Erasmo Cachay's Blog: sobre la vida de un escritor - Posts Tagged "cuento"
De lo dificil de escribir
¿Porque es tan difícil escribir? Pues no es que lo sea tanto, pienso que cualquier persona ha tenido en su vida la necesidad innata de escribir algo. Ahí tenemos el ejemplo de las cartas que mandábamos (por lo menos no hace muchos años y aunque hoy sea correo electrónico, el resultado en si es el mismo) a las primeras novias o los recuerdos que ponías sobre el papel al entregar un regalo que con tanto gusto escogíamos. Yo llamo a eso escribir porque no es la escritura de por sí deja de serlo por un momento, se disfraza de sentimientos, es el momento en el que ponemos nuestra ideas o lo que es peor aún nuestros sentimientos sobre un papel que puede ser leído por otros.
Escribir (en el sentido literario de la palabra) nos hace poner sobre un pedazo de papel, que al escapar de nuestras manos se convierte en un trovador errante de nuestros sentimientos, que sin el mas mínimo reparo lo comunica a cuanto transeúnte pase por delante. Perdemos el control y perdemos la intimidad. Es por eso que solo unos cuantos tienen la necesidad exagerada (sea cual sea la razón psicológica que conlleve a esto, pero eso es otro campo) de superar esa barrera y a manera de mea culpa del alma, escribir historias aun ha sabiendas que pocos o quizás nadie las leerán. Muchos lo hacen camuflando sus intenciones en personajes místicos o de fantasía. Y otros llegan al nivel de desconectarse completamente del mundo real, para poder sacar a la luz su mundo interno y darnos a conocer un poco de la complejidad de lo que llamamos alma.
Sea como fuere, este sentimiento lo tenemos todos. Es un libre mercado literario, donde el que escribe vende un poco de su alma, y el que lee, la compra para poder ser participe de ella. Una gran simbiosis que espero no se acabe nunca, ya que por mas que siempre se diga “ya esta todo dicho”, siempre, siempre, siempre habrá algo que contar.
Escribir (en el sentido literario de la palabra) nos hace poner sobre un pedazo de papel, que al escapar de nuestras manos se convierte en un trovador errante de nuestros sentimientos, que sin el mas mínimo reparo lo comunica a cuanto transeúnte pase por delante. Perdemos el control y perdemos la intimidad. Es por eso que solo unos cuantos tienen la necesidad exagerada (sea cual sea la razón psicológica que conlleve a esto, pero eso es otro campo) de superar esa barrera y a manera de mea culpa del alma, escribir historias aun ha sabiendas que pocos o quizás nadie las leerán. Muchos lo hacen camuflando sus intenciones en personajes místicos o de fantasía. Y otros llegan al nivel de desconectarse completamente del mundo real, para poder sacar a la luz su mundo interno y darnos a conocer un poco de la complejidad de lo que llamamos alma.
Sea como fuere, este sentimiento lo tenemos todos. Es un libre mercado literario, donde el que escribe vende un poco de su alma, y el que lee, la compra para poder ser participe de ella. Una gran simbiosis que espero no se acabe nunca, ya que por mas que siempre se diga “ya esta todo dicho”, siempre, siempre, siempre habrá algo que contar.
Despues de la Noche (Relato Corto)
Un cielo despejado dio paso a unos rayos de sol que cayeron sobre la piel, aun llena de pelos, suciedad y fango seco de aquel ser que se arrastraba, a veces de pie y a veces en cuatro patas a través de la selva. Quedaba tan poco de plantas verdes y las buscaba con desesperación. Se cogió con fuerza el hombro, que aún le dolía viendo incrustado en su piel llena de pelos aquel dardo puntiagudo que unos hombres con máscaras y vestidos de blanco le habían disparado el día de ayer. Y grito con tristeza, dolor y angustia. Ahora balbuceaba unas sonidos raros que aquel ser no entendía. ¿Dónde estaban sus padres?
Aquel ser, se volvió sobre sí mismo al percatarse de había escuchado algo. El crujir de unas ramas al ser pisoteadas. El sonido de los arboles cuando son invadidos y además había oído algo muy parecido al sonido de aquellos simios blancos que le habían disparado el día de ayer y que ahora lo seguían sin cesar. Los sonidos venían del bosque y de su mente. Escuchaba aquella voz en su interior y por primera vez en su vida sintió miedo. El pequeño bosque tembló al escuchar el sonido de su grito. ¿Por qué le dolía tanto el brazo?
