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Pero a diferencia de otras exploraciones de esta tendencia de la sensibilidad moderna —por ejemplo, gran parte de la ficción y la poesía francesas de los últimos ochenta años—, las novelas de Pavese son sosegadas y castas.
El lugar está allí, pero como lo inalcanzable, lo anónimo, lo inhumano.
¿Por qué leemos un diario de escritor? ¿Porque ilumina sus libros? Con frecuencia, no. Más probablemente, porque el diario es material bruto, aun cuando haya sido escrito con miras a una futura publicación.
Ningún grado de intimidad en una novela podrá suplirlo, aunque el autor escriba en primera persona o utilice una tercera persona que, transparentemente, le señale.
No quedamos satisfechos. El público moderno exige la desnudez del autor, como las épocas de fe religiosa exigían el sacrificio humano.
El diario nos presenta el taller del alma del escritor. ¿Y por qué nos interesa el alma del escritor? No porque nos interese el escritor en sí. Sino por la insaciable preocupación moderna por la psicología, el último y más poderoso legado de la tradición cristiana de introspección, abierta por san Pablo y san Agustín, que al descubrimiento del yo asimila el descubrimiento del yo que sufre.
entre los artistas, el escritor, el hombre de palabras, es la persona a quien consideramos más capa...
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Como hombre, sufre; como escritor, transforma su sufrimiento en arte.
Y el tercero es el suicidio, uso definitivo del sufrimiento, concebido no como fin del sufrimiento, sino como última manera de actuar sobre el sufrimiento.
Pavese escribe: «La literatura es una defensa contra las ofensas de la vida. Le dice a la vida: “Tú no me engañas: sé cómo te comportas, te sigo y preveo tus movimientos, gozo viendo cómo procedes, y robo tu secreto complicándote en ingeniosas construcciones que detienen tu fluir”.
Elegir nosotros mal es la única defensa que tenemos contra ese mal.
Esto significa la aceptación del sufrimiento. No resignación, impulso. Digerir el mal golpe.
Tienen ventaja los que, por índole propia, suelen sufrir de modo violento y total: así desarmamos al sufrimiento, lo convertimos en nuestra creación, elecció...
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La desinhibida exhibición de egotismo corresponde a la búsqueda heroica de la anulación del yo.
Es aquí donde aparece el culto moderno del amor: es la principal manera de probar la solidez de nuestros sentimientos, y nos descubrimos deficientes.
El culto al amor en Occidente es un aspecto del culto al sufrimiento, sufrimiento considerado como supremo símbolo de la seriedad (el paradigma de la Cruz).
Por tanto, no sobrevaloramos el amor, sino el sufrimiento: más precisamente, los méritos y beneficios espirituales del sufrimiento.
Los héroes de la cultura, en nuestra civilización liberal burguesa, son antiliberales y antiburgueses; son escritores reiterativos, obsesivos y mal educados, que nos impresionan por la fuerza; no simplemente por su tono de autoridad personal y por su ardor intelectual, sino por su carácter de marcado extremismo personal e intelectual.
La nuestra es una era que persigue conscientemente la salud y, sin embargo, solo cree en la realidad de la enfermedad.
Mesuramos la verdad en términos de costo en sufrimientos para el escritor, y no a partir de la pauta de una verdad objetiva, a la que corresponden las palabras del escritor. Todas y cada una de nuestras verdades deben tener un mártir.
Su morbosidad es su garantía, y es lo que impone convicción.
Sin embargo, ¿acaso es la verdad lo que siempre deseamos?
La verdad es equilibrio, pero quizá lo opuesto a la verdad, el desequilibrio, no sea mentira.
Leemos a autores de tan virulenta originalidad por su autoridad personal, por el ejemplo de su seriedad, por su manifiesto deseo de sacrificarse por sus verdades, y —solo de vez en cuando— por sus concepciones.
el lector moderno sensible rinde sus respetos a un nivel de realidad espiritual que no es, no podría ser, el suyo propio.
Karl Mannheim, en su reseña (publicada en 1920) de la Teoría de la novela de Lukács, describía la obra como «un intento de interpretar los fenómenos estéticos, particularmente la novela, desde un punto de vista superior, el de la filosofía de la historia».
