Capítulo 1

Alguien para estropearlo todo.

Luís Adaller sabe que su destino está sellado desde mucho antes de enviar el informe que destaparía la trama.

Pero no lo sabe porque su título de ingeniero le dé una sabiduría extra que llegara más allá del común mortal, al menos desde su punto de vista. No lo sabe tampoco porque trabajase duramente (eso nadie se lo va a creer). Su trabajo sólo es relevante en la parrafada de su tarjeta de visita y al pié de sus emails. No lo sabe porque alguien le hubiera advertido, porque nadie sería capaz de decirle que iba a morir. Simplemente lo sabe porque a nadie le importa que acaben con su vida… y si pudiera ser con un cierto estilo macabro, mejor.

Luís sabe que va a morir porque no sería la primera vez que esto ocurre en su empresa. No es que fuera un secreto a voces, de lo contrario, la imagen de la policía quedaría realmente dañada. Pero en toda gran empresa siempre hay grandes rumores y ya se sabe que donde el río suena… Una historia jugosa siempre es bienvenida en los corrillos de cualquier oficina, y si hablamos de sucesos un tanto desagradables: una muerte inesperada, una desaparición…

Por eso Luís Adaller lo sabe. Por eso y por la amenaza del gerente de la empresa municipal de aguas de Valle del Nircón.

 

—¡Devuelve ese informe, no te pertenece! —el cuello estaba a punto de explotarle al gerente, Del Moral, y Luís no podía evitar fijar la mirada en las venas que le sobresalían bajo su mandíbula.

—No tengo por qué darte nada y si te lo doy, supondría un incumplimiento del contrato…

—¡Métete el contrato por donde te quepa! Estamos hablando de dinero y tú estas aquí para hacer lo que yo te diga.

—No te equivoques. Yo trabajo para el grupo, tú para la explotación —Luís y su orgullo…

—¿Quieres que llamemos a «papá», a ver que opina? Tenemos los mismos jefes, no lo olvides y yo me manejo mejor que tú por ahí arriba.

—Pues ten cuidado no te vayas a caer.

—No te atrevas a amenazarme, en eso tengo más experiencia que tú… Además, yo no amenazo, advierto, y al final cumplo mi palabra. Es una lástima que el gran Federico, nuestro antiguo ayudante del jefe de servicio, no esté entre nosotros para dar fe de eso —¡Uff! Eso tuvo que hacer daño al hígado de Luís, y más aún la sonrisa en la comisura de sus labios—

—Ya…, conozco el rumor. Sí, lo conozco…

—Las historias no se crean sólo de la fantasía de la gente. Ándate con ojo.

 

 Y por eso Luís Adaller lo sabe.

Así que ahí está él, sin dejar de golpear las teclas de su ordenador hasta altas horas de la noche, trabajando en el escritorio de su pequeño estudio, donde vive desde que lo contrataran como ingeniero en la empresa que controla la mayor parte de las acciones de la entidad municipal de aguas del pequeño pueblo costero de Valle del Nircón.

Desde allí se puede oír el rumor de las olas que el Mediterráneo trae hasta la orilla, pero eso no le calma. La humedad no deja de entrar por la ventana abierta junto con el reflejo de las luces de la última noche de calor de un verano que se puede dar ya por terminado.

A sus cuarenta años, Luís soporta cada vez menos aquel clima. Había engordado sin parar desde que empezara a trabajar en aquella empresa y ahora sus camisas no son más que surcos de sudor con alguna mancha de color adherida a su costado.

Es la última noche del verano, su última noche.

Normalmente nadie sabe cuándo será su última noche, pero él lo sabe. Siempre fue una enciclopedia con patas.

Por eso su enorme cuerpo no deja de agitarse y las carnes le vibran a medida que recopila todos los datos y los archiva en su ordenador.   Tan concentrado está, que no es capaz de oír el ruido del motor que traquetea frente al edificio. Sólo cuando deja de sonar, levanta la mirada y se desconcentra. Como el chorro de vapor que calienta la leche en una cafetera y ensordece a los clientes de una cafetería. A nadie le importa, todos asumen que ese ruido molesto, agudo y penetrante es tan natural que todos siguen hablando, aunque sea a gritos. Pero en el mismo momento en que se detiene, todos levantan la cabeza, miran alrededor con curiosidad y pasmo, y se culpa al silencio de haber roto el hilo de la conversación.

