Reseña de "Max, la fugitiva" de Brenna Yovanoff
Si hay una serie que obtivo cuando se estrenó el reconocimiento inmediato de crítica y público, esa fue Stranger Things. Todos los que somos adultos ahora, pero nacidos y crecidos en los ochenta, tendemos a recordar esa época con cariño, gracias sobre todo a obras como E.T. o Los Goonies.

Para nosotros, pasárselo bien era ir todo el día en bici con tus amigos, pese a que en la ciudad no podíamos hacerlo y esto sólo se reducía a las semanas de vacaciones en el pueblo. Y además, aunque se pudiera, lo más seguro es que nos la acabara robando algún yonki.
El caso es que ha sido bonito volver a ver reflejado en la pantalla esas aspiraciones con las que todo niño de los ochenta soñábamos: ir por ahí en bici, vivir aventuras con los amigos y si había cosas raras de por medio tipo OVNIS o demás, pues mejor que mejor.
Y además, uno de los grandes aciertos de la serie es la elección de actores, que conforman unos personajes redondos. Aunque hayan recurrido a Winona Rider o a Sean Astin, en general se trata de un plantel de jóvenes desconocidos, que con su frescura hacen todavía más creíble la historia que cuenta.

Pero eso no sucede con nuestros héroes, quienes saldrán con ella a pedir caramelos en Halloween. El problema es que luego no quieren que les acompañe más. Le hablan de Once, una amiga a la que no están dispuestos a traicionar y a que su presencia no es bienvenida. Pero las cosas se tuercen un poco más cuando Dustin encuentra una pequeña criatura similar a un renacuajo negro en la basura y aunque quiere cuidarla, lo más seguro es que sea pariente del Demogorgon, un misterioso monstruo con quien Will ha tenido algún mal encuentro.

Narrada en primera persona, Max, la fugitiva (Océano Travesía) ahonda en la figura de uno de los personajes más carismáticos de Stranger Things y ayuda a ubicarla a ella y sus motivaciones en el telón de fondo de la serie.