EN ROJO AYER (10). En colaboraci�n con Juan Miguel Aguilera
La tasca de Curro Tarantos era un tugurio de suelo de serr�n y barra de caoba negra, un territorio m�nimo salpicado de mesas de m�rmol gastadas por el roce de las fichas de domin� y los golpes acumulados de cientos de botellas y de vasos. La cabeza disecada de un toro enorme, bobalic�n y astifino, colgaba sobre el espejo que se extend�a de una parte a otra de la barra, entre barriles de amontillado, banderines del Betis y el Rayo Vallecano, catavinos y botellas de Centenario Terry, manzanilla La Gitana y Cara de Gallo, an�s Machaquito y fino La Ina. Una pata de jam�n abierta esperaba el cuchillo en un rinc�n, rodeada de un rosario de chorizos de Cantimpalo y morc�n de Chiclana.
Alberto se sent� en una de las mesas, debajo de un retrato de Antonio Bienvenida y Ernesto Hemingway, y por matar el tiempo mientras Ricardo Ramos llegaba pidi� una cerveza Cruz Blanca que Curro Tarantos, antiguo matarife en su Albacete natal, le trajo acompa�ada de un platillo de aceitunas. El due�o de la tasca ni se llamaba Curro ni se apellidaba Tarantos, hasta hac�a cuatro o cinco a�os hab�a acarreado m�rmol en la obra del Valle de los Ca�dos, y dec�a tener una visi�n comercial del mundo que provocaba la guasa de la clientela: seg�n �l, la visi�n de Espa�a del capital extranjero (y ah� ten�a colgadas las fotos de clientes como Orson Welles, Errol Flynn, Frank Sinatra y Cary Grant para recordarlo) era flamenco y toros. Por eso se hac�a pasar por andaluz, y mal no le iba el negocio, aunque a pesar de los rostros ilustres y algo achispados de las fotos en blanco y negro de las paredes, estropeadas a veces por el garabato de una firma temblorosa despu�s de un exceso de copas y de cantes, la mayor�a de los clientes eran gente del barrio o, como mucho, los monosabios y personal de la plaza de toros que estaba a dos pasos.
––�C�mo va la cr�nica de esa Espa�a negra, don Alberto? –le pregunt� Curro mientras con una mano limpiaba la mesa y con la otra hac�a equilibrios con la cerveza y las aceitunas.
––Vamos tirando.
––Mientras no se nos convierta en una Espa�a rosa…
––Todo se andar�, Curro. Ya no quedan hombres de pelo en pecho.
––Diga usted que s�. Antes, con una buena navaja de las de mi pueblo se resolv�an los asuntos de honor. Y ahora todo el mundo tira de pistola o de veneno. No s� d�nde vamos a parar.
––Al caos, Curro. Al caos vamos.
Con una sonrisa, Curro Tarantos se retir� tras la barra, tras apuntar meticuloso con tiza la cuenta en la madera negra. Alberto pic� dos aceitunas, fuertes y agrias, dio un sorbo a la cerveza. No se sent�a c�modo. Deb�a ser cosa del fr�o, esa extra�a inquietud que se le hab�a metido en el cuerpo en Stalingrado y que lo acechaba todav�a algunas veces, como un presentimiento de l�os por venir. Ten�a demasiada experiencia en la cr�nica de sucesos, en esa Espa�a negra que encandilaba al hombre tras la barra como encandilaba por igual a las ancianas y las porteras, como para temer, m�s que desear, tener entre manos un caso importante. Que Ceballos no hubiera llamado ya para informar de alguna migaja era sintom�tico: el chapero muerto era una cosa que podr�a pasar censura si se utilizaba un vocabulario decididamente oscuro y se daba al tema el conveniente matiz condenatorio. Pero un se�or�n del Opus ahorcado en la puerta de al lado, con los pantalones bajados y la lengua m�s fl�cida que la minga, era algo que se iba a tener que comer con patatas. Aunque hubiera un reportaje que pudiera dejar en pa�ales a los grandes titulares de El Caso. Compadeci� un instante a Josete Guill�n, que ahora estar�a intentando encontrar el rastro de aquella lotera fantasma que todos dec�an haber visto, aunque nadie declaraba haber sido agraciado por sus billetes premiados.
Mir� la hora. Ricardo Ramos se retrasaba. El fr�o de la cerveza no hizo ning�n bien a su sensaci�n de inquietud. Encontrarse ahora con Ricardo Ramos, con el in�til de Ricardo Ramos, no era lo que m�s se le apetec�a en el mundo. Pero estaba en deuda con �l, no lo pod�a evitar. Lo llevaba a sus espaldas como una penitencia, una cruz camino del Calvario. Ricardo Ramos, tan in�til, tan poquita cosa, tan lleno de grandes ideales y tan dado a los grandes abatimientos. Entrado en kilos, apocado, con el pelo cada vez m�s escaso. No serv�a para periodista, no ten�a madera, ni la ilusi�n, ni el ansia; no daba la talla: comet�a faltas de ortograf�a que los linotipistas ten�an que corregir con gran cabreo y que �l defend�a excusando que el tarado que puso las “b” al lado de las “v” en los teclados no entend�a ni palabra de espa�ol, aunque eso no le libraba de las veces que se com�a las haches. Eran incontables las ocasiones en que hab�a que pararle los pies cuando indagaba en un caso y acusaba sin pruebas o met�a en l�os con la mad�n a quien s�lo hab�a sido testigo casual de un marido maltratador o un butr�n a media noche. Siempre andaba a la cuarta pregunta, sableando aqu� y all�, dejando a deber las copas en baretos como �ste, intentando cobrar electrodom�sticos a plazos en visitas puerta a puerta cuando sal�a de la redacci�n, demasiado pusil�nime para insistir en los pagos y a la vez demasiado gallito para no darse cuenta de cu�ndo no pod�a exigir que le atendieran por derecho. Mal perdedor en el mus, forofo del Barcelona en un Madrid donde eso supon�a un pecado a�n mayor que confesar que hab�as combatido con los republicanos, era capaz de emborracharse como una cuba a la segunda copa y quedar en evidencia convertido en un pelele y sin embargo ten�a sue�os de grandeza, ganas de vivir a todo tren, de pasar las vacaciones en Biarritz o Estoril, como las grandes fortunas que admiraba. Podr�a haber inspirado ternura de no ser tan cargante. Y sin embargo Alberto se desviv�a por �l. Uno de los grandes misterios de la humanidad era, para �l, intentar comprender qu� hab�a visto en Ricardo una mujer como Charo.
Lleg� a la tasca de Curro Tarantos con tres cuartos de hora de retraso, sudoroso y arrugado, empapado, con los pocos pelos que le quedaban convertidos en un nido aplastado contra la coronilla.
