EN ROJO AYER (5). En colaboraci�n con Juan Miguel Aguilera
Dieron dos vueltas con la Vespa para comprobar que la mad�n ya no estaba controlando el edificio. Primero, los dos, con Silvia montada detr�s, la cabeza cubierta por un pa�uelo rojo. Luego, Juanito Arroyo solo, diez o doce minutos m�s tarde, un muchacho como cualquier otro que sorteaba las calles medio vac�as de aquella ma�ana de s�bado, mientras ella lo esperaba tomando un caf� en un bar cercano. Hac�a fr�o, pero ya no llov�a. El barrio secaba los charcos al sol de enero, los ni�os jugaban con los perros so�ando con los regalos imposibles que no tendr�an dos noches m�s tarde, y el ambiente volv�a a la normalidad: tras las euforias del inicio del a�o, el estupor resignado de comprender que nada iba a cambiar, ni lo har�a nunca.
El crimen sin duda hab�a sido ya la comidilla de Carabanchel Alto, pero apenas hab�a ara�ado dos recuadros en el ABC y el Madrid, naturalmente sin los detalles escabrosos; s�lo aparecer�a en primera plana cuando los especialistas en sucesos le metieran mano, o sea, ellos mismos. Y s�lo si consegu�an levantar las suficientes expectativas para seguir la noticia en paralelo a la investigaci�n de la polic�a.
Dejaron la moto aparcada casi en el mismo sitio donde Lib�lula hab�a esperado la otra noche. Ahora el cine estaba cerrado, pero la fruter�a permanec�a abierta, pese al cartel de “Se traspasa”, y en la puerta charlaban algunas mujeres cargadas con los cestos de la compra. El mancebo de la zapater�a ve�a pasar la vida, envidiando a los ni�os que envidiaban su sueldo de pocas pesetas pero pod�an ser libres jugando al f�tbol con una pelota de trapo.
Entraron en el portal. De inmediato, cuando apenas hab�an dado dos pasos cegados para intentar orientarse, una cabeza asom� en el cub�culo que ocupaba el ancho del primer tramo de escalera.
––�Desean ustedes algo? �A qui�n buscan?
Era un hombre viejo y casi sin pelo, con unas gafas de montura de hierro y un cristal oscurecido que le ocultaba poco un ojo tuerto. Muy delgado, en su cara chupada asomaba un rastro de barba blanca imposible de apurar entre tantas arrugas. Deb�a tener unos sesenta a�os pero aparentaba al menos ochenta. Inmediatamente Juanito y Silvia identificaron al portero de la finca.
––Buenos d�as. A usted mismo ven�amos buscando.
El anciano sali� por la puerta y la entorn� con cuidado, como temiendo dejar a la vista los tesoros que pudiera haber en su casa. Mir� a Silvia, que se acababa de quitar el pa�uelo de la cabeza y luc�a su brillante cabellera rubia, y se fij� en Lib�lula el tiempo justo para comprender qui�nes eran por las dos m�quinas de fotos que llevaba al hombro, la Kodak Retinette y la Rolleiflex de dos objetivos.
––Pues ustedes dir�n.
––Somos periodistas de El Caso y estamos haciendo un reportaje sobre lo que sucedi� aqu� la otra noche –respondi� Silvia.
––No les digas nada, no nos vayamos a meter en m�s jaleos –dijo una voz detr�s del hombre, y la puerta se abri� y revel� a una anciana gruesa y encogida que se cubr�a los hombros con un chal de lana gris.
––Lo que ten�a que decir se lo dije ya a la polic�a –contest� el portero, sin dejar de mirar con su ojo �nico primero a Silvia y luego a las c�maras.
––No lo ponemos en duda, caballero. Como buen espa�ol que no tiene nada que temer gracias al sereno timonel que nos gu�a a todos y que sea por muchos a�os, es su deber colaborar con las fuerzas del orden, igual que es el nuestro contar lo que ha pasado –dijo Lib�lula, casi de corrido. Silvia, sorprendida, abri� mucho los ojos y entonces se dio cuenta del tatuaje azul que marcaba el antebrazo del portero, las palabras Por Dios, la Patria y el Rey desle�das en los arrugas de la carne ya enjuta. Como periodista veterano, Lib�lula hab�a captado el detalle a la primera.
––Poco hay que decir. Ya lo vieron ustedes la otra noche. Han matado a ese chico y…
––Precisamente a eso nos referimos –lo interrumpi� Silvia––. Terrible, un asesinato espantoso. Por eso queremos hablar con la gente que lo conoci� en vida. Es lo �nico que podemos hacer ya por esa criatura. Puede que las circunstancias de su muerte hayan sido turbias, pero nadie merece morir sin que se sepa c�mo era.
––Todos tenemos cosas buenas –apunt� Lib�lula, acariciando la funda de la Rolleiflex.
––�Era un sinverg�enza y lo ha castigado Dios por sus fechor�as! –escupi� la anciana, y se dio media vuelta y volvi� a entrar en la peque�a vivienda. La puerta se qued� abierta. El portero vacil�, dio un paso hacia atr�s, y Lib�lula aprovech� para descolgarse la c�mara del hombro y avanzar hacia el interior de la casa.
––�Podr�a sacar una foto del patio?
El anciano se volvi� de nuevo hacia su esposa. Bambole�ndose de un lado a otro, como si tuviera problemas en las piernas debido al peso, la mujer se sent� tras una mesa camilla y se cubri� con el cobertor del brasero. Se encogi� de hombros, gesto que Lib�lula interpret� como permiso para sacar la c�mara de la funda y prepararla.
––�Lleva pel�cula? –pregunt� el anciano.
Juanito Arroyo abri� mucho los ojos, como si no comprendiera que la vejez, o la estupidez, juegan a veces esas malas pasadas a la gente cuando no saben c�mo rellenar los segundos de incomodidad.
––�Pues claro! �Tiene la bondad de indicarme el camino?
––Por aqu�.
