Doce campanadas
I:VUESTRA PEOR PESADILLA
Quieroadvertiros de que soy una pesadilla, nada más. Una mano ejecutora del destino.En fin, un castigo de Dios. Piso este mundo, el que la gente como vosotroshabéis creado, con pies de plomo. Pero el plomo no acaba en mis pies, seproyecta desde mis manos. Aprieto el gatillo y la pistola escupe mi odio sobrevosotros. Lo merecéis, estoy tan convencido de ello que no me arrepiento delmal que causo.
Nunca.
Mecomplace vuestro dolor, el miedo que sudáis por cada uno de los poros de lapiel, los llantos que no dejan hablar al silencio. Matar y vivir. Morir yadentrarme en la oscuridad. Qué más da. Esta moneda tiene dos cruces. Yo elegíambas. Vosotros no tenéis voz ni voto, ya no, el reloj ha dado la hora.
Iniciémi construcción como repartidor de plomo al poco de alcanzar la pubertad. Conlas primeras pajas destilaba mi odio, lo aplacaba, por expresarlo de algunaforma. Pero la vida te jode cada día un poco más. El tiempo me fue aplastandocon su dedo acusador. Vas a ser un viejo fracasado, aseguraba el muycabrón. Terminé convencido de que estaba en lo cierto; no había más quedetenerse un momento a analizar mi triste existencia.
Treintaaños. Vivía en el hotel de casa de mis padres. Sin trabajo. Con el póster del EquipoA colgado de la pared. Roto por los cuatro costados, descolorido. A pesarde todo, Annibal conservaba intacta su sonrisa. Ese malnacido se reía inclusoen el momento más jodido, y así se convirtió en mi puto héroe.
Comencéa fantasear con que alguna vez vendría a rescatarme en su furgoneta negra pilotadapor M.A. Barracus. Atravesaría la pared de mi casa y se bajaría en actitudgallarda, encendiéndose un puro y soltándome aquello de que me gusta que losplanes salgan bien. Qué hijo de puta. ¿Y a quién no le gusta que los planesle salgan bien? Claro que, para que te salgan bien, primero debes de tener unplan; y yo nunca lo había tenido hasta entonces.
Esostiempos ya pasaron, quiero decir que ya tengo un plan: joderos la vida, enrealidad joder la vida de todo el mundo. Reconozco que es bastante ambicioso,así que procuro quemar etapas lo más rápidamente posible.
Alo largo de estos años solo he tenido un amigo, si es que se le puede llamarasí. Bolo era un perro pequeño pero furioso. Su mayor hazaña fue la de saltarentre las piernas de un tío lejano que solo aparecía por casa en Navidad. Elcaso es que saltó y le mordió los huevos, y se quedó colgado de su dentadura unbuen rato. Ni que decir tiene que nadie se mató por ayudar a mi tío. Creo queesa noche descubrí que yo no era el único que lo odiaba. Todo en él me causabarepugnancia, desde su tono de voz, a cómo se hurgaba la nariz con el dedomeñique. Bolo giraba como una peonza, agarrado a los testículos de mi tío. Alperro todavía le quedaban fuerzas para gruñir de una forma aguda. Lo considerétodo un prodigio. Lo más gracioso fue cuando se soltó y sus patas regresaron alsuelo. Salió de estampida para esconderse en algún rincón, y no le culpo porello, le esperaba un buen zapatillazo; mi madre tenía que guardar lasapariencias. Sin embargo, mi tío aullaba con tal fuerza que nos olvidamos deBolo y nos centramos en su entrepierna ensangrentada, a la que le faltaba untestículo. El muy cabrón se lo había arrancado. Buen chico, pensé. Claroque entonces no dije nada, yo no tenía plan. Ahora me parto la caja cadavez que recuerdo la anécdota. Lo mejor fue que el perro se pasó toda la tardemasticando el huevo de mi tío como si mascara chicle. De vez en cuando aparecíapor el salón trabajando la mandíbula, como queriendo decir: mira, vejestorio, meestoy comiéndo tus cojones y te tienes que aguantar.
