Cascos rojos
Algún lugar en el sur de Lacre.
El súbito silencio de las cigarras me alerta.
Levanto la vista y ahí está, semioculto tras un árbol.
Al verlo, vienen a mi memoria todas esas familias masacradas en sus cabañas. Despierta pesadillas del pasado.
Cuando formaba parte de la tropa, consideraba a quienes construyen una cabaña fuera de la civilización unos locos pidiendo la muerte. Había dos tipos de habitantes de las tierras salvajes; los muertos y los que morirán. No sé en qué pensaba cuando decidí construir una y asentarme con mi mujer en la pradera.
En aquellos tiempos, combatíamos frecuentemente contra los centauros. Los expulsamos de sus tierras y masacramos algunas tribus para construir nuestros asentamientos. Eran enemigos temibles, guerreros feroces. Así es como los conoces. Cuanto más sabes de ellos, más los temes. En mis tiempos de mercenario, de joven idiota con la cabeza llena de tonterías, no lo entendía. Ahora lo comprendo: si un grupo de energúmenos llega a un territorio para echar a sus habitantes a la fuerza, esos imbéciles deberían prepararse para encontrar resistencia.
Por fin las guerrillas contra ellos terminaron, así como los conflictos; los centauros nunca buscaron una venganza o reconquistar sus tierras. Se retiraron a nuevos terrenos, aceptando su derrota, humillados.
Pero nosotros, autodenominados civilizados, teníamos la razón y todo el derecho de establecernos donde queríamos. Usar la fuerza para echar a patadas a cualquier raza a nuestro paso, en la conquista del sur de Lacre, estaba justificado.
Ojalá el Becerro me perdone por todas mis acciones. Solo era un crío idiota convencido de hacer lo correcto.
Pero esos tiempos terminaron. Se levantaron poblaciones en los territorios arrebatados y todo más allá de sus muros se dejó a los centauros, gnolls, semiogros y todas esas razas. La gente civilizada lo llamamos las tierras salvajes.
Ahora, sin aviso, un centauro ha aparecido. Está quieto, semioculto tras un árbol. Si lo veo, es porque él quiere. Es un señuelo. Mientras, unos cuantos de los suyos deben estar flanqueándome.
Cuando construí mi casa aquí, sabía que era territorio de los Tejón. Esta tribu no causa problemas si no se los das tú primero. Les pedí permiso para establecerme y aceptaron. Todo era perfecto, lejos de la sucia civilización, sus gobernadores corruptos, mentiras y crimen. Solo paz y naturaleza.
El problema es que este centauro frente a mí, distrayéndome, no es un Tejón. Es un Cascos Rojos. Todo el mundo los odia y teme como a la peste. Sobre todo otros centauros.
Durante aquellas guerrillas, fueron la peor de las pesadillas. Sanguinarios sin piedad, agresivos y hostiles, incluso con otras tribus de su raza. Atacaron todas las poblaciones humanas que intentaban establecerse, dando rienda suelta a su crueldad sin límites con sus habitantes. No eres la misma persona cuando ves el resultado de su paso. Sus víctimas son apenas reconocibles como personas. Los torturan durante horas por diversión, ya sean mujeres, ancianos o niños. Especialmente niños.
Hace años de aquello. Se estableció una cierta paz entre las razas «civilizadas» y el resto. Pero los Cascos Rojos nunca la aceptaron. Han nacido para vivir en guerra contra todos.
Por eso, ver a uno de ellos a pocos metros de distancia me hiela la sangre de inmediato. Nos han encontrado. Aun si se fueran sin más, volverían para asesinarnos de la manera más brutal posible.
Sin quitarle la vista de encima, me concentro en los sonidos de alrededor, intentando detectar algún movimiento que delate al resto del grupo. No tengo mucho tiempo mientras toman posiciones.
—¡Baría! ¡Baría!
Mi mujer responde enseguida saliendo de la casa. Solo necesita verme un instante para saber que algo no va bien.
—¿Qué pasa?
—Atranca la puerta y quédate dentro con el niño. No abras si yo no te lo digo. ¿Entiendes?
—Pero…
—Y tráeme las armas. ¡Rápido!