––Un sol y sombra, Currito, anda, que estoy helado.
––Marchando.
Se sent� frente a Alberto, tiritando. Pic� la aceituna que quedaba en el platillo y apur� de dos tragos el combinado de co�ac y an�s que le trajo en seguida el camarero.
––Ap�ntalo a mi cuenta, �quieres, Curro?
––Deja, deja, yo lo pago –intervino r�pidamente Alberto, antes de que el otro pusiera mala cara––. Vienes hecho una pena, Ricardo. �D�nde te has metido?
––Pinch� una rueda y he pasado un quinario para cambiarla: se me jodi� el gato. Y encima estaba cayendo el diluvio. Suerte que me ayud� una patrulla de la Guardia Civil de tr�fico.
––�Y te han dejado conducir, en el estado en que vienes? �Cu�nto has bebido, Ricardo?
El hombre se encogi� de hombros, como si no llevara la cuenta o Alberto le estuviera haciendo una pregunta sin sentido.
–– �Lo has tra�do? –pregunt�, ansioso, mientras hac�a un gesto a Curro para que le sirviera un nuevo sol y sombra. Alberto neg� con la cabeza y Curro Tarantos, en contra de sus intereses, le hizo caso.
––No salgo de casa sin �l –respondi� Alberto, palp�ndose el bolsillo interior de la chaqueta.
––Pues entonces, vamos.
Alberto pag� la cuenta, se puso el abrigo, esper� mientras Ricardo sal�a tambale�ndose del retrete hediondo. En la calle, mientras se arrebujaban en las bufandas, Alberto tuvo que esperar a que el otro periodista acabara de rebuscar en todos los bolsillos de la gabardina, la chaqueta y los pantalones las llaves del coche, un viejo dos caballos de segunda o tercera mano que se ca�a en pedazos y que, cuando por fin logr� arrancar, escupi� una perla negra que fue marcando el rastro por toda la calle.
––Me han dicho que est� ah�. En la celebraci�n. El cura que busco –murmur� Ricardo, agarrado al volante con las dos manos y encogido hacia adelante. Alberto tuvo la impresi�n de que no llegaba del todo a los pedales de puro inc�modo dentro del veh�culo.
––�El que se vino de Alicante con los papeles que buscas?
––Ese mismo. Si no se los trajo �l, debe saber qui�n los tiene.
–– �Y seguro que sabes ad�nde vamos?
––Seguro. �Por qu� lo dices?
––Porque ya hemos pasado dos veces por el mismo sitio, por eso lo digo.
El sentido de la direcci�n de Ricardo Ramos, se demostr� en seguida, estaba a la par de su olfato period�stico. Y de sus dotes de automovilista: Fangio no ten�a de qu� preocuparse en ese aspecto. Pero por fin, despu�s de dos giros en falso, un sem�foro que se salt� en rojo, otro donde se grip� el coche y un momento en el que estuvo a punto de comerse el arc�n al calcular mal un giro del volante, llegaron a su destino, un gran restaurante en las afueras de Madrid, especializado en bodas, bautizos y comuniones, algo desangelado y hostil, mitad cortijo mitad casa de campo, un h�brido entre castellano y andaluz. Alberto pens� que quiz� Curro Tarantos no andaba descaminado del todo en su apreciaci�n de cu�l era la Espa�a que los esperaba en el futuro.
Hab�a casi un centenar de coches aparcados en el inmenso terrapl�n que rodeaba el restaurante, clavados en el barro todav�a h�medo tras los d�as de lluvia. Cuando el motor del dos caballos se detuvo, y Alberto esper� que no fuera por �ltima vez o les esperaba un regreso peliagudo, pudieron escuchar la algarab�a de cientos de voces y risas, un estr�pito de m�sicas y vajillas y brindis.
––Mmm, huele bien, y tengo hambre. �Escuchas eso? Parece que se est�n divirtiendo, tus antiguos camaradas –coment� Ricardo, mientras realizaba una maniobra de torsi�n para salir del coche y trataba, sin �xito, de no hundir los zapatos en el barro.
––Sab�a que en la Divisi�n estuvimos m�s de cuarenta mil hombres, pero que todos est�n aqu� hoy es rid�culo –dijo Alberto, se�alando la proliferaci�n de coches y reparando en que tambi�n hab�a dos autobuses en otro lado del aparcamiento.
––�T� no sueles venir a estas cosas?
––Yo pegu� ya los tiros cuando hab�a que pegarlos.
Cruzaron la explanada y llegaron a la puerta del local. Un par de hombres los detuvieron en la puerta. Vest�an uniformes de camarero como si fueran combatientes de las Waffen-SS.
––�Vienen ustedes a alguno de los dos bautizos? �O a la celebraci�n de los yanquis?
––�Los yanquis?
––Un pu�ado de americanos de Torrej�n de Ardoz. Civiles. Est�n celebrando el aniversario de las ocho horas laborales y el salario m�nimo que estableci� un tal Henry Ford.
––Estos americanos, siempre tan adelantados a todo. No, nosotros venimos a lo de la Divisi�n, �verdad, Alberto?
Alberto asinti�, sac� el ajado carnet de la Divisi�n Azul y lo mostr� a los dos camareros de uniforme. Como si le hubiera entregado un papel sucio, el camarero mir� a Alberto de arriba a abajo. Luego mir� a Ricardo, fij�ndose especialmente en sus extremidades. Cuando pareci� cerciorarse de que ambos ten�an dos brazos y dos piernas cada uno, cay� en la cuenta.
––Ah, comprendo. Lo siento.
––Pueden ustedes pasar –dijo el otro camarero, extendiendo la palma de una mano enguantada de blanco––. Son veinte duros cada uno.
––�Pero es que hay que pagar tambi�n ahora? Mire que nosotros pagamos la cuota religiosamente todos los meses –minti� Ricardo.
––Es una contribuci�n voluntaria para los hu�rfanos. Lo dice muy claro la invitaci�n. Que no han tra�do ustedes, caballeros. Pero si quieren pasar, ya saben… Alberto recogi� el carnet, sac� la cartera, cont� dos billetes de veinte duros y los tendi� al camarero mientras Ricardo se empinaba sobre sus talones y se hac�a el tonto o pensaba que, dado su estado m�s que achispado, quedaba libre del pago.
El interior del restaurante imitaba el claustro de un convento, pero los decoradores incorporados m�s tarde no hab�an podido evitar a�adir elementos de folklore, un par de v�rgenes en mosaico, una reja andaluza algo incongruente all� dentro y una imitaci�n de un pozo con brocal que serv�a para acceder al s�tano donde se manten�an las botellas al fresco. Como contrapunto, una especie de todo vale de la decoraci�n contempor�nea, hab�a arcones y sillas de tijera pegadas a las paredes e imitando el estilo castellano recio, envejecidas de manera burda con capas de nogalina.
