EN ROJO AYER (9). En colaboraci�n con Juan Miguel Aguilera
Alberto sab�a que la polic�a ten�a que andar echando chispas. Dos asesinatos en puertas contiguas, en fiestas se�aladas, en un pa�s donde estas cosas no suced�an m�s que de higos a brevas y s�lo en ciertos segmentos de la poblaci�n: entre vagos, maleantes, rojos, chaperos, quinquis, mercheros y otras gentes de mal vivir. El muchacho de la barra de hierro en el culo sin duda encajaba en el grupo, pero el hombre elegante del anillo de oro quiz�s no. Con un Jarabo en la historia, lo sab�a bien, hab�a m�s que suficiente: el chivo expiatorio ideal para que los de abajo no se supieran solos al acecho de las maldades del mundo, y para que los de arriba pudieran decir despu�s, sacando pecho, que la justicia era ciega e implacable y que no distingu�a de dineros cuando el grado de los cr�menes exig�a una retribuci�n inmediata.
Y eso ser�a lo que le estaba quemando ahora mismo a Ceballos y a su equipo, la b�squeda del m�vil de aquel doble crimen, la posibilidad de desentra�ar una telara�a de vicios y corruptelas que podr�a traducirse lo mismo en un ascenso que en una reprimenda. Alberto Garc�a era perro viejo en el oficio y conoc�a al dedillo los flecos que ten�as que recortar para llegar adonde fuera en busca de un art�culo o en busca de un cabeza de turco si eras polic�a. Hab�a que andar con pies de plomo, en ambos casos porque quienes ten�as por encima quer�an soluciones r�pidas, que no hicieran mucho esc�ndalo o que levantaran s�lo la polvareda justa para que pudiera publicarse sin tener que soportar los tijeretazos inmisericordes de la censura.
Con todo, en cuatro d�as, pese al fin de semana, Ceballos hab�a tenido tiempo de averiguar cosas. Y, en ese caso, de llamarlo y darle un par de ideas para redactar el art�culo y crear esa curiosidad inquieta que era la raz�n de ser del semanario. No lo hab�a hecho, lo que quer�a decir que estaba en albis, m�s despistado que un esquimal en el S�hara, o que el curso de la investigaci�n le imped�a ponerse en contacto con �l y darle, aunque fuera con cuentagotas, esas perlas de informaci�n que luego Alberto y los hombres como �l convert�an en puras pepitas de oro impresas en papel de pulpa.
Llam� tres veces m�s a la comisar�a, en intervalos de media hora, pero el teniente no estaba, ni pudieron decirle d�nde hab�a ido, ni en qu� ambientes se mov�a. Josete, con un suspiro, se ech� el abrigo encima de la chaqueta de cuadros (y el abrigo no era precisamente poco llamativo tampoco) y se fue a Cuchilleros, donde la gente insist�a que rondaba una lotera fantasma. Silvia se qued� encargada de hacer media docena de copias de aquel sorprendente boceto suyo, y aunque no pareci� muy conforme, acept� que, siendo el d�a que era, Alberto se la quitara de encima hasta el mi�rcoles, cuando por fin pudieran dejar atr�s las fiestas y Espa�a volviera a la normalidad, y fue el propio Alberto quien, haciendo de tripas coraz�n, decidi� que si Mahoma no iba a la monta�a habr�a que darle la vuelta a la tortilla.
Mir� la hora. Las dos menos cuarto. Hab�a quedado con Ricardo Ramos a las tres, en Las Ventas. Maldita la gracia que le hac�a tener que esperar a aquel bueno para nada. Pero estaba en deuda con �l, en m�s de un sentido, y ya se hab�a comprometido a acompa�arlo. Con suerte, a las cuatro habr�an localizado a aquel cura que buscaba y podr�a volver corriendo, aunque fuera en taxi, para acompa�ar a los ni�os y a In�s para ver la cabalgata. Lo mismo el cohete espacial merec�a la pena y todo. Si no, el mi�rcoles podr�a re�rse un rato a costa de Josete Guill�n y sus paranoias.
Compr� un bocadillo de calamares en el bar de la esquina y se lo fue comiendo por el camino, acompa�ado de un quinto de cerveza que estaba tan fr�a que le lastim� la garganta. A pesar del fr�o, quiz�s porque ya no llov�a, la gente hab�a salido a las calles y caminaba presa de un extra�o frenes�, entrando y saliendo de los comercios, cargados con paquetes donde pod�a verse sin demasiados problemas las carabinas de juguete de los ni�os y las escobas de verdad para las ni�as. Terminado el recogimiento del d�a de Nochebuena y la Misa del Gallo, terminada tambi�n la algarab�a de la llegada del nuevo a�o, la gente se zambull�a en la Noche de Reyes invirtiendo los pocos ahorros en comprar el cari�o de sus hijos. Luego, cuando la cuesta de Enero se hiciera inexpugnable, Dios proveer�a.
La joyer�a de Pablo Esteve estaba de bote en bote. Como si, en vez de vender alhajas, las regalaran. Pablo, peque�o, de piernas peque�as y torso alargado, con su rostro de ni�o grande y sus ojos celestes de no haber roto nunca un plato, atend�a a la clientela con esa parsimonia exquisita de quien sabe que muestra tesoros que no est�n al alcance de cualquiera. Su hermana Remedios, tambi�n peque�a, redonda y mojigata, atend�a en el otro mostrador, mientras que el tercer hermano, Antonio Manuel, grande y peludo, con su diente de oro y su tup� te�ido de color caoba, parec�a fuera de sitio en el negocio familiar, como si prefiriera estar en otra parte, escuchando unos tientos de flamenco o jug�ndose los ingresos de la joyer�a en una timba de cartas.