El portero los condujo hacia una puertecita junto a la cocina. Mientras lo segu�an, Silvia no pudo dejar de echar una mirada curiosa a la casa: la mesa espartana, la jaula con los dos canarios nerviosos, el sof� gastado, el cuadro con la Santa Cena en alpaca y, al otro lado, una foto de un hombre con la boina roja de requet�, el borl�n y la cruz de Borgo�a de los tercios. Costaba reconocer a aquel hombre delgado en este anciano definitivamente flaco.
Lib�lula hizo el parip� de tomar dos o tres fotos del patio, gastando pel�cula y un par de flashes. Mir� a Silvia y ella capt� en seguida la indirecta.
––�Quiere usted ponerse conmigo para una foto? –dijo ella, sonriendo––. Eso nos servir� para ilustrar el art�culo.
––�Me sacar�an ustedes en El Caso?
––�Por supuesto! De la mejor manera posible. O sea, vivo –contest� Lib�lula, haciendo un gesto con la mano––. Si quiere, lo citaremos por su nombre y todo.
El portero pos� con Silvia, sin saber mirar muy bien a la c�mara que le escudri�aba.
––�Y esto saldr� cu�ndo?
––La pr�xima semana ya, claro –contest� Lib�lula––. �Es posible que pudi�ramos sacar alguna foto… ya sabe, del piso de autos?
Los dos ancianos compartieron una mirada.
––No, no –titube� el hombre––. No puede ser. La polic�a lo ha precintado.
––Claro –asinti� Lib�lula, haciendo un moh�n como si hubiera preguntado la tonter�a m�s grande del mundo––. �Pero cree usted que el vecino de abajo o el de arriba nos dejar�an hacer alguna foto? Imagino que la distribuci�n de los pisos no ser� muy distinta, y los lectores no tienen por qu� saberlo y a la polic�a no le importar�.
––No, no, no, No quiero molestar a ning�n vecino. Menudos son. No se pueden ustedes imaginar la lata que han dado… quiero decir, que los interrogatorios de la polic�a nos tuvieron entretenidos ayer todo el d�a. Una y otra vez. Ya est�n todos bastante alterados, y de todas formas en el piso de abajo no vive nadie y est� vac�o, sin muebles, desde que desahuciaron a la Remedios cuando la Brigada Pol�tico Social se llev� preso a su marido por rojo all� por el verano. Ella tuvo que volverse al pueblo con lo puesto, y no creo que le interese a usted sacar fotos a unas paredes vac�as llenas de telara�as.
––No, m�s bien no.
––La casa de al lado tambi�n est� vac�a.
––Vaya por Dios.
––Pero esa s� tiene muebles. Quiero decir que est� alquilada a un se�or de Alicante que s�lo ha venido por aqu� un par de veces. Es casi igual que el piso de Jos� Luis, pero al rev�s.
––�Jos� Luis?
––El muchacho.
––El finado.
––Ese mismo. Muy fino. Jos� Luis Cascales, se llamaba. Cascales Pav�n, creo. O Cascales Chac�n, tendr�a que mirarlo.
––�Y dice usted que el piso est�… al rev�s?
––S�, que donde hay una ventana a la derecha all� est� a la izquierda, no s� si me explico.
––Quiere usted decir sim�trico, como en un espejo.
––Eso mismo. Siam�trico.
––Ah, pues la verdad es que nos vendr�a de perlas, �sabe usted? Si pudi�ramos entrar ah�, saco dos placas, y luego se gira el negativo y arreglado. Ya retoco yo en la c�mara oscura un par de detalles para que el se�or de Alicante no se ofenda si llega a verlo. Pero claro, sin llaves, no es plan de echar la puerta abajo.
El portero exhibi� entonces, orgulloso, un manojo de llaves atadas con un trozo de cable el�ctrico.
––Las llaves las tengo yo, pero no s�…
––�No te metas en l�os, Juan, que te lo estoy diciendo! –tron� la vieja desde su mesa camilla.
––�Se llama usted Juan? �Qu� casualidad, yo tambi�n! Juanito Arroyo, qu� cabeza la m�a. Ni siquiera nos hemos presentado. Ella es Silvia Vel�zquez. Est� empezando, �sabe usted? �A que es mon�sima? Yo de ella me dedicaba al cine y no a la prensa.
––Juan Urrutia –dijo el hombre, estrechando a destiempo la mano extendida––. Mi se�ora, Catalina. No siempre est� de tan mal humor, pero con todo este jaleo la pobre no hace de cuerpo y…
––Me hago cargo, me hago cargo. Volviendo al tema, amigo Juan. �Podr�a usted abrirnos la puerta de ese otro piso? �El piso sim�trico?
Sin esperar a que el anciano decidiera en su pugna particular contra su esposa y su vanidad, Silvia ech� mano al bolso y sac� dos billetes de cien pesetas.
––Tome usted. Para que se convide. Es lo justo. Si a nosotros nos van a pagar por este trabajo, es de ley que usted se lleve algo.
La vieja se irgui� desde la mesa camilla. Juan Urrutia cogi� los billetes y ech� a andar. Silvia y Juanito lo siguieron.
––�Es verdad lo que ha dicho su se�ora? �Qu� ese muchacho, Jos� Luis, llevaba una mala vida? �As� a la vista de todos?
El portero se encogi� de hombros.
––Eso parece. Yo nunca he visto nada. Bueno, algo s�, pero no est� bien hablar mal de los muertos. Era un muchacho correcto, ya se lo dije a la polic�a. Estudiante, creo. Por lo menos siempre llevaba libros bajo el brazo. Muy guapete, chul�ngano. Ya que habla usted de cine, se daba cierto aire al chaval ese que hace ahora pel�culas. Al jovencito que es hermano de Amparito Rivelles.
––�Al de “Jerom�n”?
––No, ese es Jaime Blanch ––intervino Silvia.
––Vimos una pel�cula suya hace unos meses en el cine de ah� al lado. “Quince bajo la lona”.
––Larra�aga. Carlitos Larra�aga. Mon�simo –dijo Lib�lula, y de inmediato se contuvo.