Ya han llegado, piensa con un estremecimiento que le recorre el cuerpo. Para estar siempre presumiendo de sabiduría y de los innumerables libros que leía y estudiaba, ahora no es capaz de saber cuántos pueden ser o si le iba a doler. Pero eso ya da lo mismo. Sin embargo, la curiosidad le lleva a asomarse a la ventana abierta del estudio por donde la brisa entra con timidez, a ráfagas intermitentes. Unas cuatro plantas bajo su ventana, sobre el camino de entrada al edificio que va desde la valla exterior hasta la puerta de entrada, flanqueado por dos filas de setos que delimitan unos jardines perfectamente cuidados, tres figuras oscuras se mueven con rapidez y sigilo.

Después de tres meses de intensa actividad en el vecindario, ajetreo, ruidos nocturnos de fiesta y alegría desenfrenada; cuerpos sudorosos, semidesnudos y quemados por el sol durmiendo en mitad de los pasillos o practicando sexo en el ascensor un día sí y otro también, su apartamento se había convertido en un ataúd silencioso. Este podía haber sido el primer día que hubiera dormido tranquilo tras el paso del verano y las vacaciones de media Europa, si no fuera porque ya han llegado para atraparle. Ahora Luís echa de menos la compañía de los turistas llenando el edificio. Si estuviesen allí, quizá los otros no se atreverían a entrar y ser vistos.

Las tres figuras negras ya no se ven desde la ventana. Han desaparecido de la vista… de su vista. Sólo es cuestión de segundos. Un nudo comienza a moverse por su enorme estómago hasta llegarle a la garganta mientras, inmóvil, intenta retener su última cena.

El sonido de los pasos hace eco en el pasillo del edificio, al otro lado de la puerta.

Sobre la pantalla del ordenador la barra que indica la subida de documentos está a punto de completarse cuando un golpe retumba sobre la puerta del estudio.

El tañido de una diminuta campana sale del ordenador y anuncia que ya ha terminado de enviar los datos.

No están llamando, están echando la puerta abajo, que no es lo mismo.

Luís se concentra en la pantalla. Un nuevo golpe y trozos de astilla de la madera alrededor de la cerradura salen volando por el estudio.

Un segundo después Luís comprueba que ha conseguido enviar toda la documentación, respira algo aliviado, desenchufa el ordenador y contempla la puerta esperando ver aparecer por allí las tres figuras que momentos antes recorrían la entrada del edificio.

Como no puede ser de otra forma, al tercer golpe la puerta explota tras impactar y rebotar contra la pared. No hay duda, abierta hasta desaparecer. Trozos de madera salen disparados como diminutos proyectiles por todo el apartamento y, a continuación, los tres hombres enfundados en ropa de deporte negra y a cara descubierta entran con intención de atraparle.

 

No te conozco, de hecho no sé si estás de pie, sentado… o si nada de lo que te digo te importa un pimiento. Eso es lo de menos. Pero no creo que tú hubieras dicho en ese instante:

 

—Si hubierais llamado, os habría abierto igualmente —por su tono de voz nunca se puede saber a ciencia cierta si hace un comentario sarcástico o es que él es así—. Mañana enviaré un correo a la propietaria con copia al administrador de…

Pero los otros tres ya están informados de que no es más que un gordo petulante capaz de sacar a cualquiera de sus casillas, pero, por sus expresiones, no se imaginaban que llegara a tal extremo.

—¡Cállate! —resulta que el más alto de los tres no tiene ganas de bromas. Julián Casto no entiende todavía de sarcasmos, sobre todo si no son de su cosecha—. Te vienes con nosotros —con un gesto a los otros dos, éstos avanzan hasta Luís para agarrarle.

