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decirle al oído que su opción fue legítima, que es mejor la muerte a una vida indigna atravesada por el terror de saber que el yo, que es todo lo que somos, está habitado por otro.
Ahora sé que el dolor del alma se siente primero en el cuerpo. Que puede nacer de improviso, en forma de un repentino desaliento, de un aleteo en el estómago, de náusea, de temblor en las rodillas, de una sensación de ahogo en la garganta. O simplemente de lágrimas calientes que acuden sin llamarlas.
Sé que en determinados momentos mi dolor me acerca a la locura. También hay brevísimos instantes de lucidez, de comprensión: no, Daniel no volverá jamás. Es como si esta palabra afectara una parte de mi cerebro, que hace que me abisme a un estado desconocido, imposible de describir con palabras exactas.
Pasan los días, las semanas, y nos sigue persiguiendo una sensación de incredulidad, de estupefacción.
En mí persiste la sensación de que esta es una situación provisoria, circunstancial. Siento que algo está por suceder, que algo tiene que pasar. Y de pronto comprendo: lloro y nada pasa. Leo y nada pasa. Escribo y nada pasa. No, eso que espero no va a pasar.
Yo lo abrazo y le suplico: Dani, no te me mueras. Y él me mira con una cara triste, y recuesta su cabeza en mi hombro. Adivino su pensamiento: mamá, no puedo hacer otra cosa.
Pero me pregunto por qué lo hago. Quizá porque un libro se escribe sobre todo para hacerse preguntas. Porque narrar equivale a distanciar, a dar perspectiva y sentido. Porque contando mi historia tal vez cuento muchas otras. Porque a pesar de todo, de mi confusión y mi desaliento, todavía tengo fe en las palabras.
Nadie quiere mencionar a Daniel pero todos estamos pensando en él.

