontables enfrentamientos... No era la primera vez que sufrían un revés en su misión, pero ahora… ahora era culpa suya, y no podía soportar esas miradas que depositaban en él una confianza inmerecida. Sin levantar la vista, como si no hubiera escuchado a Ulf, dijo: —Gracias por acudir pronto al llamado, muchachos. Pelayo y Beltrán: releven a Irbaud y Frulien de su guardia. Alonso, Arnaud y Domitiano: ayuden a los demás con los cuerpos, hay que ver la manera de llevarlos al pueblo. Unfert llegará en cualquier momento con la carreta. Ximeno: tú sabes de curaciones. Hay algunos heridos, pregunta a Ismael, te indicará quienes.Inmediatamente, se lanzaron a cumplir las instrucciones. Solo Ulf se quedó. En silencio, se sentó junto a su señor. —He sido un niño hoy, Ulf. —dijo al cabo de un momento— me han burlado como se burla a un novato.Por fin, levantó el rostro y se volvió para hablarle cara a cara, como era su costumbre. Notó en él la frustración contenida, la ira contra sí mismo.—Corrí tras la primera finta. Galopé bosque adentro con mis hombres, sediento de… sediento de sangre. Quería ya de una vez terminar con este juego, con las escondidas, con la inactividad, la perpetua reacción. Nos atacaron por sorpresa. Nunca lo habían hecho, no directamente a nosotros. Pero yo no sospeché nada. Fui impulsivo. Los traté como si fueran soldados enemigos, en lugar de bandidos en busca de botín. Y por mi culpa, no solo se han llevado la madera de esta tala, sino que pasaron a cuchillo a todos los que estaban aquí. Hombres, hombres con familia. Padres e hijos de Odesia, que confiaban en mi escudo… —guardó silencio al final de esta expansión. Un silencio tenso, palpable —y yo… yo les fallé. La sangre en mi espada no es en realidad de los hombres de Alcico. Esa sangre es de las víctimas, porque no supe yo protegerlas.—Estás siendo demasiado exigente contigo, Edward. Necesitas un respiro…—No. No necesito un respiro. Lo que necesito es acabar con esta carnicería. ¿Hasta cuando controlarán los bosques? ¿Hasta cuando vivirá el sur con el miedo?—No es algo que puedas hacer solo, Edward. Pero has hecho cuanto ha sido posible. Casiano y el barón estarán contentos contigo. Sufriste una emboscada pero diste una lucha leal contra los que ocultan su rostro. Pese a todo recuperaste esta faena, aunque haya sido tarde para los pobres leñadores…—No sigas, Ulf, por favor. No hay mérito mío que pueda devolverles la vida, o que pueda consolar a las madres y esposas que tendré que ver esta tarde.—Pues entonces no les des consuelos. Llévales justicia. ¿No es a eso a lo que has venido? Si te ven derrotado, desesperarán. Levanta el ánimo: una batalla no es la guerra. El sur necesita que sigas en pie, para revertir esta situación. ¿No sabes que el barón ha comenzado a llamar de regreso a la flota? Dicen que el asunto de la piratería llega a su fin. Ayer estabas contento con eso. Por su parte, Casiano avanza, y ha liberado dos poblados. La situación aún es de resistencia, pero este ataque fue un golpe de desesperados. No buscaban el botín: te buscan a ti ¿permitirás que dobleguen tu ánimo?A su pesar, Edward sonrió. —Cuando estás inspirado, llegas incluso a ser consejero, remedo de juglar.—¡Ja! Creo que por fin has vuelto. Aunque tu sentido del humor sigue siendo tan malo como siempre. ¿Quieres que limpie esa espada?—No. Deja. Lo haré yo. Me ayudará a pensar. Gracias Ulf.Y recogiendo el arma miró su reflejo en la hoja manchada y sanguinolenta. —Emboscada. —dijo para sí— Si tan solo lo hubiera visto venir. Si conociera sus objetivos podría anticiparme. —y añadió, dirigiéndose de nuevo a su amigo:— Quizá… quizá haya un modo, después de todo. ¡Ulf! ¿Estás pensando lo que yo? Si aprovechamos los caminos del bosque… si anticipamos lo que están buscando… Ulf no entendía nada, y le miraba desconcertado.—¿No lo ves? La solución me la has dado tú: ya no buscan botín. Están desesperados, tienen que dar un golpe importante a Casiano antes de que llegue el barón. Necesitan desacreditar al corregidor de Urbia: que en Dáladon parezca incompetente. Y en cambio, que Quinto brille. Con eso y un buen mapa y nuestras posiciones en los bosques, sabremos hacia dónde se dirigen, sin perder tiempo en escaramuzas. Y ahora contamos también con los caminos de los árboles, tenemos a Clara… beberán su propia medicina. Emboscaremos a los emboscados. —Edward… hablas precipitadamente. Suena bien, pero ¿podemos acaso confiar ya en Clara? ¿Cómo es que nuestros centinelas no detectaron a tiempo lo de hoy, si ya estaban apostados en…?—No sigas con ese pesimismo ni dudando de ella —le interrumpió, serio—. Para mí, ha probado ya su rectitud. Es tiempo de que nos ayude a hacer justicia aquí. Si no soportas verla, quédate, necesito alguien que termine el trabajo en esta faena, de todos modos.Y sin darle tiempo a contestar, se levantó, la espada desnuda aún en la mano. —¡Irbaud! —gritó— tráeme a Diamante. Muchachos, nos vemos esta noche en Odesia. Ulf queda a cargo aquí.
Clara estaba limpiando las mesas de la taberna. Había oído lo del ataque y vio partir a toda prisa a Ulf con los refuerzos. Llevada de un primer impulso quiso correr detrás de ellos, angustiada por lo que podría haber pasado… y por cuánta culpa recaía quizás sobre ella. Pero no podía simplemente lanzarse al camino siguiendo las huellas de los caballos sin levantar sospechas. Dardán era un bruto, pero Ulderico parecía sagaz. Casi podía sentir sus ojos sobre ella.Nerviosa, se entregó al trabajo manual: limpiar, fregar, ordenar… no importaba si ya lo había hecho, si las mesas estaban ya limpias. Simplemente no podía estar sin hacer nada en ese momento. ¿Lo habrían herido? Muerto no podía ser, pues lo querían vivo… y porque ella ya se habría enterado, de algún modo. No sabía qué le pasaba. ¿Estaba nerviosa por él, o porque peligraba ella misma? No sabía decirlo. Retorció el paño entre sus manos. Sobre la mesa había una mancha que no salía. Quizá Edward estaría desangrándose en el bosque. ¡Ulf! ¿Llegaría a tiempo ese cantor? Más le valía. Quizá Dardán no había usado aún la información que ella le había entregado, después de todo. Quizá no era su culpa… aún.—¡Clara!La voz la sobresaltó, pues la reconoció enseguida. Petrificada, se volvió tratando de disimular sus deseos de lanzarse sobre él.—¡Edward! ¡Estás bien! Pensaba que… es decir… —se detuvo, arrepentida de haber ya dicho demasiado— supe del ataque.—Clara, me alegro de haberte encontrado tan pronto. Yo…En ese momento, los niños entraron y al verlo corrieron a abrazar sus rodillas, de modo que casi lo hacen caer.—¡Edward! —dijeron al unísono, alegres. El caballero sonrió y, acariciando sus cabellos, se puso a su altura.—Chicos —les dijo— a mí también me alegra verlos. Pero ahora necesito conversar un poco con Clara ¿está bien? Vayan a jugar afuera. Después nos veremos de nuevo.La chica estrujó el paño que aún tenía en su mano derecha, al oír eso. Mientras ambos niños corrían fuera y sir Edward se reincorporaba, se asustó. Era serio entonces. Quizá de algún modo se había enterado y…—Clara, perdona que llegue así, de improviso. Pero necesitamos hablar: el ataque de hoy me ha hecho pensar…—No… no veo cómo eso podría… ¿qué tengo que ver yo?Él la miró, con extrañeza en su rostro.—Pues, déjame que te explique. Necesito tu ayuda… una vez más. Como hace dos días, cuando nos mostraste los caminos.Clara suspiró. Él no sabía nada. No había venido por ella, contra ella. Sin embargo, el sentimiento de intranquilidad no la dejó: aún corría peligro. Edward estaba en peligro. Desviando la mirada, volvió sobre la mancha de la mesa.—No sé cómo podría ayudarte. Te he mostrado ya lo que sé. Usa esa información y evitarás nuevos ataques. Quizá tus centinelas no estaban guardando los caminos correctos…—No quiero evitar nuevos ataques. Quiero atacar yo. Y tú puedes indicarme cómo: me he hecho una idea de hacia dónde pueden estar dirigiéndose los rufianes. Con tu conocimiento de los bosques, podríamos detenerlos. Que sean ellos ahora los emboscados. Descuida: no peligrarás entre mis hombres. Y pronto tendremos a Alcico en nuestras manos y acabará todo. ¿Qué dices? Guardó silencio. No quería mirarle. La mancha ya había salido, pero continuó repasando la madera. El plan era bueno. Y posible. Podrían pararle los pies a Alcico… pero era demasiado tarde. Mañana al atardecer Ulderico y Dardán esperaban su respuesta. Y si no les daba algo tangible… se llevarían a Lope y Madalena. No había manera de que los planes de Edward resultaran antes de ese fatal plazo. —No lo sé, Edward —dijo al fin, sin mirarle aún, alejándose hacia la siguiente mesa— tendría que internarme con ustedes unos días en los bosques. Y ¿qué será de los niños en ese tiempo? Más si tú no estarás aquí con tus lanzas.—Vamos. Sabes que eso no es problema. No pretendo dejar a Odesia desprotegida. Y Lope y Madalena pueden quedarse con la costurera. Lo pasaron muy bien con ella hace dos días. ¿Qué ocurre, Clara? Hey… ¿por qué no me miras? ¿Hice algo que…? Oh —Edward se había acercado y, con delicadeza, puesto su mano en el hombro de la chica, haciendo que se volteara. Había lágrimas en sus ojos.—Clara…—No… no es nada —dijo ella, secándose el rostro con el paño— perdona, no sé qué me pasa.Sí que sabía. Hubiera deseado no verle. ¿Cómo mirarle, sabiendo lo que ella sabía? Ese ímpetu, esos gallardos deseos de que triunfase el ideal que defendía: era todo en vano. La vida pertenecía a brutos como Dardán, a rufianes como Quinto. —¿Qué es lo que te preocupa, Clara? Algo está pasando…—Olvídalo, por favor. Simplemente… no ha sido un buen día. Sobre lo de los bosques: no creo que funcione. ¿Cómo pretendes emboscar a quienes se esconden en el bosque?Edward estaba confuso. No le parecía que ese fuera un asunto para lágrimas. —¿En serio es eso? Clara, puedes confiar en mí ¿qué ocurre? Es… ¿es por los niños? ¿Temes lo que podría pasarles? Dejaré a los mejores de mis hombres. Los hermanos Arnaud e Irbaud: no encontrarás mejores protectores. Son jóvenes y animosos, y saben de críos, pues han dejado a cinco hermanos en Urbia por seguirme hasta aquí. —No, no es eso. No entenderías —Clara solo quería que esto terminara de una vez. ¿Por qué no se iba ya? No podría soportarlo mucho más— no importa cuántos hombres los protejan. Ellos son los hijos del tabernero ¿recuerdas? Alcico querrá terminar lo que empezó aquí, lo que yo detuve.