Cuando entraron en el sal�n asignado, justo cuando la bofetada de sonido se hizo m�s fuerte, Alberto repar� en el enorme retrato de Mill�n Astray que presid�a la mesa.
––�T� est�s seguro, Ricardo, de que esto es un banquete de veteranos de la Divisi�n Azul?
––Es lo que me dijeron por tel�fono. �Por…?
––Porque la Legi�n es una cosa, la Divisi�n Azul es otra… y esto lo que parece es la corte de los milagros.
Disimulando su sorpresa, Ricardo Ramos comprob� que en efecto a ambos lados de la larga mesa hab�a sentados medio centenar de hombres, algunos con el uniforme de la Legi�n, otros de paisano, alg�n que otro marino o con porte militar que no ocultaban los kilos y los a�os de abandono. A uno le faltaba un ojo, a otro, la pierna. El de m�s all� ten�a amputados los dos brazos y hab�a tambi�n un par de hombres sin orejas. Una nariz de cuero negro, como de carnaval, cubr�a la cara de un hombre delgado y cadav�rico. Bajo el retrato de Mill�n Astray, fallecido hac�a cinco a�os, una banda de seda rojigualda anunciaba la IX Reuni�n de Miembros del Benem�rito Cuerpo de Caballeros Mutilados de Guerra por la Patria. No hab�a ning�n cura por ninguna parte.
––Lo mismo es que, como fue capill�n castrense, para estas cosas viste de paisano –coment� Ricardo, cruzando el espacio que los separaba de la mesa y ocupando el �nico sitio libre que quedaba junto a un hombrecillo peque�o con cara de rat�n y bigotillo al estilo de Hitler.
––Llegan un poco tarde, �no? –se quej�.
––No puedes imaginarte c�mo est� el tr�fico, camarada. �Quieres correrte un poquito?
Con expresi�n de fastidio, el hombrecito se corri�. Alberto, al ocupar el sitio estrecho que le quedaba, comprob� que ten�a una pierna de madera. El caballero mutilado que ten�a en frente luc�a una mano met�lica, pero la dominaba con tal perfecci�n que no ten�a ning�n problema para coger el vaso y llev�rselo a los labios. Restos de pollo y arroz cubr�an su plato.
––Acabamos de llegar y no hemos comido –le dijo a un camarero que proced�a a retirar los platos.
––Pues estamos retirando ya.
––Eso ya lo veo. Pero quedar� algo, �no?
––No lo s�. Me han dado orden de retirar los platos.
El camarero se dio la vuelta, y Alberto lo sigui� con la mirada, boquiabierto, hasta encontrarse con la mirada del hombrecito del bigote hitleriano y la cara de rat�n, que los escudri�aba como lo hab�an hecho los dos ujieres de uniforme en la puerta. Y ahora comprendi� que el ex combatiente, como los camareros de la entrada, estaban buscando sus propias mutilaciones que no saltaban a la vista.
––�En qu� cuerpo servisteis vosotros, camaradas? –le pregunt� a Ricardo, que acababa de servirse un vaso de clarete en un vaso, sin importarle si ten�a due�o o si estaba limpio––. Nunca os he visto antes en una de estas comidas de hermanamiento, y eso es raro.
––�Raro? �Qu� quieres decir con raro? �Raro por qu�?
––Pues que nos he visto ning�n a�o que hemos celebrado el banquete, y yo he asistido a todos, menos a uno, que tuve que operarme de una fistula.
––Pues seguro que en ese fue cuando estuvimos. Somos divisionarios. Mi amigo estuvo en Stalingrado. Yo en la Escuadrilla Azul, al mando del mariscal Wolfram Von Richtofen.
––�Aviador? �Con ese tama�o?
––�Qu� pasa, que del partido nazi s�lo te fijaste en Hitler, camarada? M�s kilos que yo ten�a G�ring y lleg� a ministro del aire.
Se volvi� hacia Alberto para que corroborara su mentira y sacara al menos el carnet de divisionario, pero Alberto, inc�modo y fuera de lugar, se hab�a vuelto a insistirle al camarero, que retiraba los platos con parsimonia brit�nica.
––Le habr�n dicho que retire los platos porque aqu� todo el mundo ha terminado, pero nosotros acabamos de llegar y no hemos probado bocado. Con la hora que es, no nos ir� a dejar sin comer, �no?
––Yo no decido esas cosas. Tendr� que hablar con el encargado. Mi turno termina dentro de cinco minutos y todav�a tengo que recoger los Reyes del SEPU.
––Pues d�game a m�, que me esperan mis tres hijos para ir a la cabalgata.
––�Tres hijos tiene usted, caballero? Pero ser�n mayores, �no?
–– �Por qu� van a ser mayores? El mayor tiene todav�a siete a�os.
––Usted disculpe, se�or. Puesto que no salta a la vista, hab�a pensado que su mutilaci�n de guerra…
––�Qu� pasa, que no me cree? –a la derecha de Alberto, enfrentado al hombrecito de cara de rat�n, Ricardo levant� la voz––. �Le he pedido yo a usted acaso credenciales de c�mo y por qu� est� mutilado? �C�mo s� que no lo atropell� un tranv�a en vez de un ob�s en Belchite? �O le voy a tener que ense�ar mi carnet de la Escuadrilla azul?
––Pues ser�a un buen principio.
–– �Es que no se f�a usted de mi palabra, caballero?
––No, no me f�o. Por no llevar, no lleva usted ni medallas ni sombrero.
––Tranquilo, Ricardo –calm� Alberto––. Voy a ver si consigo que nos pongan de comer aunque sea un piscolabis –se volvi� hacia el camarero––. �D�nde puedo encontrar al encargado?
––En esa habitaci�n de ah�.
––Voy a ver. Deja de discutir con este caballero, Ricardo, y pregunta a ver si el cura de marras est� por alguna parte, que te conozco.
Sin saber si renquear o meterse una mano en el bolsillo para que no lo miraran todos con mala cara, Alberto se levant� y se encamin� hacia la habitaci�n de puertas abatibles que le hab�a se�alado el camarero. El murmullo de las conversaciones de la sala, esa mezcla de recuerdos de hechos de armas, canciones marciales, chistes picantes y denuncias de conspiraciones judeo-mas�nicas y desprecios al amigo americano que celebraba el peculiar socialismo de Henry Ford en la sala de al lado se perdi� enseguida cuando entr� en la habitaci�n, un anexo dedicado a almacenar y fregar platos. Un tipo alto y delgado, chulesco, con chaleco de rayas y medall�n de somelier fumaba un cigarrillo con la parsimonia de Marlene Dietrich.
