Celia en la revolución
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Read between March 4 - March 9, 2023
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Una tarde que paseo por la calle de Serrano con María Luisa vemos agolpada la gente en el portal de una casa. Es un hombre con dos sacos de enormes zanahorias de las que antes se daban a los cerdos. —¿A cómo las vende? —A diez pesetas el kilo. Nos quitamos los pañuelos, y María Luisa habla de quitarse la combinación en un rincón del portal para envolver las zanahorias… Volvemos cargadas a casa.
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María Luisa me da un frasquito, que fue de colonia, mediado de aceite, una cebolla, laurel…
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El combustible se nos ha terminado, y ponemos el puchero en un hornillo eléctrico que calienta poquísimo. Se hace necesario poner el puchero a hervir por la noche al acostarnos, con la esperanza de que por la mañana esté hecho el guiso…
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Pero se acaban las zanahorias, y María Luisa y yo nos pasamos todos los días por el portal donde las compramos con la esperanza de que vuelva el hombre que las vendió… No vuelve más. —¡Ya deben estar las de tu casa! No hace falta más que esta insinuación para que las arranquemos todas. Son chiquitas y tiernas. Pero ¡qué delicia sacarlas de la tierra esponjosa y negra! Guadalupe las va colocando en un cesto en silencio. De pronto, dice: —¡Qué milagro es éste, no es verdad, señorita! Mientras nosotros andamos de acá para allá, y nos afanamos en unas cosas y en otras haciendo tanto ruido, la ...more
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otra vez quedamos reducidas a los cuarenta gramos de lentejas que nos dan cada tercer día.
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—Dice mamá que vengas a comer hoy. Ha conseguido una lengua de caballo que le llegaba al animal desde la boca al rabo… —¿Qué dices? –digo asombrada. —Ya lo verás… Luego de la lengua sigue el gorguero, y carne y más carne… Porquerías y piltrafas, hija, que en otro tiempo nos hubieran dado asco, pero que ahora nos vamos a relamer… ¡Ya me estoy relamiendo!
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Resulta que alguien le ha dicho que en una taberna de la calle de Belén venden cazuelitas de carne y patatas… Y es verdad. Entramos por el portal y en un pasillo oscuro, nos sirven las cazuelitas sobre un mantel sucio con grandes manchas de vino. Tienen dos o tres pedacitos de carne sospechosa, en una salsa más sospechosa todavía, con trozos de nabos. —¡No son patatas! –digo desilusionada. —No… y la carne debe ser de algún perro que se les ha muerto… —¡Está buena! —Eso sí… ¡qué más da!
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—¡No hay más, compañeras! Ni un cacho de carne más, ni una miaja de nabos… ¡Qué más quisiera yo que hubiera! Ya no quedaba más que eso y se os ha dado porque creía que erais las dos enfermeras de aquí al lado… y se lo había prometido. ¡Menudo compromiso cuando vengan! Al salir nos miramos… —¡Figúrate que era Juliana la que me lo había dicho! —¿Quién es Juliana? —Aquella chica que estudiaba con nosotras… Juliana Ocampo, la gordita… Pues ahora es enfermera en la Cruz Roja… —¿Y le hemos comido su ración? —Chica… ¿Qué le vamos a hacer ahora?
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—No, no quiero. Hierbas hay aquí y con salir al campo traeremos… Yo sé de algo que tal vez te convenga… Por mi parte no me decido. Se venden ratas, muy grandes y muy gordas, en el barrio de Argüelles…
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En esta tarde calurosa de verano, bajo este sol abrasador, las ruinas brillan con el fulgor de los vidrios rotos como si estuvieran cubiertas de diamantes.
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—Sí… y salgamos por San Bernardo –dice María Luisa–. Ya no quiero ratas… Claro, están tan gordas… Se habrán comido a todos los que han quedado debajo… Subimos por un montón de escombros, sobre los que ya ha crecido la hierba, y volvemos a bajar… Entonces vienen unos chicos hacia nosotras. —Les vendo un conejito casero por cien pesetas… Nos lo enseña. Está desollado y limpio, sin cabeza. —¡Es un gato! –digo–. Un gatito chico… —No es un gatito… es una rata. A pesar de lo que dijo María Luisa, la compramos. Y la envolvemos en el papel ensangrentado donde la traen los chicos. Luego la guardamos en ...more
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Les han regalado cinco kilos de carne de burro, y con este calor, si no lo comen enseguida se les echa a perder.
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El padre es un señor alto y que debió ser muy gordo porque la chaqueta le cae en godets como una hopalanda… Bondadoso, enérgico, viril e ingenuo como un niño o como un gigante. Un libro entero tendría que escribir para relatar todas sus bondades.