—¡Mayor razón para me ayudes, Clara! No logro entender qué es lo que pasa. Si temes represalias, entonces hay que actuar ya, no seguir aquí, esperando, escondiéndose: vamos de una vez y acabemos con esto. Mira: los bandoleros han atacado hoy aquí, pero también lo han hecho hace poco en Tesaura, y también se les ha visto cerca de Gervada. Si a eso añadimos que su plan debe ser dar algún golpe a Urbia y dejar al mismo tiempo libres los bosques cerca de Namisia, entonces deben estar tomando la ruta de…—¡Basta Edward! —gritó, apretando los puños, la vista fija en sus pies. El interpelado calló, desconcertado. Ella continuó:— por favor, no sigas. Nada de eso funcionará. Y nos condenaremos todos.—Pero ¿qué dices? ¿No quieres, acaso, que detengamos a esos rufianes? ¿Qué ocurre, Clara? Al menos inténtalo. Por… por Madalena, por Lope…Ahora la muchacha por fin le miró, por primera vez desde que había comenzado la discusión. Edward se sintió zambullido en esos ojos celestes. Y perdió el habla. Sin saber lo que hacía, se acercó. Puso su mano, su mano grande, fuerte, sobre el brazo de ella, delicado y grácil pese a su rudeza. Ambos se estremecieron al contacto mutuo. Pero no duró más que eso. Clara apartó sus ojos de él y dio un paso hacia atrás, sin decir nada. —No sabes lo que haces —le dijo, por lo bajo— no sabes quién soy.—No. Te equivocas. Quizá no sepa quién has sido. Pero he visto quién eres ahora. No hablas mucho, Clara, pero haces más que muchos. Solo tú has tenido el corazón para proteger a dos niños desvalidos. Solo tú podrías haber continuado sirviendo a todos en este pueblo, en esta taberna, a pesar de lo que hablan a tus espaldas. Solo tú estás tan comprometida con los débiles como para… como para soportar lo que has soportado. Consigues ver bondad incluso entre los bandidos del bosque. Tú merecerías ser paladín del emperador. Más que yo, que lo que quiero es una hazaña para grabar en mi escudo.—Edward, nunca en toda tu vida has estado tan equivocado como ahora. Si supieras… pero ¿cómo podrías? Ya te lo he dicho antes. El Imperio está podrido. Hiede. Y yo no tengo nada que ver con su pretendida justicia. Pierdes el tiempo. Un silencio siguió a esa declaración. Clara sentía que el alma se le hacía tiras, al ver el rostro demudado de sir Edward. ¿Estaba enojado? ¿Apenado? ¿Dolido? ¿O solo confundido? Imposible decirlo, porque ni ella misma sabía cómo se sentía en este momento. Había herido al caballero. Pero debía hacerlo, debía cortar ahora, o perdería la oportunidad de subir entre los bandoleros, y de llegar a Quinto. Ya tenía una razón más para odiar a ese maldito. Todo en su vida se arruinaba por ese monstruo. Arremetió una vez más, con el alma haciéndosele pedazos.—Es lo que te digo. No se trata de algunos díscolos. Todo el Imperio está mal. Las cabezas… todas ellas. Especialmente Quinto, ese maldito. Y si la cabeza ha muerto, muerto está el cuerpo. En cuanto a mí, puedes pensar lo que quieras, pero también yo siento la muerte en mi interior. No soy lo que crees.—Entonces, sácame de mi error. Dime quién eres, Clara. Y te mostraré que, mientas un árbol tenga raíces, aunque se le tale el tronco mismo, siempre echará renuevos. No se esperaba una respuesta así. Edward no era hombre dado a imágenes por el estilo. ¿Influencia de su amigo el artista? Pero ¿qué importa? No podía contarle nada sobre lo de Ulderico y Dardán. Sería el fin para ella y para los niños. Aunque, quizá… quizá él sí comprendería. ¿Podría entender su historia, después de todo? Si era cierto que le importaba…—Quiero ayudarte, Edward —dijo, bajando la mirada— pero es más difícil de lo que supones. No lo sabes todo de mí. Tengo mis objetivos y, si voy contigo, quizá ya no pueda conseguirlos. Y entonces todo habrá sido en vano. Las cosas que dices que he hecho aquí… no te imaginas mis razones. Y todo por lo que he pasado… todo —la voz se le entrecortaba, respirando cada vez más fuerte. Se clavaron sus uñas en la mesa, ella entera temblaba ahora: —… todo seria en vano ¡todo! Mientras Quinto viva. Mientras él respire… ¡Mi propia vida es vana, si ese desgraciado vive.! —gritó— ¡¿Entiendes eso, Edward?! El caballero se sobresaltó. Clara estaba alterada… no. No estaba alterada. Era algo más… profundo. Una rabia que surgía desde lo más íntimo y que se desahogaba ahora, con pausa, pero con violencia.—Sí, te asustas ahora —dijo ella— pero es que no sabes lo que me ha ocurrido. Por lo que he pasado. Óyeme, entonces, si tanto te importa: Quinto irrumpió en mi casa cuando era niña, en Ilía. Tenía yo más o menos la edad de Madalena. Mi infancia terminó ese día. Ese… monstruo, que era entonces el señor de Iliria, esperó a mi padre en casa, junto con los piratas fynnios. Mi padre era el mejor de sus súbditos. El Casiano de Iliria. Quinto vino con sus hombres y nos ató a todos. Luego apresó también a papá. Y nos entregó a los piratas. Toda mi familia, mi padre, mi madre, mis hermanos, fueron vendidos en las islas. Yo agradé al capitán, que me retuvo en el barco. Fui miserable. Por años. Las cadenas llegaron a ser parte de mi vida. Lo único que me queda ahora, es la venganza. ¿Lo entiendes ahora? Estoy aquí, para llegar hasta ese perro ¡y arrancarle su sucia cabeza! Detener a Alcico no sirve de nada, si no pongo mis manos en su garganta. ¡Yo misma, no otro, vengaré mi sangre y la de mi familia! La mirada de Clara se clavó en la suya. Ya no eran los ojos de mirar de cielo de antes. Eran un par de espejos de acero, fríos y duros. Su expresión se había transformado, los labios crispados y el ceño fruncido. La barbilla le apuntaba decidida y desafiante. Delante de sí tenía una furia, no una mujer. No pudo evitar una expresión de espanto. Fue solo un segundo, pero suficiente para que ella lo captara.—No… no me entiendes. —bajó ella el rostro, inundada por la desilusión y la rabia— ¿En qué estaba pensando? Eres igual a los demás, después de todo. ¡¿Me juzgas ahora, no?! No podrás evitarlo. ¡Jamás entenderás lo que he pasado! ¡Jamás verás por qué Quinto debe morir! ¡Ve! Toma tu espada y corre detrás de Alcico. Vete a jugar al caballero, Edward. —Clara, yo… —dudó un segundo. Se dio cuenta que el odio que la consumía no se apagaría así sin más. ¿Qué podía decirle para que recapacitara?— No sé qué decir —dijo al fin, y se sintió un estúpido. Continuó:— es mal momento, lo sé. Y no, no estoy ni cerca de entender lo que has pasado. Lo siento. Pero aún necesito de tu ayuda… verás, aunque no te lo parezca, así también podremos llegar a Quinto.—¿En serio, Edward? ¿Después de lo que te acabo de decir, esa es tu preocupación? ¡Bien! Sea. Si es lo que quieres, iré contigo. Te mostraré el camino. Pero ahora, vete. —Clara… —la ira reflejada en la chica le parecía una tormenta de fuego. Y sintió algo parecido al miedo, como si estuviera frente a una bestia. Hubiera querido avanzar para contenerla, pues veía que sufría… si tan solo pudiera llegar a ella y estrecharla en sus brazos, quizá podría reparar lo que había hecho con sus torpes palabras… pero en vez de eso, cedió al instinto y retrocedió, con algo quebrado dentro y el rostro alarmado. Para ella, ese gesto fue el final.—¡Vete! —explotó, fuera de sí— ¡Vete y no vuelvas, sir Apariencias! ¡Ya sabrás de mí! Mañana, mañana tenme preparado un caballo. Pero no me busques más. Tú eres… eres… —el habla se le iba, mientras Edward no sabía qué hacer, qué cara poner— ¡despreciable! ¡Sal de aquí! Terminemos esto de una vez ¡Vete ya! Edward se marchó, con frío en el pecho, y sobrecogido aún por la fiereza de Clara, una fiereza que no había nunca vislumbrado en ella. Cuando la puerta se cerró, Clara se dejó caer en una silla. Y lloró. Amargas fluyeron las lágrimas hasta que se le secaron los ojos. A los niños los mandó a la cama, sin fuerzas para nada más. Tenía el alma marchita y pesada, cuando llegó la noche, aún ella en el mismo sitio. 
Con la noche, llegó también, silencioso, Ulderico.—Te has anticipado —le dijo ella, con voz cansada— el plazo de mi respuesta es mañana.—Lo sé, preciosa. Pero tendrás que decidirte rápido, esta vez. Ya sabes, hoy hemos tenido trabajo por aquí, y pronto tendremos que ir a otros lugares. No hay más tiempo. ¿Tienes o no tienes al caballero de Uterra?Exhaló un largo suspiro, como si con él escapara lo que le quedaba de vida. Ni un momento de paz, tenía. Quinto se lo había quitado todo. ¿Si tenía o no tenía al caballero? No. Claramente hoy lo había perdido. Pero no era eso a lo que se refería el pérfido rufián. ¿Cómo se había ella permitido esperar algo distinto de Edward? Era igual a los demás. Palabras desencarnadas y discursos grandilocuentes. Hinchado igual que el Imperio. Se volvió a Ulderico, con el despecho en la mirada:—Sí. Ya sé cómo pueden asegurarse de capturarlo. Te lo diré, si con eso me garantizas que veré a Quinto. No te hagas el sorprendido, tú mismo me revelaste la relación entre él y Alcico.Ulderico sonrió. —Si consigues que capturemos al caballero, estoy seguro de que el regente estará encantado de recompensarte. Yo mismo le llevaré la noticia: sin Edward y habiendo Alcico dado el golpe a Uterra, Quinto vendrá en persona a “liberar” el bosque y sellar su ascenso a los ojos de Dáladon. Y podrás verlo todo lo que quieras.Clara dudó un poco más. En ese momento, sintió ruido en la habitación de los niños. No podían verla allí con ese bandido. Se apresuró a contestar.—Está bien. Sir Edward está planificando un ataque directo en contra de Alcico. Me ha pedido mi ayuda para tender la celada. Mañana me reuniré con él y sabré los detalles. Entonces los sabrás tú también: si actúan rápido, la trampa del caballero se volverá en contra suya. Ahora vete. No deben verte aquí.Cuando la cabecita de Madalena asomó tras la hoja de la puerta, Clara estaba sola otra vez.
Continuará...
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Published on October 29, 2021 05:10