–– �Es usted el maitre?
––S�. Aqu� no se puede entrar.
––Estoy en el banquete de… de los caballeros mutilados –ahora s� se meti� la mano en el bolsillo, por si acaso––. Acabamos de llegar. Y est�n retirando los platos.
––As� es. Hace un rato que se sirvi� el caf�.
––Pero es que ni mi amigo ni yo hemos comido.
––Hay un horario que cumplir, se�or, y ustedes han llegado tarde. Lo siento mucho, pero ya hemos retirado el servicio y estamos esperando que lleguen las pelucas y las capas.
–– �C�mo dice?
––De los Reyes Magos. En ese bautizo de ah� a lado hay un mont�n de ni�os. Primos y hermanos del reci�n cristianado. No han podido ver la cabalgata, por motivos obvios, pero como los padres son se�ores de posibles, han organizado una entrega de juguetes aqu� mismo. Yo voy a ser Baltasar.
––Pues si trae usted regalos a los ni�os buenos, recuerde que ser�n adultos el d�a de ma�ana. Como yo mismo. Y no he comido. �De verdad que no queda ni siquiera para un bocadillo?
––Como no vaya usted a la cocina…
––De su parte. �D�nde est�?
––Siga por este pasillo. Una puerta blanca con un ojo de buey.
––No sabr� usted cu�l de todos esos caballeros ser� cura, �verdad?
––Me temo que no: todos han comido con la misma ansia.
Alberto ech� una mirada hacia atr�s. Ricardo Ramos se hab�a puesto en pie y agitaba su cartera ante el hombrecito del bigote a lo Adolfo Hitler. El otro, tan gallito como �l, aunque med�a la mitad, hac�a gestos de desprecio. Durante un momento, Alberto estuvo tentado de darse media vuelta, coger a su amigo por el cogote y arrastrarlo hasta el dos caballos y volverse a Madrid. Pero la broma le hab�a costado ya cuarenta duros, ten�a hambre, y segu�an sin localizar al sacerdote castrense. Como vio que otros dos caballeros mutilados se levantaban y trataban de sosegar los �nimos, decidi� que las aguas iban a volver a su cauce sin necesitar su ayuda. Enfil� el pasillo mientras el maitre empezaba a pintarse la cara de bet�n.
Llam� a la puerta de la cocina con un par de golpecitos. Sin esperar respuesta, abri� y entr�. El interior era un caos de fogones a medio apagar, humo, olores variados, ruido de cacerolas y camareros que iban y ven�an de un lado a otro y cocineros pidiendo especias y pinches equivoc�ndose al traerlas.
––Aqu� no se puede entrar –dijo una mujer gruesa, madura, con un delantal blanco salpicado de amarillo azafr�n y una redecilla en el pelo.
––Ver�, se�ora, estoy en el banquete de los caballeros mutilados –ahora no se meti� la mano en el bolsillo––, y nos han retirado ya el servicio.
––�C�mo dice?
––Que estoy en el banquete de aquel sal�n y nos han retirado los platos, pero ni mi camarada ni yo hemos comido. �Pueden servirnos algo? Lo que sea.
––�Y qu� quiere que yo le haga? Si comen ustedes como limas. Han acabado con todo.
––Algo quedar�, mujer.
La jefa de cocina se�al� unas bandejas apartadas junto al fregadero, no muy lejos de los cubos de basura. Una de ellas conten�a al menos el equivalente a dos raciones de arroz con pollo y la otra los restos de una tarta imperial que no hab�a tocado nadie.
––Es lo que queda. Lo �bamos a tirar, pero si lo quiere, puede llev�rselo.
Hijo de una Espa�a que no hac�a remilgos a la calidad de la comida, sobreviviente de dos guerras y una larga d�cada de carest�a, Alberto sirvi� dos platos de arroz, los coloc� en una bandeja reci�n fregada, apil� los restos de tarta imperial y, tras dar las gracias a la mujer, que se hab�a olvidado de �l ya, se dio media vuelta y recorri� de nuevo el pasillo hasta el anexo donde el rey Baltasar estaba asomado al sal�n.
––Me parece que a estos tipos los reyes de verdad les van a poner carb�n esta noche –coment�, se�alando con una mano enguantada de seda negra.
––�Le digo, cabronazo, que no es Silvana Mangano! �Es mi se�ora y se merece un respeto!
Alberto reconoci� la voz borracha de Ricardo Ramos antes de asomarse detr�s del maitre pintado de bet�n. Fue entonces cuando supo que no tendr�a que haber confiado en la capacidad de contenci�n de su amigo. A pesar de que dos caballeros mutilados trataban de imped�rselo, Ricardo descargaba un mamporro tras otro contra la cara del hombrecito del bigote, al que ten�a dominado contra la mesa, entre un gran revuelo de platos que ca�an y vasos que saltaban hechos a�icos.
El hombrecito qued� despatarrado, agitando levemente al aire una de sus piernas, quiz�s la ortop�dica. Muy ufano, Ricardo se separ� dos pasos, se quit� de encima a los otros dos hombres que en vano hab�an intentado sujetarlo, se alis� la chaqueta y recogi� del caos de la mesa la cartera.
––Ale, ya est� bien. Asunto zanjado. Esa foto es de mi se�ora y soy piloto de avi�n, coronel de zapadores, maquinista de la Renfe y lo que me salga de los cojones. Habrase visto. A lo que �bamos, se�ores. �Hay por aqu� un cura, un tal don Remigio, de Alicante, que ahora est� en Alarc�n?
Hubo un momento de estupor que Alberto aprovech� para volver al sal�n cargando la bandeja, aunque se le hab�a quitado de repente el apetito.
––�Un sacerdote, por favor, camaradas? �Don Remigio?
––�Yo te voy a dar a ti sacerdote, hijo de puta!
Todav�a desmoronado contra la mesa, en mitad del revuelto de sobras y manchado de vino y arroz, el hombrecito del bigote a lo Adolfo Hitler se incorpor� como pudo. Ten�a la cara hinchada y amoratada por los golpes de Ricardo, un ojo medio cerrado y le sangraba un labio. En su mano brillaba algo plateado, m�s grande que una navaja, m�s peque�a que una pitillera.
El disparo de la Astra 200 se confundi� con los gritos de advertencia y con el champ�n que los americanos descorchaban en recuerdo de Henry Ford. Ricardo se llev� una mano a la ingle, como si de pronto le hubieran dado una patada en sus partes, y la retir� cubierta de dolor y rojo. Antes de que el hombrecillo del bigote de Hitler tuviera oportunidad de disparar por segunda vez, su camarada m�s sobrio, el del guantelete de metal, le arranc� la pistola de un manotazo.