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Poco a poco van muriendo todos los ancianos. Tal vez es porque tienen menos resistencia que los jóvenes, y porque se hartan de estar en este mundo, pero también puede ser porque su racionamiento se lo comen los nietos… Todo es posible.
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—Figúrate el problema que se nos ha entrado por la puerta… No hay madera para hacer la caja y la familia ha dado un armario, pero no llega para hacer la tapa… Irá sin tapa como van ahora todos… —¿Sin tapa? —¡Claro, hija! ¿No te has enterado aún? Pues los pobres muertos van mirando al cielo y con la barriga en punta fuera de los bordes de la caja… —¡Calla! ¡Qué atrocidad!
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Como yo vivo en las afueras y he estado varios meses fuera de Madrid no he advertido el proceso que ha seguido la forma de enterrar a la gente. Al principio se acabaron las telas negras para forrar las cajas hechas con tablas de cajones sin cepillar, y se cubrían con telas azules, o encarnadas, y hasta floreadas. Pero hasta las telas se terminan, o alcanzan tales precios que sólo se utilizan para otros usos más necesarios que para forrar las cajas de muertos, y estas quedan en su desnudez de madera de pino llena de nudos… Pero también se ha concluido la madera de cajones, y ahora las familias ...more
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—Es que el carpintero se queda con la madera para hacerse la comida… y lo peor no es esto, sino que los enterradores se niegan a enterrar por dinero. —¿Y qué vais a hacer? —No sé… mamá ha ofrecido medio kilo de garbanzos, y un sobrino del muerto lleva una cajetilla de cigarrillos. Con todo esto puede q...
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Ya nos hemos comido todos los burros de estos contornos, y cada vez que en la carnicería cuelgan el cartel «Mañana a las diez carne de burro con libreta de racionamiento», Guadalupe sube a decirme transfigurada: —Señorita… ¡mañana haremos un buen guiso! Lástima no tener aceite… Suele estar muy dura la carne a pesar de cocer toda la noche en el hornillo eléctrico, con lo que se extiende por la casa una fragancia a cuadra de pueblo… El caldo es repugnante.
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Ha pasado el verano y entramos en un otoño desapacible que arrastra las hojas de los árboles y oscurece el cielo. Y no hay que dejarle llevarse las hojas amarillas, que suenan como papel de seda y están corruscantes como patatas fritas, y que pueden ser buen combustible para el invierno.
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En la calle de Alcalá, después de Torrijos, se hacen cambios en la acera de la izquierda. Ese trozo de calle es llamado «Bolsa de contratación»… María Luisa tiene un tesoro que cambiar: ¡una cajetilla de cigarrillos rubios! Y yo llevo las hermosas alpargatas de tamaño desmesurado.
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—¡Dos pitillos por medio kilo de azúcar! —¡Un ovillo de lana por seis huevos! —¡Por un kilo de sal doy una camiseta! —¿Quién me da dos kilos de patatas por una chaqueta de abrigo? ¡Compañeros, que llega el invierno!
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María Luisa me aconseja que pida dos latas de leche condensada por las alpargatas. —Pero grita fuerte para que te oigan… Yo pienso sacar un kilo de azúcar y una docena de huevos por la cajetilla.
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Verdaderamente la guerra nos ha descubierto nuevos elementos. ¿Quién hubiera sospechado antes de ahora que el sabor de la bencina no era desagradable, y que la piel de las patatas era exquisita friéndola con cebolla, y que las hojas de las violetas constituían una exquisita verdura?
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Hemos terminado ayer el último kilo de garbanzos. Eran garbanzos de guerra, de esa especie milagrosa que no existe en tiempos de paz. Guadalupe los contemplaba con grave atención y me decía: —Esto no es lo que dicen. Yo no creo que sean garbanzos… A veces, cuando teníamos lentejas y las buscábamos por la noche para echarlas a remojo, no las distinguíamos de ellos… ¡tan chiquitos son! Pero ya ni eso tenemos.
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—Estoy lavando –me dice. —¿Y cómo? –desde hace mucho tiempo no hay jabón y es un problema el lavado de la ropa. —Pues he cocido la ceniza, luego he colado el agua por un paño fino y en ese agua tengo la ropa en remojo… Me ha dado la receta esa señora que vive ahí detrás… en la calle de Padilla…
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Al pasar frente a una de las callecitas que bajan en rápida pendiente a la Castellana, un glorioso reflejo me detiene… ¡Naranjas! Un camión cargado de naranjas… Su color caliente, alegre, como el sol hecho fruta, ilumina la calle gris… Todos los que pasan se van parando como yo.
