El deseo. Parte I: Preservativos
La cosa tenía que ver con sexo. Desde que la vecina se mudó, hacía más o menos un mes, estaba llevando a cabo comportamientos que difícilmente resultaban indiferentes para nuestro protagonista: el tipo más estúpido del barrio.
El ingenuo fulano tenía que observar todas las mañanas a una espectacular mujer, de unos 33 años, de cuerpo bastante bien formado, sacar la basura en medio de un contoneo de locos. Ella iba siempre cubierta de una bata de dormir que usualmente se abría con la brisa y que dejaba ver la mayoría de veces unos calzones apretados que permitían disfrutar de una parte de sus provocadoras nalgas.
Como si fuese poco, la belleza, después de dejar la basura en el frente de su casa, se devolvía y buscaba con sus ojos azules la mandíbula desencajada de nuestro “héroe” que, haciendo de tripas corazón, trataba de lucir absurdamente imperturbable mientras intentaba sonreírle.
Pero llegó esa mañana en la que al girarse con esa bata roja, la sabrosa le dejó ver que no tenía sujetador y que un par de tetas hermosamente redondeadas y carnosas salían al aire para contonearse al ritmo de sus muslos. Ella, cual venus astuta, fingió que había sido un accidente y se cubrió con una picardía inenarrable. Hasta ahí llegó la decencia. La mesa ya estaba servida.
Así que después de que la vecina entró en su casa, nuestro infame penetró en la de él y mirándose al espejo murmuró que esto no se podía quedar así y que antes de que oscureciera, él iba a probar a qué sabía la morenaza piel de esa fémina que lo tenía caliente.
Casualmente, unos días atrás, este perdedor había estado meditando sobre la única novia que había tenido hasta hacía pocos meses. En alguna de esas madrugadas, incluso había dudado sobre si debía reconciliarse con la insípida mujer para darse una segunda oportunidad.
La cosa se había acabado básicamente porque esa desabrida había desarrollado, de pronto, una obsesión con el cuento de querer un hijo. Todas las conversaciones de los últimos meses giraban siempre en torno a la maternidad. Nuestro mentecato no podía entender por qué su feíta compañera había caído en esa absurda trampa de realización amniótica, cuando ni siquiera había cumplido los 30. Y lo peor: él no consideraba que a sus 32 años debía embarcarse en la absurda aventura de ser padre. Hasta que no soportó más y un día no hace mucho, le dijo a la pobre que si quería embarazarse, lo hiciera con otro porque él estaba para otras cosas.
“Ahora todo encaja”, pensó. “Ahora voy a fornicar con mi irresistible vecina; este sí es mi verdadero destino".
Entonces prefirió dejar a su ex noviecita en un segundo plano mental para concentrarse en lo importante. Por eso, se dedicó a bañarse y a perfumar sus partes nobles con esmero. Luego se puso su mejor ropa y enseguida salió a la droguería de la esquina para comprar un paquete de condones.
Al salir, pasó por todo el frente de la casa de la hembra y trató de percibirla por entre las ventanas.
Se detuvo un poco.
Y se sintió morir de gozo con lo que vio.
La diosa genital estaba hablando por teléfono mientras bailaba “Juste Nous” de Ali Angel a todo volumen, como si desde siempre tuviera claro que él iba a estar espiándola. La irresistible llevaba puesto unos pantalones cortos de jean y una blusa demasiado fácil de desabrochar. Abría y cerraba las piernas mientras se tocaba con la música en medio de sus caderas endemoniadas. El plato estaba a punto y el cuchillo de nuestro mequetrefe, absolutamente afilado.
Nuestro esperpento apresuró el paso hacia la droguería y fue tanto su impulso que compró dos cajas de preservativos porque lo que venía se le antojaba bestial y eterno.
Pero antes de salir de la perfumería, una bofetada de supervivencia lo llenó de curiosidad. Sabiendo que el droguero era un chismoso de catálogo, le preguntó si esa provocadora vecina tenía marido:
- - Que yo sepa, nunca le he visto macho- le contestó el empleado mientras le pasaba las vueltas de los preservativos- ¿Cómo por qué lo quiere saber el caballero? - - Por nada – contestó el tarugo, lleno de felicidad mientras salía apresurado.
A medida que trotaba hacia la casa de la vecina, nuestro cabeza de chorlito vislumbraba el momento: la imaginaba complaciéndolo en las posiciones y gestos más afiebrados y llenos de desmadre, acompañados de niveles de porno como si fuese un Nacho Vidal.