––Ese mismo. De vez en cuando es verdad que se le ve�a con hombres desconocidos, gente mayor que �l. Llegaban de noche y sal�an a la noche siguiente, sin llamar mucho la atenci�n. La �nica pega era que a veces pon�an la radio muy alta. Como la otra noche. Pero bueno, tampoco nada del otro jueves. Igual que cuando por la tarde uno quiere dormir la siesta y la del tercero izquierda pone las novelas de Sautier Casaseca a todo volumen. Uno sube, da unos golpecitos a la puerta, y se les pide silencio. M�s r�pido hac�a silencio Jos� Luis que la del tercero izquierda, por cierto.
––Menos la otra noche –dijo Silvia––. Cuando debi� suceder el asesinato, �no?
––Yo estaba en casa de mi hija, tomando las uvas, y no volvimos hasta por la ma�ana, a eso de las once. Creo que casi todos los vecinos estaban fuera esa noche. Somos gente mayor y es el d�a en que los hijos nos sacan de casa, aunque bien que vienen a apalancarse todos aqu� la Nochebuena. Nos metimos en la cama, pero fue imposible conciliar el sue�o.
––La radio que sonaba.
––La radio, s�. Me avisaron los del cuarto, que llevaban sin pegar ojo toda la noche. Mentira, porque llegaron m�s tarde que nosotros, y en qu� estado no llegar�an que hasta vomitaron en el rellano. Mi Catalina tuvo que ponerse a recogerlo todo antes de que llegara la polic�a, con lo mal que tiene la pobra las piernas. Sub� a llamar a la puerta… y me encontr� con que la puerta estaba abierta. El resto… bueno, el resto ya lo imaginan. Baj� corriendo al bar de la esquina, que por suerte estaba abierto porque no cierra nunca, y llam� a la polic�a.
––Hizo usted bien.
––Y no toqu� nada, oiga. Me acord� de que lo dicen as� en el cine.
––Para que luego digan que no se aprende nada de las pel�culas. Sin duda la polic�a se lo habr� agradecido.
Llegaron al rellano. La habitaci�n donde hab�a tenido lugar el asesinato estaba, en efecto, precintada: dos candados atornillados zafiamente a la puerta, y un cartel pegado con cinta adhesiva que advert�a que por orden judicial all� no pod�a entrar nadie. Ni ganas. Silvia contuvo un estremecimiento al recordar el cad�ver de aquel muchacho. El portero pas� de largo y se detuvo en la puerta de al lado.
––�ste es el piso que les dec�a, �ven? Pared con pared.
Rebusc� entre el manojo de llaves hasta da con la necesaria. Lib�lula prepar� la c�mara, lamentando que fuera el segundo piso: de haber sido un primero, quiz� se habr�a atrevido de saltar de ventana a ventana hasta el lugar del crimen. Todo por una buena foto en primera plana y la paguita extra que El Ogro sol�a darle si las fotos ayudaban como reclamo para la venta del semanario.
Con dos giros certeros, la cerradura abri� la puerta. El anciano empuj� la hoja y antes de tantear en la pared en busca del interruptor de cer�mica un olor fuerte y rancio escap� de la habitaci�n. Los tres arrugaron el gesto.
––�Dios bendito! �Hay alg�n gato muerto ah� dentro?
La l�mpara amarillenta revel� que, en efecto, la habitaci�n era gemela de la de al lado. El mismo espacio peque�o y aprovechado al m�ximo, la ventana en el sitio contrario, la cocina y el fregadero a mano izquierda en vez de a mano derecha. Tambi�n hab�a una cama, no tan aparatosa como en la casa de al lado, pero no hab�a ning�n muchacho desnudo empalado en ella.
La excepci�n que romp�a el paralelismo con el otro cuarto y a la vez lo redoblaba era el hombre que colgaba de una de las vigas del techo.
Lib�lula contuvo un gritito de susto. El portero, Juan Urrutia, se qued� boquiabierto, como si acabara de descubrir que hab�a sido la v�ctima de una broma de mal gusto. Silvia, todav�a con el pa�uelo rojo en la mano, s�lo pudo cubrirse la nariz ante el olor a descomposici�n que ya empezaba a inundar todo el cuarto.
––�Nuestra Se�ora de Bego�a! �Pero qu� es esto? �Qu� es esto?
Se volvi� hacia los dos periodistas. Ahora, m�s que nunca, los vio como dos intrusos que hab�an venido a alterar la tranquilidad de la finca que controlaba. Pero al ver la cara de sorpresa de los dos no pudo sino tartamudear �l mismo:
––�Te-tengo que a-avisar a la p-polic�a!
Sali� al pasillo y ech� a correr escaleras abajo, en busca del bar de la esquina y su tel�fono. Tontamente, Lib�lula se pregunt� si tendr�a encima dinero suelto para comprar las fichas. Entonces el profesional que hab�a en �l se hizo cargo y con dos movimientos certeros mont� las bombillas del flash y se acerc� al ahorcado.
––�Controla si viene alguien, Silvia! �Yo me encargo!
Lib�lula dispar� foto tras foto, cambiando las bombillas, los �ngulos, tomando planos detalle del hombre, de su rostro l�vido. Desobedeciendo su orden, Silvia se acerc� a mirar. Las peque�as explosiones de los flashes resonaban como martillazos en el cuarto pestilente.
El muerto era un hombre de unos cincuenta a�os, fond�n, con una barriga abultada. Colgaba de una cuerda de c��amo gruesa, atada con un doble nudo corredizo a la viga madre que cruzaba el techo. Estaba desnudo de cintura para abajo, con los pantalones enganchados todav�a en los talones. Le faltaba un zapato. Su rostro mostraba todav�a las secuelas del miedo, incluso en la muerte: los ojos desorbitados e hinchados, la lengua fuera, el rastro c�rdeno de los golpes que lo hab�an sometido antes de que lo izaran a �ste su antepen�ltimo lugar de descanso. Un detalle incongruente, en medio del desastre en que hab�an convertido su cuerpo, era el corte de pelo a navaja, todav�a ordenado y escrupuloso. Ten�a las manos atadas a la espalda. Con alambre. Silvia supo en ese momento que era el mismo alambre que hab�a atado al muchacho a la cama de al lado.