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Nadie me mira… Casi tres años de revolución y guerra, de seres absurdos, de sangre y de destrozos, han gastado la curiosidad de todos.
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Va pasando este enero del año 1939, frío, azul, de claros días cristalinos, transparentes, helados… ¿Qué está pasando?
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¡Qué buena es María Luisa! No fija su atención en mí, como si hubiera olvidado lo que pasa… Esto me da libertad para conducirme como si estuviera sola… Además, ¿por qué voy a apurarme? ¡No es verdad eso que han dicho de Jorge! ¡No es verdad! Los que se van a morir están como predestinados a ello… tienen no sé qué… Así eran tía Julia y Gerardo… pero Jorge ¡no! Aquella noche que me acompañó en la oscuridad por las calles de Barcelona… ¡me besó una mano! ¡Era tan fuerte, tan alto, tan lleno de vida! ¿Era?, si no es verdad. ¿Cómo va a desaparecer así?
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De pronto parece que algo se me ha derretido en el pecho y me sube a la garganta… Es un río de pena y no son bastantes mis ojos y mi boca para dar salida a un dolor tan grande. Sollozo perdidamente sobre el mármol de la mesa… Siento una mano sobre mis cabellos y lloro más. Lloro, lloro hasta que estoy vacía, aturdida, sin recuerdos en la cabeza… Levanto los ojos.
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¡Pobre Jorge! ¡Estoy sola! Horriblemente sola, más sola que nunca… Jorge no está ya en pie… Su alma… su alma buena estará… Las lágrimas se quedan frías al brotar de mis ojos… Espero el tranvía llorando, pero nadie me mira. Mucha gente he visto llorando estos días sin que nadie se sorprendiera. Me seco los ojos y subo al tranvía… Todo el mundo está en silencio y en todos los rostros hay una expresión de estupor… ¿Hemos llegado al fin? ¿Así acaba la guerra…?
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Esta tarde han tirado panecillos, cientos de panecillos, desde un aeroplano, metidos en bolsas de papel de seda con la antigua bandera. Nadie los ha comido. He visto a la mujer del guarda cómo se los daba a los perros…
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Almuerzo en casa de Aguilar. Toda su casa es como un nido de pluma blanca y caliente para mí. La mujer, francesa y bella; su madre, una viejecita activa y resuelta; él, siempre sereno y comprensivo.
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—Ya te he dicho, Rosario, que no hay que pensar en el fin de las cosas… «La labor es nuestra, el fin es de Dios». Su deber es reunirse con su padre, y luchar con él… si son desgraciados, si no encuentran trabajo, si se ahogan en este amargo mar del destierro… eso no es cuenta suya, es asunto de Dios. Las palabras me serenan. Ya estoy segura de mi deber… y voy a él…
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Sólo puedo llevarme una maleta y en ella he de poner lo que más quiero… no lo que puede hacerme falta…
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¡Adiós cipreses casi negros… rosales… pobre tierra seca y helada que comienza a esponjar la primavera! Papá decía que somos tierra del país donde nacemos. ¡Tierra mía de Madrid! De rodillas la beso…
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Guadalupe llora, llora, pero no como todo el mundo, sino en torrentes, vertiendo sus ojos por todos lados como un manantial y cayéndole las lágrimas por el vestido abajo.
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Se hace de noche. Se oyen aviones y caen bombas en un pueblo al que nos acercamos, y cruzamos bajo las bombas. Alguien comienza a cantar la Internacional y todos seguimos. Es un canto enérgico que da valor. Luego cantamos el Himno de Riego, y cantando seguimos ya fuera del pueblo por una carretera negra apenas iluminada por las luces bajas del ómnibus…
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Es uno de marzo y la primavera, que era en Madrid una promesa, es aquí una realidad perfumada.
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Sin embargo, Valencia ha variado mucho desde hace un año. Es como si estuviera muy enferma, o muy vieja, o muy pobre y ya no le importara nada… como esas mujeres que ya no se peinan, ni se lavan, ni se cambian el vestido…
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—Casi todos los que vienen de Madrid están locos –dice la señora apaciblemente–. ¡Se pasa allí tanta hambre! Aquí no nos faltan ni el arroz ni las naranjas, ni el aceite… tomates y cebollas sólo en temporadas han faltado… Una prima mía ha llegado hace un mes y aún no se le ha quitado el tic nervioso… y usted ¡no se ofenda, señorita! pero usted habla sola… Ya se lo hemos notado mi hija y yo… No vaya a ofenderse por lo que le digo, porque ya sabemos lo que es la debilidad.
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