EN ROJO AYER (4). En colaboraci�n con Juan Miguel Aguilera
El sereno le abri� la puerta con la rectitud de un carcelero. Le dio las buenas noches llev�ndose la mano a la gorra de plato, arropado en su bufanda como un abuelo de tebeo, y se march� tras desearle feliz a�o. El sonido de su bast�n resonando en la calle desierta tard� un rato en apagarse. S�lo entonces entr� Alberto Garc�a en el portal.
Eran poco m�s de las once de la noche y el edificio, como la calle, como Espa�a, estaba en calma. No esper� el ascensor, averiado de tanto trasiego de ni�os en vacaciones al menos hac�a tres d�as, y subi� los dos pisos despacio, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo. Sent�a un inc�modo hormigueo en los dedos, la sensaci�n de culpa que lo atenazaba cada vez que regresaba a casa en mala hora.
In�s no hab�a cambiado la cerradura. Dos vueltas a la llave y al menos pudo estar seguro de eso. El interior estaba oscuro, lleno de olores familiares a ni�os y comida recalentada. Ni se le pas� por la cabeza que su mujer, fastidiada por aquel �ltimo desmarque suyo, hubiera hecho las maletas. A pesar del silencio de la casa, Alberto fue capaz de distinguir la respiraci�n de los tres ni�os. La vela del �ngel de la guarda estaba encendida, de todas formas.
Encendi� una luz, la de la cocina. Se sirvi� un vaso de agua del grifo. Estaba helada. En la mesa de la cocina, un plato con la comida ya fr�a, un tenedor, una cuchara, un cuchillo. Y un peque�o cuenco cubierto con un mantelito. Lo retir� para ver qu� hab�a dentro. Doce uvas ignoradas, esper�ndolo todav�a para que iniciara el nuevo a�o. Pic� una, la sinti� reventar entre sus dientes, pero no tuvo fuerzas para tragarla. Las uvas est�n sabrosas en septiembre, no en enero.
Los ni�os dorm�an en su habitaci�n, so�ando esos sue�os sin pesadillas que s�lo sue�an algunos ni�os. Si les hab�a preocupado irse a la cama dos veces sin ver a su padre no era algo que Alberto pudiera controlar ahora mismo. A lo hecho, pecho. Con la lucecita roja del �ngel de la guarda pudo ver las tres caras, el ni�o mayor despeinado y a medio tapar, los mellizos mir�ndose el uno a la otra, como si quisieran continuar en el sue�o aquella casualidad que los hab�a hecho nacer paralelos. Tap� a Juanito, no se atrevi� a besar a ninguno de los tres, por miedo a despertarlos, por no tener que contestar preguntas.
In�s dorm�a tambi�n. La puerta del cuarto estaba abierta, pero ella le daba la espalda, como si no esperase que llegara nadie o supiera que no merec�a la pena esperarlo. Alberto se detuvo unos minutos en el quicio, hasta asegurarse de que no fing�a. Se dio la vuelta y se dirigi� a aquel cuarto de ba�o, reconvertido antes de que los ni�os nacieran, que hac�a las veces de despacho y de refugio.
Encendi� la luz, cerr� la puerta, dud� entre encender un cigarrillo o tomarse un co�ac. Se decidi� por lo segundo. La botella de Soberano, sin embargo, estaba vac�a. No recordaba haberla gastado. Ten�a la vaga impresi�n de que en la redacci�n le hab�an regalado con la paga extra una botella de Ponche Caballero, pero no pudo encontrarla. In�s, posiblemente, la hab�a escondido en alguna parte para que no bebiera. Pod�a empezar a buscarla entre el mont�n de revistas y libros hacinados, encender las luces, despertar a In�s, soportar un numerito y, a su vez, darlo. Pero no merec�a la pena. De su escondite secreto sac� la vieja petaca de plata con el escudo de la Divisi�n, la bandera roja y gualda comida por el roce, la esv�stica negra borrada a prop�sito. Estaba medio llena. La destap�. Bebi� dos sorbos.
Se sent� ante la mesa, mientras el co�ac le hac�a cosquillas en el est�mago. La m�quina de escribir parec�a una extra�a boca met�lica que quisiera devorarlo. Trat� de no mirarla. Sac� la carpeta del caj�n y revis� las notas, repas� los viejos folios tachados una y mil veces. Cotej� la informaci�n de los recortes, las fotos que hab�a ido encontrando de camaradas con los que se carteaba todav�a, aquella libreta donde hab�an apuntado las palabras b�sicas para comunicarse con las campesinas en ruso. Ley� el �ltimo cap�tulo, tach� dos p�rrafos, acab� por arrugar el papel y tirarlo al suelo. Los recuerdos se atropellaban en su cabeza, pero no era capaz de darles forma. Dol�an demasiado. Cada vez m�s lejanos en el tiempo, escoc�an cuando intentaba traspasarlos al papel. Ni�os muertos en la nieve, aquel iba a ser el t�tulo del libro. All� iba a contar la historia del batall�n, el fr�o, el desprecio, la loter�a de la vida y la muerte en combate, el honor, la enfermedad, la picard�a, el hambre, el silencio. All� se explicar�a a s� mismo, comprender�a por qu�, y para qu�, y qu� era lo que hab�a ganado, o lo que hab�a perdido. Todo aquello que hab�a olvidado. Alg�n d�a escribir�a la novela de aquella experiencia de guerra en una guerra que no les pertenec�a a ninguno, una guerra que quisieron pintar de idealismo y fue una guerra sucia, como todas las guerras. Alg�n d�a, pero no esta noche. No esta noche, desde luego.
