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SEGOVIA, 1936 El abuelito deja el periódico violentamente y suelta una palabrota. Teresina le mira con los ojos redondos de asombro y María Fuencisla, que come su sopita, hace un puchero con su boquita fruncida. —¡Abuelito, que has asustado a las nenas! —¡Más asustado estoy yo! ¿No sabes lo que pasa? ¿No? —No, abuelito, no, no lo sé. —Se ha sublevado la guarnición de África.
—Ha dicho tu abuelo que os bajéis al sótano a jugar, que está fresco. —¡Al sótano! Pero si está lleno de telarañas y trastajos… —No, nada de trastajos. Farruco le está dando un repaso y se va a quedar como un sol. Sobre todo, que no hay más que obedecer… Yo te bajaré el «siento» de paja y tus libros, too, y las muñecas de las niñas… Sabes –me dijo al oído–. Hay revueltas por toas partes… —¿Sí? ¿Qué pasa? —¡Vete a saber! En la Academia están encerraos y no quien salir… y unos dicen que pa arriba y otros dicen que pa abajo y que si patatín y que si patatán, y se tiran tiros con bala y too, y han
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El sótano está en penumbra y con frescura de cántaro. Huele a barro mojado deliciosamente.
—¡Que no es nada, querida mía, que no es nada, lucero! Tengo que chuparle el dedito y decirle muchas veces: «Cura sana, culito de rana, si no curas hoy curarás mañana». Ella lo repite y acaba por quedarse dormida en mis brazos… «¡Ea, ea, qué gallina tan fea, cómo se sube al palo, cómo se balancea!».
La protagonista de la novela es una chica como yo, de catorce años. También tiene el pelo rubio…
Hace dos días que oigo tiros y estallidos terribles que hacen temblar los vidrios del balcón. En este momento se oye uno tan cerca que Valeriana da un grito y se persigna, diciendo como en las tormentas: «Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita y en el ara de la Cruz… Santa muerte, amén Jesús».
Me siento. Alguien ha entrado y sube la escalera… El abuelo me dice con una voz que casi no reconozco: —Celia…, si me pasa algo… a Madrid con las nenas… Júrame que… —Sí, abuelo.
No sé qué hora sería cuando me despertó Valeriana. —¡Aspabílate, que nos vamos! ¡Anda, Celia…, muchacha! No te vuelvas a dormir, que nos vamos…
Pero ya viene Valeriana hacia la alcoba en sombra. —¿Entoavía estás así? ¡Mía que tenemos que vestir a las niñas! Anda, mujer, que se nos va a hacer de día antes de salir de Segovia…
Hay que despertar a Teresina, que se niega a tomar el café.
Salimos a la plaza… La casona de enfrente es del marqués de Lozoya y aún tiene luz en el balcón… El marqués era amigo del abuelo, pero ahora ya no lo será… ¿Quiénes son ahora nuestros amigos? Tal vez sólo Valeriana y Farruco…
—Valeriana, dentro de un rato, cuando te canses, subes tú al burro y yo llevo el ronzal. —¡Alabao sea Dios, qué cosas te se ocurren! Igual que si yo fuera de alfeñique… Déjame a mí de fantasías… Anda, vamos a rezar un rosario. Y poniéndose a buscarlo en la faltriquera que lleva debajo de dos o tres zagalejos, para lo que ha de hacer coincidir la raja abierta en los tres, saca el rosario de sus profundidades y comienza:
¡Amanece! Las estrellas van palideciendo y una claridad de perla aparece sobre la sierra,
Hay olores de madrugada. El humo de la leña de jara que arde en los hogares, la frescura de los regatos, el perfume a resina de los pinos de la sierra. Son como duendecillos que vienen a sentarse en torno de mi corazón, encendido como otro hogar…
—No seas tontina, preciosa. Nadie nos va a llevar presas.
Como Valeriana hizo que se dormía, las mujeres quisieron trabar conversación conmigo y me preguntaron cuántos años tenían mis hermanas. —La chiquitita dos años y esta cinco y medio…
Se fueron al fin, removiendo las hierbas al pasar, con lo que el aire se perfumó de tomillo. —¡Parleras! –gruñó Valeriana–. No quieren más que meter el cuezo por toos los laos… ¡Asquientas!
