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Kindle Notes & Highlights
juerga. Cuando miraba a esas chicas semidesnudas exudando hormonas por las calles, me preguntaba lo que hubiera sido mi vida si yo hubiese tenido veinticinco años menos.
masculló.
jornada. La fiesta en casa de Estébano aún
guanaco, pedazo de puta? —le gritó.
la cantidad de asiáticos que trabajaban en
brazos. Vestía unos pantalones verdes muy tallados
presentar una queja por mi forma de conducir. Jim me lo dijo. Estábamos en su oficina. «Esa
Court, los que bajaban en la calle Cider y en
bajaba del autobús; y la mujer de pantalones verdes ceñidos en la fila de la tienda de ropa de segunda mano. —No te preocupés —dijo Jim con su acento nicaragüense—. Ya te dije que lo hizo con
anterior conductor. —¿Era latino también?
Tom, el barman, estaba atareado. Me sirvió la cerveza y tomó mi orden de alitas de pollo. En el noticiero anunciaron la llegada de una nueva tormenta de invierno para el martes al final de la tarde, con un descenso brusco de las temperaturas y medio metro de nieve. El presentador dijo que
foto de la página web. Comía frente a otro
pubis. Me bajé los pantalones hasta las rodillas; la fusca se mantuvo firme en mi tobillera. Su boca permaneció pegada como lapa
habitación. Regresó con una caja de zapatos entre manos. La puso sobre la mesa y la abrió con la expresión de la niña que nos descubre su juguete favorito: era un revólver magnum 357, plateado, de esos que tienen la cacha
con Estébano en The Lion’s Mouth, luego de su jornada en el restaurante. Hacía un frío calador, pero las calles del pueblo bullían de jóvenes estudiantes: ellas con vestidos cortos y escotados,
comensales observaron de reojo su tremendo
de viento. Unos trescientos metros adelante se metió a un restaurante. Me fui de paso hasta la esquina. Hice un contrachequeo
tristeza en ese pueblo —me dijo—. Rudy resiste porque tiene mujer y familia, porque ya se retiró de lo bueno y caliente, pero vos… Sabía de mi vida más que cualquiera, aunque sólo fuesen retazos;
negocios en que andaba, pero sí información como para que yo me hiciera una idea. Comenzó a hablar de la situación en Michoacán, de los cárteles que se peleaban el botín, de que había plata a montones no sólo de la droga, sino del hierro y la madera; que si cuajaba
no. Mis chuletas se miraban más apetitosas que el pollo del Viejo. —¿Para cuándo esperás que
integramos al pelotón. Estábamos en La Montañona, a finales de octubre, cuando nos ordenaron bajar hacia la zona del embalse. Éramos quince fusileros, con dos armas de apoyo (Rudy con el PRG-7 y el Cuco con la ametralladora .50), el Viejo con el radio y un sanitario.
había crecido. Logramos mantener el cerco
semanas. Yo iba muy temprano. Me ejercitaba básicamente en la bicicleta fija y en las barras;
funcionaba o quizá era el servidor. Me invitó a bajar a tomar una cerveza. Le pregunté por Stacey. Me dijo que no me preocupara, que regresaría hasta en la noche y apenas era mediodía. Me desaté la talonera
resguardaba la presa Cerrón Grande: chocamos de frente con una patrulla de paracaidistas, rodé
Ella podía servirme de instructora, dijo; tenía mucha experiencia. Regresamos al depósito de armas y pidió un AR-15. También rentamos unos guantes especiales: entraba el frío al alerón
llanto. A la mañana siguiente hubo
portal. Los revisé, tratando de armar el rompecabezas.
college. No habría problema con los permisos. Transcurría mi jornada con otro ánimo, pese a la grisura que nos encapotaba, al hielo sucio en las calles, a la pesadumbre
capitán. Quería que te matara y después me mataría a mí, le dijo. Catarina estaba choqueada. El Viejo tomó una granada del arnés del capitán, le quitó la espoleta y la tiró hacia el cuerpo degollado. Corrieron a parapetarse.
tirado el granadazo al capitán a boca de jarro,
comensales llamaban Alex. Por fin vino a atenderme y le pedí una cerveza. Entró una pareja de jóvenes por la puerta principal; segundos más tarde, una mujer mayor por la puerta trasera. El profesor movía el pescuezo
después de las siete cuando la rubia entró por la puerta trasera. Era joven —tendría unos treinta y pocos años—, con el cabello crespo
aburrida que estar vigilando a una pareja de tórtolos.
grandes del rincón. Pronto no hubo más sitios en la barra. A mi derecha se sentó una mujer hombruna
había visto poniendo multas a los autos frente a los parquímetros en rojo; la chica que venía a su lado seguramente era su pareja. A mi izquierda se acomodó un joven chaparro
unos minutos en el auto del médico que la cortejaba
me riñó con enojo. Cada tanto, cuando entraban o salían clientes, volteaba hacia la puerta principal: los tórtolos seguían en su mesa, protegidos por la penumbra, la alharaca
Denis un contrachequeo? Pedí otra cerveza, la segunda, la que tendría que dilatar hasta las nueve. El chaparro volteó con ganas de conversar. Me hice el desentendido
la copa de un árbol que la cubría del alumbrado.
de Nikki y Stacey subía el ruido del televisor, con una de esas series cómicas en las que suenan risas falsas después de cada parrafada.
cambio de actitud, qué buscaba con ello. En la noche, sentado frente a la estufa, mientras esperaba a que la sopa se calentara, de pronto me vi otra vez parapetado
campamento, varios oficiales le caímos. Yo fui el suertudo.
Y los apuré. Pero se quedaron. Nos emboscamos
que, loco y soberbio, les dio en bandeja nuestra posición con el uso de su teléfono satelital. Poco a poco fuimos regresando al sitio donde pudo haber quedado el cadáver de Catarina. Pese al viento y a la lluvia, el hedor
encontraríamos nada. Ordené que nos replegáramos.
peladas. Jim celebró mis gafas; dijo, en son de guasa,
preocupación en su rostro. Me dio las nuevas coordenadas. Era un gigantón, de cara pálida, con la cabeza rapada.
muertos importantes. Contacté al Chato, mi responsable en ese tiempo, para contarle la situación. Me ordenó que por nada del mundo me acercara al apartamento o al velorio,
Vietnam. Estábamos en una pequeña