Me refiero al «humanismo».
Pese a su compromiso con la noción de progreso histórico, los críticos neomarxistas han demostrado una insensibilidad singular ante la mayoría de los rasgos interesantes y creadores de la cultura contemporánea en países no socialistas.
Kafka es reaccionario por la trama alegórica, es decir, deshistorizada, de sus escritos, así como Mann es progresista por su realismo, es decir, su sentido de la historia.
En un caso, el término «reacción» se identifica con una relación inauténtica con el pasado; en el otro, con la abstracción.
(Pensó que el cine encarnaba la abolición de la tradición y de la conciencia histórica, y por ello, ¡una vez más!, el fascismo.)
Lo que todos los críticos de la cultura que descienden de Hegel y Marx han sido incapaces de admitir es la noción de arte como forma autónoma (susceptible de una interpretación no solo histórica).
Pero si se puede entender la forma como un cierto tipo de contenido, es igualmente cierto (y quizá más conveniente decir ahora) que todo contenido puede ser considerado como un recurso de la forma.
Solo cuando los críticos historicistas y sus descendientes sean capaces de incorporar a sus concepciones una considerable porción de devoción hacia las obras de arte, sobre todo y ante todo en cuanto obras de arte (más que en cuanto documentos sociológicos, culturales, morales o políticos), se abrirán a más de unas pocas de las muchas grandes obras del arte del siglo XX, y desarrollarán —esto es obligatorio para todo crítico responsable de hoy— un vínculo inteligente con los problemas y objetivos del «modernismo» en las artes.
Cierto arte apunta directamente a despertar sentimientos, otro arte apela a los sentimientos por la vía de la inteligencia. Hay arte que implica, que suscita empatía. Hay arte que separa, que provoca reflexión.
Los objetos didácticos que Brecht pretendió para su teatro son en realidad un vehículo para el frío temperamento que concibió aquellas obras.
Pero denominar «fría» a una obra de arte equivale, ni más ni menos, a compararla (con frecuencia inconscientemente) con una obra «caliente». Y no todo el arte es —ni podría ser— «caliente», así como no todas las personas tienen el mismo temperamento.
es que hay que entender la estética —es decir, descubrir la belleza— de esta frialdad. Y
En el arte reflexivo, la forma de la obra de arte está presente de un modo decisivo.
La conciencia de la forma hace dos cosas a la vez: proporciona un placer sensual independiente del «contenido», e invita al uso de la inteligencia.
El modo en que, habitualmente, la «forma» conforma «el contenido» en el arte es la duplicación. Algunos ejemplos obvios los constituyen la simetría y la repetición de motivos en la pintura, la doble trama en el teatro isabelino y los esquemas de ritmo en la poesía.
(La historia de las formas es dialéctica. Así como tipos de sensibilidad se tornan banales, aburridos, y acaban por ser derrotados por sus opuestos, las formas de arte, periódicamente, se agotan. Se tornan banales, no estimulantes, y son reemplazadas por nuevas formas que, al mismo tiempo, son antiformas.)
El arte reflexivo es un arte que, en efecto, impone al público una cierta disciplina, posponiendo la gratificación fácil.
El distanciamiento emocional de las películas de Bresson parece existir por una razón diferente: porque toda identificación en profundidad con los personajes es una impertinencia, una afrenta al misterio de la acción y del corazón humanos.
Es precisamente un defecto del teatro y del cine naturalistas que, entregándose con demasiada facilidad, consuman y agoten sus efectos rápidamente.
El distanciamiento y el retardo de las emociones, a través de la conciencia de la forma, las torna a la larga mucho más fuertes e intensas.
Pese al venerable lugar común crítico según el cual el cine es fundamentalmente un medio visual, y pese al hecho de que Bresson era pintor antes de dedicarse al cine, la forma no es, para Bresson, fundamentalmente visual. Es, ante todo, una forma distintiva de narración. Para Bresson, el cine no es una experiencia plástica, sino narrativa.
Según Astruc, el cine, idealmente, se convertirá en un lenguaje.
Todas las películas de Bresson tienen un tema común: el significado del confinamiento y de la libertad.
Naturalmente, no todo gran director de cine se puede equiparar a un gran novelista.

