EN ROJO AYER (11). En colaboraci�n con Juan Miguel Aguilera
De esta noche, le sorprend�a siempre el silencio. Como siguiendo una especie de toque de queda, a pesar de las luces encendidas en las casas, no se escuchaba un alma en todo Madrid, igual que imaginaba que no se escuchar�a en toda Espa�a. Noche de Reyes, pijamas de felpa y ni�os con los ojos cerrados a la fuerza, intentando conciliar un sue�o que no ven�a mientras los padres, en la habitaci�n de al lado, trataban de no dormirse y esperaban el momento que no llegaba nunca para sacar los juguetes de los diversos escondites que hab�an repartido por toda la casa.
Siendo la menor de cuatro hermanos, Silvia lleg� demasiado tarde al secreto de esta noche. Descubrirlo fue una desilusi�n inevitable, pero pasajera. Otras desilusiones tardar�an mucho m�s tiempo en borrarse, si es que lo hac�an alguna vez. Recordaba las miradas de complicidad de Juan Carlos, de Jos� Antonio, de Ramiro, y la exquisita parsimonia con que sus padres, cuando ambos viv�an, la enviaban a la cama despu�s de obligarla a cepillarse bien los dientes y rezar tres avemar�as. Luego, aquel suplicio del fr�o bajo las mantas, los crujidos de la casa, a veces la lluvia y una vez la nieve contra las ventanas, roces min�sculos que en cualquier otra noche no le habr�an llamado la atenci�n y que sin embargo esa noche resonaban como ca�onazos y la manten�an despierta y nerviosa. Siempre flotaba aquella amenaza que no entend�a del todo: los Reyes no vendr�an si los esperaba despierta, o si se asomaba a verlos, a pesar de que ya se hab�an dejado ver en la cabalgata y un par de veces, en el Casino, hab�an acudido a regalar a los hijos de los socios alg�n juguete como adelanto.
Pero no hab�a m�s remedio que intentar dormir. Se cubr�a la cabeza con las mantas cuando no lo consegu�a, y al amanecer era la primera en la casa que sal�a al encuentro con la sorpresa esperada. Lleg� a pensar que los Reyes deb�an ser tan ancianos que no sab�an leer ya muy bien, porque aunque siempre le tra�an aquellas cosas que ped�a, nunca faltaba algo que no hab�a pedido, y que acababa por encandilarla. A menudo Silvia se preguntaba d�nde estaban ahora aquellos Reyes, d�nde estaba ahora aquella ni�a.
Do�a Pilar la estaba esperando, como ya sab�a. El servicio se hab�a retirado. Ninguno de sus hermanos viv�a ya en casa: Juan Carlos trabajaba en un bufete a caballo entre Madrid y Barcelona; iba a hacerse de oro pero al coste de una �lcera, pero era el camino inevitable si quer�a alg�n d�a un esca�o en las Cortes. Jos� Antonio estaba trabajando con Lucio Costa en la construcci�n de Brasilia, y Ramiro, consagrado a la carrera militar, el �nico que hab�a seguido los pasos de su padre, estaba destinado en la base a�rea de Zaragoza, jugando con los modelos a escala real de las maquetas que todav�a adornaban su cuarto y que, hasta anteayer mismo, tal noche como hoy, compon�an su propia lista de regalos.
Un beso en la mejilla de su madre, las preguntas de rigor (“�Has cenado? �Quieres que te prepare algo?”, “No, d�jalo mam�, ya me hago yo misma un bocadillo”) y un rato delante del televisor, esa caja m�gica que hab�a sustituido en la familia las voces m�gicas de la radio. Dec�an que era el aparato del futuro, que ya hab�a m�s de cincuenta mil casas con sus receptores de importaci�n, pero de momento a Silvia no le atra�a demasiado el invento, quiz� porque prefer�a las pantallas enormes del cine, o porque las horas de emisi�n eran tan escasas que siempre la pillaban a trasmano. Su madre, sin embargo, se pasaba las horas all� delante, como si estuviera dispuesta a entablar una conversaci�n de un momento a otro con Mat�as Prats o con Mario Cabr�. Tanto mejor. El sonido algo estridente de la pantallita en blanco y negro disimulaba los silencios que se hab�an abierto entre ambas.