Yahora yo me comeré los vuestros, malditos desgraciados del infierno. También memearé en vuestra alfombra. Acepto sugerencias, nunca me canso de joderos. Sitodavía no me creéis, podéis ver las noticias, ese estercolero televisivo queusan para amargarnos. Hoy aparezco yo a todo color. Soy ese con la cabezarapada y la cara sucia. El que con la mirada te dice que ha asesinado a tumadre y que pronto cagará sobre su tumba; si es que la tiene. Mirad atentamentea la pantalla. ¿Verdad que los ojos de ese inspector de hacienda eran bonitos?Seguro que follaba mucho, que las llevaba a todas locas. A mí también me llevóloco. Por eso me lo he cargado. Me quería sacar hasta el último céntimo, comosi no tuviera ya bastante con mis problemas. Que había heredado una fortuna demis viejos. ¡Y una mierda! Una casa que se construyó en los estertores delImperio Romano y cinco mil míseros euros. No me cepillé a mis viejos paracompartir el botín con Papá Estado. Apenas me alcanzaba para mí, nadie me jodeel plan, ¡¿me oís?! ¡NADIE!
Doshachazos y la cabeza se separó del cuerpo. Tampoco le hubiera costado tantodejarme en paz, joder. Seguro que tenía a veinte mil pardillos más en cartera.La avaricia lo condujo a la ruina. Es la historia de siempre. Se repite y serepite porque no saben cuándo parar. Esa es la diferencia entre ellos y yo. Yome detendré cuando me alcance una bala. Puede que esa bala no tarde mucho enencontrarme. Pero, no os hagáis ilusiones, no voy a dejar que me atrapen tanfácilmente.
II: DESVÍO
Antes delinspector de hacienda hubo otros. Un banquero cuya corbata resultó ser bienflexible y resistente. Se ciñó a su cuello gordo con la suavidad y tensióndigna de un hilo dental. El cura de una vieja iglesia —¿y cuál no lo es?— fueel siguiente en suplicar. Sus ruegos fueron especialmente repugnantes y muyalejados de la religión que llevaba por bandera. Incluso se ofreció achupármela, con tal de que retrasara el inevitable encuentro con su jefe. Podríaseguir enumerando a todos los hijos de puta e hijas de puta que tuvieron elhonor de conocerme —la cifra os pondría los pelos de punta, porque evidencia locerca que cualquiera de vosotros ha estado de ser uno de ellos, salvadosúnicamente por el azar, hasta ahora, claro—, pero resultaría redundante. Soloos hablaré de una víctima más. Aquella que estuvo a punto de arruinar mi gran plan, pese a todos mis esfuerzos para quenadie me lo joda. Y digo tal vez, porque aquel cabronazo no sospechaba nada demi plan secundario, de la subtrama del plan principal, del pequeño eimprovisado desvío que me vi obligado a tomar.
Sabíaque la próxima vez que le viera sería la última. Lo vi en sus ojos. Era unamirada rota. En las pupilas flotaba el odio y el dolor como un cadáver en unlago. Una expresión que gritaba determinación y total ausencia de compasión. Lareconocí bien, porque la veo cada vez que me planto frente a un espejo. Aunqueen mi caso sobra el dolor. En la superficie solo asoma el odio.
Cuandoirrumpiera en este limpio sótano con la pistola lista para escupir, yoescupiría primero. Me deleitaría con el ruido de la llave deslizándose en lacerradura, saborearía el chasquido del pestillo al soltarse, y salivaría alrecibir el chirrido de la puerta en cada uno de mis nervios. Luego, cuando suspasos retumbasen entre las paredes de mi cráneo y el brazo cortase el aire conun zumbido al tiempo que acciona el percutor, regurgitaría las cuatro palabrasmágicas.
Matéa su mujer. Ahí empezó todo, aunque yo no lo supe hasta un par de semanasdespués. Fue entonces cuando puse en marcha la subtrama.
Durantelas tres semanas siguientes me dediqué a investigar a la familia. Llevé a cabolos preparativos sin ningún inconveniente. De alguna manera que aún desconozcolograron seguirme la pista, pero sé pasar desapercibido; no en vano llevabanaños sin pillarme.
Pesea todo, mi deseo de acabar con todos vosotros continuaba ardiendo como cuandoera un adolescente pajero, y tuve tiempo de añadir leña a ese fuego arrancándolela cabeza al inspector de hacienda. Poco después me detuvieron. Pero fue unadetención poco convencional. No ofrecí resistencia. Conocía muy bien al hombreque rodeó mis muñecas con el frío tacto de las esposas. Lo había estadoestudiando durante tres semanas. Era el marido de la mujer.
