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En estos casos, trágicos y sorpresivos, el lenguaje nos remite a una realidad que la mente no puede comprender.
Tu hijo ha muerto y debes empacar una maleta para viajar hasta donde te espera su cadáver.
Alguna vez escribí que en el aire «el tiempo se hincha como un paréntesis», y hoy lo constato en estas seis largas horas de vuelo atravesadas de visiones.
Las preguntas se alzan y mueren al instante, vencidas, derrotadas. «La verdad es maraña», escribe Javier Marías.
Pero la verdadera vida es física, y lo que la muerte se lleva es un cuerpo y un rostro irrepetibles: el alma que es el cuerpo.
Y ahí me detengo, porque decir que ya descansó sería incurrir en un burdo lugar común y en una ingenuidad que no se ajusta a la realidad. Esta es mucho más cruel: Daniel no descansa porque no es. Lo que hacíamos corresponder con ese nombre se ha disuelto, ya no puede experimentar nada.
Que, si pudiera vernos, se extrañaría de su ausencia, no podría creer en su muerte. ¡Cómo iba a morirse alguien que estaba tan vivo!
Los guantes del sargento Joffrey me hablan de la vida en sus pequeñas cosas. A esa vida en minúsculas, sin embargo, la ronda siempre, como una amenaza, un hecho mayúsculo. Y es así como todos vivimos, a partir de cierta edad, temiendo la llamada nocturna.
De alguna prenda me llega de pronto su olor, la mezcla de algún perfume con el de la transpiración animal de un hombre muy joven. Quisiera hundir mi cara en esas ropas, llorar a gritos, pero me quedo quieta, en silencio, sintiendo palpitaciones en la boca del estómago.
Ya en la cama mi marido y yo nos adivinamos despiertos aunque estemos quietos y silenciosos. Tal vez él, como yo, les tema a las imágenes del sueño. Tanto como tememos a las de la vigilia.
El piano que interpreta una compañera suya, las tristes canciones a capella que entona una reconocida cantante y las palabras de la directora, de sus hermanas y sus amigos desatan nuestras emociones, pero, paradójicamente, también las contienen: el dolor se apacigua al ser compartido con otros.
Imágenes. Es todo o casi todo lo que nos queda de aquel muerto que tanto quisimos, que aún queremos.
todo el mundo ha acudido a buscar fotografías de Daniel, en un gesto desesperado que quiere hurtarle su ausencia a la muerte.
La fotografía, qué paradoja, recupera y mata. Muy pronto esas veinte o treinta fotografías se tragarán al ser vivo. Y habrá un día en que ya nadie sobre la Tierra recordará a Daniel a través de una imagen móvil, cambiante. Entonces será apenas alguien señalado por un índice, con una pregunta: ¿y este, quién es? Y la respuesta, necesariamente, será plana, simple, esquemática. Un mero dato o anécdota.
El dolor pareciera, tal vez por ley compensatoria, otorgarnos derechos.
Un gran duelo nos vuelve momentáneamente libres, o al menos así me lo parece mientras veo a los demás detenerse en el umbral de mi pena, poseídos por el miedo o el sobrecogimiento o el pudor. Mi propio gesto, mi espacio, mi silencio, mi voluntad me pertenecen ahora como nunca. También soy dueña absoluta de mi palabra.
Ya no creemos en las fórmulas, pero no hemos creado un lenguaje que las remplace. Los hechos, como siempre, acorralan las palabras.
Me corresponde a mí, finalmente, correr el velo de la incertidumbre y señalar lo que en el auditorio ni sus amigos, ni sus primos, ni sus maestros ni sus exnovias ni casi nadie sabe: que ese muchacho que tuvo amigos y fue amado y se enamoró y estudió con ahínco y pintó y dibujó con pasión, ese que a veces se veía alegre y bailaba y viajaba cada vez que podía, cargó durante ocho años con una aterradora enfermedad mental que convirtió sus días en una batalla dolorosa y sin tregua, a la que él le sumó el esfuerzo desmesurado de parecer un ser corriente, sano como cualquiera de nosotros.
Pero esa lucubración —¿qué habría sentido, qué habría pensado?— no pasa de ser una reflexión sensiblera, pues la conjugación verbal, habría, resulta baladí referida a los muertos.
es que la fuerza de su racionalidad dio siempre una dura batalla contra la fuerza de sus emociones. Una de las dos iba a crecer como una hidra que terminaría devorándolo.
Vencida por la imposibilidad de acercarme a su intimidad, opté por un amor medular que no necesitaba de palabras.
En aquel momento Daniel era para nosotros tan sólo un muchacho en crisis, que encontraría pronto su camino. Si hubiéramos sospechado siquiera que en su cerebro empezaba a despertarse ya el fuego voraz de la locura, jamás lo habríamos dejado tomar aquel avión.