—Los hombres se meten siempre en lo que no les importa en vez de ocuparse de su casa… No tiés más que ver en cuanto se juntan dos… lo mismo que sean pobres que ricos, ya están parlando que si el alcalde, que si el concejal, que si las elecciones… y hasta hay algunos que emprincipian con que si lo que pedrica el cura en el púlpito no es verdad, que si los frailes, y que si el Papa que está en Roma… ¡No paece sino que ellos van a arreglar el mundo y se lo saben too…!
a mí se me hace que toos los hombres juntos parlando de lo que no entienden, son los que arman las revoluciones… Las mujeres, unas mejor y otras peor, saben cómo arreglar su casa… Si los hombres tienen que arreglar el mundo, ¿por qué no los enseñan?, digo yo. La
Las hierbas recalentadas por el sol ponían en el aire un perfume delirante, como si toda la tierra fuera un inmenso incensario ofrecido a los cielos…
—¿Y no viste al amo? —Como verle sí que le vi… a la madrugá cuando le llevaron a la Fuencisla… —¿Pa qué? —Pues… Mía mujer, no te lo quería haber dicho, pero no hay más remedio… Le llevaron a él y a don Antolín… ¡La cabeza del amo asomaba por encima de toos! ¡Qué alto era! —¡Pero qué! —Pues na… que les afusilaron allí… contra los acantilaos… —¡Jesús! –Valeriana solloza ruidosamente… —Ya no sirve de ná llorar… Yo estaba escondío y lo vi too… El señor dijo «¡Viva la libertad!» y toos dispararon.
Pero subimos por la Cuesta de San Vicente, llegamos a la Plaza de España, y ya no podemos más… Valeriana ha dejado las alforjas y la cesta en el umbral de una casa, y dice mirando alrededor: —¿Es esto Madrid? —Sí… ya estamos en el barrio de Palacio… —Mu puerco está esto pa tener la capital tanta nombradía –dice gravemente. Es verdad. Los árboles de la plaza están como si hubiera pasado por ellos un huracán, y el suelo cubierto de ramas rotas, de hojas caídas, pero no secas –¡estamos en pleno verano!–, de papeles, de libros y de pedazos de plomo. Tomo uno y me lo pongo en la mano. —Es una bala.
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¡Qué calor! Es mediodía y el asfalto se hunde bajo los pies. Aquí vamos a esperar el tranvía de Goya. Valeriana vuelve a decir que ha pasado un huracán por la ciudad. La calle de Preciados está levantada y los raíles del tranvía al descubierto… la tierra cruje bajo los pies en las anchas aceras, y todo está sucio y empolvado… Sólo se ven obreros y mujeres con la cabeza al aire y tipo de artesanas. Las tiendas tienen los cierres a medio echar y todo es de un aspecto sucio y sórdido… —¡Qué Madrid de mis pecados! –dice Valeriana con desilusión… Hay muy pocos coches y los que pasan van
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El tuteo del hombre me molesta como un insulto, pero no protesto. ¡Si me encontrara a alguna de mis antiguas compañeras del Instituto! Debo parecer una obrerita con su madre que viene del pueblo. Y no sé por qué me pongo colorada…
¡Esto es la revolución! Yo me había figurado las revoluciones con muchedumbres aullando por las calles, hombres subidos a los árboles y a las farolas pidiendo cabezas; banderas y oradores que gesticulan en los balcones… Tal vez todo eso lo he visto en algún cuadro de la revolución de Francia… Aquí hay silencio, polvo, suciedad, calor y hombres que ocupan el tranvía con fusiles al hombro… pero que en lugar de atacar parece que nos defienden de un enemigo misterioso y oculto debajo de la tierra… No se trabaja en las edificaciones ni en las obras de la calle… tal vez tampoco se trabaje en las
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Todas las mañanas a las ocho y media tomo el tranvía en la Plaza Mayor. ¿Dónde están los jardines y el caballo de bronce con Felipe IV? Parece que un terremoto ha desgarrado el suelo, levantando la tierra y convirtiendo la plaza en un desmonte polvoriento y sucio. No llevo sombrero ni boina y voy vestida con la batita de percal que me hice en Segovia, y alpargatas. En una bolsa de hule llevo todo lo necesario para pasar el día en el hospital. Todo el mundo va mal vestido, tal vez por no desentonar con la suciedad de las calles, o porque nos hemos convertido en pobres gentes. No sé bien.
El tranvía sale de la plaza a la calle de Toledo que recorre toda hasta el puente sobre el Manzanares. Al llegar allí, todas las mujeres miran hacia el río y cuchichean señalando con el dedo una orilla. Yo también miro pero no sé qué es lo que atrae su atención. Un hombre dice brutalmente: —Hoy hay más de cien besugos. Y todos se arriman. —¿Dónde? ¿Se les ve desde aquí? —Ayer había doce. —Yo no los vi. La conversación se hace general. Comprendo, al fin, que se refieren a los fusilados de la noche.