Y corrió, pensó que llegando al arroyo que había más allá de los arboles eternos que cuidaban el bosque y sumergiéndose en las aguas podía escapar. Sabía que desde que aquel dardo se había quedado clavado en su carne lo estaban persiguiendo. Sus brazos fuertes, que antes le daban sustento al apoyarse sobre ellos, ahora se estaban volviendo débiles. Vio con tristeza como los pelos de sus brazos se caían al suelo cada paso que daba. Ya no podía sostenerse sobre ellos. Le estaba resultando tedioso caminar en cuatro patas. Ahora era más cómodo correr y caminar sobre sus dos patas traseras.
De las piernas también se le estaban cayendo los pelos. Aquel ser se asustó ¿Dónde están sus padres? Solo recordó que desde hacía mucho tiempo no había visto a nadie más como él. No había nadie más en aquel bosque que pensaba era suyo. No había nadie más. A lo lejos ya no veía las montañas donde nació sino unos enormes objetos de piedra donde había luces, ruidos y muchos espejos. Y había cosas que volaban de edificio en edificio. Escuchaba aún el sonido de sus padres cuando gritaron al recibir la misma cosa que ahora tenía incrustada en el brazo y que inyectaba algo líquido dentro de él. Pudo percibir el dolor de sus padres cuando, con los ojos tristes, le ordenaron que corriera sin mirar atrás. Desde aquel momento no los había vuelto a ver. Y ahora él tenía esa misma cosa incrustada en su piel. Y dolía como el calor del sol o el hincón de mil abejas picándole a la misma vez.
Él quiso quitárselo. Lo intento pero no pudo. Cada vez que lo intentaba le dolía aún más. Quiso trepar a un árbol pero tampoco no pudo. ¿Qué le estaba pasando? Ahora estaba en dos pies. Los brazos no eran tan grandes, no tenía pelo. Sintió frio. Y escucho el ruido de pasos. Escucho gritos. Esta vez no era su mente. Y siguió corriendo. Corrió como nunca lo había hecho. Solo escuchaba el sonido de su propio respirar. A su derecha e izquierda solo árboles, ya no había nadie. No había ya más seres como él. Ahí solo estaba el.
Llego finalmente al límite del bosque. El río que el conocía había desaparecido, solo una pequeña línea de agua le mostro él limite y después se alzaban por todos lados aquellas piedras que llegaban al cielo. Se sintió enjaulado sin poder ver la jaula. Respiro. Sintió sed. Se acercó lentamente al agua. Cogió un poco de agua con su mano y vio su rostro frente al agua. Nunca se había percatado del mismo pero ahora lo hacía. Vio sus labios, su nariz. Paso la mano por su cara. No sintió más pelos. Estaba solo. Solo. Se sentó. ¿Qué era?
Por primera vez en su vida, pensó sobre él. Sobre su futuro. Supo que al ver su cara ya no era el mismo. Y por primera vez en su vida sintió temor y soledad. Una de las naves descendió y varios hombres vestidos de blanco bajaron. Se acercaron a él con precaución. Lo miraron. Estaba desnudo. Solo con aquel liquido aun introduciéndose en su cuerpo. Se levantó, grito el más profundo de los gritos y el más desconsolador de los aullidos pero su voz ya no era la de antes. Lloro. Su corazón fue un hoyo vació. Uno de los hombres se le acerco de a pocos pero se detuvo. Lo miro de lejos. Cogió una pistola y le disparo en el pecho. Otro líquido rojo se introdujo en su cuerpo. Aquel ser cayó al suelo. Solo escucho decir al hombre que se le acerco unas palabras que ahora entendió bien
- Lo siento, era necesario. Eras el último. Teníamos que integrarte a nuestra sociedad. Tu mundo se acabó, pero te ofrecemos un futuro mejor.
Aquel ser lo miro, miro a los otros que poco a poco lo rodeaban. Miro los aviones que empezaron a dejar caer ciertas maquinas sobre el bosque. Vio que aquellos edificios se movían. Vio que todos se acercaban. Aquel hombre se le acerco. Lo miro. Le extendió la mano y lo ayudo a ponerse de pie y con la otra mano le enseño todo lo que tenía frente a él y le dijo.
- Te hemos salvado. Ahora dinos, ¿Qué más podemos hacer por ti?
Aquel ser supo que podía responder así que con una mirada fría y sin vida en su voz respondió.
- ¿Puedes hacer que sea como antes? Solo quiero ir a casa.
Erasmo Cachay
Aquel ser, se volvió sobre sí mismo al percatarse de había escuchado algo. El crujir de unas ramas al ser pisoteadas. El sonido de los arboles cuando son invadidos y además había oído algo muy parecido al sonido de aquellos simios blancos que le habían disparado el día de ayer y que ahora lo seguían sin cesar. Los sonidos venían del bosque y de su mente. Escuchaba aquella voz en su interior y por primera vez en su vida sintió miedo. El pequeño bosque tembló al escuchar el sonido de su grito. ¿Por qué le dolía tanto el brazo?