Mientras le enfocaba las manos y manipulaba el objetivo de la c�mara, Lib�lula se detuvo. Tard� un segundo en decidir si tomaba una nueva foto o no. Entonces, encogi�ndose de hombros, la hizo. Silvia se fij� en lo que miraba. Entre los dedos rotos del cad�ver asomaba un brillo amarillo, un grueso sello de oro. Asinti�. Alberto Garc�a ten�a raz�n: hab�a le�do demasiadas novelas policiacas, pero la presencia de aquel valioso anillo en la mano del hombre indicaba que el m�vil del crimen no hab�a sido el robo.
La mirada avezada de Juanito Arroyo advirti� la llave antes de que lo hiciera la curiosa Silvia. En la pared de la derecha hab�a una cerradura donde asomaba una llave puesta, pero no se ve�a ninguna puerta.
––No vayas a tocar nada –dijo Lib�lula, mientras enroscaba una nueva bombilla para el flash.
Silvia alz� una mano enguantada y, sin hacerle caso, se acerc� a la llave. La gir�, sin encomendarse a Dios ni al diablo, y la puerta camuflada en el papel pintado se abri� unos cent�metros, hasta chocar con algo que imped�a que lo hiciera por completo. El estrecho espacio que quedaba, sin embargo, le permiti� colarse por el hueco.
La puerta que comunicaba las dos viviendas topaba con el armario del otro lado. Empujando un poco, Silvia logr� asomar la cabeza. Era, en efecto, la habitaci�n del crimen. Del otro crimen, se dijo. Ya hab�an levantado el cad�ver del muchacho, pero la costra de sangre segu�a ensuciando la cama y la mesilla de noche. La silla solitaria segu�a ocupando el mismo sitio.
Dej� el sitio libre para Lib�lula. Sin atreverse a entrar del todo en la otra habitaci�n, el fot�grafo alarg� la mano y dispar� un par de fotos al azar, sabiendo que su pericia le permitir�a captar los detalles que hab�an venido a buscar antes de que el caso se les duplicara.
––�Qu� est�n haciendo ustedes? –chill� una voz cascada, antes de que el grito se convirtiera en un gallo sofocado cuando el ahorcado gir� sobre sus talones, dada la corriente de aire que se hab�a abierto.
Era Catalina, la mujer del portero, que a pesar del estado de sus piernas hab�a subido a ver qu� pasaba mientras su marido corr�a a avisar a la polic�a.
––�No toquen nada! �Ay, por Dios, qu� disgusto, qu� disgusto m�s grande! �M�rchense de aqu� antes de que acabemos todos en el cuartelillo!
Lib�lula regres� a la habitaci�n. Dud� un momento, pero dej� la puerta interior entreabierta.
––Tranquil�cese, se�ora. Ahora mismito nos vamos. No se preocupe usted, que la acompa�aremos abajo mientras su marido regresa, y todos esperaremos juntos a que llegue la polic�a.
La mujer, sin dejar de mirar al cad�ver, se arrebuj� en su chal y se dio media vuelta. Empez� a bajar las escaleras. Por si los gritos alertaban a los vecinos, haciendo gala de una extra�a conciencia c�vica, Lib�lula cerr� la puerta del nuevo piso. Se entretuvo un segundo en el rellano.
––Mierda, mierda, mierda –murmur� entre dientes, mientras sacaba los rollos de pel�cula de la c�mara––. Menudo l�o. Y Albertito tan pancho en su casa. Joder, como a la polic�a le d� por ponerse farruca, nos va a dar el santolio haciendo declaraciones.
––�Qui�n iba a pensar que…? –Silvia, a falta de hacer otra cosa, se meti� el pa�uelo rojo en el bolsillo del abrigo––. �Qu� habr� pasado aqu�?
––Ya ves. Espero que el portero no tenga m�s llaves de otros pisos, no vaya a ser que esto sea una plaga. Toma, ten, coge esto.
Le tendi� tres carretes. Silvia los mir�, sin entender lo que quer�a decir.
––Esc�ndelos. Vamos, ni�a, que no tenemos todo el d�a
––�Qu� los esconda? �Pero d�nde? �Y para qu�?
––Porque lo primero que van a hacer los polis cuando lleguen va a ser velarme los carretes, o requisarme las c�maras. Mierda, y hoy traigo las dos, nada menos.
Con la misma precisi�n de movimientos, carg� otros dos carretes.
––Las fotos del santo de mi Rosita… me va a matar cuando se entere de que se han estropeado todas.
––�Rosita…? �Pero qui�n…?
––Mi novia. Bueno, la chica con la que mi madre quisiera casarme. Muy guapa, ella. Pel�n ciega. �Pero qu� haces? �Esconde los carretes que ya tienen que estar al llegar!
––�Y d�nde quieres que los esconda?
––Eres una se�orita, Silvia. En el sost�n, por Dios. Ah� no te van a mirar, aunque ya quisieran.
Con rapidez, Silvia se volvi�, se abri� los botones de la blusa y meti� cada uno de los carretes en una de las copas de su sujetador. Not� el fr�o de la pel�cula contra sus pechos.
––Ya est� –dijo mientras volv�a a abrocharse la blusa y se cerraba el abrigo.
––Pues vamos bajando. Contaremos la verdad, �de acuerdo? Vinimos a hacer fotos y a entrevistar a los vecinos y nos hemos encontrado con este marr�n. Ni m�s ni menos. Por la cuenta que les trae, m�s vale que no se pongan gallitos, porque ah� tienes lo bien que hab�an registrado el lugar.
––La puerta entre las habitaciones est� bien camuflada. No se notaba nada desde el otro lado. Al menos yo no me di cuenta de nada.
––Ni t� ni la BIC. Jolines, aqu� van a rodar cabezas. El Ogro se va a coger un cabreo de no te menees.
––�Por qu�? Si no nos quitan las fotos…
––�Las fotos? M�s valdr�a que tirara las pel�culas a un pozo y as� me ahorro el gasto del revelado. No nos van a dejar publicarlas ni hartos de vino, ni�a. Cuando el muerto era un chapero que no importaba a nadie, lo mismo podr�a haber colado: Alberto es un maestro diciendo lo que no se puede decir. No s� si tira de diccionario o es mejor escritor de lo que le gusta pensar. Pero ahora… �Te fijaste en las manos del ahorcado? �Viste el anillo? �Lo viste bien?