Ahora, por esta calle del suburbio de casitas bajas, tabernas, merenderos y tiendas indefinibles, el hedor a carroña se hace más intenso. —¡Peste! –oigo decir a una mujer que se aprieta las narices con los dedos–. Si no entierran pronto a esos de la cuneta nos va a dar un tabardillo… Debe de haber fusilados por aquí cerca… No quiero pensar en ello, pero al pasar por una taberna oigo decir: —Son los fusilaos de anteayer que están aún en la zanja… Ya podían echarles un poco de tierra…
Los enfermeros… salgo a la galería, harta de tocar el timbre. —No se moleste –me dice una señora que está a la puerta del cuarto de al lado–, no se moleste, que no vendrán… Desde que echaron a las monjas esto va manga por hombro… ¡No diga que yo se lo he dicho! –dice bajando la voz–. Ellas ya se sabe que no tienen carrera, pero tenían práctica y llevaban esto y bien… ahora… ya ve usted… Al fin viene la enfermera que es una chica muy mona y muy pintada… parece de cine.
También ella está guapa y nos hemos reído de nuestra traza de obreras. Me ha contado que su madre y ella habían organizado una guardería para niños. —Los padres se marchan al frente, no hay jornales, y las criaturas no tenían qué comer. No puedes figurarte qué bien está. Nos han dado un convento al final de Serrano, con jardines, biblioteca y juegos para los niños. Tenemos allí setenta. ¿Cuándo vas a ayudarnos? Le digo que tengo aquí a mis hermanitas, a las que he de atender… a mi padre en el Hospital. —Pues tus hermanitas están mejor en la guardería. Allí hay leche de sobra y buenos
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—Mira, hija, yo en esas cosas no pienso, porque si le das vueltas pierdes la alegría, y no, ¿sabes?, no. Esta tortilla a la francesa está riquísima, ¿no te parece? Y luego he encargado un bistec… todo tiene sabor, hasta la revolución.
Cierra los ojos y yo me siento junto al balcón entornado… ¿Quién tendrá razón? ¡Pero es horrible haber llegado a esto…! Fusilan a todo el mundo… se matan en la sierra, todo es suciedad, polvo, palabrotas, malas maneras…
Del jardín viene un airecito de atardecer… un aire fino como agua clara de sierra…
De pronto, algo así como si descargaran un carro de piedras se oye muy próximo. —Es una descarga de fusilería –dice papá–. ¡Le han fusilado!
Las niñas ya están acostadas y entro a verlas. Duerme Teresina con el puñito apretado contra la cara en actitud reflexiva, como es ella… ¡Rica mía! La chiquitita, toda destapada, tiene la boquita sonrosada y blanda porque se ha dormido con el biberón…
¡Dan unas noches estos chicos! ¡Las noches Myrurgia, como dice Laurita! Algunos se hacen pis en la cama y hasta algo más. ¡Te digo!
Salimos al jardín, que está fresco a esta hora, y me lleva junto a una tapia. La tapia me llega a las rodillas, pero por el lado que da al campo está a más de tres metros del suelo. —Mira abajo –me dice. Me asomo… ¡Jesús! Hay cuatro hombres caídos en diversas posturas. Uno como si estuviera de rodillas y se hubiera caído de cabeza. Otro encogido, con una mano en el vientre. —Son los fusilados de esta noche… Vamos al otro lado… en la tapia que da a la calle… Allí hay sólo uno, con los brazos abiertos en cruz… —Ven ahora. Vamos a avisar al Depósito para que vengan a recogerlos antes de que se
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—¡Ay, hija, en qué tiempos has llegado! ¡No hay manteca fresca, ni carne de lomo, y hasta creo que ya no hacen pasteles! Es terrible tener que sufrir estas privaciones a mi edad… Todo está desquiciado. Las gentes no tienen religión ni temor de Dios… Figúrate que ahora los lutos duran tres meses… Cuando yo era joven, el luto del padre duraba diez años… ¡Diez años con el manto hasta los pies y sin salir más que a misa! Luego sí, luego ya se podía una poner un cuellecito blanco, de esos tan monos de encaje que hacen tan bien, y unos puñitos… y así se iba aclarando el luto poco a poco…
Hoy por la mañana salgo más temprano que de costumbre para ir a la calle de Argumosa, donde vive el compañero presidente. Es una casa con pobreza, de escalera carcomida, que huele a cocido y a cloaca. Me recibe una muchacha de mi edad, muy seria, con aire de dignidad, arreglada para salir.