Así que llegó a la casa de la araña dopaminérgica y sin titubear, tocó la puerta. Y enseguida, le abrió la turgencia bípeda con una sonrisa resplandeciente:
- - Hola, mi veci- le dijo mientras lo miraba a los ojos- ¿Y a qué debo el honor de verte ahí parado?- - Bueno, pues… parado estoy y… sinceramente… no soy tan bueno con las sutilezas y … vengo porque ya no aguanto más la necesidad de saldar una cuenta que tengo pendiente contigo.- - ¿Una cuenta? – sonrió mientras se pasaba la lengua por los labios. - - Estoy cansado de verte sacar la basura todas las mañanas; estoy harto de ver tu par de piernas pegadas a ti, mientras yo tengo que morderme las ganas.- ¿Mordértelas, dijiste?... o mordérmelas…
Nuestro protagonista , preso de un concorde interno de testosterona, la tomó del cuello, la beso profundamente y la empujó de manera sutil hacia adentro, cerrando la puerta y dispuesto a ejecutar su mejor faena de caballo desbocado.
La tigresa de la entrepierna se dejó besar y sobrellevando el ritmo del excitado pelafustán, se cayó al sofá muy dispuesta. Las manos del mendrugo recorrieron sus piernas con rumbo hacia el botón del pantalón. Como pudo se lo quitó y al ver el irresistible panorama, el mequetrefe se abrió la bragueta y entró en ella, haciendo que cayeran intactas las cajas de preservativos en el piso.
Cuando estuvo adentro, la reina de las ansias se estremeció de placer. Las embestidas iban y venían hasta el punto de saciar un pronto clímax. Un jarrón voló en el aire, por culpa del frenesí de los movimientos finales y del mal acomodamiento de piernas.
El jarrón se estrelló en el piso y armó un ruido tremendo. Antes de que el protagonista de la imprudencia dijera que había sido un gran orgasmo, se escuchó una voz de hombre que provenía de uno de los cuartos de la casa:
- - ¿Qué está pasando, mi amor?, ¿Qué es ese ruido? ¿Con quién estás ahí?
La piel rojiza del imbécil se tornó verde amarillenta y los ojos de ella pasaron de azules a negros como el miedo de un ornitorrinco:
- - ¡Hijueputa, se despertó mi marido! - - ¿Tu qué? – preguntó el tontarrón, ilusionado de que no fuera cierto.
Pero no había nada que hacer porque la puerta del cuarto comenzaba a abrirse y el que venía, estaba a punto de presenciar la infidelidad del espectáculo.
CONTINUARÁ...
El ingenuo fulano tenía que observar todas las mañanas a una espectacular mujer, de unos 33 años, de cuerpo bastante bien formado, sacar la basura en medio de un contoneo de locos. Ella iba siempre cubierta de una bata de dormir que usualmente se abría con la brisa y que dejaba ver la mayoría de veces unos calzones apretados que permitían disfrutar de una parte de sus provocadoras nalgas.
Como si fuese poco, la belleza, después de dejar la basura en el frente de su casa, se devolvía y buscaba con sus ojos azules la mandíbula desencajada de nuestro “héroe” que, haciendo de tripas corazón, trataba de lucir absurdamente imperturbable mientras intentaba sonreírle.
Pero llegó esa mañana en la que al girarse con esa bata roja, la sabrosa le dejó ver que no tenía sujetador y que un par de tetas hermosamente redondeadas y carnosas salían al aire para contonearse al ritmo de sus muslos. Ella, cual venus astuta, fingió que había sido un accidente y se cubrió con una picardía inenarrable. Hasta ahí llegó la decencia. La mesa ya estaba servida.
Así que después de que la vecina entró en su casa, nuestro infame penetró en la de él y mirándose al espejo murmuró que esto no se podía quedar así y que antes de que oscureciera, él iba a probar a qué sabía la morenaza piel de esa fémina que lo tenía caliente.
Casualmente, unos días atrás, este perdedor había estado meditando sobre la única novia que había tenido hasta hacía pocos meses. En alguna de esas madrugadas, incluso había dudado sobre si debía reconciliarse con la insípida mujer para darse una segunda oportunidad.
La cosa se había acabado básicamente porque esa desabrida había desarrollado, de pronto, una obsesión con el cuento de querer un hijo. Todas las conversaciones de los últimos meses giraban siempre en torno a la maternidad. Nuestro mentecato no podía entender por qué su feíta compañera había caído en esa absurda trampa de realización amniótica, cuando ni siquiera había cumplido los 30. Y lo peor: él no consideraba que a sus 32 años debía embarcarse en la absurda aventura de ser padre. Hasta que no soportó más y un día no hace mucho, le dijo a la pobre que si quería embarazarse, lo hiciera con otro porque él estaba para otras cosas.
