Random acts of senseless violence
Jack Womack irrumpió en la escena de la ciencia ficción en medio de la efervescencia cyberpunk con su primera novela, «Ambiente» (1987). En realidad, aunque presentaba elementos comunes, la parte cyber brillaba un poco por su ausencia, aunque sin duda lo compensaba a raudales en el apartado punk con su retrato de unos Estados Unidos distópicos, entregados a una suerte de ultracapitalismo dominado por megacorporaciones como la Dryco. Podría casi decirse que escribió postcyberpunk antes de que esto fuera tendencia… o que su plantilla para el género difería notablemente de lo que todos los demás estaban haciendo.
Su carrera tras este debut se desarrolló casi exclusivamente dentro de ese mismo universo, configurando la Secuencia Dryco, que se compondría de otras cinco novelas en las que se entremezclarían también universos paralelos y viajes tanto en el tiempo como entre realidades alternativas (aunque todas ellas con un claro componente distópico). Su publicación no fue en absoluto secuencial. De hecho, la secuencia (que tampoco es exactamente cronológico por el asunto de los universos paralelos) sitúa en primer lugar la quinta novela por orden de publicación, «Random acts of senseless violence» (1993), y por ella he comenzado.
«Random acts of senseless violence» es una obra de futuro cercano, narrada exclusivamente a través de las entradas del diario personal de una niña de doce años recién cumplidos, Lola Hart. Al inicio del relato, su familia podría considerarse de clase media-alta. Su padre es un guionista freelance de Hollywood, mientras que su madre enseña literatura en la universidad y tanto ella como su hermana menor (a la que apoda Noob) acuden a una refinada escuela privada. Todos ellos viven en una buena casa en Manhattan, relativamente ajenos al clima de inestabilidad que sola todo el país, con un gobierno débil y poco representativo y disturbios raciales que asolan todo el país (como proyección, sin duda, de los disturbios acaecidos en Los Ángeles en 1992 con ocasión de la muerte de Rodney King a manos de la policía).
Pese a encontrarse en esa burbujita de relativa tranquilidad, el diario de Lola ya refleja una sociedad en extremo tensionada, con acusadas divergencias políticas que se nos muestran centradas sobre todo en la dicotomía pro-vida/pro-aborto, con elementos tan extremos como anuncios de televisión de gusto más que cuestionable o juguetes adoctrinadores como Mi-pequeño-feto (un feto dentro de una barriguita falsa que propina pataditas). Pronto, además, empiezan a congregarse nubarrones negros sobre la economía familiar, dada la incapacidad del padre para vender sus ideas y al despido de la madre.
El primer acto de la novela, sin embargo, se centra sobre todo en las relaciones escolares de Lola, en especial con sus dos mejores amigas, una de las cuales acaba siendo recluida en un campo de reeducación (es decir, de lavado de cerebro), mientras que la relación con la otra se va deteriorando por las acusaciones de tendencias homosexuales entre ambas (subyace también la existencia fuertemente insinuada de abusos sexuales domésticos por parte del padre de su amiga).
Todo ello no pasa de ser una transición más o menos corriente hacia el mundo adulto, hasta que su vida da un vuelco cuando la situación financiera de la familia se hace insostenible y se ven obligados a mudarse a un barrio pobre, cerca de Harlem. Pronto se pone de manifiesto que ninguno de ellos está preparado para afrontar esa nueva existencia de la que su posición económica los había mantenido más o menos protegidos, aunque al menos Lola posee la adaptabilidad necesaria para ir ajustándose a ella, gracias sobre todo al contacto con las nuevas amigas que hace en el barrio. Por el contrario, su padre se ve atrapado en un trabajo miserable bajo un jefe explotador, su madre aporta a la renta familiar con correcciones puntuales aunque también va cayendo poco a poco en la dependencia de tranquilizantes y su hermana pequeña va sintiéndose cada vez más alienada.
El diario de Lola se convierte así en una crónica de la destrucción a cámara lenta de la unidad familiar, como reflejo de la descomposición a la que previamente se ha visto sometida la sociedad. En cierto modo, es como la vieja historia de la rana que se termina cociendo en una olla al fuego porque la subida de la temperatura del agua es tan gradual que va acostumbrándose poco a poco a ella… hasta que ya no le es posible. «Random acts de senseless violence» desvela la hipocresía de la clase acomodada (que, por supuesto, les hace el vacío cuando caen en desgracia), la desesperación progresiva de los desfavorecidos, la ineficacia de un gobierno y unas fuerzas de seguridad más ocupadas por mantener el statu quo que por resolver ningún problema y la caótica autoorganización de una sociedad paralela a la que solo Lola sabe integrarse.
Así, se suceden pequeños desastres, como los asesinatos sucesivos de los presidentes, cada uno de ellos menos significativo que el anterior; o los abusos cada vez más desvergonzados del jefe del padre; o la devaluación brutal de la moneda; o el aumento de la presión policial sobre los más pobres (especialmente si son de raza negra). Aunque es cierto que en su crecimiento (y pérdida de inocencia) Lola participa en algún que otro acto delictivo (y, de hecho, va volviéndose cada vez más violenta), lo cierto es que esos «actos aleatorios de violencia sin sentido» del título los identificaría más con la presión asfixiante que va ejerciendo el estado en sus esfuerzos por apuntalar una sociedad que se está desmoronando. Lo otro, la lucha por la supervivencia que se va produciendo en los márgenes, es una respuesta a esta violencia primaria (de carácter sobre todo económico).
«Random acts of senseless violence» es una historia que combina un rito de madurez (que incluye también el despertar de la propia sexualidad, con todas las incertidumbres que eso acarrea) con una denuncia de la deshumanización de la sociedad y un aviso de lo fácil que sería entrar en una espiral descendente. Womack, además, refleja esa transformación social en una evolución paralela del lenguaje, por medio de una jerga callejera que poco a poco comienza a dominar el discurso de Lola (no así el de sus padres o hermana) y que hace de la lectura del libro un ejercicio tan complicado como fascinante.
Es cierto que hay algunos aspectos que no resultan tan conseguidos, como el artificio del diario, que no se sostiene a poco que reflexiones un poco sobre él (debido a la inhumana memoria de Lola, su disposición a transcribir palabra por palabra todos los diálogos y un estilo impropio de una niña de doce años, por muy espabilada que sea), o la edad de la protagonista, que se antoja un poco corta (por al menos un par de años) para lo que nos cuenta. Son licencias que hay que aceptar para adentrarnos en el universo de Drysco y para asistir a un apocalipsis lento pero irreversible, que resulta tanto más angustiante por cuanto es de plausible (la polarización política actual ha sido llevada mucho más al extremo de lo que incluso Womack se atrevió a especular hace treinta años).
En general, sin embargo, «Random acts of senseless violence» resulta una lectura fascinante, que se toma su tiempo para ir construyendo la historia, pero que en sus últimos compases me ha atrapado como hacía tiempo que ningún libro lo hacía.
Otras opiniones:
De Alfonso García en CDe Ignacio Illarregui en C