Ricardo se desplom� de rodillas en el suelo, manchada la entrepierna de sangre y orines. Alberto solt� la bandeja, corri� a su lado y apenas tuvo tiempo de escucharlo murmurar, la voz pastosa, los pelos escasos aplastados contra la coronilla:
––No cre� que una pistolita tan peque�a pudiera hacer tanto da�o.
Alberto se sent� en una de las mesas, debajo de un retrato de Antonio Bienvenida y Ernesto Hemingway, y por matar el tiempo mientras Ricardo Ramos llegaba pidi� una cerveza Cruz Blanca que Curro Tarantos, antiguo matarife en su Albacete natal, le trajo acompa�ada de un platillo de aceitunas. El due�o de la tasca ni se llamaba Curro ni se apellidaba Tarantos, hasta hac�a cuatro o cinco a�os hab�a acarreado m�rmol en la obra del Valle de los Ca�dos, y dec�a tener una visi�n comercial del mundo que provocaba la guasa de la clientela: seg�n �l, la visi�n de Espa�a del capital extranjero (y ah� ten�a colgadas las fotos de clientes como Orson Welles, Errol Flynn, Frank Sinatra y Cary Grant para recordarlo) era flamenco y toros. Por eso se hac�a pasar por andaluz, y mal no le iba el negocio, aunque a pesar de los rostros ilustres y algo achispados de las fotos en blanco y negro de las paredes, estropeadas a veces por el garabato de una firma temblorosa despu�s de un exceso de copas y de cantes, la mayor�a de los clientes eran gente del barrio o, como mucho, los monosabios y personal de la plaza de toros que estaba a dos pasos.
––�C�mo va la cr�nica de esa Espa�a negra, don Alberto? –le pregunt� Curro mientras con una mano limpiaba la mesa y con la otra hac�a equilibrios con la cerveza y las aceitunas.
––Vamos tirando.
––Mientras no se nos convierta en una Espa�a rosa…
––Todo se andar�, Curro. Ya no quedan hombres de pelo en pecho.
––Diga usted que s�. Antes, con una buena navaja de las de mi pueblo se resolv�an los asuntos de honor. Y ahora todo el mundo tira de pistola o de veneno. No s� d�nde vamos a parar.
––Al caos, Curro. Al caos vamos.
Con una sonrisa, Curro Tarantos se retir� tras la barra, tras apuntar meticuloso con tiza la cuenta en la madera negra. Alberto pic� dos aceitunas, fuertes y agrias, dio un sorbo a la cerveza. No se sent�a c�modo. Deb�a ser cosa del fr�o, esa extra�a inquietud que se le hab�a metido en el cuerpo en Stalingrado y que lo acechaba todav�a algunas veces, como un presentimiento de l�os por venir. Ten�a demasiada experiencia en la cr�nica de sucesos, en esa Espa�a negra que encandilaba al hombre tras la barra como encandilaba por igual a las ancianas y las porteras, como para temer, m�s que desear, tener entre manos un caso importante. Que Ceballos no hubiera llamado ya para informar de alguna migaja era sintom�tico: el chapero muerto era una cosa que podr�a pasar censura si se utilizaba un vocabulario decididamente oscuro y se daba al tema el conveniente matiz condenatorio. Pero un se�or�n del Opus ahorcado en la puerta de al lado, con los pantalones bajados y la lengua m�s fl�cida que la minga, era algo que se iba a tener que comer con patatas. Aunque hubiera un reportaje que pudiera dejar en pa�ales a los grandes titulares de El Caso. Compadeci� un instante a Josete Guill�n, que ahora estar�a intentando encontrar el rastro de aquella lotera fantasma que todos dec�an haber visto, aunque nadie declaraba haber sido agraciado por sus billetes premiados.
Mir� la hora. Ricardo Ramos se retrasaba. El fr�o de la cerveza no hizo ning�n bien a su sensaci�n de inquietud. Encontrarse ahora con Ricardo Ramos, con el in�til de Ricardo Ramos, no era lo que m�s se le apetec�a en el mundo. Pero estaba en deuda con �l, no lo pod�a evitar. Lo llevaba a sus espaldas como una penitencia, una cruz camino del Calvario. Ricardo Ramos, tan in�til, tan poquita cosa, tan lleno de grandes ideales y tan dado a los grandes abatimientos. Entrado en kilos, apocado, con el pelo cada vez m�s escaso. No serv�a para periodista, no ten�a madera, ni la ilusi�n, ni el ansia; no daba la talla: comet�a faltas de ortograf�a que los linotipistas ten�an que corregir con gran cabreo y que �l defend�a excusando que el tarado que puso las “b” al lado de las “v” en los teclados no entend�a ni palabra de espa�ol, aunque eso no le libraba de las veces que se com�a las haches. Eran incontables las ocasiones en que hab�a que pararle los pies cuando indagaba en un caso y acusaba sin pruebas o met�a en l�os con la mad�n a quien s�lo hab�a sido testigo casual de un marido maltratador o un butr�n a media noche. Siempre andaba a la cuarta pregunta, sableando aqu� y all�, dejando a deber las copas en baretos como �ste, intentando cobrar electrodom�sticos a plazos en visitas puerta a puerta cuando sal�a de la redacci�n, demasiado pusil�nime para insistir en los pagos y a la vez demasiado gallito para no darse cuenta de cu�ndo no pod�a exigir que le atendieran por derecho. Mal perdedor en el mus, forofo del Barcelona en un Madrid donde eso supon�a un pecado a�n mayor que confesar que hab�as combatido con los republicanos, era capaz de emborracharse como una cuba a la segunda copa y quedar en evidencia convertido en un pelele y sin embargo ten�a sue�os de grandeza, ganas de vivir a todo tren, de pasar las vacaciones en Biarritz o Estoril, como las grandes fortunas que admiraba. Podr�a haber inspirado ternura de no ser tan cargante. Y sin embargo Alberto se desviv�a por �l. Uno de los grandes misterios de la humanidad era, para �l, intentar comprender qu� hab�a visto en Ricardo una mujer como Charo.
Lleg� a la tasca de Curro Tarantos con tres cuartos de hora de retraso, sudoroso y arrugado, empapado, con los pocos pelos que le quedaban convertidos en un nido aplastado contra la coronilla.
––Un sol y sombra, Currito, anda, que estoy helado.
––Marchando.
Se sent� frente a Alberto, tiritando. Pic� la aceituna que quedaba en el platillo y apur� de dos tragos el combinado de co�ac y an�s que le trajo en seguida el camarero.
––Ap�ntalo a mi cuenta, �quieres, Curro?