Y corrió, pensó que llegando al arroyo que había más allá de los arboles eternos que cuidaban el bosque y sumergiéndose en las aguas podía escapar. Sabía que desde que aquel dardo se había quedado clavado en su carne lo estaban persiguiendo. Sus brazos fuertes, que antes le daban sustento al apoyarse sobre ellos, ahora se estaban volviendo débiles. Vio con tristeza como los pelos de sus brazos se caían al suelo cada paso que daba. Ya no podía sostenerse sobre ellos. Le estaba resultando tedioso caminar en cuatro patas. Ahora era más cómodo correr y caminar sobre sus dos patas traseras.
De las piernas también se le estaban cayendo los pelos. Aquel ser se asustó ¿Dónde están sus padres? Solo recordó que desde hacía mucho tiempo no había visto a nadie más como él. No había nadie más en aquel bosque que pensaba era suyo. No había nadie más. A lo lejos ya no veía las montañas donde nació sino unos enormes objetos de piedra donde había luces, ruidos y muchos espejos. Y había cosas que volaban de edificio en edificio. Escuchaba aún el sonido de sus padres cuando gritaron al recibir la misma cosa que ahora tenía incrustada en el brazo y que inyectaba algo líquido dentro de él. Pudo percibir el dolor de sus padres cuando, con los ojos tristes, le ordenaron que corriera sin mirar atrás. Desde aquel momento no los había vuelto a ver. Y ahora él tenía esa misma cosa incrustada en su piel. Y dolía como el calor del sol o el hincón de mil abejas picándole a la misma vez.
Él quiso quitárselo. Lo intento pero no pudo. Cada vez que lo intentaba le dolía aún más. Quiso trepar a un árbol pero tampoco no pudo. ¿Qué le estaba pasando? Ahora estaba en dos pies. Los brazos no eran tan grandes, no tenía pelo. Sintió frio. Y escucho el ruido de pasos. Escucho gritos. Esta vez no era su mente. Y siguió corriendo. Corrió como nunca lo había hecho. Solo escuchaba el sonido de su propio respirar. A su derecha e izquierda solo árboles, ya no había nadie. No había ya más seres como él. Ahí solo estaba el.
Llego finalmente al límite del bosque. El río que el conocía había desaparecido, solo una pequeña línea de agua le mostro él limite y después se alzaban por todos lados aquellas piedras que llegaban al cielo. Se sintió enjaulado sin poder ver la jaula. Respiro. Sintió sed. Se acercó lentamente al agua. Cogió un poco de agua con su mano y vio su rostro frente al agua. Nunca se había percatado del mismo pero ahora lo hacía. Vio sus labios, su nariz. Paso la mano por su cara. No sintió más pelos. Estaba solo. Solo. Se sentó. ¿Qué era?
Por primera vez en su vida, pensó sobre él. Sobre su futuro. Supo que al ver su cara ya no era el mismo. Y por primera vez en su vida sintió temor y soledad. Una de las naves descendió y varios hombres vestidos de blanco bajaron. Se acercaron a él con precaución. Lo miraron. Estaba desnudo. Solo con aquel liquido aun introduciéndose en su cuerpo. Se levantó, grito el más profundo de los gritos y el más desconsolador de los aullidos pero su voz ya no era la de antes. Lloro. Su corazón fue un hoyo vació. Uno de los hombres se le acerco de a pocos pero se detuvo. Lo miro de lejos. Cogió una pistola y le disparo en el pecho. Otro líquido rojo se introdujo en su cuerpo. Aquel ser cayó al suelo. Solo escucho decir al hombre que se le acerco unas palabras que ahora entendió bien
- Lo siento, era necesario. Eras el último. Teníamos que integrarte a nuestra sociedad. Tu mundo se acabó, pero te ofrecemos un futuro mejor.
Aquel ser lo miro, miro a los otros que poco a poco lo rodeaban. Miro los aviones que empezaron a dejar caer ciertas maquinas sobre el bosque. Vio que aquellos edificios se movían. Vio que todos se acercaban. Aquel hombre se le acerco. Lo miro. Le extendió la mano y lo ayudo a ponerse de pie y con la otra mano le enseño todo lo que tenía frente a él y le dijo.
- Te hemos salvado. Ahora dinos, ¿Qué más podemos hacer por ti?
Aquel ser supo que podía responder así que con una mirada fría y sin vida en su voz respondió.
- ¿Puedes hacer que sea como antes? Solo quiero ir a casa.