Al desgraciado de Luís, tan listo como ninguno,  le da por pensar que esos tres hombres no iban armados —una deducción que sólo él puede saber desde qué chistera sale tal majadería—. Así que se agacha tan rápido como su barriga se lo permite, agarra la silla del escritorio y la lanza por los aires esperando que golpease a alguien, pero lo único que consigue es hacer ruido y descuidar su flanco derecho. De allí le llega el primer puñetazo que le parte el labio y le tuerce las gafas, quedando colgadas por una de sus orejas. Su expresión no puede ser más absurda.

Aturdido, cae al suelo. Los otros dos hombres, sin hablar, le agarran de los brazos y lo levantan, hasta que es capaz de mantenerse en pie con ciertas dudas.

—¿Algo más que quieras decir? —pero Julián, por primera vez, sabe algo más que Luís. Sabe que no va a responder. Por primera vez siente que un tipo con gafas no va a tener la última palabra y, desde las alturas, le da por sonreír. Y ahora, en cambio, Luís sabe lo que es sentir miedo… y dolor.

Ha pesar de las veces que sus compañeros de trabajo llegaron a imaginárselo, o incluso las veces que lo amenazaron con golpearle y sacudirle una buena paliza, bien merecida, esa fue la primera vez que sintió un buen puñetazo en la cara que le hizo sangrar. Y es en ese preciso momento cuando desaparecen de su mente los comentarios sarcásticos, la puntilla al final de cada conversación, la observación inoportuna, el chiste sin gracia, la carcajada solitaria e incómoda, el ventilador removiendo la mierda y la mano sudorosa en busca de las piernas de la nueva becaria.

—Llevadlo al coche —tampoco hacía falta que lo dijera, los otros dos ya lo están sacando a empujones de su estudio.

La calle sigue en silencio. La noche, rota alrededor de las farolas. Luís mira la fachada de su edificio como se miran las cosas por última vez, y espera por si alguien se hubiera despertado con el ruido, a ver si se podía agarrar a un último clavo ardiendo. Tal vez podrían dar la voz de alarma. Pero todo sigue a oscuras. Allí no hay nadie, y si lo hubiera, y si lo conocieran… Ahora a nadie le preocupa el pobre Luís. Tras el paso del verano, Valle del Nircón se convierte, un año más, en un pueblo fantasma y eso, en esta ocasión, juega en su contra.

—Supongo que nada de lo que pueda decir os hará cambiar de idea —dice Luís mientras los dos hombres que le arrastran se sitúan en la parte trasera del coche.

—Ya tuviste tu oportunidad. Además, nosotros no negociamos, obedecemos órdenes. A lo mejor debías haber hecho como nosotros en vez de insistir en husmear donde no te importa.

—Yo sólo estaba cumpliendo con mi trabajo —un leve aire de pedantería sale a relucir en su tono de voz al hablar de su labor en la empresa municipal de aguas. No puede evitarlo—. Yo cumplo con una labor importante. ¿Nunca os lo habían dicho? De mí depende que las cosas se hagan como es debido.

—Lo que es debido o no depende de gente que está por encima de nosotros —le responde Julián, sentado al volante del coche—. Ahora mismo, por ejemplo, hacemos lo que es debido —la sonrisa en su rostro no puede evitar helar la sangre de Luís. En ese momento,  un chasquido metálico surge de la cerradura del maletero, y se abre como la tapa de un ataúd de diseño exclusivo. De un empujón y a trompicones lo meten. Luís, en su torpeza física trata de resistirse pero, dejando caer el portón, éste le golpea en la cabeza. Durante los siguientes… treinta segundos, no se vuelve a oír a Luís.

En manos de Julián, el coche siempre se mueve con más rapidez por las calles solitarias del pueblo de la que debiera. Tomando la carretera de salida hacia el norte, comienza a ascender por las montañas que se elevan junto a la costa. Los tres ocupantes en el interior se mantienen en silencio, roto por los gritos de Luís desde el maletero.

En las montañas la noche es más oscura, las estrellas más numerosas y las casas más dispersas. Ni siquiera un grito de auxilio sería capaz de sacarle de aquel apuro.