October 11, 2021

Transmisión de la International Latino Book Award Ceremony




 Se acerca ya la Ceremonia de premiación de los Latino Book Award, en los que el Lobo de Plata está nominado a mejor novela de fantasía. La noticia te la conté en esta entrada, por si quieres refrescarla.

Y aquí tienes el enlace para seguir la ceremonia: 

https://www.latinobookawards.org/

¡Acompáñame en ese importante día!




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Published on October 11, 2021 08:15

October 3, 2021

Edward o El Caballero Verde, Parte XXII

 Emboscada Emboscada


El druida Odlán venía cargado de noticias. A pesar de que la noche era ya avanzada, un fuerte aguacero se había desencadenado afuera y eso, unido al efecto propio del licor que soltaba las lenguas, hizo que nadie tuviera muchas ganas de marcharse. Además, lo que el peregrino tenía que decir era de lo más importante, y comenzó por contar la nueva que dejó a todos helados: el gran guía, cabeza de todos los druidas, había fallecido en Dáladon el invierno anterior. Al oír aquello, hubo muestras de notable pesar entre los concurrentes, y el hidromiel se mezcló con las lágrimas de muchos pechos. Odlán, serio, apeló a la sabiduría soberana del Creador, que dispone los tiempos de todas las cosas, y lideró una oración, que al elevarse de tantas bocas como allí había, consoló el corazón del pueblo. Pero el druida era portador también de buenas nuevas: él había estado en Dáladon en ese momento, luego de asistir a la reunión de los druidas en la encina de Manuria, y había visto al sucesor del difunto, de nombre Augerias: hombre maduro y de corazón benévolo. La taberna explotó en preguntas: todos querían saber más sobre el nuevo gran guía, sobre cómo había sido la elección, si acaso Odlán había podido estar con él, querían saber además detalles sobre los funerales, imaginar las calles un día enlutadas, el otro engalanadas, de la capital, y ¿qué habían dicho y hecho los reyes? ¿Y el emperador? A todo, como pudo, fue dando respuesta el druida, pidiendo para ello otra jarra de hidromiel, agotada ya la primera.Sí, había estado con Su Eminencia. Augerias le era conocido desde hace años y le pidió una audiencia para felicitarle por su elección. Y fue entonces cuando comenzó su aventura. Los ojos de todos estaban clavados en él en ese punto, previendo un relato interesante. Las velas brillaban ya con los últimos fulgores que la cera era capaz de infundirles, y el ambiente se hacia más oscuro y recogido. El gran guía había pedido a su viejo amigo que realizara un singular viaje: Odlán hubo de dirigir sus pasos hacia las estepas, dejando atrás los límites del Imperio, para recorrer primero los Campos Brunos, y descender luego hasta el Lago de Cristal y las Llanuras Salvajes. En su periplo, visitó los distintos clanes de los varnos, y también el reino de los alanos. Exclamaciones de sorpresa llenaron la taberna: luego de haber escuchado la Canción de Argos, oír los nombres de las naciones anatolias causaba en todos un particular efecto.El gran guía quería que su elección fuese conocida por esos pueblos, que hace tiempo ya que tenían sus propios druidas y rendían culto a su manera al Creador. Consciente de que las relaciones entre el Imperio y los bárbaros han sido siempre complicadas, y que de hecho varias tribus varnas se empeñaban aún en intentos por cruzar el De Laid e invadir tierras imperiales, la misión de Odlán no era fácil para nada. Pero por la autoridad de Augerias y su antigua amistad, la aceptó.Y para su sorpresa, fue bien recibido. Los clanes de los Campos Brunos, a pesar de su hostilidad y sus costumbres salvajes, respetaban a los druidas con una mezcla de temor y reverencia, y entre ellos había también algunos de su raza, que le acogieron fraternalmente. Pese a todo, los Campos Brunos son una tierra fragmentada, y muchos de aquellos nómades o seminómades no solo están en armas contra Dáladon, sino también entre sí: el acero no descansa en esas peligrosas praderas. Atravesarlas a salvo, rumbo al sur, fue en sí misma una singular aventura, que concluyó al llegar a las orillas del Lago de Cristal, en las Llanuras Salvajes. Allí, entre los alanos, tuvo también un buen recibimiento, y conoció a Theleas, el rey de Nifrán, la ciudad capital. Todo ello auguraba buenos tiempos para los pueblos de las Tierras Occidentales, que no habían conocido en siglos una unidad espiritual como aquella entre los hombres; no, al menos, desde el cisma de fenórito y la guerra druídica.Nuevas como esas ameritaban celebrarse. Y nuevamente corrió el hidromiel, y volvió la alegría a la taberna, mientras se deleitaban preguntando y escuchando sobre las bárbaras costumbres del oriente. Así les sorprendió el alba, y su leve luz reveló también el fondo vacío de los barriles.
Olivier, su hermano, estaba estudiando en Dáladon, y ya era casi un druida. Esta noticia tenía completamente sobrecogido al caballero, que no conseguía dejar de pensar en ello mientras avanzaba al paso de Diamante por los bosques, junto a varios de sus fieles hombres, rumbo a una de las faenas que ese día iban a proteger.Casi no le cabía en la cabeza, pues se resistía a creer que su pequeño hermano hubiese crecido tanto. Pero claro: ya no era el niño que él dejara atrás cuando partió a la marca, ni el jovenzuelo con el que se reencontró al volver armado caballero. Edward estaba a punto de cumplir sus dieciocho años, y Olivier tendría ahora, por lo tanto, cumplidos dieciséis: la edad que el propio caballero tenía cuando participaba y triunfaba en los torneos organizados por el duque de Vaneja.Sin embargo, lo que más le impresionaba era que Odlán le había dicho que había sido decisión de los druidas más ancianos el que Olivier se presentara a terminar sus estudios en la capital, cerca del gran guía. Al parecer, su hermano había demostrado afinidad por el mundo de los espíritus, con frecuentes visiones del pasado, que lanzaban crípticas advertencias al futuro. Se le erizaron los pelos de solo recordarlo: no eran temas con los que él, un hombre de armas, se sintiera cómodo.Levantó la vista para calcular la hora del día y cuánta luz tendrían aún: la mañana brillaba en todo su esplendor entre los rojizos tonos otoñales. Los bosques eran hermosos en esa época. Al ver las hojas que caían, siguiendo su curso hasta el suelo, Edward recordó a los compañeros muertos, por los que había llegado a Odesia. A petición suya, el druida ofició un rito en el cementerio en sufragio por ellos, ayer por la tarde. Fue entonces que conversaron, con mayor confianza. Odlán tenía prisa por partir, para dirigirse primero a Calidia, a entrevistarse con el archidruida de esa ciudad, y luego volver junto a Casiano en Urbia. Lo que no había dicho a los aldeanos, se lo había compartido a él, por la confianza que le inspiraba desde el incidente con el grifo, redoblada ahora por su parentesco con Olivier: Odlán estaba preocupado.Las visiones de su hermano apuntaban a momentos oscuros. El mundo sobrenatural estaba agitado: bien se podía decir que antiguos enemigos parecían despertar, mientras que los aliados lanzaban advertencias. La mayor parte de los druidas permanecían como ciegos y sordos a ello. Pero él no. Tampoco Augérias: y en su viaje por las tierras bárbaras pudo ver que el fenómeno era universal. Notó algunas influencias siniestras entre ciertos druidas varnos, que le inquietaron. Sobre todo, en algunos clanes del norte de los Campos Brunos, cerca de la gran muralla. Y luego, al entrar en los bosques del Dáladad, le parecía estar acechado por presencias malignas. Iba él tranquilo, pues desde el momento en que era consciente de ellas, nada podían contra él, ni bestia ni espíritu podían doblegar a un druida imbuido del poder del Creador, en tanto se mantuviere atento y fiel. Pero a Odlán, en cambio, le preocupaba lo que pudiera ocurrir entre quienes no estuviesen advertidos. Por eso iba ahora a entrevistarse con el archidruida de la región.Una flecha silbó interrumpiendo sus pensamientos, pasando cerca de su cabeza y yendo a clavarse en un tronco junto a él. Con reflejos de hombre experto, desenvainó su espada al tiempo que daba la alarma: una segunda saeta dio en su yelmo y se desvió hacia lo alto. Los caballos relincharon y relució el acero, mientras tomaban posición de batalla: sin embargo, el enemigo no mostraba la cara y en cambio los proyectiles dieron con dos de las cabalgaduras muertas a tierra. Mas sir Edward no se amedrentaba con facilidad. Si esos cobardes no se dejaban ver, él mismo los sacaría de sus escondites: el vuelo de las flechas ya había delatado su posición. Cubriéndose con su escudo, un único gesto le bastó para lanzar a parte de sus hombres hacia la espesura que se abría a la izquierda, mientras él daba la voz de carga hacia la derecha.Los caballos se lanzaron al galope entre los árboles, arrollando a su paso a los arqueros ocultos entre los arbustos. Por el rabillo del ojo, uno de los soldados percibió algo que se movía al interior.—¡Corren bosque adentro, mi señor!—Pues ¡a la carga! —bramó sir Edward— no se nos escaparán. Aegginardo: suena el cuerno para que todos nos sigan, nos vamos de cacería ¡por los compañeros caídos! ¡Por Odesia y por Urbia!El clamor del cuerno resonó entre las bóvedas de hojas, y fue contestado por el rugido de los hombres del caballero, lanzándose al galope. Al otro lado del camino, los que se había separado para enfrentar a los emboscados de esa parte volvieron grupas y picaron espuelas tras sus compañeros.Sir Edward espoleó a Diamante, y el bosque en torno a él se convirtió en una vorágine de tonos rojizos. No tardó en dar alcance a uno de sus atacantes, y su espada relampagueó en aquel mar otoñal para teñirse también ella del color de las hojas. Inmediatamente, saltaron sobre él varios hombres, armados de largas picas. Con un bufido, se lanzó sobre ellos y desbarató su formación. Estaba furioso: el ataque sufrido había sido traicionero, y sus oponentes demostraban ahora toda su cobardía, huyendo de esa manera.—¡Hombres, a mí! —rugió— ¡no permitáis que se nos escapen!Aquí y allá se oían los ruidos del combate, de los cascos de los caballos, de los gritos de los hombres. Aegginardo apareció entre el follaje, la lanza ensangrentada, y el cuerno aún en la mano. Edward vio que otras figuras se movían con rapidez, alejándose.—¿Qué hacemos señor?—Vuelve a tocar ese cuerno, si tomamos prisioneros podremos descubrir el escondite que hemos estado buscando.El chico asintió y se llevó el instrumento a los labios. Pero una saeta silbó en el aire e interrumpió la nota que comenzaba a sonar, clavándose mortífera en la garganta de Aegginardo.—¡No! —Ululó Edward, transportado de furia— ¡No! ¡Perros! ¡Cerdos! —y rugió con bramido más poderoso que el que hubiese podido vocear el mismo cuerno:— ¡Carguen! ¡A mí, mis hombres!Respondieron sus fieles camaradas como nunca antes. Hincando las espuelas, y mordiendo con el hierro de sus armas, se lanzaron todos hacia adelante. El bosque se llenó de ira y las aves abandonaron los árboles, asustadas. Edward, como león herido, iba de aquí para allá, sensible al menor ruido, a la mínima muestra de la presencia enemiga. Los cascos de Diamantes arrollaban bandoleros. El verde escudo se llenó de proyectiles. La espada, bermeja, se hundió una y cien veces en la carne. Ya no veía claro. Los primeros golpes los sintió, duros, luego ya no. En torno a él era lo mismo el ocre fuego de las hojas y la sangre derramada. En su persecución, dejó de oír la cercanía de sus hombres. Y supo que había cometido un error.Esta sola conciencia, lo despertó de su frenesí. Tiró de las riendas de Diamante, para darse cuenta de que estaba solo. Muy lejanas se le hacían las voces de los suyos, que no le oirían. Supo que era eso lo que los bandidos esperaban, cuando los vio, por fin, aparecer entre los árboles, dando la cara con aire de suficiencia, confiando en su superioridad numérica.Se había portado como un imbécil. Miró a los que se le acercaban, rodeándole y amenazándole. Pese a todo, eran hombres de a pie. Diamante estaba sudoroso y resoplaba excitado, pero podía aún seguir combatiendo. Él mismo inspiró hondo, para aclararse las ideas. Sí, había sido un estúpido. Pero aún más idiota sería si caía también en esta trampa. Quien sea que había orquestado este ataque, sabía que no podía vencerle solo con aquellos hombres de a pie, pobremente armados, aun cuando lo hubiesen aislado de los suyos. Si los combatía, podrían retenerle un tiempo con sus picas, quizá matar su cabalgadura, pero al final vencería. Él había escapado de peores celadas que esa: los varnos sabían de emboscadas y eran terribles guerreros. Una lanza voló hacia él, y fue desviada por el escudo del caballero, que le devolvió al ofensor una mirada agresiva. Aquello era la prueba. Le estaban provocando, pero no querían combatirle en serio, sino mantenerle allí. Eso significaba que el objetivo principal era otro.Como un rayo, sir Edward dio la vuelta a Diamante y cargó para abrirse camino entre los bandidos que le cerraban la retaguardia. No pudieron contenerle, y pasó a través de ellos. Maldiciéndose, el jinete se alejó a toda velocidad, dando voces a sus hombres, esperando ser oído:—¡Pronto! ¡Retirada! ¡Volved al camino! ¡Ya! ¡Ya!Cuando estuvieron de vuelta sobre la modesta senda del bosque no hubo tiempo para contar a los caídos: lo harían después. La orden fue dirigirse a todo galope hacia la faena en la que se suponía debían haber estado. Empujando hasta el cansancio a sus cabalgaduras, llegaron casi con el último aliento. Estaba arrasada.
Continuará...


