Reseña de moby Dick, confrontación entre dos versiones
En la serena quietud de los trópicos, es tarea sumamente agradable; más aún, es un deleite para un hombre inclinado a la meditación: estamos a cien pies sobre la silenciosa cubierta, avanzando a gran velocidad sobre el abismo, como si los mástiles fueran zancos gigantescos, mientras entre nuestras piernas, por así decirlo, nadan los monstruos más desmesurados del océano, así como las naves, en otras épocas, se deslizaban entre las botas del famoso Coloso de Rodas. Allí permanecemos, perdidos en la infinita extensión del mar, sin que nadie se mueva, salvo las olas. La nave se desliza indolente en su torpor; soplan los soñolientos alisios y en nosotros todo es languidez.
La literatura nunca deja de sorprendernos. Durante casi toda mi vida he leído y releído el Moby Dick sin tener conocimiento de que esa era una versión mutilada; que la versión original es casi el doble que la que se nos vendió, y que esto no se indicaba en las ediciones que leímos. En concreto, en la que conservo de mi juventud (ediciones Orbis, 1984), nada de esto se señala. No pone que sea versión recortada ni selección ni nada: traducción a seca, nada más. Por lo visto, esta era la forma habitual de editar esta obra desde sus inicios. Esta versión mutilada (de 308 páginas) era la versión estándar, podríamos decir. Fue David Pérez Vega, el escritor, reseñista y youtuber, el que por internet me lo señaló al ver la foto que puse. De hecho, creo recordar que a él le pasó algo parecido, pero que hace años que lo descubrió. Yo si no llega a ser por su comentario no lo hubiese sabido, y eso que he leído sobre este libro algunos estudios y apartados críticos, incluidos los de Harold Bloom, que están diseminados por toda su obra ensayística. La versión de clásicos de Penguin y la antiquísima de Orbis son las que he utilizado para esta reseña.
Dicho esto, lo que yo pensaba que iba a ser una amena relectura de juventud se ha convertido en una confrontación entre la versión leída en mi adolescencia y la versión íntegra de la novela que casi triplica en páginas a la otra. Y puede que cause polémica lo que voy a expresar, pero creo que si yo hubiese leído la versión íntegra en mi juventud me hubiese aburrido como una ostra; aunque la hubiese acabado, de eso estoy seguro, puesto que casi siempre estaba castigado, ya fuese en la escuela o en casa, y de alguna manera tenía que rellenar el tiempo. Leer no fue un mero pasatiempo en busca de aventuras y diversión, sino una forma de libertad y evasión, algo así como transitar por carreteras internas en las que huir de los yugos impuestos.
Pero cuáles son las verdaderas razones de la censura que sufrió el original. Bueno, no sabría qué decir. Sí que es cierto que igual no solo fue por economía lectora (suprimir todas las partes más densas de filosofía y religión) sino también morales, puesto que se adivina una relación homosexual entre Ismael y Queequeg, que en la versión leída en la adolescencia no parecía tan nítida; y, por otra parte, la sociedad americana (en su gran mayoría) siempre ha sido muy moralista y proclive a la censura. No es algo nuevo de estos días, sino que hunde sus huellas en la ortodoxia de gran parte de los ciudadanos que la colonizaron, que solían ser lo más retrogrado y religioso de cada rinconcito del planeta. Luego, con el paso de los años, venera lo que en su propio día censura: véase Walt Whitman, D.H. Lawrence, los escritores beats y demás…, y de alguna manera los normaliza y vampiriza en su beneficio. Algún día hablaremos sobre cómo la muerte de Poe igual no tuvo nada o casi nada que ver con sus excesos y sí y mucho con la compra de votos. Era costumbre emborrachar y drogar a los votantes para conseguir de ellos su sufragio. No solo fue salvaje “el Oeste”, con sus forajidos, sheriffs sanguinarios, indios y demás…, sino que también fue muy bárbaro “el Este”, aunque esta parte los historiadores americanos no han tenido nunca demasiadas ganas de estudiarla, ya que se les caería buena parte de la falsa fachada de país de libertades y oportunidades que nos han querido siempre vender.
En fin, volvamos a nuestro querido cachalote y a la locura agresiva y vengativa del capitán Ahab. El capitán no hace acto presencia hasta el capítulo XXVIII. Hasta ese momento solo sirve para especulaciones.