Erasmo Cachay
HOTEL
Cuando crucé el pórtico del Hotel Best-Plaza ella ya me estaba esperando. Crucé la puerta giratoria sintiendo una agitación en mi pecho. Traté de tranquilizar mi cuerpo, controlando las ganas de correr hacía ella que tenía. Cuando ella me vio, se puso de pie y percibí un pequeño temblor en sus piernas. Yo conocía esa mirada: ella no solo reconoció mi control, sino que luchaba a la misma vez contra la misma sensación.
— Me da mucho gusto volver a verte —dijo Andrea.
— A mí también —respondí.
Andrea había visitado la ciudad donde nos conocimos y de donde se había marchado por trabajo. Andrea solo se quedaba esa noche. Mucho había pasado desde la última vez que la había visto. Andrea había cambiado de corte de pelo, se vestía más seria, su rostro tenía un trazo de tristeza (aunque siempre tuvo una mirada melancólica) y a la misma vez volvió a sonreír cuando le di un beso en la mejilla. ¿Por qué no pudimos ver felices entonces? La última vez que nos vimos había sido diferente, ella llorando y yo soportando aquel cosquilleo de garganta para no hacer lo mismo. El adiós en el aeropuerto, la mano saludando el vació. Ella afianzándose a mi cuello diciendo “no me quiero ir” y yo abrazándola como tantas veces lo había hecho en la calle o en la cama. Yo solo tenía que decir “Quédate”. No lo hice.
El lobby del hotel era pequeño. Andrea y yo nos sentamos en el único sillón que había. Le pregunté si quería tomar algo “Lo de siempre” respondió. Yo pedí dos Gin Tonic, su bebida favorita. Tenerla tan cerca y tan lejos era extraño. Su cuerpo, su rostro, sus piernas cruzadas. Y ese olor dulce que se impregnaba en mi piel. ¿Por qué me ha llamado? Pero el tiempo había pasado. Cuando empezamos nuestra relación, no quisimos darnos cuenta que después de toda la historia y la cultura si importan. Hablamos un idioma que no era el nuestro, viviendo en un país ajeno y aunque quisimos cerrar los ojos, entre risas y felicidad, la realidad nos volvió al suelo de los hechos. Yo la había querido tanto, que aquella noche, en la que ella era solo un reflejo en la pantalla de la computadora, acabando todas nuestras opciones y yo preso de mi incertidumbre de joven y de mi inexperiencia, dije que lo mejor era terminar. Ella solo dijo “Adiós” y cortó. Ella no supo cómo pase aquella noche y yo jamás sabré cuantas lagrimas ella derramó. Pero el dolor de un corazón se puede sentir en el aire cuando las palabras vuelan en el ambiente. No supe nada más de ella por un tiempo. Quisimos ser modernos, siguiendo como amigos como si nada hubiera pasado, pero aquel experimento moderno termino mal hasta que nos hicimos daño y dejamos de hablar definitivamente. Pero jamás la pude olvidar. ¿Y ella? No supe nada hasta el día de ayer cuando me llamo “Estoy en la ciudad por trabajo, solo un día, ¿tienes ganas de vernos?” “Tú di cuando” se escapó de mis labios. Cancelé la cita con mi novia e incluso le mentí diciéndole que saldría con amigos. No me sentí bien haciéndolo, pero no pude evitarlo.
— Estoy comprometida —me dijo, ensenándome el anillo en su dedo.
— Te felicito ¿lo conozco? —respondí yo.
— No —respondió Andrea —. Cuando terminamos, empecé a salir con él. Nos casamos en tres meses.
— Me alegro por ti —dije —creo que mereces ser feliz.
— ¿Tienes novia? —pregunto ella. El mesero se acercó, dejo los dos vasos sobre la mesa y se marchó. Las puertas giratorias se abría y cerraban, como los pensamientos de mi mente. En el fondo había una suave música de cámara, a lo lejos se escuchaban las copas del restaurante y las risas de alguna celebración. Y todo se oscureció.
— Si —no quise mentir —llevamos doce meses ya.
— Me alegro por ti —dijo ella.
Los meses que pasamos juntos, fueron las más extraños, difíciles y felices de mí vidas. Nos conocimos en unas clases de baile cuando ni yo quería ir y ni ella quería estar. Peleamos mucho hasta que sin pensarlo, nos dimos cuenta que nos veíamos cada día, nos llamábamos a cada momento y salíamos casi siempre. Una noche en mi cuarto, echado sobre mi sofá negro, pensé todo lo que podía pasar. Sabía que era una locura. Pero me puse de pie, salí, corrí por las calles y llegue a su cuarto, me senté sobre el suelo y le dije lo que sentía “Será una locura” dijo ella y me extendió la mano y fue así como nosotros, las dos personas más lógicas que he conocido, se encontraron besándose, caminando, riendo, pensando en planes, haciendo al amor con pasión, no pensando que el mañana nos alcanzaría más rápido de lo que pensábamos. Y no paramos hasta aquella tarde en el aeropuerto cuando ella partió llorando y yo, con la tristeza de una verdad que no quería reconocer, no dije nada. Y ahora los dos estábamos frente a frente, en este Hotel. Sonriendo si reír, hablando sin abrir la boca, sintiéndonos sin tocarnos. De alguna manera sabíamos que cualquier camino que tomáramos, sería uno que traería tristeza a más de una persona. Andrea se puso de pie, me dijo que tenía que irse. Yo entendí lo que quiso decir. Nos dimos un beso en la mejilla y mirándonos quizás por última vez nos dijimos adiós.
