Kindle Notes & Highlights
No, no tememos a este pueblo porque le queremos, y él lo sabe; la inteligencia puede equivocarse, la intuición no se equivoca nunca… —Sin embargo, papá… yo no quiero hacerte sufrir… pero conozco a una mujer que ha hecho fusilar a toda una familia, y esa familia le daba limosna a ella y a sus hijos…
—Papá dice que hay que obedecer al Gobierno. —¿Cómo? ¡Qué cosas tiene el loco de tu padre! Cuando gobernaban los buenos, sí… se les podía hacer caso, aunque yo hice siempre lo que quise, pero ahora gobiernan los malos… El chiquito la mira, furioso, sin decir nada. Y ella continúa: —Ayer estuvo aquí mi amiga Rosario, la de Riñuelos, ¿no sabes?… pues esa, y me contó horrores… El marido de su lavandera alquila sillas y bancos a real para ir a ver fusilar…
—Papá, ¿sabes que tienes pocos calcetines? Pero ¿dónde comprarlos? Recorro varias tiendas y no encuentro… ni tampoco guantes, ni pijamas… Es preciso coser, remendarlo todo, que tire aún un poco más de tiempo. Las tiendas de telas, abiertas porque está prohibido cerrarlas, tienen las estanterías casi vacías, y dos o tres viejos parecen aburridos tras los mostradores.
—Pues la guerra la ganaremos porque es justo, ¡es justo, Señor! ¡No hay castigo bastante para el que desata las revoluciones! Quitarle a un Gobierno sus medios de defensa y volverlos contra él y el pueblo, es la más espantosa de las traiciones…
—Adiós, papaíto mío. ¡Que no te pase nada…! Se va… Le veo marchar inclinado… Ahora que cree que ya no le veo, anda despacio como si llevara un saco de pena sobre la espalda…
De tío José y tía Carmelina no sabe nada… —Y mejor es no saber, chica… porque lo que se sabe es siempre lo peor… Él ha estado herido. Estuvo en un Hospital. —¡Nunca me he divertido más! Me cuenta sucedidos con los compañeros, conversaciones, diabluras… —Había también milicianas heridas… porque las mujeres, cuando os ponéis a ser valientes, le dais ciento y raya al barbián más bragao.
—¡Es la guerra! Una exacerbación de todo lo salvaje y primitivo que todos llevamos dentro… Parece que todo lo que la civilización ha ido tejiendo en torno nuestro se afloja o se rompe… ¿No lo ves en todo? Hasta por la calle se anda de otra manera… Todo se ha desquiciado… Espiritualmente hemos sufrido un terremoto y hasta lo más íntimo y sagrado se tambalea, o se derrumba… Créeme… los que provocan revoluciones son unos verdaderos canallas.
—No, no hay luz. Por la noche, Madrid no parece Madrid. Hay noches claras de esas de luna o de estrellas en que por lo menos se ve el bulto que se acerca… pero hay noches en que hay que ir con los brazos extendidos como los ciegos… Además, las calles del centro, en obra cuando ocurrió la sublevación, siguen con los arenales, las zanjas y las piedras… y la Puerta del Sol destruida en parte, llena de escombros entre Preciados y Arenal…
¿Qué clase has tomado? ¿Cuánto te debo? —No me debes nada. ¿Clase? Pues chica, Pullman… Aquí no lo gastamos menos… Pero ¿tú vienes de Madrid o de París de la Francia, rica? ¿Te figuras que hay clases? ¡Vamos, tú deliras! Irás en tercera, en primera o en el furgón de cola donde viajan los cerdos camino del matadero… todo es uno… La cosa es llegar temprano para asegurarse un rincón donde pasar la noche… o las noches… —Pero ¡no seas bobo! ¡Si se tarda cuatro horas! —¡Eso era antes! Cuando el cochino aristócrata no se había sublevado, pero no ahora que manda el pueblo soberano y que hace lo que le
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—No… es que como no hay carbón y anda el tren con leña, se ensucia la chimenea y tienen que deshollinar…
¡Es un francés! Miro su rostro tostado, su frente ancha y sus ojos puros… ¡Es un francés que ha dejado su patria para ayudarnos! Algo de místico y exaltado hay en sus ojos y en su frente…
y a correr otra vez al campo… y siempre oyendo los estampidos de las bombas… ¡que aquello era el fin del mundo! Hasta que en la oscuridad, tropezando y cayendo, llegamos a unas tierras labradas y allí nos tiramos sobre los surcos… ¿Y qué dirás que hicieron los bribones? Pues iluminarnos con sus reflectores y, cuando nos veían, bajar, poner de costado el avión y ametrallarnos con las ametralladoras… ¡Canallas!… Yo les insultaba… ¿Y sois vosotros los cristianos? ¿Y eso lo manda Dios?