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Published on October 03, 2021 17:16

September 26, 2021

International Latino Book Award

 El Lobo de Plata, en los International Latino Book Awards Award Winning Author International Latino Book Award
Tal y como lo lees. La noticia me golpeó hace un par de semanas (quizá te enteraste entonces, pues lo publicité en mi Instagram), pero aún no había dicho nada por aquí."El Lobo de Plata", que es el primer Canto de la saga "Crónicas de una Espada", está nominado en los International Latino Books Awards (ILBA), en la categoría de mejor novela de Fantasía o Ciencia Ficción.Es un camino que comenzó hace exactamente un año, en septiembre de 2020. En ese entonces, el Canto I, y yo mismo, dábamos nuestros primeros pasos en el mundo editorial, de manos del sello de autoedición de Planeta, Universo de Letras. Un primer reconocimiento, el Sello Maestría de esa casa editorial, me abrió las puertas para postular a los ILBA.
Por supuesto, nunca me pareció remotamente posible que eso tuviese algún futuro. No es que lo haya pensado demasiado: fue un dato que solo archivé en mi cabeza, con una vaga esperanza de éxito, demasiado irreal para tomarla en cuenta. ¿Por qué? Sigue leyendo.
¿Qué son los ILBA?Los ILBA son un prestigioso premio que reconoce el desarrollo de la literatura escrita por y sobre latinos, con sede en Estados Unidos. Aquí su página web. Comenzaron a entregarse hace ya 23 años, gracias a la fundación Empowering Latino Futures, dedicada precisamente a visibilizar el mundo latino en USA. Con el paso de los años han ido ganando más y más relevancia, y atrayendo la atención del mundo del libro como uno de los grandes eventos editoriales. En ellos participan autores de habla hispana de todo el mundo, esperando conseguir el reconocimiento que les ayude a visibilizarse.Es perfectamente entendible, entonces, que yo, que solo tenía una primera novela, a la que además siempre consideré como la primera parte de una saga (y que por lo tanto no tiene algo así como un arco de la historia del héroe completo: es más bien un apasionado preludio de la misión de Damián y de Julián, en su lucha por salvar al Imperio de Dáladon), pensara que no tenía posibilidad. Había tenido, sí, buenas reseñas, y lectores muy entusiasmados, sí (¡gracias a todos, que me estáis leyendo!) pero ¿ganar un concurso internacional con una historia que, según mi juicio, aún estaba, y está, incompleta? Imposible. Por eso, simplemente me olvidé del premio. Y pasó un año, con todos sus vericuetos, incluido un cambio de editorial.
Award Winning AuthorAsí pues, estaba yo tan tranquilo, hace un par de semanas. Mi cabeza la tenía ocupada con otros asuntos, entre los que estaban la preparación del relanzamiento del Canto I, en una edición revisada, y el lanzamiento del Canto II, ambos de la mano de Vuelo Ártico, el nuevo equipo editorial que, dicho sea de paso, han hecho un trabajo magnífico.Y entonces, recibí aquel correo. Un e-mail en mi bandeja de entrada que no esperaba recibir. Una carta, que me comunicaba que El Lobo de Plata había obtenido el reconocimiento de los jueces norteamericanos. En suma, que El Lobo de Plata valía la pena: más de lo que yo mismo esperaba. Inmediatamente, visité la página del premio. Ahí estaba, finalista bajo la categoría "Best Novel, Fantasy/Sci-Fi".
No lo podía creer. 
La lista de nominados aclaraba:
"All Finalists listed will receive either a Gold, Silver or Bronze Medal when the Awards are presented. The listing of Finalist is alphabetical, NOT a reflection on the order of the final awards that will be given" 
O sea, ya podía contar con al menos el bronce.
Y vi el listado:

Best Novel - Fantasy/Sci-Fi – Spanish 
Convergencia: Planeta Z-3.405, Germán Trapp, Áurea Ediciones; Ancestry of the author: Chile; The author lives in: Santiago, Chile 
Crónicas de una espada, Canto I: El Lobo de Plata, Benjamín Franzani G., Universo de Letras, Lantia Publishing Group; Ancestry of the author: Chile; The author lives in: Santiago de Chile 
El Arca, Javier Valderrama, Áurea Ediciones; Ancestry of the author: Chile; The author lives in: Santiago de Chile 
Neo Mesías, Cristian Mateluna, Sietch Ediciones; Ancestry of the author: Chile; The author lives in: Santiago de Chile
Había pasado a ser, de la noche a la mañana un ¡Award Winning Author!Y con la alegría, además, de que los otros nominados, como puedes ver, son compatriotas míos. Gran día para la fantasía chilena.Me contacté con la administración del premio. Entre otras cosas, porque tenía que comunicarles el cambio de editorial. Lo entendieron perfectamente, y me pidieron una serie de materiales para la ceremonia de entrega de premios, que les envié enseguida.
¿Y ahora, qué?
Ahora, toca esperar. Con ansias. Todos los Award Winning Author (AWA) se benefician de las actividades de difusión de los ILBA, que se despliegan después de la ceremonia de entrega de premios.Este año será virtual, y podrás verla, igual que yo, por YouTube, los días 16 y 17 de octubre. Ese día compartiré también el enlace, para que puedas seguirla.Y después, ya veremos qué ocurre. De momento, estamos haciendo todos los esfuerzos  necesarios para que para el día de la ceremonia estén ya disponibles en Amazon tanto el Canto I como el II. ¡No queda nada para eso! Así que mantente atento a mis redes sociales, para no perderte las noticias.Y si aún estás con ganas de saber más, puedes irte preparando releyendo o descubriendo las historias que he ido publicando gratuitamente sobre el universo de Crónicas de una Espada: aquí encontrarás el relato de Orencio y Eloísa, y los hechos, aún en desarrollo, de Edward, el Caballero Verde, a quien conocerás también en el Canto II.
No me queda sino volver a agradecerte, querido lector, así como al equipo de Vuelo Ártico, que está haciendo posible que estos sueños sean cada vez un poco más una realidad.
¡Nos vemos el 16 y 17 de octubre!



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Published on September 26, 2021 13:58

September 24, 2021

Edward o El Caballero Verde, Parte XXI

La canción de Argos.



Los dedos del artista pulsaron la cítara, y junto con ella, resonaron las fibras del alma de los oyentes. Las sillas se acomodaron de cara al cantor, al tiempo que las gentes se apretujaban, de pie, sentados, o como fuera, para verle mejor. Comenzaba la Canción de Argos. Sonó la voz de Ulfbardo:


Oiréis ahora     si queréis escucharme

de vientos violentos     cargados de espada

De un tiempo pasado     de discordias armadas:

Cuando ambiciosos señores     la unión desgarraban

Para conseguir de poder     mísera tajada.

Levaron las manos     de hierro cargadas

Contra las tres coronas     en amenaza descarada.


Fuerte quebranto     hubo entre arvernos

duros días     en la raza turdetana

Mas en favor de ambos reinos     levantose una espada

La de Vigencio el soberano     de la nación longobarda

Que imperó con gloria     en la dura batalla

Y para siempre     la unión dejó garantizada


Desde ese día en Dáladon     se sienta un emperador

El que solía ser de los longobardos     el rey batallador

Y el Reino de las Tres Coronas     se hizo Imperio tres veces coronado

Pues los reyes junto al emperador     unidos desde entonces han gobernado.