Estaba yo en la puerta del Hotel, viendo las luces de la recepción, las voces, el sonido de los taxis, el ruido del murmullo y el silencio. Debí haber estado ahí minutos hasta que el conserje me preguntó “¿Está usted bien?” “No” respondí y corrí.
— ¿Qué haces? —dijo asombrada Andrea al abrirse la puerta del ascensor y ver mi cara frente a la de ella.
— Sera una locura. ¿Estas dispuesta? —dije y ella río mirandome con los mismos ojos de la primera vez que hicimos el amor.
— Me da mucho gusto volver a verte —dijo Andrea.
— A mí también —respondí.
Andrea había visitado la ciudad donde nos conocimos y de donde se había marchado por trabajo. Andrea solo se quedaba esa noche. Mucho había pasado desde la última vez que la había visto. Andrea había cambiado de corte de pelo, se vestía más seria, su rostro tenía un trazo de tristeza (aunque siempre tuvo una mirada melancólica) y a la misma vez volvió a sonreír cuando le di un beso en la mejilla. ¿Por qué no pudimos ver felices entonces? La última vez que nos vimos había sido diferente, ella llorando y yo soportando aquel cosquilleo de garganta para no hacer lo mismo. El adiós en el aeropuerto, la mano saludando el vació. Ella afianzándose a mi cuello diciendo “no me quiero ir” y yo abrazándola como tantas veces lo había hecho en la calle o en la cama. Yo solo tenía que decir “Quédate”. No lo hice.
El lobby del hotel era pequeño. Andrea y yo nos sentamos en el único sillón que había. Le pregunté si quería tomar algo “Lo de siempre” respondió. Yo pedí dos Gin Tonic, su bebida favorita. Tenerla tan cerca y tan lejos era extraño. Su cuerpo, su rostro, sus piernas cruzadas. Y ese olor dulce que se impregnaba en mi piel. ¿Por qué me ha llamado? Pero el tiempo había pasado. Cuando empezamos nuestra relación, no quisimos darnos cuenta que después de toda la historia y la cultura si importan. Hablamos un idioma que no era el nuestro, viviendo en un país ajeno y aunque quisimos cerrar los ojos, entre risas y felicidad, la realidad nos volvió al suelo de los hechos. Yo la había querido tanto, que aquella noche, en la que ella era solo un reflejo en la pantalla de la computadora, acabando todas nuestras opciones y yo preso de mi incertidumbre de joven y de mi inexperiencia, dije que lo mejor era terminar. Ella solo dijo “Adiós” y cortó. Ella no supo cómo pase aquella noche y yo jamás sabré cuantas lagrimas ella derramó. Pero el dolor de un corazón se puede sentir en el aire cuando las palabras vuelan en el ambiente. No supe nada más de ella por un tiempo. Quisimos ser modernos, siguiendo como amigos como si nada hubiera pasado, pero aquel experimento moderno termino mal hasta que nos hicimos daño y dejamos de hablar definitivamente. Pero jamás la pude olvidar. ¿Y ella? No supe nada hasta el día de ayer cuando me llamo “Estoy en la ciudad por trabajo, solo un día, ¿tienes ganas de vernos?” “Tú di cuando” se escapó de mis labios. Cancelé la cita con mi novia e incluso le mentí diciéndole que saldría con amigos. No me sentí bien haciéndolo, pero no pude evitarlo.
— Estoy comprometida —me dijo, ensenándome el anillo en su dedo.
— Te felicito ¿lo conozco? —respondí yo.
— No —respondió Andrea —. Cuando terminamos, empecé a salir con él. Nos casamos en tres meses.
— Me alegro por ti —dije —creo que mereces ser feliz.
— ¿Tienes novia? —pregunto ella. El mesero se acercó, dejo los dos vasos sobre la mesa y se marchó. Las puertas giratorias se abría y cerraban, como los pensamientos de mi mente. En el fondo había una suave música de cámara, a lo lejos se escuchaban las copas del restaurante y las risas de alguna celebración. Y todo se oscureció.
— Si —no quise mentir —llevamos doce meses ya.
— Me alegro por ti —dijo ella.