Baría vuelve a la casa sin protestar. No tarda en salir cargada con todas mis viejas herramientas. Compruebo si la pistola está cargada. Solo tengo un disparo, pero puedo hacer mucho daño con él. La guardo en el pantalón. El arco, aunque menos poderoso e intimidante, es más rápido. Recargar la pistola de avancarga requiere demasiado tiempo y materiales.
El Cascos Rojos no se mueve en ningún momento.
Empujo a mi mujer dentro de la casa, ignorando sus gritos.
—¡Cierra la puerta y las ventanas de una maldita vez!
No tardo en oír el cerrojo. Le sigue el sonido de una madera atrancando la puerta. Luego las ventanas. Una. La segunda. La tercera. Están todas.
Son demasiado pequeñas para colarse por ellas, pero pueden disparar al interior. Además, tienen experiencia en sacar a la gente con cordeles atados a las saetas.
Vuelvo otra vez a concentrarme en percibir cualquier señal que me indique la posición del resto.
No oigo nada. Cuando quieren, pueden moverse en completo silencio. No es un bosque frondoso, los árboles están demasiado dispersos como para ser una buena cobertura. Aún así, son expertos en el camuflaje, se distorsionan con el ambiente y suelen contar con amuletos mágicos para ayudarles. La cegadora luz en mis ojos, el aire turbulento de la tierra caliente, les ayuda a no ser vistos. Están ahí, pero irreconocibles.
El señuelo perfecciona el subterfugio. Si dejas de hacerle caso para buscar a los ocultos, se abalanza sobre ti sin dudar. Te obliga a prestarle toda la atención mientras el resto te rodea.
Cargo una flecha y le apunto sin tensar la cuerda, listo para hacerlo.
No puedo apartar la vista de él, pero puedo oír a los otros. Cuando has sobrevivido las suficientes veces aprendes a percibirlos. «Aprender para vivir, vivir para aprender», era nuestro lema. Los sonidos naturales son en realidad ellos. Puedo distinguir al menos dos más. Uno a mi izquierda y otro a mi derecha.
¿Por qué están aquí? Su territorio queda muy lejos. ¿Algún grupo de reconocimiento para un próximo ataque contra los Tejón, y nos han encontrado de casualidad? Hay más cerca o los habrá muy pronto. Esto es el trueno antes de la tormenta.
Pero es mi casa. La construimos con nuestras manos. No voy a dejarla así como así.
Los otros Cascos Rojos están tomando posiciones, no muy lejos de mí. Si disparo contra el que tengo enfrente, les obligaré a actuar antes de lo esperado. Tendría cierta ventaja.
Sin embargo, el árbol le protege. A tanta distancia, fallaría casi con toda seguridad. Podría seguir sin moverse, haciéndome desperdiciar munición, mientras sus compañeros continúan acortando distancias.
Siento la garganta seca. Debí haberle pedido agua a Baría. La tensión y el calor abrasador me cuartean la boca. Recorro los labios con una lengua de estropajo en un intento inútil de humedecerlos.
Estar en la casa me proporcionaría más cobertura, pero no vería nada.
La voz de Baría me desconcentra. Ha abierto la ventana cercana a mí.
—¡Por favor! ¡Entra! ¡Te van a matar!
—¡Cierra! Si caigo, tú tendrás que proteger al niño, ¿entiendes?
Si no habían atacado aún es porque me estaban estudiando, no saben si hay más personas en la casa, ni si están armadas. No se lanzan a una muerte segura o contra un enemigo desconocido. Los Cascos Rojos son peligrosos por varios motivos, y su inteligencia es uno de ellos. Ver a mi mujer les ha dado demasiada información.
Puedo sentir al de la derecha a pocos metros. Cada vez más cerca.
Nada a la izquierda. ¿Está moviéndose por detrás de la casa, intentando abrir una ventana para otear el interior? ¿O sencillamente no lo puedo detectar? Maldigo sus amuletos mágicos y sus brujos.
Siempre han existido estos momentos. Esa incertidumbre antes del combate, de si es el momento adecuado, si estás preparado, si es mejor esperar. Nunca lo sabes. Quizá sea la tensión insoportable, la experiencia o el instinto. Entonces, hay algo en tu cabeza que te dice «ahora». O simple estupidez.