Imaginoque sus superiores y compañeros no fueron informados de la detención. Era unsecreto. Su secreto. Lo que no sabía es que todo el mundo tiene secretos. Yotenía uno. Los secretos son la prueba de que todos tenemos un lado oscuro.
Llevabaen el sótano de su casa tres días. He de decir que al igual que el arresto, sustácticas de interrogatorio no fueron nada convencionales. Me dejó cerca deveinticinco costillas rotas, un ojo echo puré y ocho o nueve espacios nuevos entrelos dientes. ¿Veis? El entumecimiento que sentía en la parte central del rostrome decía que la nariz cambió su posición habitual. Los labios habrían sido elorgullo de un mal cirujano plástico. El acero de las esposas engulló parte dela carne de mis muñecas, y los calzoncillos y pantalones hacía días que dejaronde estar secos. Ahora entiendo el nulo pudor de mis víctimas.
Saliócorriendo del sótano, sin cerrar la puerta esa vez; no iba a tardar en volver.Juraría que entonces se meó él encima. Como imaginé venía decidido a acabar contodo. Pero le frené. Las cuatro palabras mágicas salieron de mi boca magulladacon delicada claridad. Saboreé cada una de las sílabas. Sabían a sangre. Surostro se quebró en una mueca de horror. Parecía un cervatillo sorprendido porlas fauces de un cocodrilo emergidas de la superficie del agua que bebía. Elodio de sus ojos se hundió y junto al dolor apareció el miedo. «Mientes», me dijo.«Entonces aprieta el gatillo», le provoqué. Un destello de duda cruzó por sumirada. Pero la sonrisa que conseguí blandir lo apagó. Tuve que soportar barrascandentes adheridas a mis labios y astillas hundiéndose en mi rostro alrealizar el gesto, pero valió la pena.
Aúnsentía el sabor sanguinolento de esas cuatro palabras mágicas mientras le oíallamar por teléfono. Me recreé en ellas, en la imagen de aquella mueca depavor, en el misterioso efecto que unas simples palabras provoca en unapersona. Y tarareé. Tarareé una melodía desconocida y sin sentido, pero cuya letra,a pesar de ser breve, era un canto de satisfacción y puede que libertad.
«Tengoa tu hijo».
III: X
Tengo un socio,no es que sea Rambo; no sabe pegar tiros, ni levanta troncos con sus manosdesnudas. X, como voy a llamarle a partir de este momento, anda escondido en algunaparte, le he dado el cargo de jefe de logística. En realidad no es el jefe denadie, ni falta que le hace, lo único que le haría feliz es tener un buensueldo, de títulos pasa bastante. Supongo que si no me detienen con un tiro en lacabeza, nos convertiremos en millonarios, X y yo.
Parecéis aburridos, mamarrachos. ¿No os está gustando mihistoria? Pues no sabéis lo que os espera. Está tardando en llegar elhelicóptero, no me echéis la culpa a mí. Imagino que la policía habrá urdidotodo tipo de trampas para capturarme. Quizá el piloto sea un agente disfrazadode anciana, o puede que debajo de esa alfombra haya una trampilla que dé accesoal alcantarillado y se esté colando un equipo de las fuerzas especiales. Todoeso son paparruchas. Se olvidan de que tengo un plan. ¿Cuándo se vio queAnnibal no tuviera un plan? Y por eso mismo siempre se salía con la suya.
IV: TRUENO AZUL
Parece que yaestá aquí mi helicóptero. En el fondo son unos tíos majos estos policías. Sufuerte no es la puntualidad, hay que reconocerlo, pero si te haces entender conlas palabras adecuadas con muy serviciales. X ha estado charlando con ellos, nonecesito explicaros los detalles, total, os queda un minuto de vida.
¡Joder!No os lo tendría que haber dicho. Ahora estáis llorando como unos cachorritosdesamparados. Está bien, os doy dos opciones, podéis recibir un balazo en lafrente ahora o acompañarme a la azotea, así de simple. Tal vez haya espaciopara alguno en mi Trueno Azul. La oferta es tentadora. Bueno, tú ni temolestes, pesas mucho.
¡Yvosotros, no lloréis, hostia! Que os mato aquí mismo. Subid delante de mí, quequiero disfrutar de vuestros culitos. Espero que estéis en forma, porque soloson veinticinco plantas, el sueño de todo atleta. ¿Os he hablado alguna vez demi jefe el maratoniano? Ese sí que era un verdadero hijo de Satanás. Creo que Komase inspiró en él para escribir aquella canción, aunque supongo que eso debepensar todo el mundo sobre su jefe. Estáis todos cortados por el mismo patrón.Venga, no bajéis el ritmo y, mientras subimos, os lo cuento.