––Deja, deja, yo lo pago –intervino r�pidamente Alberto, antes de que el otro pusiera mala cara––. Vienes hecho una pena, Ricardo. �D�nde te has metido?
––Pinch� una rueda y he pasado un quinario para cambiarla: se me jodi� el gato. Y encima estaba cayendo el diluvio. Suerte que me ayud� una patrulla de la Guardia Civil de tr�fico.
––�Y te han dejado conducir, en el estado en que vienes? �Cu�nto has bebido, Ricardo?
El hombre se encogi� de hombros, como si no llevara la cuenta o Alberto le estuviera haciendo una pregunta sin sentido.
–– �Lo has tra�do? –pregunt�, ansioso, mientras hac�a un gesto a Curro para que le sirviera un nuevo sol y sombra. Alberto neg� con la cabeza y Curro Tarantos, en contra de sus intereses, le hizo caso.
––No salgo de casa sin �l –respondi� Alberto, palp�ndose el bolsillo interior de la chaqueta.
––Pues entonces, vamos.
Alberto pag� la cuenta, se puso el abrigo, esper� mientras Ricardo sal�a tambale�ndose del retrete hediondo. En la calle, mientras se arrebujaban en las bufandas, Alberto tuvo que esperar a que el otro periodista acabara de rebuscar en todos los bolsillos de la gabardina, la chaqueta y los pantalones las llaves del coche, un viejo dos caballos de segunda o tercera mano que se ca�a en pedazos y que, cuando por fin logr� arrancar, escupi� una perla negra que fue marcando el rastro por toda la calle.
––Me han dicho que est� ah�. En la celebraci�n. El cura que busco –murmur� Ricardo, agarrado al volante con las dos manos y encogido hacia adelante. Alberto tuvo la impresi�n de que no llegaba del todo a los pedales de puro inc�modo dentro del veh�culo.
––�El que se vino de Alicante con los papeles que buscas?
––Ese mismo. Si no se los trajo �l, debe saber qui�n los tiene.
–– �Y seguro que sabes ad�nde vamos?
––Seguro. �Por qu� lo dices?
––Porque ya hemos pasado dos veces por el mismo sitio, por eso lo digo.
El sentido de la direcci�n de Ricardo Ramos, se demostr� en seguida, estaba a la par de su olfato period�stico. Y de sus dotes de automovilista: Fangio no ten�a de qu� preocuparse en ese aspecto. Pero por fin, despu�s de dos giros en falso, un sem�foro que se salt� en rojo, otro donde se grip� el coche y un momento en el que estuvo a punto de comerse el arc�n al calcular mal un giro del volante, llegaron a su destino, un gran restaurante en las afueras de Madrid, especializado en bodas, bautizos y comuniones, algo desangelado y hostil, mitad cortijo mitad casa de campo, un h�brido entre castellano y andaluz. Alberto pens� que quiz� Curro Tarantos no andaba descaminado del todo en su apreciaci�n de cu�l era la Espa�a que los esperaba en el futuro.
Hab�a casi un centenar de coches aparcados en el inmenso terrapl�n que rodeaba el restaurante, clavados en el barro todav�a h�medo tras los d�as de lluvia. Cuando el motor del dos caballos se detuvo, y Alberto esper� que no fuera por �ltima vez o les esperaba un regreso peliagudo, pudieron escuchar la algarab�a de cientos de voces y risas, un estr�pito de m�sicas y vajillas y brindis.
––Mmm, huele bien, y tengo hambre. �Escuchas eso? Parece que se est�n divirtiendo, tus antiguos camaradas –coment� Ricardo, mientras realizaba una maniobra de torsi�n para salir del coche y trataba, sin �xito, de no hundir los zapatos en el barro.
––Sab�a que en la Divisi�n estuvimos m�s de cuarenta mil hombres, pero que todos est�n aqu� hoy es rid�culo –dijo Alberto, se�alando la proliferaci�n de coches y reparando en que tambi�n hab�a dos autobuses en otro lado del aparcamiento.
––�T� no sueles venir a estas cosas?
––Yo pegu� ya los tiros cuando hab�a que pegarlos.
Cruzaron la explanada y llegaron a la puerta del local. Un par de hombres los detuvieron en la puerta. Vest�an uniformes de camarero como si fueran combatientes de las Waffen-SS.
––�Vienen ustedes a alguno de los dos bautizos? �O a la celebraci�n de los yanquis?
––�Los yanquis?
––Un pu�ado de americanos de Torrej�n de Ardoz. Civiles. Est�n celebrando el aniversario de las ocho horas laborales y el salario m�nimo que estableci� un tal Henry Ford.
––Estos americanos, siempre tan adelantados a todo. No, nosotros venimos a lo de la Divisi�n, �verdad, Alberto?
Alberto asinti�, sac� el ajado carnet de la Divisi�n Azul y lo mostr� a los dos camareros de uniforme. Como si le hubiera entregado un papel sucio, el camarero mir� a Alberto de arriba a abajo. Luego mir� a Ricardo, fij�ndose especialmente en sus extremidades. Cuando pareci� cerciorarse de que ambos ten�an dos brazos y dos piernas cada uno, cay� en la cuenta.
––Ah, comprendo. Lo siento.
––Pueden ustedes pasar –dijo el otro camarero, extendiendo la palma de una mano enguantada de blanco––. Son veinte duros cada uno.
––�Pero es que hay que pagar tambi�n ahora? Mire que nosotros pagamos la cuota religiosamente todos los meses –minti� Ricardo.
––Es una contribuci�n voluntaria para los hu�rfanos. Lo dice muy claro la invitaci�n. Que no han tra�do ustedes, caballeros. Pero si quieren pasar, ya saben… Alberto recogi� el carnet, sac� la cartera, cont� dos billetes de veinte duros y los tendi� al camarero mientras Ricardo se empinaba sobre sus talones y se hac�a el tonto o pensaba que, dado su estado m�s que achispado, quedaba libre del pago.
El interior del restaurante imitaba el claustro de un convento, pero los decoradores incorporados m�s tarde no hab�an podido evitar a�adir elementos de folklore, un par de v�rgenes en mosaico, una reja andaluza algo incongruente all� dentro y una imitaci�n de un pozo con brocal que serv�a para acceder al s�tano donde se manten�an las botellas al fresco. Como contrapunto, una especie de todo vale de la decoraci�n contempor�nea, hab�a arcones y sillas de tijera pegadas a las paredes e imitando el estilo castellano recio, envejecidas de manera burda con capas de nogalina.
Cuando entraron en el sal�n asignado, justo cuando la bofetada de sonido se hizo m�s fuerte, Alberto repar� en el enorme retrato de Mill�n Astray que presid�a la mesa.
––�T� est�s seguro, Ricardo, de que esto es un banquete de veteranos de la Divisi�n Azul?