Eran poco m�s de las once de la noche y el edificio, como la calle, como Espa�a, estaba en calma. No esper� el ascensor, averiado de tanto trasiego de ni�os en vacaciones al menos hac�a tres d�as, y subi� los dos pisos despacio, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo. Sent�a un inc�modo hormigueo en los dedos, la sensaci�n de culpa que lo atenazaba cada vez que regresaba a casa en mala hora.
In�s no hab�a cambiado la cerradura. Dos vueltas a la llave y al menos pudo estar seguro de eso. El interior estaba oscuro, lleno de olores familiares a ni�os y comida recalentada. Ni se le pas� por la cabeza que su mujer, fastidiada por aquel �ltimo desmarque suyo, hubiera hecho las maletas. A pesar del silencio de la casa, Alberto fue capaz de distinguir la respiraci�n de los tres ni�os. La vela del �ngel de la guarda estaba encendida, de todas formas.
Encendi� una luz, la de la cocina. Se sirvi� un vaso de agua del grifo. Estaba helada. En la mesa de la cocina, un plato con la comida ya fr�a, un tenedor, una cuchara, un cuchillo. Y un peque�o cuenco cubierto con un mantelito. Lo retir� para ver qu� hab�a dentro. Doce uvas ignoradas, esper�ndolo todav�a para que iniciara el nuevo a�o. Pic� una, la sinti� reventar entre sus dientes, pero no tuvo fuerzas para tragarla. Las uvas est�n sabrosas en septiembre, no en enero.
Los ni�os dorm�an en su habitaci�n, so�ando esos sue�os sin pesadillas que s�lo sue�an algunos ni�os. Si les hab�a preocupado irse a la cama dos veces sin ver a su padre no era algo que Alberto pudiera controlar ahora mismo. A lo hecho, pecho. Con la lucecita roja del �ngel de la guarda pudo ver las tres caras, el ni�o mayor despeinado y a medio tapar, los mellizos mir�ndose el uno a la otra, como si quisieran continuar en el sue�o aquella casualidad que los hab�a hecho nacer paralelos. Tap� a Juanito, no se atrevi� a besar a ninguno de los tres, por miedo a despertarlos, por no tener que contestar preguntas.
In�s dorm�a tambi�n. La puerta del cuarto estaba abierta, pero ella le daba la espalda, como si no esperase que llegara nadie o supiera que no merec�a la pena esperarlo. Alberto se detuvo unos minutos en el quicio, hasta asegurarse de que no fing�a. Se dio la vuelta y se dirigi� a aquel cuarto de ba�o, reconvertido antes de que los ni�os nacieran, que hac�a las veces de despacho y de refugio.
Encendi� la luz, cerr� la puerta, dud� entre encender un cigarrillo o tomarse un co�ac. Se decidi� por lo segundo. La botella de Soberano, sin embargo, estaba vac�a. No recordaba haberla gastado. Ten�a la vaga impresi�n de que en la redacci�n le hab�an regalado con la paga extra una botella de Ponche Caballero, pero no pudo encontrarla. In�s, posiblemente, la hab�a escondido en alguna parte para que no bebiera. Pod�a empezar a buscarla entre el mont�n de revistas y libros hacinados, encender las luces, despertar a In�s, soportar un numerito y, a su vez, darlo. Pero no merec�a la pena. De su escondite secreto sac� la vieja petaca de plata con el escudo de la Divisi�n, la bandera roja y gualda comida por el roce, la esv�stica negra borrada a prop�sito. Estaba medio llena. La destap�. Bebi� dos sorbos.
Se sent� ante la mesa, mientras el co�ac le hac�a cosquillas en el est�mago. La m�quina de escribir parec�a una extra�a boca met�lica que quisiera devorarlo. Trat� de no mirarla. Sac� la carpeta del caj�n y revis� las notas, repas� los viejos folios tachados una y mil veces. Cotej� la informaci�n de los recortes, las fotos que hab�a ido encontrando de camaradas con los que se carteaba todav�a, aquella libreta donde hab�an apuntado las palabras b�sicas para comunicarse con las campesinas en ruso. Ley� el �ltimo cap�tulo, tach� dos p�rrafos, acab� por arrugar el papel y tirarlo al suelo. Los recuerdos se atropellaban en su cabeza, pero no era capaz de darles forma. Dol�an demasiado. Cada vez m�s lejanos en el tiempo, escoc�an cuando intentaba traspasarlos al papel. Ni�os muertos en la nieve, aquel iba a ser el t�tulo del libro. All� iba a contar la historia del batall�n, el fr�o, el desprecio, la loter�a de la vida y la muerte en combate, el honor, la enfermedad, la picard�a, el hambre, el silencio. All� se explicar�a a s� mismo, comprender�a por qu�, y para qu�, y qu� era lo que hab�a ganado, o lo que hab�a perdido. Todo aquello que hab�a olvidado. Alg�n d�a escribir�a la novela de aquella experiencia de guerra en una guerra que no les pertenec�a a ninguno, una guerra que quisieron pintar de idealismo y fue una guerra sucia, como todas las guerras. Alg�n d�a, pero no esta noche. No esta noche, desde luego.
Published on March 10, 2016 02:43
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