Una vibración me hace girar a la derecha mientras tenso el arco en un mismo movimiento. Apenas estoy seguro de lo que veo, pero una forma me llama la atención. Hago caso a mi instinto y disparo sin dudar.
Se hunde en el blanco. Si es un centauro, no reacciona. Son capaces de tolerar el dolor para evitar revelar su escondite.
Tan pronto como suelto la flecha, el señuelo sale de su escondite galopando hacia mí. Ambos centauros de los flancos abandonan la seguridad de la protección de sus amuletos para un ataque directo.
Con uno de esos actos inconscientes, fruto de la experiencia, me parapeto contra una columna.
Un grito a la derecha llama mi atención. El centauro, con la flecha hundida en el lomo, me lanza un hacha.
La esquivo y se clava con fuerza en la madera. Me doy cuenta del error de mi acto. Ahora estoy expuesto. Sin tiempo para corregir. Una saeta me impacta en el hombro derecho.
Retrocedo por el dolor.
Intento cargar el arco, pero las punzadas en el hombro me impide apuntar bien y el disparo se pierde en el aire. Ellos, en cambio, están listos para responder. La cobertura del porche me oculta lo suficiente como para no darles un blanco fácil.
Me lanzo al suelo y esquivo las flechas. Los tengo casi encima, trotando de un lado a otro en una parábola frente al porche entre alaridos frenéticos. No se atreven a acercarse porque aún no están seguros del interior de la cabaña y no se arriesgan a una trampa.
Tenso otra vez el arco. No dedico mucho tiempo a apuntar, antes de que el dolor lo haga imposible. A esta distancia no es difícil acertar. Le hiero en el abdomen del que había herido antes. Se encabrita con dolor y rabia.
Los otros vuelven a disparar, ahora, como venganza.
Me oculto tras la columna y esta recibe una flecha. La otra consigue darme en la espalda. La costilla detiene su entrada, evita un daño mayor, pero el dolor es insufrible.
El centauro herido se tambalea alejándose de forma errática. A su paso deja un reguero de sangre.
Los otros dos continúan trotando de un lado a otro sin dejar de apuntarme, listos a la menor oportunidad para acabar conmigo.
Desde dentro de la casa, salen los gritos de mi hijo llorando. Somos una familia indefensa. Y sola. Ahora lo saben.
Uno de ellos se encabrita, grita e insulta en su lengua. Quiere provocarme. Que le ataque a él. Hacerme salir de mi cobertura para su compañero. Conozco el truco.
Me cuesta coger aire. La costilla rota me apuñala con cada respiración. Decido quemar mi mejor carta. Me asomo lo justo para ver al que está con el arco listo. Saco la pistola y, en un movimiento rápido, le disparo. La bola de plomo le atraviesa la cabeza. Trozos de cráneo y cerebro vuelan al sol.
Eso les sorprende; no se esperaban un arma de pólvora.
Juego un truco viejo como el tiempo. Le apunto con el arma descargada. Amartillo el gatillo. Le estoy apuntando a la cabeza. No podría fallar.
Con un grito de odio se da a la fuga.
Entonces me doy cuenta del error. Va directo a reportar a los suyos lo sucedido. En breve, una banda mucho más grande, sedienta de sangre, vendrá a vengar a sus caídos.
El primer centauro que había herido yace inconsciente en el suelo, desangrándose al sol. No tardará en morir.
Haciendo uso de toda mi voluntad para soportar el dolor, rompo las flechas y corro al establo. No puedo permitirle escapar. Desato mi caballo, salto sobre él y le fuerzo a galopar cuanto sea posible.
Puedo ver al Cascos Rojos no muy lejos, pero es rápido. Espoleo la montura en un intento desesperado de acortar distancias, al menos, para tenerlo al alcance del arco.
Las heridas me pasan factura. He perdido mucha sangre. Siento la garganta seca como los pedregales. Me duele la boca y la garganta por sed. Me siento mareado. Los sonidos se vuelven distantes. No puedo caer ahora. No puedo fallar. Si ese centauro escapa y yo muero sin poder avisar a mi mujer… no quiero ni pensar qué pueden hacerles. Quizá lo mejor sería volver. Dejarlo ir. Avisar a Baría e irnos de inmediato, sin nada. Solo huir, como tantas otras gentes han hecho en la misma situación.