Javier Marías escribe en Los enamoramientos que «[…] hasta los suicidios son debidos a un azar». Y eso me hace pensar en Borges y su metáfora de la vida como un juego, una lotería que todos jugamos —con «consecuencias incalculables»— por el simple hecho de haber nacido: «A veces un solo hecho […] era la solución genial de treinta o cuarenta sorteos».
Sólo puedo contestarme que mis preguntas son absurdas pues nunca hay un porqué, ni un sentido, ni un designio.
Lo atroz —y también lo maravilloso— de nuestras vidas, es que están parapetadas sobre lo aleatorio, lo gratuito, lo caprichoso.
Sólo es bueno lo que nos hace felices, le decía yo en los últimos tiempos. Libérate. Y me duele pensar que en este punto me hizo caso. Radicalmente.
Se muestra dulce y callado, como siempre, pero en su mirada hay una opacidad preocupante.
Es como si apenas ahora, después de horas y horas de incertidumbre y esfuerzos, pudiéramos reflexionar internamente sobre lo que significa lo ocurrido.
Esas palabras no pueden resultarme más aterradoras. Sí, hay un «otro lado» que no es la muerte sino la enajenación permanente.
Este episodio debe significar para él la más rotunda y trágica constatación: no es como los otros,
Mientras meto en una maleta elementos básicos, una piyama limpia, ropa interior, medias, una muda de ropa, un buen suéter, siento que algo definitivo está pasando en nuestras vidas.
¿Quién puede detener a un hombre, de cualquier edad —reflexiono ahora— cuando ha decidido terminar con su vida?
Desde entonces, teniendo ya conciencia de que es una realidad insoslayable, convierte la enfermedad en el gran secreto de su vida: el temor al estigma es desde entonces un miedo más.
Seré normal, parece ser su consigna. O tal vez: pareceré normal. ¿Qué pasa mientras tanto en su mente? No sé qué visiones perseguían a Daniel.
Eres distinto, peligrosamente distinto, debía decirle su adolorida conciencia.
Esta vez no fue, me dije, mientras observaba el monitor que medía sus signos vitales. Y no pude dejar de preguntarme cuándo.
Jean Améry, seudónimo de Hans Mayer, quien se mató con una dosis de barbitúricos en la primavera de 1978, en Salzburgo, escribió en su hermoso libro Levantar la mano sobre uno mismo: «Cada vez que alguien muere por su propia mano o intenta morir, cae un velo que nadie volverá a levantar, que quizá, en el mejor de los casos, podrá ser iluminado con suficiente nitidez como para que el ojo reconozca sólo una imagen huidiza».
después del suicidio de la persona querida la mente vuelve una y otra vez sobre el hecho mismo, siempre en vilo sobre un abismo de ansiedad y desconcierto. Porque en el corazón del suicidio, aun en los casos en que se deja una carta aclaratoria, hay siempre un misterio, un agujero negro de incertidumbre alrededor del cual, como mariposas enloquecidas, revolotean las preguntas.
Así es. Fue. Sucedió. Fue la enfermedad, dicen. Pero yo sé que había algo más allá del trastorno: una lucidez suficiente como para querer morir.
Quisiera poder saber —aunque no sé bien para qué—
Al regreso, Daniel se convierte en un vacío en mi estómago, en desasosiego, en nostalgia.
Qué difícil escapar a la ortodoxia, a los caminos trazados por una sociedad que determina cuáles son las formas del éxito. Transitamos casi siempre por vías estrechas, buscando una supuesta coherencia, asustados por el caos o el diletantismo.
Améry usa, en vez de «fracaso», la palabra échec, un término francés que le parece el más preciso. Nos dice que el suicida mira hacia atrás, hace un balance, ve su pasado como algo infame, y «suma todos los fracasos de su existencia en el sentimiento del échec».
No puedo ser ni uno ni otro. Sin droga, no soy yo. Con droga, dejo de ser yo. Yo mismo soy la cuarta pared.
¿De qué tamaño es el dolor del que se despide de sí mismo?
Comprender de qué magnitud sería la liberación quizá le dio la paz momentánea y la fuerza para abandonarse y abandonar el mundo.
como dice Salman Rushdie, «La vida debe vivirse hasta que no pueda vivirse más».
Todo suicidio encierra un mensaje para los que se dejan atrás.
Pero ningún amor es útil para aquel que ha decidido matarse. En el momento definitivo, el suicida sólo debe pensar en sí mismo para no perder la fuerza. Incluso, una de las razones para escoger ese final es que nuestro cariño le pese demasiado.

