EN ROJO AYER (12). En colaboraci�n con Juan Miguel Aguilera

Se hab�a quedado sin tabaco. Un enfermero le dio un cigarrillo, pero no ten�a fuego, as� que Alberto se pas� un rato jugueteando con �l entre las manos, hasta que se lo guard� en el bolsillo. Nunca le hab�a gustado el olor de los hospitales, y aunque la actividad a estas horas era tranquila y no hab�a el t�pico bullicio de enfermos quej�ndose no dejaba de fastidiarle, y de sorprenderle, c�mo un acci�n imprevista pod�a arruinarte la vida en un abrir y cerrar de ojos.


Volvi� a sacar el cigarrillo y se lo meti� en la boca, aspirando el tabaco ya humedecido. La culpa era suya, no del bueno para nada de Ricardo Ramos, se acus�. Si le hubiera dicho que no lo acompa�aba, seguro que no habr�a tenido valor para presentarse �l solo en aquella corte de los milagros en busca de un cura que se quit� de en medio en cuanto son� el disparo, antes de que los dem�s comensales sujetaran al camarada del bigotito de Hitler y alguien menos bebido que el resto le hiciera un apresurado torniquete a Ricardo en la pierna y mandara al maitre, todav�a maquillado de bet�n, a que corriera al tel�fono para avisar a la polic�a y a una ambulancia.


Llegaron casi a la par, como si estuvieran esperando la llamada. La polic�a, a tomar declaraciones y a detener a quien fuera preciso. La ambulancia, a meter sin miramientos y con mucho esfuerzo al herido en una camilla y a salir pitando hacia el Hospital General. Alberto se hab�a librado de pasarse las horas declarando ante la polic�a porque en el fondo no hab�a visto nada, ocupado como estaba en llenar de arroz el plato, y fueron los caballeros mutilados y excombatientes quienes prestaron juramento e informaron a los dos n�meros de la Benem�rita. Al parecer, hubo acuerdo com�n de que en una discusi�n sobre se�oras lo �ltimo que se saca es una pistola, que era precisamente lo que hab�a hecho el hombrecito del bigote hitleriano. Alberto, que aprovech� la ocasi�n para meterse en el dos caballos, seguir a la ambulancia y acompa�ar a su amigo, apenas tuvo tiempo de ver c�mo el detenido tiraba de credenciales y se cuadraba de la manera m�s marcial que le permit�a su pierna ortop�dica y todo el alcohol trasegado.


Ricardo dorm�a ahora, cubierto por una s�bana hasta el pecho. Parec�a tan tranquilo, como si haberle visto los colmillos a la muerte no significara gran cosa para �l, as� de inconsciente era. Una bala de calibre peque�o, bien lo sab�a Alberto, puede matar igual que una nueve mil�metros, pero todos los tontos caen de pie y el disparo de la Astra 200 hab�a hecho un destrozo m�s llamativo que aparente. Esa misma herida en un hombro, como en las pel�culas, habr�a permitido al muchachito bueno seguir disparando hasta que no quedara nadie en pie. En la vida real, y en la entrepierna, hab�a sido un aguijonazo suficiente para que Ricardo se meara por las patas abajo y perdiera el conocimiento de puro miedo.


Le hab�a tocado a Alberto lidiar con la m�s fea hasta que apareciera la guapa. El papeleo. Con tal de que su amigo no se muriera desangrado en el pasillo, firm� cualquier cosa. Siendo un d�a tranquilo, metieron a Ricardo en el quir�fano de inmediato y la intervenci�n apenas dur� una hora. O la herida era en efecto de poca enjundia, o el cirujano ten�a prisa por salir de guardia y ponerle los juguetes a su querida o a sus hijos.


