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Artemisa se movía con la gracilidad de una gacela y la furia incontrolada de un jabalí salvaje.
Artemisa era puro instinto animal. Su carácter resultaba inescrutable; era lo que un escritor de la antigüedad describió como sus «crueles misterios». Era tan imprevisible y despiadada como la propia naturaleza.
No eres como los demás… ¿Qué eres?
La diosa era solitaria por naturaleza, se cobijaba entre el silencio y las sombras, pero sin su hermano gemelo, se había quedado sola de verdad. Ya no tenía nada que perder.
Era el semblante propio de un guerrero, demasiado endurecido por siglos de muerte como para dejarse llevar por el dolor.
—¿Cómo se entierra a un dios? —repuso Atenea—. Artemisa estaba hecha de poder, no de carne. Ese cuerpo es poco más que un cascarón vacío. Ahora mi hermana es… libre.
Lucharía hasta caer rendida, y después lo seguiría intentando, arrastrándose si fuera necesario.
—No te vas a morir —susurró Lore—. Ni hablar. Y si te mueres, te seguiré hasta el Inframundo y te traeré de vuelta a rastras. Yo tampoco tengo miedo. No me da miedo nada.
Envolvió con la mano la escuálida muñeca de su amigo, como si pudiera mantenerlo con vida solo con su fuerza de voluntad. Notó su pulso bajo las yemas de los dedos.
—Se cuál es mi destino —susurró. Y cambiaré el tuyo.
Lore desapareció dentro de la fortaleza de su cuerpo, se remontó hacia el pasado, hasta que encontró a esa niña capaz de arrancarle el corazón a su oponente con tal de apuntarse una victoria.
Después, desató toda su rabia. Cada pérdida dolorosa, cada humillación, cada recuerdo de esa indefensión asfixiante se agitaron en su interior como una tempestad.
Deseaba convertirse en uno de esos monstruos de leyenda. Su kléos sería una infamia gloriosa.
—No importa lo que me ocurra a mí… No te hagas esto.
—Podemos extraer una lección de todo esto —dijo Atenea—. Escucha mi consejo: es aceptable e incluso preferible estar sola cuando quienes te rodean podrían engañarte o ser un lastre. Los mortales más excepcionales siempre estarán solos, pues solamente ellos pueden cumplir con su misión. Recuerda eso y deja que sea un bálsamo para tu miedo.
El poder de Ares llevaría su mente hasta el límite. Y te volvería invencible, le susurró su mente.
Pero en su interior seguía habitando esa niña, una niña ávida de poder. La última de su linaje. ¿Quién se acordaría de ella?
Lore le gustaba deslizar los dedos sobre los diseños tallados en la empuñadura, cerrar los ojos y dejar volar la imaginación.
Lore jamás dejaría de ser lo que era entonces: una niña ante el umbral de un mundo secreto, sin una llave para poder abrir la puerta.
Cobardes. Sois unos cobardes, y si vosotros no lucháis, ¡lo haré yo!
—No quiero que las niñas vivan con miedo
Estaban hechos para alcanzar el kléos y convertirse en leyenda.
Necesitaban lo que les correspondía por derecho propio.
—De igual modo que el mar no tiene dueño —replicó Pleamar con un gruñido—, yo solo respondo ante mí misma.
Aquello que se niega a evolucionar, acaba por desaparecer.
Lore haría como los héroes de las leyendas. No fracasaría.
«Te veo», pareció decir la gorgona.
Lore chilló. Fue un grito desgarrador, extraído de las ruinas de su alma. Se dejó llevar por el dolor, lanzando cuchilladas a diestro y siniestro, hasta que se le nubló la vista y el instinto tomó el mando.
—Tú sola te bastas —le dijo Gil—. Levántate, Melora. Venga. Demuestra que tengo razón.
No lo hagas para vengarte de ella. No lo hagas por rabia. Hazlo por ti.
—Tienes que levantarte por ti misma. Yo no puedo cargar contigo, como hiciste tú conmigo hace tiempo —continuó Gil—. Tampoco puedo llevarte lejos, solo hasta la frontera, hasta donde lo tengo permitido. No puedo excederme en mis funciones. Tienes que levantarte por ti misma y seguirme hasta allí.
No dejes de mirar hacia la luz.
«Los dioses tienen la mirada puesta en ti».
Quedaos a mi lado, suplico Lore, desesperada. Quedaos… No me abandonéis…
Las sombras se enroscaron a su alrededor, y cuando sus pensamientos se convirtieron en cenizas y el mundo desapareció, Lore dejó de tener miedo.
Su rostro era como un libro que hubiera sido escrito solo para ella.
Por primera vez en varios días, Lore se sintió lo bastante a salvo como para no tener que seguir reprimiendo el dolor y el cansancio.
Era fácil controlar a una persona sola, pero no así hacerlo con alguien que tiene cerca a sus seres queridos y cuenta con su protección.
La ira no es buena ni mala por sí sola. Puede darte fuerza, ayudarte a concentrarte en un objetivo, pero cuanto más tiempo habita en tu interior sin supervisión, más tóxica se vuelve.
Te quieren. Y siempre te querrán.
—Si algo he aprendido esta semana —dijo Cástor, al cabo de un rato—, ha sido esto: cuando no podemos cambiar el pasado, lo único que queda es seguir avanzando.
—Lo sé. Qué ocurrencia, ¿verdad? ¿Un niño de doce años que se cree capaz de ayudar a un dios?
Aníatos. Incurable.
—Lore —repuso Cástor, sin alzar la voz—. Nací sabiendo cómo hacer tres cosas: respirar, soñar y quererte.
quería fundirse con él, envolverse en la calidez del deseo y entregarse a ese tierno dolor en el corazón al que llamamos amor.
«El poder no te transforma», le respondió su padre. «Solo revela tu verdadero ser».
Pero tú eras como una fuerza invisible para mí, incluso entonces. Eras una fuente de esperanza.
La primera vez que contempló la égida, Lore vio un monstruo convertido en el trofeo de un dios. Pero ahora, mientras sostenía la mirada inerte de Medusa, lo único que vio fue el reflejo de su propio rostro.
La embargó una oleada de poder. Se sintió invencible.
Ahora esta gente es mi familia, comprendió.