No parecía tener huellas de ninguna enfermedad física, ni convalecer de ningún mal. Tenía el aire de un hombre rescatado de la hoguera cuando el fuego ha corrido sobre todos sus miembros, pero sin robarle una sola partícula de su compacta robustez de anciano.
Y luego un par de páginas más adelante leemos una de esas frases que definen al tremendo personaje:
En la energía fija, intrépida y resuelta de esa mirada había una infinita fortaleza, una voluntad obstinada e indomable.
Que un personaje sea inolvidable y que no haga acto de presencia hasta bien entrada la novela (y zarpado el Pequod) explica bien la fuerza y la determinación del mismo. Podríamos entrar en la dimensión religiosa y casi metafísica de la personalidad del capitán, pero creo que es más sencillo que los lectores conecten con su obsesión vengativa. Aquí los dos personajes realmente increíbles y atemporales son: el capitán Ahab y el cachalote Moby Dick, que no deja de ser un símbolo, la índole sobrenatural del blanco; Ismael, Queequeg, y el resto de la tripulación solo sirven de títeres para que estos “dos astros” se destrocen entre ellos, con la salvedad de Starbuck, el contramaestre, que posee personalidad propia y es el único que se atreve a cuestionar a viva voz la locura del capitán Ahab.
Y cuando pensamos que la adrenalina va a escribir la historia, que el Pequod navega ya hacia su destino y nosotros, como lectores, ya estamos inmersos en él, el señor Melville nos “deleita” con un tratado de cetología que hará las delicias de todos esos insignes profesores de escritura y talleres literarios, puesto que es justo lo contrario de lo que suelen pregonar. Y es que realmente los talleres literarios pueden servir para dotar de cierto suelo económico la siempre precaria vida de los escritores, pero nada tiene que ver con aprender literatura y con el estudio del genio creativo. También pueden servir para hacer amistades y conocer gentes con las mismas inquietudes, eso no lo niego; pero para aprender a escribir mejor dedíquense a leer mucho y luego escribir y desechar mucho y luego a seguir leyendo, y así hasta el infinito. Hay un barniz similar en todos los escritores que salen bruñidos de los talleres literarios, como si de alguna manera hubiesen perdido sus propias personalidades en aras de eso que se llama la efectividad narrativa, lo cual no es sino otra intromisión del mercado editorial y de los clichés y modas estilísticas que soplan por barlovento.
Y de qué sirve escribir una novela endioasadamente perfecta, tanto en la estructura como en la economía de los recursos estilísticos utilizados; eso no sirve para nada, sus páginas se convierten en alpiste para pájaros enjaulados. Lo que la literatura y el arte necesitan son personalidades que nos engatusen y nos agarren de los hombros haciéndonos soñar despiertos. Por lo tanto, hay que amar las imperfecciones creativas de los seres humanos, puestos que siempre nos ofrecerán algo más intenso y libre que los estilos limados y la ya muy activa tiranía de los algoritmos. Por ello Moby Dick ha sobrevivido desde 1851 y se seguirá leyendo dentro de 200 o 300 años más, y eso a pesar de sea un despropósito en su arquitectura narrativa. O quizá no, porque puede que lo que intente aflorar es un gran desorden cósmico. Un iceberg flotante de este accidente que llamamos <>.
