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Carta a Pascal Guignard
Qué decepción. Esto es normal. ...
Carta a Pascal Guignard
Qué decepción. Esto es normal. Es condición humana. Quienes estamos vivos —o acaso vivos— nos decepcionamos todos los días. Del desayuno. Del transporte. De lo que leemos.
Como de leerlo a usted, señor Guignard —iba a escribir maestro, pero me arrepentí. Fui a la librería y me topé con un libro de su autoría: El odio a la música. Pese a su precio exorbitante —más allá de una botella de mediano whisky— lo compré de inmediato. Hasta el momento de pagar en la caja peso sobre peso, me consideraba yo su más devoto lector. Por un solo libro. El cual me hizo suyo, y que llevaré en el alma hasta el día de mi muerte: Todas las mañanas del mundo. Qué modo de escribir. Porque se nota la benevolencia, el cariño al (supuesto) lector, digamos la elevación espiritual de por medio. Un músico que conserva intacta su vocación pese a todas acechanzas del medio que lo rodea. Y del cual sale bien librado. Con la consecución de un amor.
Bajo el manto de esta premisa, inicié la lectura de El odio a la música. Línea tras línea, párrafo tras párrafo, página tras página, su figura literaria —gracias al cielo que no conozco su rostro— fue cayendo ante mí. En grotescos pedazos se pulverizaba —en imágenes que ni el peor Tarantino hubiese admitido. ¿Cómo era posible?, ¿es usted adicto al opio en cualquiera de sus manifestaciones, o a otro estupefaciente que aún no se consume en México? Porque créame que intentaba yo sorprenderme con la lectura de su libro. Sorprenderme positivamente. Cubrirse bajo el manto de ese título, o es usted un grande hombre investido de sabiduría o es un charlatán. Y yo buscaba la sabiduría. Odiar la música es menos grave que odiar a la patria. O que odiar al amor. O que odiar a la medicina. O que odiar al deporte. O a la política. Pero lo que encontré en su libro no fue una disertación sobre el odio a la música sino al sonido. Al arte del sonido. Y hasta donde yo entiendo, que es muy poco, no es lo mismo el sonido que la música. O cuando menos yo nunca denominaría música al sonido del motor de un camión —sonido o ruido, como usted guste. Tanta erudición que despliega usted en su libro —¿le gustan 15 mil palabras, o más?—, para qué. De verdad que leerlo constituye una experiencia muy cercana al cuaderno de la doctrina en el cual uno no entiende nada. Pero acaba entornando los ojos y clamando al cielo: ¡Cuánto sabe este señor!
Y lo peor de todo —o lo mejor de todo— es que en ningún momento me hizo usted dudar de la belleza sublime de la música. Le confieso que todo el tiempo tuve en mi cabeza: la Hammerklavier de Beethoven, el concierto Turco de Mozart, el cuarteto La doncella y la muerte de Schubert, el quinteto Furioso de Schumann, o el trío para corno de Brahms, o bien el Souvenir de Florence de mi amado Tchaikovsky. Y yo me preguntaba: ¿qué habrá llevado a este hombre a pavonearse con la cola abierta de un pavo real y enseñar su abominable trasero? ¿No habría sido mejor quedarse callado? Quién sabe. Cada quién. Creo que uno de los preceptos de los disidentes es su capacidad de divergir. Y buscándole tres pies al gato, según Guignard, puedo mandar al carajo a todos los pintores contemporáneos de Rembrandt. O a todos los contemporáneos de Dostoievski… O de Faulkner. O de quien sea. Basado simple y llanamente en que su literatura, su música, su plástica fue usada para adormecer a los hombres convertidos en insectos de un régimen totalitario. ¿Y de eso qué culpa tiene Schubert, que los nazis utilizaban para embrutecer a los condenados muerte?
Se despide de usted el último de sus lectores.


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