Par�s les hab�a tra�do un distanciamiento inevitable. Fue la negaci�n de todo en lo que Silvia hab�a cre�do, el despertar a un mundo adulto que esgrim�a las creencias seg�n le convinieran en el momento. Silvia no hab�a podido hacer nada al respecto, y en el fondo hasta lo agradec�a. Pero aquella decisi�n tomada en su favor, sin su conocimiento ni, quiz�, su consentimiento, hab�a abierto una brecha infranqueable con su madre. Do�a Pilar ya no le hab�a vuelto a preguntar, como hac�a casi con ternura cada vez que la telefoneaba alg�n chico o asist�an juntas al cine o al teatro, cu�ndo la iba a hacer abuela, pese a su juventud, ya que sus tres hermanos no parec�an por la labor. Los hombres, ya se saben, pueden casarse tarde. Las mujeres, en cambio, se quedan para vestir santos. No hab�a vuelto a preguntarlo: tuvo la oportunidad, aunque fuera forzada, y prefiri� el borr�n y cuenta nueva a la verg�enza o la desgracia de por vida. Y no se enter� nadie.
Sobre la mesa, el ABC de ayer, el chiste de Mingote recortado que do�a Pilar segu�a coleccionando por inercia, porque ya lo coleccionaba en vida su marido. El art�culo en primera de Gironella, declarando que a�n cre�a en los Reyes Magos. Silvia se fue a la cama pensando que por desgracia ella no cre�a ya en esas historias, como hab�a dejado de creer ya en tantas otras. Ma�ana, al amanecer, no tan temprano como anta�o, las dos mujeres solas de la casa se intercambiar�an regalos: un collar, un reloj, una blusa, un pa�uelo, quiz�, ahora que Silvia hab�a tomado la decisi�n de seguir escribiendo, una estilogr�fica. No habr�a sorpresas. Ni tampoco cari�o. Ese puente se hab�a roto en Par�s, en la cl�nica.
Como en los viejos tiempos de la infancia, a Silvia le cost� trabajo conciliar el sue�o. Pero no por ilusi�n hacia lo que pudiera traerle el d�a de ma�ana, sino por todo lo contrario.
Siendo la menor de cuatro hermanos, Silvia lleg� demasiado tarde al secreto de esta noche. Descubrirlo fue una desilusi�n inevitable, pero pasajera. Otras desilusiones tardar�an mucho m�s tiempo en borrarse, si es que lo hac�an alguna vez. Recordaba las miradas de complicidad de Juan Carlos, de Jos� Antonio, de Ramiro, y la exquisita parsimonia con que sus padres, cuando ambos viv�an, la enviaban a la cama despu�s de obligarla a cepillarse bien los dientes y rezar tres avemar�as. Luego, aquel suplicio del fr�o bajo las mantas, los crujidos de la casa, a veces la lluvia y una vez la nieve contra las ventanas, roces min�sculos que en cualquier otra noche no le habr�an llamado la atenci�n y que sin embargo esa noche resonaban como ca�onazos y la manten�an despierta y nerviosa. Siempre flotaba aquella amenaza que no entend�a del todo: los Reyes no vendr�an si los esperaba despierta, o si se asomaba a verlos, a pesar de que ya se hab�an dejado ver en la cabalgata y un par de veces, en el Casino, hab�an acudido a regalar a los hijos de los socios alg�n juguete como adelanto.
Pero no hab�a m�s remedio que intentar dormir. Se cubr�a la cabeza con las mantas cuando no lo consegu�a, y al amanecer era la primera en la casa que sal�a al encuentro con la sorpresa esperada. Lleg� a pensar que los Reyes deb�an ser tan ancianos que no sab�an leer ya muy bien, porque aunque siempre le tra�an aquellas cosas que ped�a, nunca faltaba algo que no hab�a pedido, y que acababa por encandilarla. A menudo Silvia se preguntaba d�nde estaban ahora aquellos Reyes, d�nde estaba ahora aquella ni�a.