La novela, pues, va mucho más allá de un entretenimiento, y deja un poso que la hace revivir en nuestras mentes. Nos sigue hablando una vez acabamos de leer su última frase. Nos interpela. Y encima ha creado varios personajes inolvidables. Aquí hay una batalla religiosa; metafísica si se prefiere. Esto es la épica de la historia de una venganza; y aunque nos puedan sorprender las utilidades del esperma de las ballenas para muy diferentes usos: véase el alumbrado, de ünguento y medicina, etcétera, lo mismo nos daría que el capitán Ahab se enrolase en la banda de Jhon Joel Glanton y se internase en México a cazar cabelleras de indios, tal cual sucede en Meridiano de sangre, porque la épica de esa búsqueda y venganza va mucho más allá de las costumbres y usos en la caza de ballenas. Si Moby Dick fuese transfigurado en el cuerpo del anciano apache Nana (mucho más peligroso que Jerónimo, que era su cuñado si no recuerdo mal) la novela funcionaria igual, salvo con la salvedad de que en vez de un paisaje marino tendríamos que cambiarlos por las serranías desérticas y salvajes de Sonora, Chihuahua, Arizona, y Nuevo México, incluyendo la famosa Jornada del muerto, que recibió tal nombre de los españoles por las dificultades que padecieron para atravesarlo. Y en vez de mostrar todos los tipos de ballenas conocidas, podríamos mencionar todos los pueblos indios desaparecidos, y el resultado no sería muy distinto. He hecho este símil (aparte de mi devoción por las irredentas vidas de fronteras) por la tremenda huella que Melville dejó en algunos autores, incluido Corman McCarthy. Leyendo a Melville creo estar viendo al espíritu de McCarthy. De hecho, las dos grandes novelas de la que nacen todas las ramas de la literatura estadounidense son el Moby Dick y el Huckleberry Finn (y aquí también podríamos incluir —si se nos permitiese mandar al garete las estúpidas restricciones que imponen los géneros literarios— las Hojas de Hierba de Whitmann; la salvaje individualidad creativa de Emily Dickinson; y los ensayos de Emerson y de William James. Todo lo que vino después son hijos de ese suelo creativo. Ellos fueron los pioneros, los que cavaron y alzaron la primera edificación que resistiría el paso de las décadas.
Pero ahora dejaré mi sistema cetológico inconcluso, así como quedó inconclusa la catedral de Colonia, con su grúa aún en pie sobre la torre incompleta. Las construcciones pequeñas siempre pueden ser terminadas por sus primeros arquitectos; las grandes, las verdaderas, siempre dejan la techumbre a la posteridad. Dios me libre de terminar alguna vez algo. Todo este libro es sólo un esbozo. Menos aún: es el esbozo de un esbozo. ¡oh Tiempo, Fuerza, Dinero y Paciencia!
Volvamos al océano y leamos al capitán Ahab en su furia desatada:
¡Sí, sí —aulló con un sollozo terrible, animal, semejante al del alce herido de muerte—, sí, sí! ¡Fue esa maldita ballena blanca la que me cercenó, la que me convirtió para siempre en un inútil invalido!
Después, agitando los brazos con desmesuradas imprecaciones, gritó:
—¡Sí, sí! ¡Y la perseguiré más allá del Cabo de Buena Esperanza, y más allá del Cabo de Hornos, y más allá del gran Maëlstron de Noruega, y más allá de las llamas de la perdición, antes de abandonarla! ¡Para esto se han embarcado ustedes, marineros! ¡Para perseguir a esa ballena blanca a través del mundo entero, en cada lugar de la tierra, hasta que arroje sangre negra y se revuelque con las aletas al aire!
El capitán Ahab no miente a nadie. Es transparente en su delirio cual un obsesivo personaje shakesperiano, y lo creemos muy capaz de abofetear al sol. Y luego tenemos a la ballena Moby Dick, que por razones obvias aparece todavía menos que el capitán y la tripulación (una mezcla de cuáqueros y páganos indígenas; unos parias bañados en salitre y en manos de un destino atroz), y es que el cachalote blanco es el símbolo de lo inconmensurable, de lo que no se puede atrapar, del Leviatán; como si la voluntad divina o demoníaca no se pudiese comprender ni asir dentro de los códigos de la mente humana.
Una cosa no ha cambiado en las dos versiones: el final sigue siendo espectacular. Y los capítulos de la cacería (tres días consecutivos) me siguen hechizando, siguen siendo mis preferidos. Los relojes quedan suspendidos cuando leo esas páginas.
El tiempo ha pasado, pero nuestro cachalote blanco sigue resistiendo todos los arpones. Moby Dick tardó muchos años en ser un éxito, casi no se vendieron ejemplares y si no recuerdo mal la mayoría se quemaron en un incendio, por lo tanto, Herman Melville murió sin conocer ni un atisbo de ese esplendor que hoy en tantos lectores provoca su literatura. Pero…, ¿qué es el éxito?, ¿no es acaso un fracaso mayor?
Estoy seguro que Nathaniel Hawthorne si entendió y disfrutó de esta obra, que de hecho estaba dedicada a él. Los demás solo percibimos atisbos de parpadeos y llamaradas; fuegos de San Telmo; naturalezas indomables; obsesiones que destrozan… Y es que en el fondo se escribe para muy poca gente.
Hasta otra.