Pero las lenguas     de serpientes ponzoñosas

Quisieron empañar     la gesta gloriosa

Aquellos que por el acero     vencidos lloran

Mentiras levantan,     la verdad deforman:

Dijeron: “Vigencio rey     el poder amontona

Quiere el soberano     tener la única corona

Y pronto a los otros pueblos     oprimirá en las sombras”


Entonces el emperador     que con los reyes gobierna

Las cortes reúne,     consejo celebra

“Decidme, señores,     con palabras certeras

Pues nuestros enemigos     pronuncian embusteras”

Levantose Odelia,     sabia consejera,

Mujer excepcional     de antigua estirpe arverna.

Habló con sabiduría     que la memoria hoy festeja:

“Recuerda, oh rey,     que en Dáladon imperas

La historia de los pueblos     que hoy con los reyes gobiernas

Cuando las bestias monstruosas     a los hombres persiguieran

Y sus garras     sobre todos se cernieran

Hubo tres naciones     que les hicieron la guerra

Arvernos, longobardos y turdetanos     la Alianza cierran

Y ayudados por el Creador     resisten a las bestias abyectas.

Desde entonces los tres pueblos     en uno solo se mezclan:

Tan solo entre nobles     las diferencias restan.

Tres coronas tiene Dáladon     mas el alma es una

Derrotados están     los que hoy murmuran

Si sigues hoy, señor,     mi palabra sesuda:

La unidad     a vista de todos festeja

Mas no la que con tu espada     hoy nos aúna.

Vuelve tus ojos     a la batalla primera

Que con fuerza brutal     la Alianza venciera.

Que vean las gentes     que de igual manera

Hoy con vos y los reyes     la unión se asegura

Así si el enemigo pretende     alzar contra vos sucia pugna

Nadie le seguirá: será su ruina     y nuestra fortuna”


Gustó a los reyes el consejo     y se mandó alzar un obelisco

Allí donde siglos antes     los pueblos formaron un único aprisco.


Se alargaba la canción y aún no aparecía Argos. El tema era conocido para sir Edward: ese inicio, ligado al surgimiento del emperador Vigencio, resonaba en él de modo especial, pues la suerte y auge de esa corona a la dignidad imperial estaba también vinculada a su más ilustre ancestro, sir Alfred, el caballero que fue la mano diestra del rey longobardo. Supuso que su amigo extendía el proemio de la canción misma para hacerle un guiño y subirle el decaído ánimo. Pero no lo estaba logrando; al contrario, si la canción hablaba de señores que conspiraban contra el Reino de las Tres Coronas, hubo por entonces reyes que se les pararon en frente para que prevaleciera la justicia. En cambio, ahora, tenía la amarga impresión de que los reyes no hacían gran cosa contra el poder de los señores ambiciosos, y que mas bien prestaban oídos a lenguas viperinas antes que darles el merecido mentís.


Dardán y Ulderico la observaban mientras se incorporaba con dificultad. Por el rabillo del ojo vio que otros más estaban cerca, a prudente distancia entre los árboles. Nunca había lamentado tanto estar sin sus puñales ¿qué se le había metido en la cabeza, cuando al volver de la expedición quiso vestirse así, como una señorita? Ahora lo pagaría caro, si es que su astucia no le ayudaba a salir de ese trance.

—¿Qué es lo que quieren? —les interpeló desafiante— ¿por qué me han traído hasta aquí, así? Ya nos hemos reunido otras veces, Dardán, sin que fuera necesaria esta ridiculez.

—Tú dínoslo, mocosa —le respondió el bandido— ¿no estabas acaso en contacto con el mismo Alcico? Si es así, creo que habrá cosas que querrás conversar con nuestro amigo, el juglar Ulderico.

Clara tragó saliva, nerviosa, mientras lanzaba una ojeada al músico, que le sonreía. ¿Qué tanto habrían ya hablado él y Dardán? ¿Qué le habría comentado el flautista, de su último encuentro? Sin embargo, pensó, Ulderico no sabía nada de ella que la pudiera incriminar contra los bandidos. Él no conocía sus motivos, ni alcanzó a enterarse de por qué buscaba a Quinto. Bien podría ser ella otra agente más de Alcico, no era seguro que estuviesen todos comunicados entre sí. Podía aún extender la farsa: era arriesgado, pero si seguía viva es porque esos dos aún no estaban seguros respecto de quién era o no era.

—No tengo nada que decirles. Más bien ustedes son los que lamentarán haberme tratado así.

—¿Y todavía amenazas? ¿No ves que no te sirve de nada tu lengua mentirosa? Ulderico me ha dicho que no te dio ninguna orden de parte de Alcico. Asesinaste al jefe, y pagarás por ello.

—¿Y tú de dónde sacaste que fue Ulderico quien me pasó esa información? —y mirando al juglar continuó— ¿no le habrás hecho creer a este bruto que eres el único que recorre los bosques con mensajes del jefe, cierto?

Al ser interpelado, Ulderico titubeó antes de contestar, hesitación que no pasó inadvertida a Dardán:

—Yo… yo jamás he dicho eso. ¿Quién podría creerlo?

Clara volvió a la carga, antes de que salieran de su momentáneo pasmo:

—Díganme ahora ¿qué es lo que quieren? No me trajeron aquí para charlar, y yo aún tengo cosas que hacer. El asunto debe ser de importancia, si está el juglar aquí. 

Ulderico infló el pecho, alagado, y dijo algo al oído bueno de Dardán, que tuvo que tragarse su crispación. El músico pasó adelante y sentenció:

—Queremos a Edward de Uterra. 


Avanzaba Ulfbardo en su función: los allí reunidos no compartían las aprehensiones del caballero, y gozaban oyendo de los reyes antiguos. A pesar de que la Alianza que antecedió al Reino de las Tres Coronas, que a su vez se convirtió en el Imperio de Dáladon, se había formado en esta provincia sureña, su empresa en contra de las bestias que entonces poblaban la tierra la llevó a expandirse y liberar muchísimos territorios, de modo que, al terminar la guerra y comenzar la era del dominio del hombre sobre el mundo, los pueblos del Imperio se instalaron muy lejos de esos bosques fundacionales. Sin embargo, estos seguían siendo una provincia imperial y tierra tradicionalmente turdetana en época de Vigencio. En ella vivían en tiempos de aquel primer emperador los descendientes de la original Alianza, aquella formada cuando los tres pueblos perseguidos por las bestias se conocieron en la floresta y se estrecharon por primera vez las manos. 

En nombre de los reyes, regía el territorio un caudillo, que era por entonces título militar y de frontera, como en los presentes días lo era un marqués. Tanto el público como sir Edward sabían de antemano de la perfidia de dicho caudillo, y mientras los aldeanos aguardaban expectantes los vivos tonos con que Ulf le introducía y al mismo tiempo retardaba su aparición en escena, para el caballero en cambio iba progresivamente perdiendo atractivo la narración, dejando que por analogía su pensamiento fuese ocupado por otro pérfido señor. Quizá por eso, al ir entrelazándose el relato con sus preocupaciones, de pronto despertó su interés, al notar los paralelos:

El caudillo era súbdito del rey turdetano, de cuyo favor gozaba. Bien mal había empleado, sin embargo, esa confianza, pues estando los bosques a su cuidado hubo de permitir la progresiva invasión de los anatolios, que venían del Este. Dicho pueblo, nómade aún, quiso instalarse entre los árboles y las ciénagas en que vivían los turdetanos, y al principio convivieron pacíficamente. En el Reino de las Tres Coronas no habían aún los caminos que luego se construyeron en la cúspide de la época imperial, y las comunicaciones eran muy lentas: esto, sumado a la revuelta de la nobleza, hizo que en Dáladon no se supiera de esta silenciosa invasión. El caudillo del sur, en cambio, decidió que más bien le valía tolerarla, y cuando los anatolios llegaron a ser más numerosos que el pueblo de las coronas, la situación se volvió violenta. Los bárbaros del Este eran en realidad una avanzada, enviada por el oscuro señor que regía desde hace un tiempo los destinos de esa nación: Keraunos, apodado el Trueno del Levante, un ogro poderoso y hechicero. A él los anatolios estaban sometidos, de él huyeron en el principio de los tiempos, hasta que llegaron a adorarle con auténtico culto. Obviamente, Keraunos era acérrimo enemigo de las coronas que habían vencido a sus congéneres en la guerra de las bestias, y contra ellas movía ahora al pueblo que había conseguido hacer cautivo.

El caudillo prefirió pactar con esos bárbaros, traicionando a su rey, bajo la promesa de ser él el señor de esa provincia. Nada de eso sabían en Dáladon, engañados por mentirosa correspondencia. Así, cuando Vigencio y su real consejo, luego de grandes fiestas celebrando la unidad del naciente Imperio, decidieron organizar una comitiva al sur para levantar un obelisco que conmemorara la fundación de la Alianza y pusiera fin a las disputas intestinas, el ambiente ya estaba propicio para la tensión: el público sabía que esa expedición iba a la boca del lobo, y todos aguantaban la respiración. En cambio, Edward solo podía pensar en una cosa: el caudillo era Quinto, y como Quinto actuaba, al servicio de poderes ignotos para el Imperio que, sin embargo, tramaban su ruina desde hace siglos. Se preguntó si Ulf sería consciente o no de cuanto estaba diciendo, y de la clave interpretativa que le estaba dando.


—¿Sir Edward? —preguntó, sorprendida.

Algo se movió inquieto dentro de ella, una sensación de angustia subió hasta su garganta.

—¿Algún problema con eso, Clara? —le dijo Dardán.

—¿Para qué lo quieren?

—¡Y para qué va a ser! ¿Para felicitarlo por sus logros? Ese infeliz ha sido un problema suficientemente grande como para que Alcico lo notara. Por eso Ulderico está aquí: la orden viene de arriba, si es que me entiendes. 

Titubeó la joven, su garganta se había hecho un nudo.


La música continuaba en la taberna. Edward, los ojos fijos en su amigo, sorbía el hidromiel, pensativo. Narraba este cómo se compuso la expedición que había de ir, en nombre del emperador y de los reyes, a levantar el Obelisco de la Alianza: 


Los reyes de los pueblos     actuar querían sin demora,

Como largo era el camino al sur     pensaron salvarlo surcando las olas.

Desde el archipiélago     de infinitas islas famosas

Vino en su nave un aventurero     de memoria honrosa

Argos fue su nombre     de espada orgullosa

La que ciñó a su costado     en buena hora.

A él encargaron los reyes     que condujera la comitiva

Al mando iría sir Bastián     legado real de esa compañía

Y con él, el druida Onorio     sabio que el futuro anticipa.


Oscuro sueño tuvo Onorio     el día antes de la partida

La muerte, él decía,     que sobre muchos se cernía.

Creyendo el rey turdetano     que a pestes del sur se refería

Dispuso que con ellos     el caladrio también iría.

Era esta una ave blanca     que curaba toda malatía.