Pablo Esteve mostraba un pa�o con sortijas a un par de viejas beatas, como el prestidigitador que est� a punto de sacar una moneda de entre los dedos para hacerla desaparecer con un chasquido. A pesar del aspecto inofensivo de las dos mujeres, no les quitaba ojo de encima, como tampoco se lo quitaba al joven matrimonio que buscaba unos pendientes de primera para una sobrina reci�n nacida ni a la dem�s gente que guardaba cola en la puerta. Fue ver a Alberto y su rostro se desencaj� un instante, con un tic involuntario que le hizo temblar la mejilla.
––Don Alberto… ––murmur�, mientras ofrec�a un camafeo de plata a una de las ancianas––. En mal momento me pilla usted.
––No va mal el negocio hoy, por lo que veo –dijo Alberto, paseando la mirada por la docena de parroquianos que, al ver que iniciaba una conversaci�n con el platero, le dejaron sitio. Un escalofr�o malicioso le hizo comprender que los clientes hab�an cre�do que era polic�a.
––Vamos tirando. Ya sabe usted que cuando no se sabe qu� regalar, se recurre a nosotros. Galer�as Preciados habr� terminado con todos sus juguetes a las seis de la tarde. A nosotros nos dar� aqu� la medianoche.
––Ven�a a hacerte una consulta, Pablo. Si no te importa, por supuesto. Puedo volver en otro momento en que est�s menos apurado.
Pablo Esteve cruz� una mirada r�pida con su hermana.
––Antonio Manuel, enc�rgate t�, �quieres?
El tercer hermano se separ� de la pared y ocup� el puesto del peque�o jefe del clan, quien por si acaso retir� el pa�o con las sortijas y lo coloc�, con esmero, bajo el mostrador transparente de caoba. Luego, Pablo recorri� un par de metros y abri� hacia arriba una parte del mostrador, permitiendo el paso al periodista.
Entraron los dos en la trastienda del negocio, una cueva de Ali-Bab� con todo tipo de cachivaches, desde despertadores a armas antiguas, pasando por abrigos, zapatos, libros y cualquier otra cosa que la gente pudiera empe�ar para salir de apuros. Las joyas y dem�s bienes valiosos estaban a buen recaudo, en la caja fuerte oculta detr�s de alg�n cuadro. Los cr�menes de Jarabo hab�an puesto en alerta al sector, y si Pablo Esteve miraba ya bastante por su mercanc�a ahora lo hac�a con m�s ah�nco. Era un hombre escrupuloso que no se fiaba ni de su sombra.
––Usted dir�, don Alberto.
––Me sabe mal molestarte un d�a como hoy, Pablo. De verdad. Con todo el foll�n que tienes ah� liado…
––Peor ser� a partir de las siete de la tarde, cuando termine de pasar la cabalgata. Y dentro de una semana.
––�Dentro de una semana?
––Cuando la gente que reciba estos regalos venga a cambiarlos por su importe o a empe�arlos directamente –se encogi� de hombros el joyero––. Gajes del oficio.
––O ganancia –sonri� Alberto, y encendi� un Bisonte––. Me preguntaba si, con tu experiencia, podr�as echarme una mano en un art�culo que me tiene a mal traer.
––Ya hace tiempo que no me ocupo de esas cosas, don Alberto. No quiero m�s l�os con la polic�a. Todo lo que vendo y compro es legal, usted lo sabe.
––Tranquilo, hombre, tranquilo. No es nada de lo que imaginas. Ya s� que est�s limpio de polvo y paja –minti� Alberto, y rebusc� en el bolsillo interior del abrigo para sacar la fotograf�a––. Pero necesito de tu experiencia en un asunto.
Alberto le mostr� la foto. Indeciso, Pablo Esteve la cogi�, la acerc� a un foco de luz, se puso unas gafas para el cerca y estudi� el primer plano de las manos atadas. Si dedujo por su cuenta que eran las manos de un cad�ver, no dijo nada.
––Ese anillo parece caro –dijo Alberto, recalcando lo obvio.
––Un sello caro, s�. Pero no es de mi casa.
––Mucha casualidad ser�a si lo fuese, Pablo. Pero ver�s, lo que me llama la atenci�n es esto que se ve aqu� –se�al� con el dedo la foto––. Parece que tiene un grabado, �no?
––S�. Eso parece.
––�Podr�as identificar las letras? �Son unas iniciales, una leyenda, una fecha?
Como si en vez de tener una foto en blanco y negro entre las manos tuviera una joya que hubiera que tasar, Pablo Esteve se llev� al ojo una lupa de joyero y observ� con detenimiento el detalle que el periodista le indicaba.
––No. No son unas iniciales. Ni una leyenda. Ni una fecha.
––�Entonces…?
Pablo Esteve se dio media vuelta, rebusc� en un caj�n y sac� unos papeles de cebolla. Encontr� el que buscaba y se lo mostr� a Alberto: un dibujo sencillo, una cruz latina dentro de un c�rculo.
––Es un dibujo como �ste. El anillo no es m�o. Pero esto es lo que se ve tan malamente en la foto. Es un anillo de fidelidad, don Alberto. No hay dos iguales, pero muchos llevan dentro este grabado.
Alberto asinti�. Supo inmediatamente lo que significaba. Y supo ya, desde ese instante, que su investigaci�n estaba condenada a complicarse.
––El due�o de este anillo –sentenci� el joyero, devolvi�ndole la foto y guard�ndose la lupa— no s�lo es un caballero de posibles. Tambi�n pertenece a la Obra.
Published on March 14, 2016 02:46
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