—¡No quiero decirte lo que ha sido esto al otro día!… Asaltan la cárcel, sacan a los fascistas… los fusilan, los maltratan… ¡Han fusilado sin piedad! —¡Muy mal hecho! –protesta la tía… que no se remediaba ya nada con eso. Y ahora los otros lo sabrían, y vendrían otra noche y…–. ¡Válgame Dios, qué vida esta! ¡Yo no duermo una noche tranquila!
—No te vayas a encalabrinar con ese miliciano, que será un golfo como todos –dice doña Ramona.
—Bueno, bueno… lo mejor será que no le veas más… Cualquier día te lleva delante de su capitán y te casa… porque hasta la mujer de Mangada está casando gente… y mira hija, el matrimonio que no pasa por la Iglesia es una porquería… ¡Y mira que te lo digo yo, que sé mucho de esas cosas!
Un sol radiante dora los rastrojos y arranca todos los perfumes de esta tierra seca, quemada, ardiente como un incensario…
—Aquí tiene el paje para arreglarse… ¡El paje! Se trata de una mesita alta con espejo y cajoncito. Es una mesa tocador de hace doscientos años…
Mis investigaciones en busca de las nenas no dan resultado. Hablo con el conserje del Albergue. Sí, se acuerda de Teresina. —Era una nenuca parlanchina y graciosa… y la otra ¡una rubita como una onza de oro! Deben de estar en Barcelona… Sabe usted –me dice en secreto–, creo que todos vamos a durar poco aquí… Se dice que el Gobierno se traslada a Barcelona… ¡Es claro! Todos los días bombardean Sagunto… y rara es la noche que no tenemos excursión por aquí… Lo mejor es irse cerca de la frontera por lo que pueda ocurrir…
Empiezan a pasar los días todos iguales. ¡Es dulce el otoño en Valencia! Los jardines están embalsamados deliciosamente…
Esa gente donde estás es de lo mejor de aquí… ¡Un don del diablo! Los padres de la sobrina en la cárcel. Al marido de la hija mayor le dieron el paseo… Era de los que cayeron en el Saler. —¿Cómo? —La playa elegante de aquí… Han muerto allí como moscas… ¡Se han cometido tantos crímenes! No te imagines que los otros hacen menos. —Ya sé, ya… —Es que somos salvajes… verdaderos salvajes… Todo lo que se llama civilización y cultura es un barniz clarito que se nos cae al menor empellón…
—¡Jesús…! —¡Vamos, mujer! ¿Estás llorando? ¡Mujer! Te aseguro que yo no era yo… ¡Si soy incapaz de matar una mosca! ¡Más veces tengo salvadas mariposas calentándolas al sol sobre la palma de la mano! Es eso… es el salvaje que llevamos dentro… el contagio… la honrilla de que no le crean a uno un blandengue… ¡Mujer! ¡A ver si me vas a tomar rabia ahora!… Aunque a veces yo me la tengo por haber sido capaz de hacer una cosa como esa… pero más rabia tengo al que tuvo la culpa de todo… ¡A ése sí! ¡A ése le fusilaba ahora mismo sin que me temblara la mano! —¡Tal vez no era el obispo el que
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—Chica ¡estás como la mantequilla de Soria, que de mirarla se derrite!