Mientras surcaban las olas     a bordo de la nave de Argos

Un brujo en el sur     al caudillo vino de parte de su amo

Díjole el anatolio     que el futuro había escrutado:

“Se acerca una nave     que te causará gran quebranto

Deja que use con ella mi arte     y a los espíritus vaya invocando:

Haré que perezcan en los mares     sin que de ellos quede ni el canto”

Invocó el hechicero     la fuerza de Keraunos

Seguro de partir la nave     con el rayo y los vientos raudos.


La tormenta se abatió ese día     sobre la barca famosa

Mas no sabía el brujo     que en ella iba la fuerza hermosa

Que actuaba en el druida Onorio     vicario de la voluntad poderosa

Que es dueña de cielos y tierra     que solo al Creador rinden obediencia pronta.

 

Hubo aclamaciones en este punto de la historia: el Imperio estaba asistido por la fuerza de lo Alto, la misma que les libró de las bestias, les libraría ahora del ogro del oriente y de los pérfidos anatolios y sus chamanes. Sir Edward no pudo sino sonreír orgulloso, al ver cómo la habilidad de su amigo hacía que todos vivieran la narración como en presente: tan imbuido estaba él ya en ella, que los vítores espontáneos fueron los que le hicieron volver a la realidad. Volvió a prestar atención: ya desembarcaba el legado imperial en las costas del sur, en la desembocadura del Dáladad, ante los ojos atónitos del caudillo que luego castigaría al incompetente brujo. Obviamente, el pérfido se haría pasar por siervo de su señor el rey y leal al emperador, y gustoso recibió a los enviados, que no podían sino estar sorprendidos de ver gentes de lengua extraña en esos parajes:


“Descuidad” les dijo el caudillo    “estos son los del pueblo anatolio

Los que han venido del Este     y que han venido a este golfo

De las bestias huyendo     pidiendo socorro”

“Han venido en buena hora”     contestó Onorio

“Pues entre las naciones todas     solo el Imperio a las bestias derrotó”

“De los reyes traemos cartas”     sir Bastián en hablar se adelantó

Pues quiere el emperador     conocer el lugar en que la Alianza se fundó

El mismo en que la batalla del Dáladad     hace siglos se libró:

Aquel en que por primera vez     el hombre a las bestias venció.

¿Conoces, caudillo,     el sitio al que me refiero?

“Lo conozco”     respondió el embustero

“Está lejos de aquí,     en los bosques envuelto 

Y aunque para muchos     permanece secreto

Mi memoria ha hecho     de él buen recuerdo.

En vuestra nave     el río podéis remontar

En persona     yo os he de acompañar

Y con gusto     habré de señalaros el lugar.

Mas hoy aguardad     comed y descansad:

No es bueno que el viaje     tan pronto queráis iniciar.

Dejad, que en honor de los reyes     una fiesta quiero dar

Conocer las noticias del norte     y a todo el pueblo invitar”

Bien pareció a todos     el prometido agasajo

Y a la sombra propicia    del barco de Argos 

La real comitiva     guardó tranquila el descanso.


—No será fácil sorprender al caballero —dijo, por fin, Clara— es hombre valiente, y su amigo Ulf es astuto. 

—Estamos seguros de que encontrarás la forma de hacerlo —le contestó Ulderico— si así lo quieres. Aún tienes que recuperar algo de confianza aquí ¿no te parece, preciosa? Considera que la desaparición de Edward sería muy conveniente: sus operaciones se han extendido más de lo razonable y si continúa, él y Casiano quizá resistan lo suficiente como para que el barón mueva hacia aquí sus tropas.

—Ese maldito se las ha hecho ver negras a los piratas —interrumpió impetuoso Dardán.

—Silencio, amigo mío —le reconvino Ulderico— mide tus palabras antes de soltar información —y con aire molesto, continuó:— sí, pronto el gobernador habrá vencido a los piratas. Si para entonces no hemos derrotado a Casiano, se acaba todo: pues la victoria de este le asegurará la señoría de Namisia. Y sin Quinto allí para cubrir los trabajos… ya se entiende a lo que voy ¿no es así? Todo el punto está en quitar de en medio al caballero que nos estorba.

Clara bajó la vista, sin saber qué hacer. Cerró fuerte los ojos y apretó los puños ¡no lo podía creer! Meses, años incluso, buscando una confirmación, una conexión explícita entre Quinto y los bandidos, y ahora, ahí le tenía, frente a sí. Su posición en Odesia le transformaba en una pieza clave de Alcico, a ella, que podía llegar hasta Edward con facilidad. Le bastaba con cooperar y tendría garantizado, dentro de poco, acceso hasta el mismo Quinto. Por fin podría tomar venganza, la dulce venganza tanto tiempo retrasada, mentada, saboreada. Pero el precio a pagar por ella… era sir Edward. 


Mientras tanto,     el enemigo no dormía

Como el viento     rápido partía

Y a sus aliados     en consejo reunía.

El malvado caudillo     a sus amigos seguridad exigía

Si les entregaba al legado imperial     ¿qué es lo que a él le darían?

El líder anatolio     a nombre de todos habló:

Grandes riquezas     al caudillo prometió.

En nombre de Keraunos     el hombre juró:

“Serás aquí señor     como ninguno jamás antes vivió”

Con estas palabras     el traidor se regocijó:

Bien era cierto que a los anatolios     el pueblo estaba ya sometido

Y en breve tiempo esperaba     ver a todos ante él rendidos.

Con este pensamiento     con falso gesto de amigo

A los enviados de Vigencio     y de los reyes volvió el enemigo.

Gran banquete en su honor     el mentiroso había ofrecido

Y con prontitud     esta sola palabra hubo cumplido.

Extrañole a Argos,     el sagaz navegante,

Que en la fiesta los sirvientes     fueran todos imperiales

Y en cambio los asistentes     anatolios totales.

¿Cómo es que la servidumbre     era de la Alianza gente

Y en cambio los convidados     extranjeros corrientes?

Quiso saber más,     el soldado valiente,

Pero no pudo indagar     entre los presentes:

Algo temían     esas buenas gentes

Y con pavor callaban     para no ser oídos por el dirigente.

Pareciole a Argos que el pueblo     sometido estaba al extranjero

Y así lo dijo a sir Bastián     legado del poder verdadero.

El noble comandante     quiso aclarar el asunto

Y preguntó imprudente     al caudillo astuto.

Este le respondió,     con pensamiento agudo:

“No os preocupéis,     el pueblo es libre en lo suyo

Serviros a vos, legado del rey,     es un orgullo

Que al bárbaro no se concede,     solo al libre cupo”

Con estas palabras     cerró el malvado su truco.


¬—No saben lo que me están pidiendo —se quejó Clara— ¿cómo voy yo a asesinar a un hombre como Edward, y escapar luego? Es más fuerte que yo y sus hombres velan por él. Tendría que recurrir… a otra clase de encantos, y entonces todos sabrían que he sido yo.

—No te preocupes por eso, preciosa —le dijo el juglar— lo queremos vivo. El mismo Alcico se encargará de su cabeza. Es importante que el escarmiento se haga público, para causar el desánimo, el terror, en nuestros enemigos: de otro modo no venceríamos a Casiano antes de la llegada del barón.

—Quizá sea necesario ser más persuasivos contigo —declaró, terrible, Dardán— óyeme bien, Clara: así como te hemos traído aquí, en dos segundos podemos traer a esos niños que proteges. 

La mujer palideció.

—No… no se atreverían….

—Oh, sí, sabes muy bien que sí. Como fynnio y ex pirata podría jurártelo aquí mismo: pero no necesitas que te recuerde cómo es la vida en la bodega de un barco, o encadenada a la humedad de una cueva ¿verdad? Estoy seguro que habías pensado en otros mejores lugares pare esos críos.

Con un gesto, el músico aplacó al bruto, que estaba ya sobre la chica, y en un tono más bajo y tranquilo, continuó:

—Clara, como te decía: has de probar quien dices ser. Te estamos dando una oportunidad, otros medios también tenemos para conseguir lo que queremos. Debieras estar agradecida. Sin embargo, nuestra paciencia podría agotarse. 


Acabó la fiesta     los días pasaron

En la nave de Argos     todos embarcaron

Por el Dáladad arriba     ligeros navegaron.

Perderlos procuraba     el caudillo malvado

Mas Argos era buen capitán,     no pudo engañarlo:

Pasaron por aldeas     y pueblos alejados

Bien pronto supo el héroe     que la verdad habían ocultado.

El pueblo fiel sufría    bajo el yugo extraño

De los terribles anatolios     sirvientes de Keraunos.

Gracias a hombres leales     en el bosque refugiados

Conoció Argos que el caudillo      se disponía a emboscarlos.

Cuando aquel día llegó     le halló preparado

¡Señor! Que bien combate     el guerrero legendario

En el medio del mismo claro     en que luego el Obelisco fue alzado

Se batió con valor     por los del bosque ayudado

Allí el caudillo     fue por fin desenmascarado

Mas en medio del ataque     fue muerto el legado.

Gran dolor y rabia     de todos se hubo apoderado:

Sir Bastián cayó     a la manera de los bravos

Su sangre se vertió     como funesto presagio.


—No puedo asegurarles el éxito —dijo Clara. Sus ojos estaba húmedos, y brillaban reflectando las luces de la noche— ya he dicho que no es fácil lo que piden. He trabajado mucho haciéndome un lugar en esta aldea y algo se me ocurrirá, pero necesito unos días.

—¿Pides tiempo? —rugió Dardán— ¿En lugar de simplemente aceptar la misión? ¿Y pretendes que te lo demos, sin más? ¿Cómo sabemos que estás de nuestro lado, en esto? Has dudado más de lo razonable.

Clara suspiró. Con dolor, respondió:

—Les diré qué caminos usar, si quieren pasar sin ser detectados. Dentro de poco, las sendas de los bosques estarán estrechamente vigiladas por sir Edward. Yo misma le he dicho dónde poner los centinelas. Sabiendo esto, no solo podrán mantenerse invisibles como hasta ahora, sino que también podrán llegar hasta mí, incluso aquí. Ahí hay una prueba de confianza: si son capaces de volver a verme, será solo porque les he dicho la verdad. De otro modo, si miento, caerán prisioneros o muertos en cualquiera de sus incursiones. Estoy segura de que sabrán probar la situación sin arriesgar sus propios pellejos.

Los ojos de Dardán la atravesaron, desconfiados. Al cabo, dijo:

—Tres días. Eso es todo lo que tienes para pensar en un modo de entregarnos al caballero. Cualquier paso en falso que des, lo pagarán los niños. ¿Está claro? Ahora, danos esa información de la que hablas.


Se replegó Argos     por los anatolios asediado

Volvió a su nave     por Onorio acompañado

Un grito de guerra     en los bosques fue escuchado

Es Argos el héroe      el que por todos ha clamado.


En medio del pantano,     junto al sureño océano

Se alza imponente     duro collado

Allí se hacen fuertes     Argos y sus soldados

Los anatolios     la península toda han rodeado

Sobre esa peña     un día Calidia se habrá alzado

Mas entonces no era más     que roca y barranco.

