We have a problem…
El fallo de la Corte Internacional de Justicia del jueves tiene un solo significado jurídico para Chile: desbarató la estrategia de terminar de una sola plumada la controversia planteada por Bolivia, como quien se sacude una mosca de la oreja. La excepción preliminar destinada a que la corte declarase su incompetencia no tenía ninguna otra finalidad, ni podía tenerla.
La Cancillería llegó a la convicción de que, a pesar de sus bajas probabilidades de éxito, debía interponerla, porque no hacerlo constituiría desestimar un recurso legítimo y, quizás más secretamente, podría poner coto al entusiasmo boliviano con la ofensiva de Evo Morales. Esto no quiere decir que haya en la Cancillería nadie tan cándido como para suponer que esto terminaría el caso, porque hace rato que se toman en serio la advertencia de Morales acerca de que usará todos los canales y tribunas disponibles.
Naturalmente, la sentencia de La Haya fue entendida en Bolivia como una victoria y ha sido un aliento objetivo para que Morales persevere y, si le es posible, refine lo que todavía es una demanda confusa, que se mueve brumosamente entre obtener una salida al mar con soberanía o retrotraer los efectos de la Guerra del Pacífico. Pero a estas alturas es una tontería, por no decir un agravio, sostener que el Presidente boliviano actúa sólo en función de la política interna y de su proyecto de reelección permanente. Más bien es al revés: ese proyecto incluye en forma central la reparación histórica, perenne -más perenne que sus reelecciones- de una situación a la que Bolivia ha atribuido por décadas muchos de sus males políticos, económicos y sociales. Chile tiene la convicción de que ello no es así, pero la certeza propia no elimina porque sí la del otro.
Con su español irritante, que se salta preposiciones y artículos, Evo Morales tuvo, sin embargo, la perfecta claridad para saludar el jueves a los bolivianos por la estabilidad que les ha permitido tener una nueva presencia internacional. La idea contiene un autoelogio, porque Morales ha logrado la presidencia más larga de la historia de Bolivia, pero es, sobre todo, un llamado a seguir un proyecto que ha sido objetivamente exitoso en dar al país crecimiento, trabajo, inclusión y autoestima. En astucia, esto es muy superior a la fanfarronería egótica de un Chávez o al aire enviciado de un Ortega.
Desde el punto de vista político, el fallo tiene alcances un poco más amplios, en cuanto le ha recordado a Chile que tiene con Bolivia un problema de relación, y que ese es en realidad su principal problema de política exterior, algo que en el pasado se veía oscurecido por los recurrentes diferendos limítrofes con Argentina y, en los últimos años, por los ingeniosos artilugios de Perú en la frontera norte.
En realidad, Perú no ha hecho más que anticiparse, una y otra vez, al reclamo boliviano. Su objetivo es impedir que esa demanda pueda expresarse en el camino explorado por Pinochet con Hugo Banzer en las conversaciones de 1975 en Charaña. Durante unos años, la diplomacia chilena fue mareada por la diplomacia peruana (hasta el punto de que el Presidente Piñera inventó la tesis de las “cuerdas separadas”), como si el apaciguamiento de Lima fuese la necesidad primaria de la política vecinal chilena. El humo de la demanda marítima peruana en La Haya no dejó ver que Torre Tagle miraba mucho más a La Paz que a Santiago. Lo último que Perú desearía es verse convocado a resolver la salida al mar por territorios que perdió en la misma guerra, y Evo Morales ha sido cuidadoso de no tocar esa cuerda que despertaría todos los fantasmas sangrientos de 1879.
Desde luego, esto crea el espacio para que Perú desarrolle un nuevo caso en torno al famoso triángulo terrestre del punto Concordia, lo que podría ocurrir en los dos o tres años en que Chile estará litigando con Bolivia en La Haya, de manera que si este juicio sigue alentando las expectativas bolivianas, se pueda poner un nuevo candado en la frontera vigente.
Chile se aferra al Tratado de Límites de 1904, que consagró la pérdida de los territorios marítimos de Bolivia. No podría hacer otra cosa, desde que ese tratado fue aprobado por ambos países con sus propias leyes, después de la pérdida de muchas vidas por lado y lado. De manera algo más silenciosa, se aferra también a las facilidades que ha dado a Bolivia y a las muchas conversaciones -prácticamente de todos los gobiernos chilenos desde 1948- que fracasaron a último minuto por la exigencia boliviana de soberanía. Todo esto es cierto, y los bolivianos no lo niegan, sino que lo matizan y, en sus peores momentos, acaso lo distorsionan. Pero ¿y qué? ¿Significa eso una solución final? La Haya ha dicho que no. También ha sugerido que, aunque quiera conocerlo a fondo, ella no lo resolverá (para desconsuelo de La Paz), lo que, otra vez, tampoco lo extinguirá.
El Presidente Ramón Barros Luco solía decir que los problemas son de dos tipos: los que se solucionan solos y las que no tienen solución, pero ese desdén aristocrático está en retirada en todas las actividades de la política. En un mundo perfecto, Chile tendría razones para confesarse extenuado por tantos laboriosos esfuerzos fallidos ante Bolivia. Pero la diplomacia es lo contrario del cansancio, y quizás sea hora también de soslayar a los termocéfalos y a los simplones y admitir que en este mundo imperfecto Chile tiene un problema serio, profundo, complejo, frente al cual ninguna imaginación de Estado tiene derecho a declararse agotada.
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