Los meses que pasamos juntos, fueron las más extraños, difíciles y felices de mí vidas. Nos conocimos en unas clases de baile cuando ni yo quería ir y ni ella quería estar. Peleamos mucho hasta que sin pensarlo, nos dimos cuenta que nos veíamos cada día, nos llamábamos a cada momento y salíamos casi siempre. Una noche en mi cuarto, echado sobre mi sofá negro, pensé todo lo que podía pasar. Sabía que era una locura. Pero me puse de pie, salí, corrí por las calles y llegue a su cuarto, me senté sobre el suelo y le dije lo que sentía “Será una locura” dijo ella y me extendió la mano y fue así como nosotros, las dos personas más lógicas que he conocido, se encontraron besándose, caminando, riendo, pensando en planes, haciendo al amor con pasión, no pensando que el mañana nos alcanzaría más rápido de lo que pensábamos. Y no paramos hasta aquella tarde en el aeropuerto cuando ella partió llorando y yo, con la tristeza de una verdad que no quería reconocer, no dije nada. Y ahora los dos estábamos frente a frente, en este Hotel. Sonriendo si reír, hablando sin abrir la boca, sintiéndonos sin tocarnos. De alguna manera sabíamos que cualquier camino que tomáramos, sería uno que traería tristeza a más de una persona. Andrea se puso de pie, me dijo que tenía que irse. Yo entendí lo que quiso decir. Nos dimos un beso en la mejilla y mirándonos quizás por última vez nos dijimos adiós.
Estaba yo en la puerta del Hotel, viendo las luces de la recepción, las voces, el sonido de los taxis, el ruido del murmullo y el silencio. Debí haber estado ahí minutos hasta que el conserje me preguntó “¿Está usted bien?” “No” respondí y corrí.
— ¿Qué haces? —dijo asombrada Andrea al abrirse la puerta del ascensor y ver mi cara frente a la de ella.
— Sera una locura. ¿Estas dispuesta? —dije y ella río mirandome con los mismos ojos de la primera vez que hicimos el amor.
Published on September 16, 2019 04:58
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Tags:
amor, cuento, geschichte, historia, kuz, pregunta, shor-story, story
La Reunion - Parte II
Cuando estacioné el auto, mire el reloj. Eran las seis de la tarde y se suponía que la reunión no empezaría sino hasta las siete de la noche. Había llegado demasiado temprano. O Quizás no. Decidí utilizar el tiempo, salí del auto, cerré la puerta y camine hasta mi casa. Toque el timbre a pesar de tener la llave y de inmediato (¿Estaría esperándome justo detrás de la puerta?) mi hermana abrió la puerta y saltando al verme, me recibió con el más grande y sincero de los abrazos. Siempre nos habíamos llevado muy bien, a pesar de tener puntos de vista radicalmente diferentes en casi todos los temas. Le devolví el abrazo un abrazo, cerrando los ojos sintiéndome otra vez el hermano menor. Mi hermana era mayor que yo y había desarrollado casi una instinto casi maternal para conmigo. Me quería de verdad y era una de las pocas personas a las que yo respeta y quería. Pero éramos muy diferentes y tenía ciertas dudas de que ella me entendiera después de todo. Crucé la puerta, recorrí el pasillo que atravesaba el jardín hasta la puerta principal. Contrario a otros años note el jardín descuidado. Antes, sobre todo en verano, mi madre se encargaba de que el jardín luciera espectacular formando una alfombra verde, custodiado por un ejército de flores de todos los colores. El jardín que veía ahora ya no era el mismo de antes. Cruzando la puerta principal, el corredor se dividía en dos secciones: la parte más ancha conducía a la sala principal y la parte más angosta a una sala más pequeña que hacía de oficina. Al costado de la sala principal se encontraba el comedor (reservado para visitantes agradables o cenas especiales). Al fondo de la casa, un patio grande y un jardín.
Fue muy extraño regresar después de varios meses. ¿No les ha pasado algo similar? ¿Cómo me sentía? Eso era lo que yo quería saber. Sabía que pronto vería a amigos, familiares. Pero yo solo quería algo de silencio, ver a mis padres y repasar una vez más la decisión que había tomado. ¿Cómo se responde a una pregunta cuando es sincera y uno quiere contestar con el corazón? El volver a ver aquella sala, que había visto mis carreras de niño y travesuras de joven, resulto en un sentimiento extraño, dulce y amargo, melancólico y feliz. Me podía recordar corriendo a través de los muebles, pero de aquel niño feliz ya poco quedaba. Pase la mano sobre los muebles, casi acariciándolos. Mire con atención casi infantil cada uno de los ángulos escondidos y el suave reflejo de la luz sobre la mesa de vidrio central. Y siendo joven descubrí lo que es la nostalgia, cuando los sueños se duermen en el pasado y uno tiene que afrontar la realidad.