La situación fue entonces     para todos desesperada

Entre el mar y el pantano     estaba la hueste encerrada

Y lo peor de todo:     los reyes de nada se enteraban

¿Es que habrían de morir allí     como si nada?


Gracias a la virtud del caladrio     el druida las heridas curaba

Mas no podrían resistir por siempre     contra toda esperanza.

Confió entonces Argos     en acudir a las cabezas coronadas:

Debían enterarse pronto     de cuanto en el sur pasaba

Enviaron entonces al caladrio,     en su pico las cartas:

La milagrosa ave     volar debía rauda

Con el mensaje hasta Dáladon     pidiendo ayuda sin tardanza.

Pasaron los días,     en cruenta batalla,

Hasta que desde el norte     se vieron las plumas blancas

No era otro que el caladrio     que traía en sus garras cartas

La firma era del rey     de la turdetana raza

Y con el sello del emperador     venía corroborada.

Se alegraron Onorio y Argos     al ver las letras esperadas

Mas de sus ojos se fue el brillo    y huyó la voz de las gargantas

Cuando con pesar oyeron     duras las reales palabras.


Pesábanle al rey las noticias,     al emperador también pesaba

Entendían los soberanos     que el sur perdido estaba.

Del terrible Keraunos y del pueblo anatolio     decían saber nada,

Pero que si los bosques eran peligrosos     que pronto los abandonaran:

Suban las gentes a la nave,     y las velas desplieguen amplias

No era sensato dar batalla     por tierra así lejana

Dispensados quedaban todos     y bien podían tornar la espalda.


Al pronunciar estos versos, a un ritmo marcadamente lento, el público de la taberna respiró como un solo hombre, golpeado, asombrado: nadie supo ni quiso decir nada, un elocuente silencio inundó el aire de la taberna, incluso a pesar de que la historia era conocida: tal había sido el dramatismo, que a los sureños les parecía haber oído en persona la lectura de la carta real, por la que la corona abandonaba la región. Y ese mismo tono adquirió el canto que siguió:


Con pesar oyeron las cartas     el pueblo, Argos y Onorio

Nunca como ese día     el silencio fue tan rumoroso.

Paseó sus ojos el guerrero     el navegante poderoso

En buen hora ciñe la espada     hombre tan valeroso:

Sus ojos paseaban     escrutando los rostros de todos,

Vio gentes cansadas     pero de brazos animosos.

Viéronle los hombres     alto y hermoso

En su mano la robusta lanza     la espada en reposo

Junto a él el viejo Onorio     de cayado ñudoso.

El silencio se tensó     cuando Argos habló orgulloso:

“Escuchadme amigos míos     atended bien a mis palabras

Sabéis muy bien a qué hemos venido:     el emperador nos confió misión clara:

La de reencontrar el lugar     de la fundación de la Alianza

Y levantar allí un obelisco     como voto que la gesta recordara.

¿Mas cual es esa gesta     que habíamos de rememorar?

¿Cuál el alto hecho que la piedra      para siempre ha de contar?

Lo conocéis todos:     que en estos bosques se gritó libertad

Que en ellos el acero relució      contra el yugo bestial.

Otra vez se levantan contra el Imperio     hombres mandados por un ogro fiero

Monstruo del bestial género     que dicen además es hechicero.

Por él los anatolios combaten     y pretenden estas tierras someter al miedo

Deshonrando así la sangre     que se vertió en este suelo.

Los reyes retirarse aconsejan     dando por vano el intento

Y para siempre perdido     este momento.

Mas yo ahora a vosotros me dirijo     y os pregunto:

Si yo que de las islas vengo     y no soy de este terruño

Dispuesto estoy a luchar     por lo que considero bueno

¿vosotros que sois nativos     me seguiréis en esto?

¿O preferiréis partir en rápida nave     al norte ameno?

Si alguno teme a la bestia     o a los hombres al ogro sujetos

Recuerde el testimonio     del futuro monumento

Que a levantar vinimos     a estos pueblos:

Ya una vez a los monstruos vencimos     no será vano el intento

Seguro estoy,     que con el Creador combatiremos

Y aunque fuésemos muertos     jamás vencidos seremos

Por mucho que uno se empeñe     no puede derrotar al cielo

El acero brillará claro     el sur será liberado

Pues hoy ha llegado     el día señalado

En que el pueblo enseñe     de fidelidad a los soberanos

¿Cuál es vuestro grito?     ¿estáis o no a mi lado?”

Con aladas palabras     el héroe había hablado

Y el pueblo se mostró     del todo confortado

Sin mediar un segundo     “guerra” fue el grito gritado.


Y ciertamente, el auditorio también prorrumpió en aclamaciones de entusiasmo. Se levantaron las jarras de hidromiel, se lanzaron gritos y sombreros al aire, y la tensión se disolvió en aparatosas carcajadas. Durante unos momentos, todo fue confusa algarabía, mientras los sones de la cítara, rítmicos y constantes, volvían a hacerse espacio para acaparar la atención.

Edward mismo estaba admirado de lo que presenciaba. Su corazón, tenía que admitirlo, había latido con fuerza, y por poco desenvainó la espada para ofrecerla a Argos, como si el héroe hubiese estado presente. Le conmovió ver que no era el único. En torno suyo, la taberna entera era una prueba de que los ideales del Imperio seguían vivos en esos bosques, que aunque los señores, incluso los reyes, se mostraran fríos y distantes, el águila moraba en esos corazones. Ulf tenía razón: la canción le había ayudado a recuperar los ánimos ¿qué pensaría Clara de esto? Seguro que le habría hecho reconsiderar una o dos cosas también.

Buscó a la chica con la mirada, pero no la encontró de inmediato. La narración continuaba: Ulf comenzó a contar cómo la guerra se prolongó, difícil y sangrienta: los poblados se levantaban y los bárbaros se lazaron al ataque ¿dónde estaba Clara? Hay demasiada gente en la taberna, y las velas se consumen ya. Diecisiete años. Ese era el tiempo que, según el intérprete, había durado la guerra en el pantano. Por supuesto, habían terminado por recibir el apoyo de los reyes, que al saber de la heroica resistencia enviaron pronto a sus ejércitos, y eso también había servido para aunar a todos, al pueblo, a los nobles, a las coronas, contra un enemigo común. El caballero estaba un poco distraído: Lope y Madalena estaban ahí, junto a Ulf, absortos en el relato ¿pero, y ella? La puerta de la taberna se abrió en ese momento y la vio entrar. No alcanzó a cuestionarse qué hacía afuera porque, justo en ese momento, la puerta volvía a abrirse para dejar pasar a otra figura, encapuchada y con un alto cayado. Desde lejos se reconocía que era un druida. 

La canción terminaba, con el triunfo y exaltación de Argos, ahora generalísimo de las legiones del sur y fundador de Calidia. Los anatolios, rechazados después de casi dos décadas de combate, fueron repelidos de vuelta hacia el Este.

—¿Y qué pasó con ellos? —preguntó en voz alta Lope, tirando del manto de Ulf— ¿y el ogro?

—Eh… pues… el ogro…

—Fue derrotado y nunca volvió a levantar sus garras contra nadie —la voz, imperiosa, atravesó media taberna, y todos se volvieron para saber quién había hablado.

Ahora, Edward lo reconoció: era el druida Odlán. El mismo que, hace más de un año y medio, cuando llegó a Urbia, había conocido. 

—Los anatolios estaban bajo su poder. Sin embargo, cuando se fueron de estas tierras, se llevaron prisioneros a algunos druidas. Ellos vieron que los pobres bárbaros estaban esclavizados por ese demonio. Y les enseñaron la verdad sobre el Creador, y cómo el Imperio había vencido a las bestias, siglos antes, y conquistado el favor de las bestias amigas. Y cuando un grupo de ellos creyó, ocurrió lo impensado: algunos profetizaron. Era el Creador, que se escogía druidas también entre ese pueblo. De allí a poco, los anatolios tuvieron su propio héroe, el guerrero del grifo, que derrotó a Keraunos. Y sin su influencia, los bárbaros fueron libres de ir donde quisieran. Algunos se asentaron a orillas del Lago de Cristal, y se llamaron alanos, fundadores de la ciudad de Nifrán. Otros fueron más al norte, y aún hoy son nómades, que se hacen llamar varnos, guerreros de los Campos Brunos. Pero todo esto son otras historias.

—¿Tú has visto a los bárbaros? —preguntó de nuevo Lope, que no había entendido ni la mitad de la explicación, pero le bastaba saber con que el ogro había muerto… y que ese señor del báculo claramente sabía más cuentos.

—¿Que si los he visto? ¡Si vengo de estar entre ellos! —rio el druida— Pero estoy cansado y vine a buscar cobijo en esta taberna. Me mata la sed. ¿No será que en este pueblo han olvidado cómo se trata al peregrino?

Entre carcajadas, las gentes se agolparon alrededor, y sir Edward aprovechó de saludar al recién llegado. Clara, aliviada de que su ausencia no hubiese sido notada, se apresuró en traer una jarra de hidromiel. Había sido gran suerte toparse con el druida en la puerta: si alguien la vio entrar, habría pensado que estaba recibiéndole.

Mientras servía, lanzó una mirada a Edward, junto al cual habían vuelto los niños, según su costumbre. El nudo en su garganta había bajado a su corazón, atribulado. ¿Y si le confesaba todo? ¿Qué pensaría? 

Continuará...


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Published on September 24, 2021 05:17

September 3, 2021

Edward o el Caballero Verde, Parte XX

 Fiesta en la taberna

Jarras de hidromiel

—¿Has disfrutado del paseo y de la charla con tu amiga?

Las estrellas brillaban en el cielo. Edward y Ulf desensillaban los caballos antes de retirarse a descansar, luego del largo día.

—Ulf, si no te conociera, diría que estás celoso. ¿Qué es lo que le ves a Clara? ¿No nos ayudó acaso?

—Más bien, me asustó lo mucho que sabe de los bosques. Demasiado, en realidad, para alguien que no creció en ellos.

—Lo importante es que está dispuesta a echarnos una mano. Entiendo que desconfíes de ella, pero confía en mí: hoy me he convencido de que aborrece con toda el alma a los malvados. 

Suspiró Ulf, observando a su amigo. El gran guerrero —pues estaba notablemente más alto que cuando salió de Uterra— estaba concentrado en aflojar las cinchas de Diamante, y le había contestado sin mirarle. Algo le molestaba, de otro modo su réplica hubiese sido, como siempre, de frente, fijando sus ojos decididos en el rostro de su interlocutor. 

—Sabes que si me pides confiar en ti, Edward, no puedo hacer otra cosa: en tus manos pondría mi vida. Pero ahora confía un poco tú en este amigo que te ha seguido por medio mundo: algo te tiene preocupado. Veo que esta vez no te sonrojas, por lo que no deben ser cuitas de amor.