––Es lo que me dijeron por tel�fono. �Por…?
––Porque la Legi�n es una cosa, la Divisi�n Azul es otra… y esto lo que parece es la corte de los milagros.
Disimulando su sorpresa, Ricardo Ramos comprob� que en efecto a ambos lados de la larga mesa hab�a sentados medio centenar de hombres, algunos con el uniforme de la Legi�n, otros de paisano, alg�n que otro marino o con porte militar que no ocultaban los kilos y los a�os de abandono. A uno le faltaba un ojo, a otro, la pierna. El de m�s all� ten�a amputados los dos brazos y hab�a tambi�n un par de hombres sin orejas. Una nariz de cuero negro, como de carnaval, cubr�a la cara de un hombre delgado y cadav�rico. Bajo el retrato de Mill�n Astray, fallecido hac�a cinco a�os, una banda de seda rojigualda anunciaba la IX Reuni�n de Miembros del Benem�rito Cuerpo de Caballeros Mutilados de Guerra por la Patria. No hab�a ning�n cura por ninguna parte.
––Lo mismo es que, como fue capill�n castrense, para estas cosas viste de paisano –coment� Ricardo, cruzando el espacio que los separaba de la mesa y ocupando el �nico sitio libre que quedaba junto a un hombrecillo peque�o con cara de rat�n y bigotillo al estilo de Hitler.
––Llegan un poco tarde, �no? –se quej�.
––No puedes imaginarte c�mo est� el tr�fico, camarada. �Quieres correrte un poquito?
Con expresi�n de fastidio, el hombrecito se corri�. Alberto, al ocupar el sitio estrecho que le quedaba, comprob� que ten�a una pierna de madera. El caballero mutilado que ten�a en frente luc�a una mano met�lica, pero la dominaba con tal perfecci�n que no ten�a ning�n problema para coger el vaso y llev�rselo a los labios. Restos de pollo y arroz cubr�an su plato.
––Acabamos de llegar y no hemos comido –le dijo a un camarero que proced�a a retirar los platos.
––Pues estamos retirando ya.
––Eso ya lo veo. Pero quedar� algo, �no?
––No lo s�. Me han dado orden de retirar los platos.
El camarero se dio la vuelta, y Alberto lo sigui� con la mirada, boquiabierto, hasta encontrarse con la mirada del hombrecito del bigote hitleriano y la cara de rat�n, que los escudri�aba como lo hab�an hecho los dos ujieres de uniforme en la puerta. Y ahora comprendi� que el ex combatiente, como los camareros de la entrada, estaban buscando sus propias mutilaciones que no saltaban a la vista.
––�En qu� cuerpo servisteis vosotros, camaradas? –le pregunt� a Ricardo, que acababa de servirse un vaso de clarete en un vaso, sin importarle si ten�a due�o o si estaba limpio––. Nunca os he visto antes en una de estas comidas de hermanamiento, y eso es raro.
––�Raro? �Qu� quieres decir con raro? �Raro por qu�?
––Pues que nos he visto ning�n a�o que hemos celebrado el banquete, y yo he asistido a todos, menos a uno, que tuve que operarme de una fistula.
––Pues seguro que en ese fue cuando estuvimos. Somos divisionarios. Mi amigo estuvo en Stalingrado. Yo en la Escuadrilla Azul, al mando del mariscal Wolfram Von Richtofen.
––�Aviador? �Con ese tama�o?
––�Qu� pasa, que del partido nazi s�lo te fijaste en Hitler, camarada? M�s kilos que yo ten�a G�ring y lleg� a ministro del aire.
Se volvi� hacia Alberto para que corroborara su mentira y sacara al menos el carnet de divisionario, pero Alberto, inc�modo y fuera de lugar, se hab�a vuelto a insistirle al camarero, que retiraba los platos con parsimonia brit�nica.
––Le habr�n dicho que retire los platos porque aqu� todo el mundo ha terminado, pero nosotros acabamos de llegar y no hemos probado bocado. Con la hora que es, no nos ir� a dejar sin comer, �no?
––Yo no decido esas cosas. Tendr� que hablar con el encargado. Mi turno termina dentro de cinco minutos y todav�a tengo que recoger los Reyes del SEPU.
––Pues d�game a m�, que me esperan mis tres hijos para ir a la cabalgata.
––�Tres hijos tiene usted, caballero? Pero ser�n mayores, �no?
–– �Por qu� van a ser mayores? El mayor tiene todav�a siete a�os.
––Usted disculpe, se�or. Puesto que no salta a la vista, hab�a pensado que su mutilaci�n de guerra…
––�Qu� pasa, que no me cree? –a la derecha de Alberto, enfrentado al hombrecito de cara de rat�n, Ricardo levant� la voz––. �Le he pedido yo a usted acaso credenciales de c�mo y por qu� est� mutilado? �C�mo s� que no lo atropell� un tranv�a en vez de un ob�s en Belchite? �O le voy a tener que ense�ar mi carnet de la Escuadrilla azul?
––Pues ser�a un buen principio.
–– �Es que no se f�a usted de mi palabra, caballero?
––No, no me f�o. Por no llevar, no lleva usted ni medallas ni sombrero.
––Tranquilo, Ricardo –calm� Alberto––. Voy a ver si consigo que nos pongan de comer aunque sea un piscolabis –se volvi� hacia el camarero––. �D�nde puedo encontrar al encargado?
––En esa habitaci�n de ah�.
––Voy a ver. Deja de discutir con este caballero, Ricardo, y pregunta a ver si el cura de marras est� por alguna parte, que te conozco.
Sin saber si renquear o meterse una mano en el bolsillo para que no lo miraran todos con mala cara, Alberto se levant� y se encamin� hacia la habitaci�n de puertas abatibles que le hab�a se�alado el camarero. El murmullo de las conversaciones de la sala, esa mezcla de recuerdos de hechos de armas, canciones marciales, chistes picantes y denuncias de conspiraciones judeo-mas�nicas y desprecios al amigo americano que celebraba el peculiar socialismo de Henry Ford en la sala de al lado se perdi� enseguida cuando entr� en la habitaci�n, un anexo dedicado a almacenar y fregar platos. Un tipo alto y delgado, chulesco, con chaleco de rayas y medall�n de somelier fumaba un cigarrillo con la parsimonia de Marlene Dietrich.
–– �Es usted el maitre?
––S�. Aqu� no se puede entrar.
––Estoy en el banquete de… de los caballeros mutilados –ahora s� se meti� la mano en el bolsillo, por si acaso––. Acabamos de llegar. Y est�n retirando los platos.
––As� es. Hace un rato que se sirvi� el caf�.
––Pero es que ni mi amigo ni yo hemos comido.