––Era un sello, me pareci�. Un sello como hay tantos otros.
––Un sello, s�. Pero no un sello cualquiera, Silvia. No un sello cualquiera. Ese anillo cuesta un dineral. Ah� no se han cargado a un mindundi. Era un pez gordo. Y los pecados de los peces gordos no salen en la prensa.
El crimen sin duda hab�a sido ya la comidilla de Carabanchel Alto, pero apenas hab�a ara�ado dos recuadros en el ABC y el Madrid, naturalmente sin los detalles escabrosos; s�lo aparecer�a en primera plana cuando los especialistas en sucesos le metieran mano, o sea, ellos mismos. Y s�lo si consegu�an levantar las suficientes expectativas para seguir la noticia en paralelo a la investigaci�n de la polic�a.
Dejaron la moto aparcada casi en el mismo sitio donde Lib�lula hab�a esperado la otra noche. Ahora el cine estaba cerrado, pero la fruter�a permanec�a abierta, pese al cartel de “Se traspasa”, y en la puerta charlaban algunas mujeres cargadas con los cestos de la compra. El mancebo de la zapater�a ve�a pasar la vida, envidiando a los ni�os que envidiaban su sueldo de pocas pesetas pero pod�an ser libres jugando al f�tbol con una pelota de trapo.
Entraron en el portal. De inmediato, cuando apenas hab�an dado dos pasos cegados para intentar orientarse, una cabeza asom� en el cub�culo que ocupaba el ancho del primer tramo de escalera.
––�Desean ustedes algo? �A qui�n buscan?
Era un hombre viejo y casi sin pelo, con unas gafas de montura de hierro y un cristal oscurecido que le ocultaba poco un ojo tuerto. Muy delgado, en su cara chupada asomaba un rastro de barba blanca imposible de apurar entre tantas arrugas. Deb�a tener unos sesenta a�os pero aparentaba al menos ochenta. Inmediatamente Juanito y Silvia identificaron al portero de la finca.
––Buenos d�as. A usted mismo ven�amos buscando.
El anciano sali� por la puerta y la entorn� con cuidado, como temiendo dejar a la vista los tesoros que pudiera haber en su casa. Mir� a Silvia, que se acababa de quitar el pa�uelo de la cabeza y luc�a su brillante cabellera rubia, y se fij� en Lib�lula el tiempo justo para comprender qui�nes eran por las dos m�quinas de fotos que llevaba al hombro, la Kodak Retinette y la Rolleiflex de dos objetivos.
––Pues ustedes dir�n.
––Somos periodistas de El Caso y estamos haciendo un reportaje sobre lo que sucedi� aqu� la otra noche –respondi� Silvia.
––No les digas nada, no nos vayamos a meter en m�s jaleos –dijo una voz detr�s del hombre, y la puerta se abri� y revel� a una anciana gruesa y encogida que se cubr�a los hombros con un chal de lana gris.
––Lo que ten�a que decir se lo dije ya a la polic�a –contest� el portero, sin dejar de mirar con su ojo �nico primero a Silvia y luego a las c�maras.
––No lo ponemos en duda, caballero. Como buen espa�ol que no tiene nada que temer gracias al sereno timonel que nos gu�a a todos y que sea por muchos a�os, es su deber colaborar con las fuerzas del orden, igual que es el nuestro contar lo que ha pasado –dijo Lib�lula, casi de corrido. Silvia, sorprendida, abri� mucho los ojos y entonces se dio cuenta del tatuaje azul que marcaba el antebrazo del portero, las palabras Por Dios, la Patria y el Rey desle�das en los arrugas de la carne ya enjuta. Como periodista veterano, Lib�lula hab�a captado el detalle a la primera.
––Poco hay que decir. Ya lo vieron ustedes la otra noche. Han matado a ese chico y…
––Precisamente a eso nos referimos –lo interrumpi� Silvia––. Terrible, un asesinato espantoso. Por eso queremos hablar con la gente que lo conoci� en vida. Es lo �nico que podemos hacer ya por esa criatura. Puede que las circunstancias de su muerte hayan sido turbias, pero nadie merece morir sin que se sepa c�mo era.
––Todos tenemos cosas buenas –apunt� Lib�lula, acariciando la funda de la Rolleiflex.
––�Era un sinverg�enza y lo ha castigado Dios por sus fechor�as! –escupi� la anciana, y se dio media vuelta y volvi� a entrar en la peque�a vivienda. La puerta se qued� abierta. El portero vacil�, dio un paso hacia atr�s, y Lib�lula aprovech� para descolgarse la c�mara del hombro y avanzar hacia el interior de la casa.
––�Podr�a sacar una foto del patio?
El anciano se volvi� de nuevo hacia su esposa. Bambole�ndose de un lado a otro, como si tuviera problemas en las piernas debido al peso, la mujer se sent� tras una mesa camilla y se cubri� con el cobertor del brasero. Se encogi� de hombros, gesto que Lib�lula interpret� como permiso para sacar la c�mara de la funda y prepararla.
––�Lleva pel�cula? –pregunt� el anciano.
Juanito Arroyo abri� mucho los ojos, como si no comprendiera que la vejez, o la estupidez, juegan a veces esas malas pasadas a la gente cuando no saben c�mo rellenar los segundos de incomodidad.
––�Pues claro! �Tiene la bondad de indicarme el camino?
––Por aqu�.
El portero los condujo hacia una puertecita junto a la cocina. Mientras lo segu�an, Silvia no pudo dejar de echar una mirada curiosa a la casa: la mesa espartana, la jaula con los dos canarios nerviosos, el sof� gastado, el cuadro con la Santa Cena en alpaca y, al otro lado, una foto de un hombre con la boina roja de requet�, el borl�n y la cruz de Borgo�a de los tercios. Costaba reconocer a aquel hombre delgado en este anciano definitivamente flaco.
Lib�lula hizo el parip� de tomar dos o tres fotos del patio, gastando pel�cula y un par de flashes. Mir� a Silvia y ella capt� en seguida la indirecta.