En un último intento desesperado, apunto con el arco. El dolor del hombro es insoportable. Apenas tengo fuerzas para mantenerlo. Disparo. La flecha sale en una dirección errática. Dejo caer el arco. No me sirve de nada. Tomo la pistola.
No tengo fuerzas para cabalgar. Solo puedo ver ese maldito centauro cada vez más lejos. No puedo oír bien. Tengo los oídos taponados.
Un grito repentino me saca del estupor, reviviéndome ligeramente.
Algo le pasa al fugitivo. Se sacude de forma extraña. Vuelve a alzar sus patas delanteras y cambia de rumbo en una dirección cercana a la mía. No sé qué le ha pasado, pero debo aprovecharlo.
Hundo las espuelas en el caballo y galopo hacia él. Me doy una bofetada para mantenerme consciente. Consigo cortarle el paso. Este me mira con sorpresa, como si no se acordara de mí o no me esperara.
Le apunto con la pistola descargada. Un arma inutil. No sé por qué lo hago. Quizá la falta de sangre me hace delirar. Mantengo el cañón dirigido hacia él, incapaz de mantenerlo fijo en un punto.
El Cascos Rojos no se mueve, asustado.
Aprieto el gatillo.
El centauro da un salto. Luego se sorprende cuando no ocurre nada. Me mira con asco y saca un hacha.
Una flecha se le clava en la espalda. Luego otra.
Su rostro cambia a sorpresa.
Una tercera le atraviesa la garganta. Un reguero rojo mana de sus labios.
Yo, desfallezco sobre el caballo mientras le veo morir. Poco a poco me desplomo hasta caer al suelo. Sin fuerzas. Una niebla lechosa cae cubre mi visión. El centauro está muerto. Puedo descansar.
El sonido sordo de unos cascos retumba en mis oídos embotados.
Siento agua humedeciéndome la boca. Esto me despierta. Abro los ojos. Estoy rodeado de centauros.
Me están dando agua. Bebo con ansia, pero sin fuerza.
Les oigo hablar. Los reconozco; son Tejón. El que me está dando agua les habla de mí; me conoce. Aunque no domino su idioma bien del todo, puedo entenderles.
El mundo da vueltas. Una enorme nube blanca lo eclipsa todo.
…
Cuando despierto, estoy en la cama, lavado y mis heridas cosidas. Baría está junto a mí. Me dice cómo los Tejón llegaron cargando mi cuerpo inconsciente y su terror al creerlos mis asesinos. Como no conoce su lengua, no pudo entenderlos. Le explico lo sucedido hasta mi desmayo. El resto es fácil de suponer.
Le digo a Baría que haga las maletas y se vaya con el niño a casa de su hermana en la ciudad. No quiere. Dice de irnos todos. Me niego.
Tras una discusión consigo convencerla.
Me dirijo al poblado Tejón.
Les doy las gracias por salvarme. Ellos asienten. Celebran mi victoria sobre dos de sus enemigos.
Me cuentan cómo encontraron un grupo de exploradores Cascos Rojos. Los abatieron y exploraron la zona en busca de otros. El sonido cuando disparé la pistola les alertó y vinieron hacía la cabaña. En el camino encontraron al que perseguía.
El asunto está claro. Los Cascos rojos planean atacar su territorio y mi hogar está en medio de su campo de batalla.
Me recomendaron huir junto a mi familia. Las tierras salvajes no son un sitio seguro para los míos.
Me niego. Con toda seguridad, es la idea más estúpida del mundo. Lo más sensato sería reunirme con mi familia al cobijo de los muros de la ciudad. Empezar una nueva vida allí. Pero no es una opción para mí.
Pasé la mayor parte de mi vida expulsando a criaturas de sus hogares para que unos ambiciosos bastardos levantaran ciudades en sus nuevos palmos de tierra. Ahora, debo pagar mi penitencia. Si un grupo de energúmenos viene a expulsarme de donde he levantado mi hogar, deberán prepararse para encontrar resistencia.