Es verdad que aquí, en Valencia, las mujeres van mejor vestidas que íbamos en Madrid. Allí éramos todos obreros, o pretendíamos serlo en el modo de vestir. Aquí he visto hasta alguna señora con sombrero…
—Yo os ofrezco lo que tengo y el que da lo que tiene no está obligado a más… ¡Ya nos arreglaremos, que cuando hay cariño y confianza…!
Doña Ramona llora hilo a hilo,
Bajamos precipitadamente hacia su habitación y nos quedamos en un recoveco del pasillo, donde asegura doña Clara que hay una medianería muy fuerte.
Mira, papá me explicó una tarde que él defendía al pueblo para que se educara en el mismo banco de la escuela que el hijo del médico y del millonario y que no hubiera más diferencias entre ellos que las limitaciones de la naturaleza… Pero no me dijo que fueran todos pobres, o todos ricos… ni que les obligaran a hacer esto o aquello… No. Lo primero es ser libre y hacer lo que se quiere… —Pues, chica, con esas teorías, no sé en qué partido convendrías… —En ninguno… Prefiero no ser de ninguno.
¡Me hacen falta zapatos! Sin embargo, como el dinero que me dio papá se me va acabando, tengo miedo de hacer gastos. Mandaré arreglar estos que tengo y así podré pasar sin comprar otros. Cerca de la confitería he visto una tienda donde arreglan y limpian zapatos. Voy allí con mi calzado envuelto en papel de periódico, y espero.
—Mire… señorita… Por ser usted se lo digo. Si tiene usted posibles… ahí en Salmerón está la oficina de los coches camas. Tome una cama y sería lo mejor. Son coches que pertenecen a una compañía francesa y viajan bajo su bandera. Nadie se atreve a asaltar esos coches. En cambio los otros se toman por asalto y el que tiene más fuerza puede abrirse camino a puñetazos. Todos los días hay heridos. Están rotos todos los cristales… y ya son frías las noches…
Entro con ella en una habitación grande con el balcón cerrado, porque ya es de noche.
Con una enorme rebanada de pan y agua caliente con azúcar, ceno junto a mi cama en esta noche… ¡Es Nochebuena!
A mediodía voy con papá a comer a un restaurante del centro. Nos dan un platito chico de potaje y dos pedazos casi transparentes de carne, una naranja y un pan mucho más pequeño que la naranja. Algunos días sólo nos dan medio panecillo. Por la noche hago en el hornillo una sopa maggi. Generalmente no tenemos otra cosa, pero a veces papá trae del cuartel un bote de carne, o de leche condensada, o de miel… Hay que hacerlo durar mucho, porque esto es una excepción que no se repetirá…
Ahora bombardean casi todas las noches de luna… ¡Dios mío, que llueva esta noche! Pero ocurre lo contrario. Llueve por el día y al anochecer el aire arrastra las nubes y despeja el cielo…
Suena la sirena, un largo lamento de angustia, y el ruido de los tranvías se para, la luz eléctrica disminuye hasta que en la oscuridad de mi cuarto sólo percibo los hilos incandescentes que se apagan también: y el ruido de los motores que van muy bajos… y se los siente muy cargados… De súbito el silbido escalofriante y el estallido horrible… ¡Dios mío! ¡Dios mío! Ya se acerca…
Otro estallido que hace temblar la casa desde sus cimientos… y un silencio de muerte después… Parece como si todo el mundo callase, como si por instinto quisiera no dar señales de vida…
Algunas noches vienen dos o tres veces. Me han dicho que es bueno meterse entre los colchones. En los escombros de alguna casa se han encontrado vivas a las personas que habían tomado esa precaución.
—Pero ¿de veras crees que esto es la realidad? ¡No! Esto es una horrible pesadilla… Realidad, a veces triste, insípida y vulgar, era mi vida de antes de la guerra, con papá y mis hermanas, con trabajo, con enfermedades, con apuros económicos… pero esto de ahora no es realidad… yo creo que vamos a despertar de esto cualquier día…
Y, sin embargo, cuando no vienen los aviones, la vida adquiere normalidad, apacibilidad, y hasta dulzura en estos días soleados del invierno catalán.