––�Quiere usted ponerse conmigo para una foto? –dijo ella, sonriendo––. Eso nos servir� para ilustrar el art�culo.
––�Me sacar�an ustedes en El Caso?
––�Por supuesto! De la mejor manera posible. O sea, vivo –contest� Lib�lula, haciendo un gesto con la mano––. Si quiere, lo citaremos por su nombre y todo.
El portero pos� con Silvia, sin saber mirar muy bien a la c�mara que le escudri�aba.
––�Y esto saldr� cu�ndo?
––La pr�xima semana ya, claro –contest� Lib�lula––. �Es posible que pudi�ramos sacar alguna foto… ya sabe, del piso de autos?
Los dos ancianos compartieron una mirada.
––No, no –titube� el hombre––. No puede ser. La polic�a lo ha precintado.
––Claro –asinti� Lib�lula, haciendo un moh�n como si hubiera preguntado la tonter�a m�s grande del mundo––. �Pero cree usted que el vecino de abajo o el de arriba nos dejar�an hacer alguna foto? Imagino que la distribuci�n de los pisos no ser� muy distinta, y los lectores no tienen por qu� saberlo y a la polic�a no le importar�.
––No, no, no, No quiero molestar a ning�n vecino. Menudos son. No se pueden ustedes imaginar la lata que han dado… quiero decir, que los interrogatorios de la polic�a nos tuvieron entretenidos ayer todo el d�a. Una y otra vez. Ya est�n todos bastante alterados, y de todas formas en el piso de abajo no vive nadie y est� vac�o, sin muebles, desde que desahuciaron a la Remedios cuando la Brigada Pol�tico Social se llev� preso a su marido por rojo all� por el verano. Ella tuvo que volverse al pueblo con lo puesto, y no creo que le interese a usted sacar fotos a unas paredes vac�as llenas de telara�as.
––No, m�s bien no.
––La casa de al lado tambi�n est� vac�a.
––Vaya por Dios.
––Pero esa s� tiene muebles. Quiero decir que est� alquilada a un se�or de Alicante que s�lo ha venido por aqu� un par de veces. Es casi igual que el piso de Jos� Luis, pero al rev�s.
––�Jos� Luis?
––El muchacho.
––El finado.
––Ese mismo. Muy fino. Jos� Luis Cascales, se llamaba. Cascales Pav�n, creo. O Cascales Chac�n, tendr�a que mirarlo.
––�Y dice usted que el piso est�… al rev�s?
––S�, que donde hay una ventana a la derecha all� est� a la izquierda, no s� si me explico.
––Quiere usted decir sim�trico, como en un espejo.
––Eso mismo. Siam�trico.
––Ah, pues la verdad es que nos vendr�a de perlas, �sabe usted? Si pudi�ramos entrar ah�, saco dos placas, y luego se gira el negativo y arreglado. Ya retoco yo en la c�mara oscura un par de detalles para que el se�or de Alicante no se ofenda si llega a verlo. Pero claro, sin llaves, no es plan de echar la puerta abajo.
El portero exhibi� entonces, orgulloso, un manojo de llaves atadas con un trozo de cable el�ctrico.
––Las llaves las tengo yo, pero no s�…
––�No te metas en l�os, Juan, que te lo estoy diciendo! –tron� la vieja desde su mesa camilla.
––�Se llama usted Juan? �Qu� casualidad, yo tambi�n! Juanito Arroyo, qu� cabeza la m�a. Ni siquiera nos hemos presentado. Ella es Silvia Vel�zquez. Est� empezando, �sabe usted? �A que es mon�sima? Yo de ella me dedicaba al cine y no a la prensa.
––Juan Urrutia –dijo el hombre, estrechando a destiempo la mano extendida––. Mi se�ora, Catalina. No siempre est� de tan mal humor, pero con todo este jaleo la pobre no hace de cuerpo y…
––Me hago cargo, me hago cargo. Volviendo al tema, amigo Juan. �Podr�a usted abrirnos la puerta de ese otro piso? �El piso sim�trico?
Sin esperar a que el anciano decidiera en su pugna particular contra su esposa y su vanidad, Silvia ech� mano al bolso y sac� dos billetes de cien pesetas.
––Tome usted. Para que se convide. Es lo justo. Si a nosotros nos van a pagar por este trabajo, es de ley que usted se lleve algo.
La vieja se irgui� desde la mesa camilla. Juan Urrutia cogi� los billetes y ech� a andar. Silvia y Juanito lo siguieron.
––�Es verdad lo que ha dicho su se�ora? �Qu� ese muchacho, Jos� Luis, llevaba una mala vida? �As� a la vista de todos?
El portero se encogi� de hombros.
––Eso parece. Yo nunca he visto nada. Bueno, algo s�, pero no est� bien hablar mal de los muertos. Era un muchacho correcto, ya se lo dije a la polic�a. Estudiante, creo. Por lo menos siempre llevaba libros bajo el brazo. Muy guapete, chul�ngano. Ya que habla usted de cine, se daba cierto aire al chaval ese que hace ahora pel�culas. Al jovencito que es hermano de Amparito Rivelles.
––�Al de “Jerom�n”?
––No, ese es Jaime Blanch ––intervino Silvia.
––Vimos una pel�cula suya hace unos meses en el cine de ah� al lado. “Quince bajo la lona”.
––Larra�aga. Carlitos Larra�aga. Mon�simo –dijo Lib�lula, y de inmediato se contuvo.
––Ese mismo. De vez en cuando es verdad que se le ve�a con hombres desconocidos, gente mayor que �l. Llegaban de noche y sal�an a la noche siguiente, sin llamar mucho la atenci�n. La �nica pega era que a veces pon�an la radio muy alta. Como la otra noche. Pero bueno, tampoco nada del otro jueves. Igual que cuando por la tarde uno quiere dormir la siesta y la del tercero izquierda pone las novelas de Sautier Casaseca a todo volumen. Uno sube, da unos golpecitos a la puerta, y se les pide silencio. M�s r�pido hac�a silencio Jos� Luis que la del tercero izquierda, por cierto.
––Menos la otra noche –dijo Silvia––. Cuando debi� suceder el asesinato, �no?
