Amor a prueba: El show de la lencería
Un reality puede ser la prueba de fuego de un canal. A estas alturas, importa poco si funciona o no. Lo que vale es la ostentación y el derroche de recursos, la grandilocuencia de los sets, lo complejo de las pruebas y lo perfecto del casting de los participantes, pues todo lo anterior es un modo de medir quizás cómo ha crecido un canal, fabricando un producto sin más valor de uso que el de la entretención pura y dura. Así, los realitys son una de las líneas divisorias que separan a los canales grandes de los chicos. Ya sabemos que ahí C13 y TVN triunfaron, gracias a las mil y una versiones de Pelotón, con los relatos psicotrónicos que creó Sergio Nakasone en Mundos opuestos y sus diversas encarnaciones. Chilevisión, en cambio, fracasó miserablemente cuando lo intentó. Amazonas terminó siendo uno de los episodios más bochornosos de la década trash de nuestra televisión gracias a, entre muchas cosas inolvidables, un incidente internacional y la imagen del periodista Juan Pablo Queraltó burlándose de un indígena en Primer Plano.
En ese contexto, esta semana Mega estrenó Amor a prueba, que quiere presentarse como la demostración de que la estación puede apostar y ganar en más áreas que no sean la de Pituca sin lucas y los culebrones turcos. Viendo los primeros capítulos, es posible pensar que están consiguiendo su objetivo. Amor a prueba luce carísimo y contiene todos los clichés el género: una de las participantes trajo a su perro, hay diálogos innecesarios y conflictos que surgen de la nada, los cara a cara son violentos y todos los días hay alguna prueba que provoca roces y saca chispas. Gracias a lo anterior, el show consigue el piso mínimo que le exige el formato, facturando en apariencia un reality a la vieja usanza gracias a una televisión tejida sobre tiempos muertos y una narrativa construida sobre la marcha, volátil e inesperada.
Pero hay cosas en Amor a prueba que ponen en suspenso lo anterior. La más importante es que el casting esté integrado casi completamente por modelos profesionales que tienen conciencia absoluta de que están actuando, interpretando quizás un rol definido de antemano por ellos o la producción. Aquello le quita cualquier ilusión de veracidad al programa, por mínima que sea.
Todo es pura actuación, todo es el fingimiento consensuado del deseo y de la pena, de la frustración y la piedad, como en la expulsión de Nicole “Luli” Moreno el jueves pasado o el hecho de que Junior Playboy haya, en apenas dos días, conseguido una novia a quien declararle su amor”.
Esa condición impostada es tan explícita que hace dudar de la narrativa, que obtiene su sentido en los precarios vínculos románticos que los participantes establecen entre ellos gracias a las competencias de striptease, los cuerpos pintados y juegos en el barro. Porque parece que Mega ha despojado al show de todo lo accesorio. No hay acá tema, ni concepto, ni nada que pueda urdir algo parecido a un hilo narrativo. Todo es una colección de recursos baratos, puestos sin culpa cada noche. Como si fuese una película porno, Amor a prueba muchas veces parece una sucesión de escenas sin conexión aparente, puras instantáneas de un puñado de vidas que no sabe muy bien qué hacer en pantalla salvo exhibirse hasta quedarse vacíos. Por supuesto, es fácil entender por qué sucede esto: en su afán por reventar el rating, Mega ha creado un reality cuyo único sentido es la explotación sexual, acá apenas disfrazada de juego amoroso.
El gesto es honesto, en cierto modo: todos saben a lo que van. Los participantes, que quieren su momento de exposición y fama. El canal, que quiere rating a cómo dé lugar. Y los espectadores, que pueden ver todas las noches un catálogo de lencería erótica en medio de una pasarela de histeria.
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