Cariños secos
Entre diciembre y enero pasados, la evaluación del gobierno tuvo la última de sus alzas significativas. Esos cuatro puntos (en la medición de Adimark GfK) fueron explicados de una manera que sonaba razonable: al concluir 2014, con la reforma tributaria promulgada y con cuatro de las leyes de la reforma educacional aprobadas, la administración de Miche-lle Bachelet mostraba que su gestión no era una pura sumatoria de conflictos, sino que podía gobernar concretando sus proyectos.
Si las cosas seguían así -parecían decir las encuestas- bastaría con aprobar más reformas para triunfar año por año. Los que promovían esta interpretación entusiasta se anticipaban a prevenir, eso sí, que el 2015 habría nuevos conflictos, y un nuevo impulso en el respaldo ciudadano para el 2016. Esta idea resultó tan persuasiva, que hasta hoy es uno de los principales alicientes de La Moneda.
En febrero vino el caso Caval, con su bien conocida estela de sospechas y vergüenzas, la tembladera del gabinete, la caída del gabinete y la interminable inestabilidad del gabinete. Las encuestas se fueron al suelo. Fue como si todos los cariños pasados y presentes se hubiesen disecado en el pozo consuntivo de Machalí.
El gobierno no encontró manera de encapsular el caso Caval. ¿No era posible hacerlo? Quizás: de esa evaluación se encargará la historia. El caso es que por los ocho meses siguientes, el mismo expediente ha estado regresando a las puertas de La Moneda y recordándoles a los ciudadanos lo mal que estuvo todo eso.
No es todo. La vacilante reacción de la Presidenta en ese incidente hizo pensar a muchos -adversarios, pero también partidarios- que el problema general de su gobierno es su capacidad de liderar un proyecto complejo, o quizás cualquier proyecto. La falta de liderazgo se ha convertido en la contraseña del club de la derecha. En su primer gobierno, el 2006, se ponía en duda su capacidad de mando, su autoridad, el golpe del puño en la mesa; ahora es la capacidad de conducción. ¿Hay en ambos casos un patrón machista, un prejuicio que la castiga sólo por ser mujer? Quizás. Pero ya está claro que no es la única explicación, ni siquiera la suficiente.
En estos penosos ocho meses de 2015, el gobierno ha encontrado más, y no menos, dificultades para sacar adelante sus proyectos. Sin embargo, en estas últimas semanas pareció que podría crearse una nueva buena racha a partir de fenómenos específicos: la conversión de una mayoría de colegios subvencionados en colegios gratuitos, el final del debate sobre el aborto, el posible acuerdo en la reforma laboral, incluso la revisión de la reforma tributaria. Casos de conflicto resueltos de mejor forma que los del 2014.
Y entonces reaparece Caval, que hace tropezar al vocero, al gabinete y al gobierno, que eriza los pelos del Congreso y que vuelve a secar todo lo que toca.
Hay malas noticias políticas, desde luego: el desfile del financiamiento ilícito no se ha terminado. Y hay malas noticias económicas: las perspectivas de los próximos dos años se han vuelto mes por mes más sombrías. Los ímpetus reformistas tendrán que moderarse y ahora es la izquierda la que, a la vista de las lecciones del pasado, asume con amargura que no se juega con los bordes de la economía. Todo esto es negativo para un gobierno tan entusiasta, que empezó con tanta sonrisa y tanta verbosidad orgullosa, un gobierno constituido a medias por las ganas de refundar el país y a medias por la venganza contra la derecha piñerista. Pero no hay nada más desalentador, más desestructurante, que la presencia de un problema individual que cada cierto tiempo pone a prueba los nervios de todo el gobierno y que puede hacer que su sombra ominosa reduzca cada logro político a una minucia.
En el consejo de ministros extraordinario del lunes pasado -el mismo día que las encuestas confirmaron un nuevo descenso del gobierno, aunque un par de días antes de la nueva arista de Caval-, la Presidenta instruyó un reforzamiento del trabajo “en terreno”, ahora orientado a mostrar los beneficios de los cambios. Alguna prensa internacional lo interpretó con un “nuevo giro” del gobierno, aunque en realidad se trata de una insistencia en sustituir los discursos más ambiciosos por las “cosas concretas, los “problemas reales de la gente”.
Este es un lenguaje conocido, desde luego: lo inventó la campaña de Joaquín Lavín en 1999 y desde entonces no ha abandonado la política chilena. Ha sido, también desde entonces, un esfuerzo de sustituir la ideología por el cariño. Y ha sido siempre una apuesta.
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