––Yo estaba en casa de mi hija, tomando las uvas, y no volvimos hasta por la ma�ana, a eso de las once. Creo que casi todos los vecinos estaban fuera esa noche. Somos gente mayor y es el d�a en que los hijos nos sacan de casa, aunque bien que vienen a apalancarse todos aqu� la Nochebuena. Nos metimos en la cama, pero fue imposible conciliar el sue�o.
––La radio que sonaba.
––La radio, s�. Me avisaron los del cuarto, que llevaban sin pegar ojo toda la noche. Mentira, porque llegaron m�s tarde que nosotros, y en qu� estado no llegar�an que hasta vomitaron en el rellano. Mi Catalina tuvo que ponerse a recogerlo todo antes de que llegara la polic�a, con lo mal que tiene la pobra las piernas. Sub� a llamar a la puerta… y me encontr� con que la puerta estaba abierta. El resto… bueno, el resto ya lo imaginan. Baj� corriendo al bar de la esquina, que por suerte estaba abierto porque no cierra nunca, y llam� a la polic�a.
––Hizo usted bien.
––Y no toqu� nada, oiga. Me acord� de que lo dicen as� en el cine.
––Para que luego digan que no se aprende nada de las pel�culas. Sin duda la polic�a se lo habr� agradecido.
Llegaron al rellano. La habitaci�n donde hab�a tenido lugar el asesinato estaba, en efecto, precintada: dos candados atornillados zafiamente a la puerta, y un cartel pegado con cinta adhesiva que advert�a que por orden judicial all� no pod�a entrar nadie. Ni ganas. Silvia contuvo un estremecimiento al recordar el cad�ver de aquel muchacho. El portero pas� de largo y se detuvo en la puerta de al lado.
––�ste es el piso que les dec�a, �ven? Pared con pared.
Rebusc� entre el manojo de llaves hasta da con la necesaria. Lib�lula prepar� la c�mara, lamentando que fuera el segundo piso: de haber sido un primero, quiz� se habr�a atrevido de saltar de ventana a ventana hasta el lugar del crimen. Todo por una buena foto en primera plana y la paguita extra que El Ogro sol�a darle si las fotos ayudaban como reclamo para la venta del semanario.
Con dos giros certeros, la cerradura abri� la puerta. El anciano empuj� la hoja y antes de tantear en la pared en busca del interruptor de cer�mica un olor fuerte y rancio escap� de la habitaci�n. Los tres arrugaron el gesto.
––�Dios bendito! �Hay alg�n gato muerto ah� dentro?
La l�mpara amarillenta revel� que, en efecto, la habitaci�n era gemela de la de al lado. El mismo espacio peque�o y aprovechado al m�ximo, la ventana en el sitio contrario, la cocina y el fregadero a mano izquierda en vez de a mano derecha. Tambi�n hab�a una cama, no tan aparatosa como en la casa de al lado, pero no hab�a ning�n muchacho desnudo empalado en ella.
La excepci�n que romp�a el paralelismo con el otro cuarto y a la vez lo redoblaba era el hombre que colgaba de una de las vigas del techo.
Lib�lula contuvo un gritito de susto. El portero, Juan Urrutia, se qued� boquiabierto, como si acabara de descubrir que hab�a sido la v�ctima de una broma de mal gusto. Silvia, todav�a con el pa�uelo rojo en la mano, s�lo pudo cubrirse la nariz ante el olor a descomposici�n que ya empezaba a inundar todo el cuarto.
––�Nuestra Se�ora de Bego�a! �Pero qu� es esto? �Qu� es esto?
Se volvi� hacia los dos periodistas. Ahora, m�s que nunca, los vio como dos intrusos que hab�an venido a alterar la tranquilidad de la finca que controlaba. Pero al ver la cara de sorpresa de los dos no pudo sino tartamudear �l mismo:
––�Te-tengo que a-avisar a la p-polic�a!
Sali� al pasillo y ech� a correr escaleras abajo, en busca del bar de la esquina y su tel�fono. Tontamente, Lib�lula se pregunt� si tendr�a encima dinero suelto para comprar las fichas. Entonces el profesional que hab�a en �l se hizo cargo y con dos movimientos certeros mont� las bombillas del flash y se acerc� al ahorcado.
––�Controla si viene alguien, Silvia! �Yo me encargo!
Lib�lula dispar� foto tras foto, cambiando las bombillas, los �ngulos, tomando planos detalle del hombre, de su rostro l�vido. Desobedeciendo su orden, Silvia se acerc� a mirar. Las peque�as explosiones de los flashes resonaban como martillazos en el cuarto pestilente.
El muerto era un hombre de unos cincuenta a�os, fond�n, con una barriga abultada. Colgaba de una cuerda de c��amo gruesa, atada con un doble nudo corredizo a la viga madre que cruzaba el techo. Estaba desnudo de cintura para abajo, con los pantalones enganchados todav�a en los talones. Le faltaba un zapato. Su rostro mostraba todav�a las secuelas del miedo, incluso en la muerte: los ojos desorbitados e hinchados, la lengua fuera, el rastro c�rdeno de los golpes que lo hab�an sometido antes de que lo izaran a �ste su antepen�ltimo lugar de descanso. Un detalle incongruente, en medio del desastre en que hab�an convertido su cuerpo, era el corte de pelo a navaja, todav�a ordenado y escrupuloso. Ten�a las manos atadas a la espalda. Con alambre. Silvia supo en ese momento que era el mismo alambre que hab�a atado al muchacho a la cama de al lado.
Mientras le enfocaba las manos y manipulaba el objetivo de la c�mara, Lib�lula se detuvo. Tard� un segundo en decidir si tomaba una nueva foto o no. Entonces, encogi�ndose de hombros, la hizo. Silvia se fij� en lo que miraba. Entre los dedos rotos del cad�ver asomaba un brillo amarillo, un grueso sello de oro. Asinti�. Alberto Garc�a ten�a raz�n: hab�a le�do demasiadas novelas policiacas, pero la presencia de aquel valioso anillo en la mano del hombre indicaba que el m�vil del crimen no hab�a sido el robo.