V: EL MARATONIANO
El cabronazoera el hijo del dueño de la empresa. Ahora él la dirigía, aunque el viejosiempre andaba por ahí, omnipresente, perenne como un abeto milenario. Lafábrica llevaba abierta desde que aquel hijoputa con voz de pito gobernabaEspaña; podéis haceros una idea del tipo de prácticas que el viejo había cogidopor costumbre, heredadas después por su hijo. Los empleados más veteranosdecían que el muchacho se había criado entre las sucias paredes de la fábrica, aprendiendode su padre, dominando el uso del látigo. Para ellos, la palabra trabajo se convertía en explotación de manera tan natural einsignificante como el día pasa a la noche. No veían personas en nosotros; noéramos más que máquinas. Aunque claro, eso es lo mismo que pensáis todosvosotros de vuestros empleados; las cosas no suelen cambiar mucho.
¿Porqué le llamábamos el Maratoniano? Le gustaba hacernos correr. Tenía unacodiciosa obsesión por la producción. Nunca estaba satisfecho. Todo era pocopara él. «Dadle caña» era su expresión favorita. Cada día establecía un mínimode trabajo. Nos obligaba a movernos con rapidez o a subir la velocidad de lasmáquinas. Y digo «nos obligaba» porque, de lo contrario, nos hacía echar horasextras impagadas hasta alcanzar el objetivo, o nos quitaba cierta cantidadproporcional de la nómina. Es ilegal, claro, pero nadie se atrevía adenunciarlo. De este modo, la fábrica parecía más un campamento deentrenamiento militar o un gimnasio lleno de atletas preparándose para lasOlimpiadas que un lugar de trabajo.
Comocomprenderéis, yo no soporté el abuso durante mucho tiempo. Era operario de unamáquina de prensado de metal. Esta contenía múltiples rodillos. Giraban a unavelocidad de vértigo, zumbando como avispones en sus ejes. Como tantas otrasilegalidades, la seguridad no estaba en la idiosincrasia de aquel cabrón, y lasinspecciones amigas resultaban aptas tras un buen untado de la empresa. Laúnica seguridad de que disponía la máquina era un botón de emergencia quedetenía los rodillos y los separaba unos de otros.
Almaratoniano le encantaba plantarse a tu lado y observar cómo corrías. Estoyseguro de que se le ponía dura. Incluso un día creí ver que se acariciaba a laaltura de la entrepierna, sin molestarse en meter la mano en el bolsillo paradisimular.
Aqueldía, la tarde en la que decidí no aguantarlo más, observaba mi carrera. Losojos le brillaban igual que los de un gato cuando juguetea con un ratón aún convida. Restaba una hora para acabar el turno y todavía me quedaba una grancantidad de trabajo para alcanzar el mínimo de producción fijado esa jornada.La ropa se pegaba a mi cuerpo; parecía que me había caído a una piscina. Laspiernas me temblaban, me dolían los pies, los brazos eran dos pesos muertos quecostaba horrores levantar y las planchas de metal habían dejado mis manos encarne viva, con varios cortes supurantes.
Hacíadías que llevaba planeándolo, pero hasta aquel, no me había decidido. Fue algorepentino. No sé si lo precipitó aquellos ojos iluminados, aquella breve curvade una de las comisuras de sus labios satisfechos y orgullosos, los brazoscruzados sobre el pecho o la protuberancia de sus pantalones. El caso es quecuando me aseguré de que ninguno de mis compañeros nos observaba y de que elviejo no rondaba por ahí, le agarré de las solapas de su impoluta, ridícula ydiscordante camisa y antes de que pudiera soltar un grito, lo lancé hacia losinsaciables rodillos. Voraces, amainando la velocidad tan solo un poco alrealizar el esfuerzo de aplastar un objeto más grueso que aquellas delgadasláminas de metal, hicieron crujir primero los huesos del cráneo, luego deltorso y los brazos y, finalmente, de las piernas y pies. Al mismo tiempo huboun estallido de sangre, explosión de fuegos artificiales rojos. Luego, al otrolado, sobre la pulida superficie de la plancha, apareció algo grotesco que recordabavagamente a la silueta de una persona. Me vino a la mente el cadáver de ungato, aplastado por las ruedas de un camión.