La guapa apareci� al filo de la medianoche, cuando lograron localizarla y darle la mala noticia. Charo. Abri� la puerta con precauci�n, acompa�ada de una monja de h�bitos blancos y cara de Trotaconventos, y ahog� una exclamaci�n de angustia. Alberto no supo si por ver a su marido inconsciente o por encontrarse con que �l estaba dentro sentado. Corri� a la vera de Ricardo y se qued� all� plantada, inm�vil y nerviosa, sin saber c�mo interpretar aquel silencio de su respiraci�n entrecortada. Alberto se levant� de la silla, se meti� de nuevo el cigarrillo en el bolsillo sin darse cuenta de que se le hab�a roto entre las manos mientras la monja, que no sab�a nada ni pod�a sospecharlo, los dejaba a los tres a solas.


––Dicen que no es grave –murmur� Alberto, la garganta seca––. Si no hay complicaciones, se recuperar� en un par de semanas.


Charo no se volvi� a mirarlo.


––�C�mo ha sido?


––Una pelea de borrachos. Ya sabes c�mo es �l. Se enzarz� en una discusi�n est�pida y han acabado meti�ndole un tiro en la ingle. Un poco m�s y no lo cuenta.


Charo se volvi� entonces. En sus ojos oscuros hab�a un brillo de l�grimas que no hab�an podido escapar de sus p�rpados cerrados. Hac�a calor en la habitaci�n y se quit� el abrigo con un movimiento l�quido y felino, como se hab�a quitado la ropa tantas noches para Alberto. �l contempl� la boca carnosa, los pechos generosos, el talle estrecho y las caderas amplias que tantas veces hab�an soportado su peso entusiasmado. A su pesar, not� los principios de una erecci�n. Era mucha mujer, Charo Moreno, demasiada mujer para un in�til como Ricardo, pero lo suficiente, quiz�, para que hubiera estado dispuesto a dejarse pegar un tiro defendiendo una honra que durante m�s de tres a�os le hab�a pertenecido a Alberto, a quien consideraba, sin serlo, su mejor amigo.


Se miraron a los ojos, sin hacer ning�n comentario, compartiendo el pecado mudo que los hab�a amarrado y ahora los obligaba a alejarse como un par de imanes que huyen, rechazados por el mismo polo. Los dos casados, los dos infelices, los dos entregados a una pasi�n salvaje que pudo haber acabado con ella en la c�rcel y con �l qui�n sab�a d�nde. Cu�ntas citas a ciegas, cu�ntos magreos en los cines, en coches prestados, en la redacci�n vac�a que ahora Alberto llenaba alguna que otra noche de mujeres compradas que no borraban su recuerdo, en hoteles de mala muerte donde no miraban los carnets falsos y, ya cuando el frenes� no tuvo remedio, en la propia casa de Charo, mientras Ricardo trataba in�tilmente de redactar un art�culo o vender un seguro y dejaba v�a libre al enga�o. Alberto, que hab�a conocido a muchas mujeres, nunca hab�a conocido a una mujer como Charo. Y ella, que s�lo hab�a conocido a dos hombres, no hab�a tenido m�s remedio que elegir al desgraciado que ahora, en la cama, iniciaba un ronquido tranquilo, como de ni�o peque�o que espera que los Reyes Magos no se olviden de su regalo.


––Hace mucho tiempo que no te ve�a, Alberto.


––Va para dos a�os.


––�Y los ni�os?


––Bien, bien. El otro d�a estuve con ellos en el circo, y hoy habr�a visto la cabalgata de no ser… de no ser por tu marido.


––�Y tu mujer?


Alberto se encogi� de hombros. Charo comprendi�. Se sent� en la silla, cruz� las piernas, y Alberto pudo ver una carrera remendada con tino en la media.


––�C�mo te va a ti?


––Tirando. Madre y esposa de la misma persona. El d�a menos pensado ser� viuda. O coger� la puerta y me quitar� de en medio.


––�Tan mal te va?