La mirada avezada de Juanito Arroyo advirti� la llave antes de que lo hiciera la curiosa Silvia. En la pared de la derecha hab�a una cerradura donde asomaba una llave puesta, pero no se ve�a ninguna puerta.
––No vayas a tocar nada –dijo Lib�lula, mientras enroscaba una nueva bombilla para el flash.
Silvia alz� una mano enguantada y, sin hacerle caso, se acerc� a la llave. La gir�, sin encomendarse a Dios ni al diablo, y la puerta camuflada en el papel pintado se abri� unos cent�metros, hasta chocar con algo que imped�a que lo hiciera por completo. El estrecho espacio que quedaba, sin embargo, le permiti� colarse por el hueco.
La puerta que comunicaba las dos viviendas topaba con el armario del otro lado. Empujando un poco, Silvia logr� asomar la cabeza. Era, en efecto, la habitaci�n del crimen. Del otro crimen, se dijo. Ya hab�an levantado el cad�ver del muchacho, pero la costra de sangre segu�a ensuciando la cama y la mesilla de noche. La silla solitaria segu�a ocupando el mismo sitio.
Dej� el sitio libre para Lib�lula. Sin atreverse a entrar del todo en la otra habitaci�n, el fot�grafo alarg� la mano y dispar� un par de fotos al azar, sabiendo que su pericia le permitir�a captar los detalles que hab�an venido a buscar antes de que el caso se les duplicara.
––�Qu� est�n haciendo ustedes? –chill� una voz cascada, antes de que el grito se convirtiera en un gallo sofocado cuando el ahorcado gir� sobre sus talones, dada la corriente de aire que se hab�a abierto.
Era Catalina, la mujer del portero, que a pesar del estado de sus piernas hab�a subido a ver qu� pasaba mientras su marido corr�a a avisar a la polic�a.
––�No toquen nada! �Ay, por Dios, qu� disgusto, qu� disgusto m�s grande! �M�rchense de aqu� antes de que acabemos todos en el cuartelillo!
Lib�lula regres� a la habitaci�n. Dud� un momento, pero dej� la puerta interior entreabierta.
––Tranquil�cese, se�ora. Ahora mismito nos vamos. No se preocupe usted, que la acompa�aremos abajo mientras su marido regresa, y todos esperaremos juntos a que llegue la polic�a.
La mujer, sin dejar de mirar al cad�ver, se arrebuj� en su chal y se dio media vuelta. Empez� a bajar las escaleras. Por si los gritos alertaban a los vecinos, haciendo gala de una extra�a conciencia c�vica, Lib�lula cerr� la puerta del nuevo piso. Se entretuvo un segundo en el rellano.
––Mierda, mierda, mierda –murmur� entre dientes, mientras sacaba los rollos de pel�cula de la c�mara––. Menudo l�o. Y Albertito tan pancho en su casa. Joder, como a la polic�a le d� por ponerse farruca, nos va a dar el santolio haciendo declaraciones.
––�Qui�n iba a pensar que…? –Silvia, a falta de hacer otra cosa, se meti� el pa�uelo rojo en el bolsillo del abrigo––. �Qu� habr� pasado aqu�?
––Ya ves. Espero que el portero no tenga m�s llaves de otros pisos, no vaya a ser que esto sea una plaga. Toma, ten, coge esto.
Le tendi� tres carretes. Silvia los mir�, sin entender lo que quer�a decir.
––Esc�ndelos. Vamos, ni�a, que no tenemos todo el d�a
––�Qu� los esconda? �Pero d�nde? �Y para qu�?
––Porque lo primero que van a hacer los polis cuando lleguen va a ser velarme los carretes, o requisarme las c�maras. Mierda, y hoy traigo las dos, nada menos.
Con la misma precisi�n de movimientos, carg� otros dos carretes.
––Las fotos del santo de mi Rosita… me va a matar cuando se entere de que se han estropeado todas.
––�Rosita…? �Pero qui�n…?
––Mi novia. Bueno, la chica con la que mi madre quisiera casarme. Muy guapa, ella. Pel�n ciega. �Pero qu� haces? �Esconde los carretes que ya tienen que estar al llegar!
––�Y d�nde quieres que los esconda?
––Eres una se�orita, Silvia. En el sost�n, por Dios. Ah� no te van a mirar, aunque ya quisieran.
Con rapidez, Silvia se volvi�, se abri� los botones de la blusa y meti� cada uno de los carretes en una de las copas de su sujetador. Not� el fr�o de la pel�cula contra sus pechos.
––Ya est� –dijo mientras volv�a a abrocharse la blusa y se cerraba el abrigo.
––Pues vamos bajando. Contaremos la verdad, �de acuerdo? Vinimos a hacer fotos y a entrevistar a los vecinos y nos hemos encontrado con este marr�n. Ni m�s ni menos. Por la cuenta que les trae, m�s vale que no se pongan gallitos, porque ah� tienes lo bien que hab�an registrado el lugar.
––La puerta entre las habitaciones est� bien camuflada. No se notaba nada desde el otro lado. Al menos yo no me di cuenta de nada.
––Ni t� ni la BIC. Jolines, aqu� van a rodar cabezas. El Ogro se va a coger un cabreo de no te menees.
––�Por qu�? Si no nos quitan las fotos…
––�Las fotos? M�s valdr�a que tirara las pel�culas a un pozo y as� me ahorro el gasto del revelado. No nos van a dejar publicarlas ni hartos de vino, ni�a. Cuando el muerto era un chapero que no importaba a nadie, lo mismo podr�a haber colado: Alberto es un maestro diciendo lo que no se puede decir. No s� si tira de diccionario o es mejor escritor de lo que le gusta pensar. Pero ahora… �Te fijaste en las manos del ahorcado? �Viste el anillo? �Lo viste bien?
––Era un sello, me pareci�. Un sello como hay tantos otros.
––Un sello, s�. Pero no un sello cualquiera, Silvia. No un sello cualquiera. Ese anillo cuesta un dineral. Ah� no se han cargado a un mindundi. Era un pez gordo. Y los pecados de los peces gordos no salen en la prensa.
Published on March 11, 2016 02:33
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