Corríhacia el botón de emergencia, lo pulsé de un manotazo. Ensayé una mueca dehorror y di la voz de alarma. No sonó muy convincente. Creo que ninguno de miscompañeros se creyó la versión que les conté, es decir, que se había tropezadocon un cordón suelto de sus zapatos de Prada. Pero ni uno solo me lo hizosaber, y corroboraron mi versión ante los inspectores y los tribunales.
Comohabréis intuido y como imagino que vuestra experiencia demuestra, elMaratoniano no era muy popular entre sus empleados.
Venga,no pongáis esa cara. Se lo merecía, joder.
Tú,deja de resoplar. Tampoco ha sido para tanto; quince minutos de subida por unasescaleras estrechas no es comparable a ocho horas de pie en una fábrica. Abrela puerta. La libertad nos espera al otro lado.
VI: SEGURO
No entiendo porqué la llaman Nochevieja, todo el mundo sabe que la noche es joven. ¿Lo veis?La sociedad se empeña en contradecirse, en crear el caos, en complicarnos lavida. Que os jodan a todos. Vaya, parece que en el helicóptero solo hay sitiopara dos. Algunos tendréis que saltar desde la azotea, con un poco de suerte,si agitáis los brazos conseguís volar. Sería bonito que saltarais con lascampanadas de fin de año. Tú serás el primero. Sin dramatismos, por favor.¡Salta de una puta vez!
Puesno remonta… Nada, se estrelló. No diré que lo lamento, pero es una pena que mehaya adelantado a las campanadas, ha sido un lapsus, lo reconozco. No os veoimpacientes por saltar. Está bien, os contaré cuál es mi plan. No sé ni por quéme molesto, quizá porque me gusta ver cómo os meáis encima de miedo.
¿Recordáisal policía que me secuestró? El tío se la jugó, me dejó libre a cambio de quele diera el paradero de su hijo. Y se lo di. Claro que él no contaba con mijefe de logística. Se presentó en el almacén abandonado a toda prisa, dijoque cuando regresara, él me liberaría a mí. No se puede confiar en un policía,eso lo sabe cualquiera, así que no lo hice. Mi socio vigilaba el almacén día ynoche. A veces se pasaba a visitar a nuestro inquilino y le llevaba algode comida y alguna revista para que se entretuviera, luego se largaba a supuesto de guardia. Hasta que apareció papá poli. Menudo chasco debió llevarseel muy hijo de puta cuando sintió el cañón de la escopeta apretado contra suespalda. Mi socio lo encadenó junto a su hijo y allí siguen, como una familiafeliz. Dos rehenes ayudan a que las autoridades sean más comprensivas, aunqueno son suficiente motivo para que te permitan actuar como te venga en gana. Asíque diversificamos nuestras acciones, usando un poco la charlatanería de labolsa. Mi socio trabaja en el metro y lleva un tiempecillo sembrando los túnelescon explosivos. ¿Cuántas bombas hay? Eso no puedo decirlo, ni siquiera avosotros. Lo que sí hemos hecho es llevar a la policía hasta una de ellas, paraque vean que no vamos de farol. El resto os lo podéis imaginar.
Enfin, me marcho ya, están a punto de dar las doce. Como os he dicho, solo uno devosotros me acompañará en este viaje a ninguna parte. Tú, el de la chaquetamarrón, ve subiendo al helicóptero, es tu día de suerte. Puede que mañana no losea, pero por el momento sigues vivo. Los demás, batid vuestras alas. ¡YA!
¡Felizaño!
VII: HACIA EL SUR
—¿Has visto cómosaltaban igual que leones amaestrados? Sinceramente, yo hubiera preferido unbalazo.
—Supongoque estaban tan nerviosos que se hubieran dado por culo unos a otros si se lohubieras sugerido.
—Seguramente.Señor X, ha estado usted muy convincente en su papel de víctima. No se pierdalos próximos Goya, podría estar nominado.
—Mispadres criticaban que malgastara el dinero en clases de interpretación.
—Yen las de piloto de helicóptero.
—Sí,en esas también. Qué cabrones, me apoyaban en todo.
Lepego un tiro al piloto, no necesitamos dos para este viaje. Además, asíahorraremos un poco de combustible. X se pone a los mandos del aparato y sevuelve hacia mí.
—¿Haciadónde nos dirigimos, socio?
—Haciael sur, siempre hacia el sur.