—Lo de Teruel es horrible –me dice–, los soldados están calzados de alpargatas y andan sobre la nieve… Se les hielan los pies y hay que cortárselos…
Una mañana, al bajar al Metro, percibo un aire nauseabundo, como de rebaño sucio… Los andenes están abarrotados de gente, de colchones, de alforjas, de cestos… Son los fugitivos de Aragón. Todas las estaciones del Metro están lo mismo… Son pobres gentes que han huido de sus casas llevándose lo que han podido cargar sobre los hombros…
Yo me voy esta tarde… Créeme, se está mejor en el frente… Yo no he visto allí estos horrores… Creo que se llama Ludendorff el que inventó la guerra totalitaria. —¿Cómo? —Esta guerra que ataca a las ciudades y a las gentes civiles que están en su casa sin meterse con nadie… Te digo que no creo que haya un infierno bastante horrible para castigar tamaños crímenes.
A veces en la pantalla aparece un avión… suena el motor, y no puedo soportarlo. ¡No, eso no! En la pantalla, no. ¿Para qué recordar ese horror?
—No se asuste, María… Nada nos va a pasar. La bomba que oímos ya no puede hacernos daño… y la que nos mate no la oiremos…
Mis dientes comienzan a chocar con fuerza, y no puedo contener el temblor de la mandíbula, aunque la sujeto con las manos… En el cuero cabelludo siento un frío raro, como si cada pelo se erizase.
Se van, al fin, pero vuelven dos veces más en esta noche. Los periódicos de la mañana no hablan de desgracias, sino del efecto del teatro, sólo iluminado por dos velas en el escenario y el público de pie cantando el himno de Riego… ¿Qué habrá sido de Jorge?
—Y es lo que yo digo, ¿qué se adelanta con las guerras? Al final cada uno se vuelve a su casa, los muertos se quedan bajo tierra… y a volver a empezar… ¡Jesús! ¡Nuestra Señora Aparecida nos valga! ¡Ya están bombardeando otra vez! ¿Y dónde os refugiáis aquí?
—Sólo quiero dormir en mi cama, acostarme bajo mis mantas…, en las sábanas que bordó mamá… ¡No me cierre la ventana, Guadalupe! Quiero ver, cada vez que me despierte, el cielo de Madrid, tan hondo, tan aterciopelado… y con tantas estrellas… ¡Huele a Madrid en el aire…!
Es una primavera áspera, dura, sin la alegría de otras primaveras. El aire fino, sutil, de meseta, claro, transparente y frío como agua de manantial, me envuelve, refresca mis mejillas y corre entre mis dedos. ¡Primavera!… Primavera en Madrid, que es la más fría y clara de las primaveras… no lo sé por mí, pero papá me lo ha asegurado. Y el aire fino de agua serrana saca las lágrimas a mis ojos.
María Luisa, con su gracejo madrileño, que no ha perdido a pesar de las amarguras de su casa, me cuenta cómo se llenaban las tiendas de comestibles de espárragos en los primeros días de la revolución. Yo me acuerdo también. —¿De dónde sacarían tantos espárragos? —Del sótano, hija. ¿De dónde los iban a sacar…? Cuando nos comimos los espárragos, sacaban el té… Té chino, té de Ceilán, té Lipton, té… Mamá, que jamás ha consentido en tomar el té más que cuando está enferma, dice que se ha curado de dolores de barriga para siempre… Luego vinieron las habas con bichos… Figúrate: había quien las tenía
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Lo malo es que no hay aceite, ni sebo, ni nada que se asemeje a grasa. Guadalupe me dice un secreto: —Me venden una docena de huevos por ciento ochenta pesetas… —¡Cómprelos! Cómprelos enseguida… —Y un gazapito recién nacido para criarle, por cincuenta pesetas…