––�C�mo quieres que me vaya? Si es que no hace nada a derechas. No tiene constancia, ni suerte, ni empuje. Pajaritos, s�lo pajaritos en la cabeza. Se empe�a en ser periodista y no sabe hilvanar dos frases que tengan sentido. Cree que vendiendo enciclopedias puerta a puerta, o Magefesas, o seguros, se har� rico y me tratar� como a una reina –Charo ri� sin humor ninguno––. Y ahora cree que podr� zanjar todas las deudas que tiene encima cobrando una herencia.


––�Y no es as�?


––�Y yo qu� s�! Ricardo ha nacido para ser el primero en creer sus propios embustes. Lleva toda la vida esperando que se le muera un familiar, un t�o abuelo por parte de madre, creo, en Alicante. Para heredar unas tierras. Y el t�o abuelo se muere hace mes y pico, le salen sobrinos hasta debajo de las piedras, la familia, que es igual de tarada que mi marido, se l�a a mamporros, se dicen de todo, buscan a un abogado aunque Ricardo dec�a que �l lo arreglaba todo por su cuenta…


––Pero no lo arregl�, claro.


––Ni siquiera en la familia lo esperaban. No aparecen papeles por ninguna parte. Nada que demuestre qui�n es el propietario real de las tierras.


––�Para eso buscaba al cura?


––Se le ha metido entre ceja y ceja que el cura sabe d�nde est�n los documentos.


––�Y es as�? Sabes que yo me f�o m�s bien poco de los curas.


––�Qu� m�s da? El plazo de presentaci�n de alegaciones termina en un par de semanas. Si no, las tierras pasar�n al ayuntamiento del pueblo. Y quien sacar� tajada ser� cualquiera menos nosotros. Y ah� lo tienes, en el s�ptimo cielo. Cuando pueda salir de aqu�, ser� tarde. Pero te juro que no me quedar� a sonarle los mocos esta vez. Antes, me dedico a la vida.


Alberto extendi� una mano, toc� brevemente la mano de Charo. Not� poco la descarga el�ctrica. Se puso en pie. Recogi� el abrigo.


––Vimos al cura en esa fiesta –dijo––. Si Ricardo no hubiera sido tan impetuoso, o no hubiera estado tan bebido, habr�a podido hablar con �l esta misma tarde. En cambio, prefiri� arriesgarse a convertirse en eunuco.


––Para lo que le sirve la hombr�a…


––Vi al cura un momento, en medio del barullo. Pero si est� en Colmenar Viejo, y con un nombre como el que tiene… no creo que sea dif�cil localizarlo. El dos caballos est� aparcado ah� abajo, �te importa que lo coja?


Charo alz� la cabeza.


––�Para qu�?


––Si el tiempo apremia, puedo ir a hacerle una visita ma�ana o pasado. Cuando pase la fiesta y deje organizado el trabajo en la redacci�n.


––�Lo har�as por �l?


––No –Alberto sacudi� la cabeza––. Lo har�a por ti.


Sali� de la habitaci�n. Necesit� inspirar profundamente el fresco de la noche para espantar el olor a desinfectantes y el otro olor m�s doloroso del perfume de Charo. Mir� la hora. Las doce y media. Se hab�a perdido la cabalgata, como ya sab�a. Entr� en el coche aparcado y le cost� arrancarlo. Cerraba los ojos y en las retinas s�lo ve�a la boca de Charo, el cuerpo de Charo, las noches con Charo. Ricardo no lo sab�a, pero deb�a a su esposa las copas que Alberto le pagaba, los favores que le hac�a, los capotazos que le echaba. Por una sensaci�n de culpa, posiblemente. Porque hab�a traicionado a un amigo y la vida de siete personas hab�a hecho equilibrios en la cuerda del esc�ndalo y las murmuraciones. Nadie ten�a derecho a empezar de nuevo. Los errores se soportan o se exp�an.


Enfil� la Gran V�a arriba. Casi la una. En Galer�as Preciados estar�an vendiendo de saldo los juguetes que sus hijos no imaginaban que ma�ana tendr�an.




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Published on March 16, 2016 02:49
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Rafael Marín Trechera
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