— ¿Cómo te ha ido? — preguntó mi hermana —tiempo que no sé nada de ti.
Tuve que decirle que bien. ¿Qué otra cosa podemos decir cuando no queremos hacer daño a los seres querido? ¿En qué momento se ha volvió la hipocresía nuestra única arma de protección? Después de escucharme, mi hermana empezó con uno de sus famosos monólogos contándome sobre lo que había pasado, sobre sus enfermedad y sobre cómo se había peleado con una amiga o que había pasado con su esposo. Tuve que esforzarme por no perder la concentración ante tal torrente de palabras. Después de unos minutos, tuve que interrumpir a mi hermana y le pregunte por mi madre. Tenía esa costumbre de ser muy directo en mis comentarios, hecho que me había traído muchos problemas, ya que la gente de hoy están tan acostumbrada a las falsas caras, que no tolera cuando alguien habla sin filtros y sin adornos, aunque diga la verdad. Pero si algo había aprendido, era que la verdad no es más que un ilusión, moldeándose como el oro bajo el fuego de las manos de algún orfebre audaz. “En la cocina” me respondió con cierta amargura.
Al entrar a la cocina, mi madre sintiendo mi presencia y sin siquiera voltear la cara para mirarme, se dio media vuelta, dejo el cuchillo con el que estaba cortando carne sobre la mesa, se limpió las manos sobre un secador y casi corrió a mi encuentro. Me dio el abrazo más sincero que un ser humano pudiera recibir y lo acompaño con un fuerte beso. Fue una sensación extraña, el sentirme por el lapso de dos segundos libre y sin preocupaciones, como cuando era niño. Pero ya no lo estaba. Por aquellos dos segundos, volví a ser el niño que creo jamás deberíamos dejar de ser ¿no lo creen? El olor de la comida (mi comida favorita) inflaba mis pulmones de alegría. La presión interna de mi corazón y de mis músculos era demasiado grande como para poder resistirse. Me acerqué, levanté una por una las tapas de las ollas, aprecié el graneado del arroz, disfruté del sabor a almendras y ajo, el color amarillo de la salsa y el aroma del vino. Tome una cuchara, probé de cada olla, soplando para no quemarme. Mire a mi madre, sonreía (como siempre lo había hecho) pero yo entendía que sus ojos decían otra cosa.
— ¿Cómo te sientes? —preguntó y fue la primer vez que escucharía esa frase de manera sincera aquella noche.
Cuando tenía doce años solía llegar del colegio, tirar mi mochila por donde cayera (casi como lo había hecho hoy) y comer lo primero que cayera en mis manos, abriendo cada una de las ollas y probando de ellas. Mis amigos del colegio siempre decían que yo era afortunado ya que en mi casa siempre se comía bien. Y tenían razón y hoy no iba a ser la excepción. Por aquel entonces, con Rodrigo, Antonio y Carlos, mis amigos del colegio, solíamos reunirnos por las tardes a la salida del colegio para conversar (hoy no sabría decir de que) horas y horas sobre lo que íbamos a hacer el fin de semana, sobre las ultimas noticias del colegio, las últimas películas y por supuesto sobre las chicas. Solo cuando la noche estaba muy avanzada, ya sea por voluntad propia o por el llamado de sus padres, se iban. Solían irse cuando el reloj daba las ocho de la noche (increíble como el tiempo cambia con los años), hora en la que mi papá venía del trabajo contento, dispuesto a compartir con nosotros lo que le quedaba del día. Solo entonces me ponía a hacer las tareas. A pesar de mis buenas notas, odiaba estudiar. O mejor dicho, odiaba perder el tiempo en temas que no me interesaban. Creo que a todos nos pasa ¿no es así? ¿Cómo te sientes? La pregunta seguía retumbando en mis tímpanos. Eso era lo que quería decir desde el momento que había cruzado la puerta pero aún no podía ¿Cómo me hubiera sentido ahora si en aquel día hubiera elegido con el corazón y no con la cabeza? Fue un gran asombro para todos (familiares y amigos), cuando anuncie en una de nuestras reuniones que había decidido estudiar una carrera técnica. Creo que nadie entendió lo que aquel sacrificio significo para mí. O quizás solo una par de personas. Recuerdo aquella noche, cuando después de mil risas dibujadas en mi rostro, los desdibuje mientras me retiraba a mi cuarto. Mi madre entró pocos segundos después. “¿Te sientes bien?” preguntó para luego agregar “¿Te sientes en verdad bien?” Fue una de las pocas veces que le mentí. Y ella me respondió con un beso, un “gracias” y un “lo siento”.