El caballero quitó la montura de Diamante y la puso a un lado, para luego proceder a retirar el freno al buen animal. Dando unas palmadas cariñosas a su cuello, lo condujo hacia la pesebrera. Solo entonces se volvió hacia su amigo:

—Ulf… no sé cómo decir esto. Pero, luego de lo que hemos visto aquí, ¿qué piensas del Imperio? Hace un tiempo me comentaste que te parecía que Dáladon abandonó esta zona en manos de maleantes. ¿Y si los maleantes no fueran los bandoleros solamente, sino que también los señores?

—¿Qué quieres decir? Ya hemos hablado de esto. Sabes mi opinión, menos soñadora que la tuya: no todos los nobles son como tu padre, ni la paz es tampoco una realidad en todo el Imperio, como debiera. Tú mismo me recordaste una vez que en los límites la vida es dura pero que, pese a todo, allí donde hubiera alguien dispuesto a luchar por la justicia, allí estaba el águila tricéfala. ¿No estás tú aquí por eso? ¿Qué es lo que te sorprende?

—No es lo que hacen los que se olvidaron de su lealtad al emperador y los reyes lo que me preocupa, sino lo que no hacen los que se suponen son fieles.

—Edward, yo no soy un pensador. Y a ti te preocupa algo concreto, no una vaguedad como esa. Dime de una vez: ¿qué ocurre?

–Bien: lo formularé así, pero no te gustará. Clara me ha dicho que sospecha que detrás de Alcico está Quinto.

—¿Clara te ha dicho…? ¿Que sospecha…?

—Ya ves, no debí decirlo así, pues no confías en lo que ella pueda decir… Y no, no sospecha. En realidad, está convencida. Está muy segura de la maldad de Quinto, por alguna razón que no pudo decirme. 

—Edward ¿no fuiste acaso tú mismo el que me explicó que el regente de Namisia compite con el corregidor de Urbia para ser señor de la ciudad? ¿Y no me comentaste que las victorias de Casiano sobre Alcico podrían valerle también el triunfo sobre su rival? ¿Y que en cambio, que si los bandoleros se imponen, que tanto el barón como su protegido quedarán en desventaja en la zona, frente a los hermanos Marcus y Quinto? 

—Sí, así es…

—¿Y no lo ves? Es raro que yo lo diga, pero tu amiga tiene un punto. Quizá el regente no está en la raíz de todo esto, pero, si resulta ser un político hábil, ahora debiera estar estrechando lazos con los hombres del bosque para asegurarse de que su rebelión se imponga, al menos el tiempo suficiente. Si no la provocó, al menos se beneficiará de ella.

Edward estaba estupefacto.

—¿Es que todos lo veían así, menos yo? —exclamó— Hay que avisar a Casiano ¡qué digo! Lord Geoffrey debe enterarse.

—Edward, seguramente ya lo sabe. 

—Bastará entonces una carta a Dáladon, y el rey o incluso el mismo emperador harán justicia, Quinto no puede tener su apoyo si está en conexión con criminales.

—¿Y qué prueba acompañará a esa carta? Recuerda que el hermano de Quinto está en la corte. Una acusación así, vacía, tendrá el efecto contrario, y el sospechoso será el barón. No hará algo así, a menos que estuviese dispuesto a enfrentarse abiertamente con Namisia y Dórida, al mismo tiempo que sostiene su campaña contra los fynnios.

Edward calló, aún más preocupado que antes. No quería aceptar una cosa así, pero tenía, lamentablemente, demasiado sentido. 

—Vamos, Ulf, acompáñame a la taberna. Dicen que hoy habrá fiesta allí, y yo necesito quitarme estos pensamientos de encima. Quiero una cerveza.


Era tarde, pero el salón de la taberna estaba iluminado. La gente del pueblo había ayudado a reconstruirlo, pues era el único lugar de reunión de que disponían. Además, la llegada del mercader, que pronto partiría, había vuelto a llenar los barriles del local, que por primera vez en mucho tiempo pudo ofrecer alcohol al pueblo. Por lo tanto, toda la aldea estaba allí, apretujada y alegre. Clara y otras mujeres atendían las mesas y la charla y la música se iban alargando con aire festivo.

La joven se alegró al ver aparecer en la puerta al caballero. Había pensado que no vendría, cansado como le vio después de la ronda. Y, sin embargo, allí estaba. Lope y Madalena lo notaron de inmediato, como si hubiese sido anunciado, y corrieron hacia él. La chica sonrió, complacida, y se permitió observarlo desde su incógnita posición entre la muchedumbre. Era cierto que el guerrero de Uterra había sido un poco cansino con sus preguntas. Pero también, que las mismas brotaban de una preocupación sincera por todos, y de un convencimiento íntimo sobre la importancia de su misión. Misión que había buscado él mismo, en lugar de quedarse con su familia en la heredad paterna. Se sonrió imaginando a los miembros de ese clan, a sus hermanas y hermanos, de los que Edward le había hablado por el camino, y preguntose si todos tendrían el mismo ánimo que el caballero. Ella también había hecho bastantes preguntas, ahora que lo pensaba: pudo hacerse una idea bastante clara de la vida del capitán de Casiano. Y su corazón latió un poco más fuerte al caer en la cuenta de que las preguntas de Edward, las que tanto le incomodaron, habían sido formuladas no solo por preocupación general, sino por interés en ella. 

En ese momento, vio que los niños la señalaban, y la mirada del hombre se dirigía hacia donde estaba. Sonrió y fue a su encuentro.

—¡Qué bueno que has venido! —le saludó— y también tú, Ulf, bienvenidos —agregó, consciente de que tenía que hacer lo posible por ganarse también al amigo del caballero.

—Gracias, Clara —contestó Edward por ambos— es un gusto verte también… y veo además que te has puesto el vestido que compraste.

—¿Te gusta? —dijo enseñándoselo— la costurera hizo un trabajo rápido y bueno. No recuerdo la última vez que tuve ropas nuevas.

—Te sienta magnífico. El celeste, ya te lo he dicho, realza tus ojos.

Un silencio y rubor en las mejillas fue lo que siguió a esa declaración. Ulf no podía dar crédito a sus oídos: ¿cuánto habían intimado esos dos en un solo viaje? ¿Dónde había quedado el decoro de su señor? ¡Toda Odesia los vería flirtear, por amor del Creador!

—Nos encantaría poder probar esa nueva cerveza que trajo el mercader —intervino Ulf, antes de que la situación escalara— ¿podrías hacernos un lugar?

—Oh, de cierto —dijo ella, como si se rompiera un hechizo— perdónenme, no sé en qué pensaba —y añadió:— me temo, sin embargo, que no es cerveza lo que nos ha traído el mercader, sino otra bebida del Este: hidromiel. Pero a todos les ha encantado. Por aquí, les haré sitio.

Ulfbardo se alegró de que, una vez con las jarras entre las manos, el trabajo en la taberna fuera lo suficientemente abrumador como para que la chica no pudiera distraerse demasiado con ellos. Aunque no era la dueña del lugar, sino solo la guardiana de los niños, en una ocasión tan especial como la de ese día, no podía la que había sido mesera allí desentenderse del trabajo como si fuera algo ajeno a ella.

Edward, por su parte, estaba distraído. Su mirada vagaba, inconscientemente, entre sorbo y sorbo buscando a la mujer entre la multitud. No el alcohol, sino la vista de la muchacha era lo que había conseguido apartar las preocupaciones de su cabeza. 

—Edward, sé que no te gustará oírlo, pero por respeto a tu padre tengo que decírtelo: no te olvides que es un imposible. Sabes a lo que me refiero.

—Ulf, amigo mío —le respondió mirándole— eso lo sé. Pero es de noche, y la noche es el espacio del sueño. Déjame al menos un momento soñar que es posible. ¿No tienen los juglares baladas sobre amores prohibidos?

—Ya está. Ahora puedo jurarlo. Te has vuelto de la noche a la mañana un romántico. ¿Cómo es que no me pides epopeyas en lugar de canciones de amor? Me temo, sin embargo, que todas ellas cantan una situación bien distinta: ya ves, normalmente la dama es inalcanzable por estar por encima del amante, socialmente hablando. No al revés.

—¿Y qué sabes tú de la posición de Clara? No conoces nada de su pasado.

—¿Y tú sí? ¿Me vas ahora a revelar de golpe que nuestra misteriosa mesera es en realidad una princesa? Eso sí que sería noticia.

Edward suspiró. 

—Oh, Ulf. Déjalo. Tienes razón, es una tontería. Debiera en cambio estar preocupándome por lo que corresponde a mi rango de caballero, y pensar en cómo desenmascarar a Quinto y hacer caer a Alcico —diciendo esto, tragó un largo sorbo de hidromiel, esperando que su sabor diluyera un poco la herida de amargura de su alma. 

Su amigo, compadecido, le dijo:

—¡Vamos, Edward! Anímate. Todo el mundo está de fiesta hoy. Perdona mis palabras, que si bien ciertas, no han atinado al momento adecuado. Pero yo sé qué tipo de palabras puede animarte. ¿Quieres oír, por ejemplo, la canción de Argos? Las historias de héroes siempre han levantado tu corazón —el caballero hizo un gesto desganado, pero Ulf sabía que no era una reacción sincera. Levantó entonces la voz, para ser oído de todos— ¿Queréis, oh habitantes de Odesia, oír el cantar de Argos?

Un estruendo de entusiasmo fue la respuesta, y el músico se puso en pie.

Clara se detuvo al oír el anuncio, por primera vez en años interesada en una canción. No sabía qué es lo que le pasaba, pero sentía como si no hubiese vivido hasta ese día, como si por primera vez pudiera captar la alegría a su alrededor, y no solo las sombras. Quería convencerse de que era culpa del hidromiel… pero muy en el fondo conocía la razón, cuando veía que, entre la multitud, un par de ojos le buscaban. Y extendiendo la simpatía que sentía por el caballero a su amigo, quiso escuchar su función.

En ese momento, sintió un golpeteo en la ventana, tras ella. Se volvió, pensando que sería gente que, no pudiendo ya encontrar espacio por la entrada principal, querían que les abriera la puerta de atrás. Sin pensarlo, abrió: pero ante sí solo tenía el rectángulo negro de las tinieblas.

Dio unos pasos hacia la noche, mientras la música empezaba a sonar a sus espaldas. Y sintió que alguien le tomaba la mano y le tapaba la boca, arrastrándola hacia la oscuridad. La puerta se cerró tras ella y la taberna y su alegre mundo fueron arrancados de su vista de golpe, cuando un saco cubrió su cabeza. Sujeta, se sintió llevada lejos y rápido, hasta que arrojada al suelo le quitaron la capucha y pudo ver a sus captores. Dardán levantaba una antorcha, estaban en medio del bosque. 

—Perdona nuestros modales, Clara —le dijo con ironía— pero tenemos que hablar.

Y junto a la figura del calvo, se recortó otra, que hizo que la muchacha perdiera el aliento y las ganas que tenía de luchar: Ulderico.


Continuará...


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Published on September 03, 2021 09:49