Mi guardia de día comienza muy temprano para relevar a las que han pasado la noche en vela. Salgo de casa a las seis y voy andando hasta la carretera de Chamartín por donde pasa el tranvía. No miro a los lados… tengo miedo de ver… Sin embargo, hay unos pies juntos, inmóviles, con los talones apoyados en el suelo, y me sobresaltan. ¡Pies de muerto! Y allí está, en el borde de la cuneta, de cara al cielo, los brazos abiertos y ¡tiene los ojos vidriosos ya! Corro hacia el tranvía…
Algunos días no salgo de casa. Las mañanas en el jardín bajo los árboles, en el cenador del rincón, o en la pérgola, son paréntesis en el párrafo de horrores… De pronto suena el motor de un aeroplano… y lejos las sirenas con el desgarrador lamento… —¡Nenas, aquí… venid aquí…! Las tomo de las manos y nos tiramos al suelo… ellas se ríen, divertidas… Pasa bajo… muy cargado… ¡Bummmm! Bum! ¡Bum! Caen las bombas cada vez más cerca… ¡Papá, solo, arriba en su cuarto, pensando en nosotras! Aún oigo tres estallidos más y al fin los aeroplanos se alejan…
De pronto se comenzó a oír el ruido de tantos aeroplanos que aturdía… Era como si el cielo descendiera hecho motor… y súbitamente, el bombardeo… La gente corría enloquecida por las calles… se venían abajo las casas, y los trozos de cristales y madera se clavaban en las paredes o penetraban por las ventanas… Ella, con sus niños y su marido apretados contra la pared medianera, que es la más resistente… Cuando aquellos salvajes acabaron los bombardeos, se fueron por donde habían venido… —¡Qué cuadro, compañera! Salieron a la calle y no se podía andar de escombros… de todas partes salía humo…
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Se fueron y la gente que había quedado viva no se atrevía a moverse… Más de una hora pasó hasta que los gritos que daban los heridos decidieron a unos cuantos a salir… Y vino la Cruz Roja, y los médicos…
Además, cuando ya el camión estaba a mucha velocidad, los aeroplanos lo bombardeaban. —Y también podían dejarnos al ver que huíamos, y que llevábamos criaturas… Pues nos bombardeaban. Un camión voló entero con todos los que llevaba dentro. Ella, con sus hijos y su marido, saltó a la carretera y huyó por el campo, a rastras por el suelo buscando la sombra de las matas… —¡Qué miedo, compañera! Yo sentía que los pelos se me ponían derechos en la cabeza…
Mediodía; la sombra de los árboles es apenas una mancha junto al tronco. De súbito nos da en la cara el viento fresco, sutil y seco que viene de la sierra, moviendo suavemente las hojas de los árboles que se ponen de canto y con murmullo de seda… —Comienza el otoño –digo. Y siento en el pecho esa gozosa emoción que produce el cambio de las estaciones… ¡Otoño!
—¡Esta noche ha habido una escabechina! –dice el hombre que está sentado frente a mí–. ¡Menuda escabechina! Y es lo que tié que ser… Cuanti más bombarderos y más obuses vengan hacia acá…, pues más zafarrancho se va a armar… Ya parecía que se estaba calmando too, y ahora otra vez. Van a sacar a toos los de las cárceles, o checas, o lo que sea, y no va a quedar ni uno… Ellos se lo están buscando… ¡Mirad, mirad allí! ¡Otro besugo en la cuneta!
El padre está sentado en el hall inmenso. ¿Duerme? No, me mira y no dice nada… Su silencio y su inmovilidad me cohíben. —¿Está María Luisa? —Sí… Entro en la habitación de María Luisa y no la veo al pronto. Está echada en la cama de cara a la pared. La llamo y no se vuelve. —¿Estás enferma? —No… No sé qué hacer. Me siento en la butaquita de los pies de la cama y yo también me quedo callada. Me acuerdo de un cuento en que todas las que entraban en un palacio se iban quedando encantadas, mudas y quietas… y casi me da risa… Pero… algo les debe de haber pasado en esta casa. —¿Tu hermano? Tarda un
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Casi no ha amanecido y ya estoy en la cola de la leche. Es una calle embarrada en Chamartín por donde pasa el tranvía. La puerta de la lechería, estrecha y de vidrios empañados, permanece cerrada hasta las cinco. Son las tres y media cuando llego a ella y me pongo la última de la fila de bultos arrimados a la pared.
—Buenos días –dice otro bulto que llega. Unos contestan y otros no. Una voz de mujer dice: —No se dice «Buenos días», compañero. Se dice «Salud». —Bueno, pues salud… es lo mismo. —No es lo mismo. Y se empeñan en una discusión por si es lo mismo o no es lo mismo decir uno u otro. —Es como decir «Adiós» –dice una voz de hombre–. Yo al primero que me diga «Adiós» le doy una guantá… —Eso es porque a Dios le hemos evacuao –dice una mujer que está delante de mí… Todos se ríen. —Esta Caramba tié la sal por arrobas…
Algunos deben de pasar aquí la noche… —Claro… y así están seguros de que les toque algo… tan y mientras que a nosotras ¡a saber!… Y es que too se hace mal ahora… Ni sabe una cuándo ponerse a lavar, ni cuándo encender la lumbre… ni cuándo ir a la cola de la carne… (en la carretera hay carne de caballo a las once) ni ná de ná… Vive una sin simetría.

