Un paseo de domingo


Para María Fernanda Ampuero.

Como ocurre en toda familia, suelo salir con mi madre las tardes de domingo. Hacemos juntas el trayecto en auto, mirando por la ventana los cambios del paisaje que van del centro al norte, los nuevos árboles arrasados que han vuelto a nuestra ciudad luminosa y caliente; sorteamos ente pitidos los nuevos cráteres que se han hecho en las calles para ocultar las líneas telefónicas y las modernas redes de internet que han dejado el suelo agujereado y removido. Los cambios en la ciudad no se detienen jamás: la rueda de la fortuna, el teleférico, así que ella no puede reconocer los lugares que cruzó a pie, cuando era más joven y caminaba con libertad. Se equivoca en señalarme el sitio donde funcionaba una relojería, se confunde con la dirección de la casa de su infancia. Hasta existen avenidas que ahora se llaman diferente. ¿Cuánto tiempo ha pasado?, pregunta mamá, para ella es incalculable. Yo tampoco quiero decirle.Siempre, en silencio, baja del auto, quejándose por su cuerpo y por sus piernas engarrotadas, que no avanzan. Tomo su mano reducida, para ayudarla, casi un cartílago con piel, y la sujeto como si fuera ella la que me conduce a mí, cuando es a la inversa. Entramos juntas al gentío de los grandes almacenes que se preparan para la navidad. Primero se le antoja hacer compras, pero luego recuerda que no tiene donde poner las cosas, ni a quien regalare. ¿Qué quieres? Le pregunto. Un adorno para el árbol, me contesta, pero guárdamelo tú porque este año tampoco podré colocarlo. La conduzco con habilidad, de tal modo que evitamos los espejos. La entretengo ensenándole una cosa y otra, las flores amarillas que tanto le gustan y que ahora está de moda bordarlas en la ropa. Le pido su opinión de una camisa. Hago que se ría. Hablo en tono bajo, con normalidad, pero inevitablemente alguien siempre termina dándose cuenta de lo de mi madre y me clava los ojos.Ha elegido una reluciente pompa azul, que irá a parar a los cajones de las cosas que yo no puedo regalar ni desechar. Esos cajones que existen en cada hogar  y que se van llenando de ovillos anudados y monedas de países a los que uno nunca vuelve, así que hacemos una cola infinita donde mi madre, para pasar el rato, se pone a enumerar palabras que ha dicho hace tiempo, se entretiene recordando viejas conversaciones, antiguas amistades;  hasta que, entre el gentío, algún conocido me saluda y yo giro la cabeza para no verlo, hasta que pase, porque no quiero contarle a nadie que he salido con mamá también esta tarde de domingo.Entonces, en ese descuido escucho un grito. Ay. Un lamento inconsolable. Yo no era así, dice mi madre conmovida, así no me veía. Y se queda entristecida frente a su reflejo de cuerpo entero que también me paraliza. Que raras son desde hace varios años las tardes de domingo en que abrazo a mi madre que casi, casi se desvanece, para protegerla de las personas que nos apretujan y nos atropellan, en los atestados centros comerciales. Le digo en su frágil oído que no se preocupe, que siempre estaremos juntas, que al salir de ahí comparé un helado del sabor que ella quiera, que no haga caso a los espejos, que jamás le han podido hacer justicia a los que están muertos.

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Published on August 05, 2017 19:56
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Solange Rodríguez Pappe
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