Do�a Pilar la estaba esperando, como ya sab�a. El servicio se hab�a retirado. Ninguno de sus hermanos viv�a ya en casa: Juan Carlos trabajaba en un bufete a caballo entre Madrid y Barcelona; iba a hacerse de oro pero al coste de una �lcera, pero era el camino inevitable si quer�a alg�n d�a un esca�o en las Cortes. Jos� Antonio estaba trabajando con Lucio Costa en la construcci�n de Brasilia, y Ramiro, consagrado a la carrera militar, el �nico que hab�a seguido los pasos de su padre, estaba destinado en la base a�rea de Zaragoza, jugando con los modelos a escala real de las maquetas que todav�a adornaban su cuarto y que, hasta anteayer mismo, tal noche como hoy, compon�an su propia lista de regalos.
Un beso en la mejilla de su madre, las preguntas de rigor (“�Has cenado? �Quieres que te prepare algo?”, “No, d�jalo mam�, ya me hago yo misma un bocadillo”) y un rato delante del televisor, esa caja m�gica que hab�a sustituido en la familia las voces m�gicas de la radio. Dec�an que era el aparato del futuro, que ya hab�a m�s de cincuenta mil casas con sus receptores de importaci�n, pero de momento a Silvia no le atra�a demasiado el invento, quiz� porque prefer�a las pantallas enormes del cine, o porque las horas de emisi�n eran tan escasas que siempre la pillaban a trasmano. Su madre, sin embargo, se pasaba las horas all� delante, como si estuviera dispuesta a entablar una conversaci�n de un momento a otro con Mat�as Prats o con Mario Cabr�. Tanto mejor. El sonido algo estridente de la pantallita en blanco y negro disimulaba los silencios que se hab�an abierto entre ambas.
Par�s les hab�a tra�do un distanciamiento inevitable. Fue la negaci�n de todo en lo que Silvia hab�a cre�do, el despertar a un mundo adulto que esgrim�a las creencias seg�n le convinieran en el momento. Silvia no hab�a podido hacer nada al respecto, y en el fondo hasta lo agradec�a. Pero aquella decisi�n tomada en su favor, sin su conocimiento ni, quiz�, su consentimiento, hab�a abierto una brecha infranqueable con su madre. Do�a Pilar ya no le hab�a vuelto a preguntar, como hac�a casi con ternura cada vez que la telefoneaba alg�n chico o asist�an juntas al cine o al teatro, cu�ndo la iba a hacer abuela, pese a su juventud, ya que sus tres hermanos no parec�an por la labor. Los hombres, ya se saben, pueden casarse tarde. Las mujeres, en cambio, se quedan para vestir santos. No hab�a vuelto a preguntarlo: tuvo la oportunidad, aunque fuera forzada, y prefiri� el borr�n y cuenta nueva a la verg�enza o la desgracia de por vida. Y no se enter� nadie.
Sobre la mesa, el ABC de ayer, el chiste de Mingote recortado que do�a Pilar segu�a coleccionando por inercia, porque ya lo coleccionaba en vida su marido. El art�culo en primera de Gironella, declarando que a�n cre�a en los Reyes Magos. Silvia se fue a la cama pensando que por desgracia ella no cre�a ya en esas historias, como hab�a dejado de creer ya en tantas otras. Ma�ana, al amanecer, no tan temprano como anta�o, las dos mujeres solas de la casa se intercambiar�an regalos: un collar, un reloj, una blusa, un pa�uelo, quiz�, ahora que Silvia hab�a tomado la decisi�n de seguir escribiendo, una estilogr�fica. No habr�a sorpresas. Ni tampoco cari�o. Ese puente se hab�a roto en Par�s, en la cl�nica.
Como en los viejos tiempos de la infancia, a Silvia le cost� trabajo conciliar el sue�o. Pero no por ilusi�n hacia lo que pudiera traerle el d�a de ma�ana, sino por todo lo contrario.
Published on March 15, 2016 02:50
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