La carretera se extiende sinuosa ante ellos, silenciosa, y sólo algunas luces que cuelgan sobre postes de madera son capaces de iluminar pequeños trozos de asfalto a un lado y a otro. Junto a una de ellas el coche se detiene levantando polvo y tierra. El ruido del motor se desvanece y las criaturas nocturnas vuelven a canturrear a la noche.

 Los tres hombres de negro salen decididos del vehículo y miran a su alrededor con atención por si alguien estuviera pasando por allí. No lo hacen por temor, acabarían con cualquier testigo sin dudarlo. Lo hacen por puro protocolo… o porque lo han visto hacer cientos de veces en las películas de gangsters. Al fin y al cabo eso sólo les lleva unos pocos segundos; la sensación de seguridad, unos minutos más; su arrogancia, el resto de la noche. Por allí ya no iba a pasar nadie hasta el amanecer y las casas más cercanas están  a gran distancia, rodeadas por jardines de árboles enormes que los ocultan por completo.

Sacan a Luís del maletero. Tiene las rodillas doloridas de llevar las piernas encogidas y la sangre del labio, reseca en su barbilla.

—Tienes una oportunidad para vivir un día más —le dice Julián, que en esta ocasión lleva la voz cantante de aquel curioso trío—. Si nos dices dónde están los resultados del análisis…

—¿Qué pasará si lo digo? —Luís responde con una inesperada sonrisa nerviosa—. ¿Me lleváis de vuelta a casa? ¿Eso es lo que quieres decirme? ¿Así, como si nada hubiera pasado?

—Ya sabes que nosotros no tomamos la decisión.

—¿Me tomas por idiota? El problema no lo tenéis con el análisis. Eso es tan sencillo como pedirle al laboratorio que os den las muestras y los resultados. Si eso es lo que queréis, os habéis equivocado de persona. Pero vuestro jefe no es tan estúpido como para no saberlo. Sé lo qué queréis: mi silencio. Lo que le pone nervioso es todo lo que sé, su secreto y el de toda la compañía, ¿o acaso me equivoco?

—Y por lo que veo, ese «silencio» es difícil que lo puedas mantener. Siempre fuiste un bocazas. Todos lo sabíamos pero nadie se atrevió a decírtelo antes.

—Me mantengo en mi puesto de trabajo, lo mismo que tú. Y si para eso tengo que hacer lo que sea…

—En eso tienes razón, supongo que soy como tú —un gesto a sus compañeros. Una  señal precisa y ensayada. Los dos hombres sacan sendos cuchillo con las hojas afiladas y resplandecientes en la oscuridad y empiezan a asestarle cuchilladas en el pecho, la espalda y el abdomen. Una y otra vez se afanan en hundir los quince centímetros de acero de la hoja en su enorme cuerpo mientras que con la mano libre que les queda le tapan la boca para ahogar sus gritos de terror.

La sangre le sale inevitablemente a chorros cuando le asestan las cuchilladas mortales a la altura del cuello. Esas son las únicas que cumplen con las órdenes recibidas. A partir de ahí, las demás, sólo un castigo gratificante y de desahogo por tantos años de menosprecios y desdenes.

En unos minutos, Luís es un cadáver, una estatua inmóvil, una masa de carne y grasa en medio de un charco enorme de sangre que la tierra absorbe con avidez y se seca junto a la carretera.  

Sin embargo, el trabajo no termina aquí. Serían unos principiantes si fuera así.

Lo envuelven en plástico fino, como la chica de la canción, lo llevan hasta un pozo de la red de saneamiento del pueblo y lo arrojan a su interior con la esperanza de que las ratas lo hagan desaparecer.

Todo este trabajo, con la complicidad de una noche cerrada, oscura y solitaria… Podría parecer simple, un éxito rotundo… Pero siempre hay alguien para estropearlo todo, para que se cumpla aquello de que no hay crimen perfecto.

Y en esta ocasión fueron unos ojos diminutos. 

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Published on September 04, 2020 07:45
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