––Hay un horario que cumplir, se�or, y ustedes han llegado tarde. Lo siento mucho, pero ya hemos retirado el servicio y estamos esperando que lleguen las pelucas y las capas.
–– �C�mo dice?
––De los Reyes Magos. En ese bautizo de ah� a lado hay un mont�n de ni�os. Primos y hermanos del reci�n cristianado. No han podido ver la cabalgata, por motivos obvios, pero como los padres son se�ores de posibles, han organizado una entrega de juguetes aqu� mismo. Yo voy a ser Baltasar.
––Pues si trae usted regalos a los ni�os buenos, recuerde que ser�n adultos el d�a de ma�ana. Como yo mismo. Y no he comido. �De verdad que no queda ni siquiera para un bocadillo?
––Como no vaya usted a la cocina…
––De su parte. �D�nde est�?
––Siga por este pasillo. Una puerta blanca con un ojo de buey.
––No sabr� usted cu�l de todos esos caballeros ser� cura, �verdad?
––Me temo que no: todos han comido con la misma ansia.
Alberto ech� una mirada hacia atr�s. Ricardo Ramos se hab�a puesto en pie y agitaba su cartera ante el hombrecito del bigote a lo Adolfo Hitler. El otro, tan gallito como �l, aunque med�a la mitad, hac�a gestos de desprecio. Durante un momento, Alberto estuvo tentado de darse media vuelta, coger a su amigo por el cogote y arrastrarlo hasta el dos caballos y volverse a Madrid. Pero la broma le hab�a costado ya cuarenta duros, ten�a hambre, y segu�an sin localizar al sacerdote castrense. Como vio que otros dos caballeros mutilados se levantaban y trataban de sosegar los �nimos, decidi� que las aguas iban a volver a su cauce sin necesitar su ayuda. Enfil� el pasillo mientras el maitre empezaba a pintarse la cara de bet�n.
Llam� a la puerta de la cocina con un par de golpecitos. Sin esperar respuesta, abri� y entr�. El interior era un caos de fogones a medio apagar, humo, olores variados, ruido de cacerolas y camareros que iban y ven�an de un lado a otro y cocineros pidiendo especias y pinches equivoc�ndose al traerlas.
––Aqu� no se puede entrar –dijo una mujer gruesa, madura, con un delantal blanco salpicado de amarillo azafr�n y una redecilla en el pelo.
––Ver�, se�ora, estoy en el banquete de los caballeros mutilados –ahora no se meti� la mano en el bolsillo––, y nos han retirado ya el servicio.
––�C�mo dice?
––Que estoy en el banquete de aquel sal�n y nos han retirado los platos, pero ni mi camarada ni yo hemos comido. �Pueden servirnos algo? Lo que sea.
––�Y qu� quiere que yo le haga? Si comen ustedes como limas. Han acabado con todo.
––Algo quedar�, mujer.
La jefa de cocina se�al� unas bandejas apartadas junto al fregadero, no muy lejos de los cubos de basura. Una de ellas conten�a al menos el equivalente a dos raciones de arroz con pollo y la otra los restos de una tarta imperial que no hab�a tocado nadie.
––Es lo que queda. Lo �bamos a tirar, pero si lo quiere, puede llev�rselo.
Hijo de una Espa�a que no hac�a remilgos a la calidad de la comida, sobreviviente de dos guerras y una larga d�cada de carest�a, Alberto sirvi� dos platos de arroz, los coloc� en una bandeja reci�n fregada, apil� los restos de tarta imperial y, tras dar las gracias a la mujer, que se hab�a olvidado de �l ya, se dio media vuelta y recorri� de nuevo el pasillo hasta el anexo donde el rey Baltasar estaba asomado al sal�n.
––Me parece que a estos tipos los reyes de verdad les van a poner carb�n esta noche –coment�, se�alando con una mano enguantada de seda negra.
––�Le digo, cabronazo, que no es Silvana Mangano! �Es mi se�ora y se merece un respeto!
Alberto reconoci� la voz borracha de Ricardo Ramos antes de asomarse detr�s del maitre pintado de bet�n. Fue entonces cuando supo que no tendr�a que haber confiado en la capacidad de contenci�n de su amigo. A pesar de que dos caballeros mutilados trataban de imped�rselo, Ricardo descargaba un mamporro tras otro contra la cara del hombrecito del bigote, al que ten�a dominado contra la mesa, entre un gran revuelo de platos que ca�an y vasos que saltaban hechos a�icos.
El hombrecito qued� despatarrado, agitando levemente al aire una de sus piernas, quiz�s la ortop�dica. Muy ufano, Ricardo se separ� dos pasos, se quit� de encima a los otros dos hombres que en vano hab�an intentado sujetarlo, se alis� la chaqueta y recogi� del caos de la mesa la cartera.
––Ale, ya est� bien. Asunto zanjado. Esa foto es de mi se�ora y soy piloto de avi�n, coronel de zapadores, maquinista de la Renfe y lo que me salga de los cojones. Habrase visto. A lo que �bamos, se�ores. �Hay por aqu� un cura, un tal don Remigio, de Alicante, que ahora est� en Alarc�n?
Hubo un momento de estupor que Alberto aprovech� para volver al sal�n cargando la bandeja, aunque se le hab�a quitado de repente el apetito.
––�Un sacerdote, por favor, camaradas? �Don Remigio?
––�Yo te voy a dar a ti sacerdote, hijo de puta!
Todav�a desmoronado contra la mesa, en mitad del revuelto de sobras y manchado de vino y arroz, el hombrecito del bigote a lo Adolfo Hitler se incorpor� como pudo. Ten�a la cara hinchada y amoratada por los golpes de Ricardo, un ojo medio cerrado y le sangraba un labio. En su mano brillaba algo plateado, m�s grande que una navaja, m�s peque�a que una pitillera.
El disparo de la Astra 200 se confundi� con los gritos de advertencia y con el champ�n que los americanos descorchaban en recuerdo de Henry Ford. Ricardo se llev� una mano a la ingle, como si de pronto le hubieran dado una patada en sus partes, y la retir� cubierta de dolor y rojo. Antes de que el hombrecillo del bigote de Hitler tuviera oportunidad de disparar por segunda vez, su camarada m�s sobrio, el del guantelete de metal, le arranc� la pistola de un manotazo.
Ricardo se desplom� de rodillas en el suelo, manchada la entrepierna de sangre y orines. Alberto solt� la bandeja, corri� a su lado y apenas tuvo tiempo de escucharlo murmurar, la voz pastosa, los pelos escasos aplastados contra la coronilla:
––No cre� que una pistolita tan peque�a pudiera hacer tanto da�o.
Published on March 15, 2016 02:50
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