“Ahora todo encaja”, pensó. “Ahora voy a fornicar con mi irresistible vecina; este sí es mi verdadero destino".
Entonces prefirió dejar a su ex noviecita en un segundo plano mental para concentrarse en lo importante. Por eso, se dedicó a bañarse y a perfumar sus partes nobles con esmero. Luego se puso su mejor ropa y enseguida salió a la droguería de la esquina para comprar un paquete de condones.
Al salir, pasó por todo el frente de la casa de la hembra y trató de percibirla por entre las ventanas.
Se detuvo un poco.
Y se sintió morir de gozo con lo que vio.
La diosa genital estaba hablando por teléfono mientras bailaba “Juste Nous” de Ali Angel a todo volumen, como si desde siempre tuviera claro que él iba a estar espiándola. La irresistible llevaba puesto unos pantalones cortos de jean y una blusa demasiado fácil de desabrochar. Abría y cerraba las piernas mientras se tocaba con la música en medio de sus caderas endemoniadas. El plato estaba a punto y el cuchillo de nuestro mequetrefe, absolutamente afilado.
Nuestro esperpento apresuró el paso hacia la droguería y fue tanto su impulso que compró dos cajas de preservativos porque lo que venía se le antojaba bestial y eterno.
Pero antes de salir de la perfumería, una bofetada de supervivencia lo llenó de curiosidad. Sabiendo que el droguero era un chismoso de catálogo, le preguntó si esa provocadora vecina tenía marido:
- - Que yo sepa, nunca le he visto macho- le contestó el empleado mientras le pasaba las vueltas de los preservativos- ¿Cómo por qué lo quiere saber el caballero? - - Por nada – contestó el tarugo, lleno de felicidad mientras salía apresurado.
A medida que trotaba hacia la casa de la vecina, nuestro cabeza de chorlito vislumbraba el momento: la imaginaba complaciéndolo en las posiciones y gestos más afiebrados y llenos de desmadre, acompañados de niveles de porno como si fuese un Nacho Vidal.
Así que llegó a la casa de la araña dopaminérgica y sin titubear, tocó la puerta. Y enseguida, le abrió la turgencia bípeda con una sonrisa resplandeciente:
- - Hola, mi veci- le dijo mientras lo miraba a los ojos- ¿Y a qué debo el honor de verte ahí parado?- - Bueno, pues… parado estoy y… sinceramente… no soy tan bueno con las sutilezas y … vengo porque ya no aguanto más la necesidad de saldar una cuenta que tengo pendiente contigo.- - ¿Una cuenta? – sonrió mientras se pasaba la lengua por los labios. - - Estoy cansado de verte sacar la basura todas las mañanas; estoy harto de ver tu par de piernas pegadas a ti, mientras yo tengo que morderme las ganas.- ¿Mordértelas, dijiste?... o mordérmelas…
Nuestro protagonista , preso de un concorde interno de testosterona, la tomó del cuello, la beso profundamente y la empujó de manera sutil hacia adentro, cerrando la puerta y dispuesto a ejecutar su mejor faena de caballo desbocado.
La tigresa de la entrepierna se dejó besar y sobrellevando el ritmo del excitado pelafustán, se cayó al sofá muy dispuesta. Las manos del mendrugo recorrieron sus piernas con rumbo hacia el botón del pantalón. Como pudo se lo quitó y al ver el irresistible panorama, el mequetrefe se abrió la bragueta y entró en ella, haciendo que cayeran intactas las cajas de preservativos en el piso.
Cuando estuvo adentro, la reina de las ansias se estremeció de placer. Las embestidas iban y venían hasta el punto de saciar un pronto clímax. Un jarrón voló en el aire, por culpa del frenesí de los movimientos finales y del mal acomodamiento de piernas.
El jarrón se estrelló en el piso y armó un ruido tremendo. Antes de que el protagonista de la imprudencia dijera que había sido un gran orgasmo, se escuchó una voz de hombre que provenía de uno de los cuartos de la casa:
- - ¿Qué está pasando, mi amor?, ¿Qué es ese ruido? ¿Con quién estás ahí?
La piel rojiza del imbécil se tornó verde amarillenta y los ojos de ella pasaron de azules a negros como el miedo de un ornitorrinco:
- - ¡Hijueputa, se despertó mi marido! - - ¿Tu qué? – preguntó el tontarrón, ilusionado de que no fuera cierto.
Pero no había nada que hacer porque la puerta del cuarto comenzaba a abrirse y el que venía, estaba a punto de presenciar la infidelidad del espectáculo.
CONTINUARÁ...
Published on September 17, 2014 20:01
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