Yo estaba de pie, mirando la escalera que me llevaría a cuarto. Existen momentos en los que las decisiones, las verdaderas decisiones deben decirse donde uno menos lo espera. Quizás después de todo, la vida había querido que aquella reunión se efectuará por algún motivo pero no es también cierto que después ¿No nos queremos imaginar que nuestra vida tiene un propósito superior y de que nuestras decisiones son algo cósmico que hay que interpretar? ¿O no somos solo seres humanos que cometemos errores y los volveremos a cometer si no aprendemos de ellos?. Mientras subía las escaleras me acorde de aquel día de agosto de mi último año de colegio cuando después de haber estado en la casa de Carlos ayudándolo a acomodar los últimos posters de autos sobre las paredes de su cuarto y después de haber jugado playstation hasta las diez de la noche, llegué a mí casa encontrando la sala y el comedor oscuro, pero con alguien en su interior, escondido entre las sombras. En la sala había una sombra, sentada en la oscuridad, mirando al patio. Era mi padre. Escondía su rostro y lloraba para sus adentros,. Mi padre no podía dejar escapar ni una lágrima de sus ojos. Costumbre que mal he heredado. Me acerqué, me senté a su lado y por unos minutos no dije nada. Luego le pregunte sobre lo que le pasaba. Su explicación fue sencilla, dura, directa y triste: No había trabajo y pronto no habría dinero. Los tiempos no estaban para sueños. Y comprendí en su mirada la misma expresión de mi madre “Lo siento”.
Fue muy extraño regresar después de varios meses. ¿No les ha pasado algo similar? ¿Cómo me sentía? Eso era lo que yo quería saber. Sabía que pronto vería a amigos, familiares. Pero yo solo quería algo de silencio, ver a mis padres y repasar una vez más la decisión que había tomado. ¿Cómo se responde a una pregunta cuando es sincera y uno quiere contestar con el corazón? El volver a ver aquella sala, que había visto mis carreras de niño y travesuras de joven, resulto en un sentimiento extraño, dulce y amargo, melancólico y feliz. Me podía recordar corriendo a través de los muebles, pero de aquel niño feliz ya poco quedaba. Pase la mano sobre los muebles, casi acariciándolos. Mire con atención casi infantil cada uno de los ángulos escondidos y el suave reflejo de la luz sobre la mesa de vidrio central. Y siendo joven descubrí lo que es la nostalgia, cuando los sueños se duermen en el pasado y uno tiene que afrontar la realidad.
— ¿Cómo te ha ido? — preguntó mi hermana —tiempo que no sé nada de ti.
Tuve que decirle que bien. ¿Qué otra cosa podemos decir cuando no queremos hacer daño a los seres querido? ¿En qué momento se ha volvió la hipocresía nuestra única arma de protección? Después de escucharme, mi hermana empezó con uno de sus famosos monólogos contándome sobre lo que había pasado, sobre sus enfermedad y sobre cómo se había peleado con una amiga o que había pasado con su esposo. Tuve que esforzarme por no perder la concentración ante tal torrente de palabras. Después de unos minutos, tuve que interrumpir a mi hermana y le pregunte por mi madre. Tenía esa costumbre de ser muy directo en mis comentarios, hecho que me había traído muchos problemas, ya que la gente de hoy están tan acostumbrada a las falsas caras, que no tolera cuando alguien habla sin filtros y sin adornos, aunque diga la verdad. Pero si algo había aprendido, era que la verdad no es más que un ilusión, moldeándose como el oro bajo el fuego de las manos de algún orfebre audaz. “En la cocina” me respondió con cierta amargura.
Al entrar a la cocina, mi madre sintiendo mi presencia y sin siquiera voltear la cara para mirarme, se dio media vuelta, dejo el cuchillo con el que estaba cortando carne sobre la mesa, se limpió las manos sobre un secador y casi corrió a mi encuentro. Me dio el abrazo más sincero que un ser humano pudiera recibir y lo acompaño con un fuerte beso. Fue una sensación extraña, el sentirme por el lapso de dos segundos libre y sin preocupaciones, como cuando era niño. Pero ya no lo estaba. Por aquellos dos segundos, volví a ser el niño que creo jamás deberíamos dejar de ser ¿no lo creen? El olor de la comida (mi comida favorita) inflaba mis pulmones de alegría. La presión interna de mi corazón y de mis músculos era demasiado grande como para poder resistirse. Me acerqué, levanté una por una las tapas de las ollas, aprecié el graneado del arroz, disfruté del sabor a almendras y ajo, el color amarillo de la salsa y el aroma del vino. Tome una cuchara, probé de cada olla, soplando para no quemarme. Mire a mi madre, sonreía (como siempre lo había hecho) pero yo entendía que sus ojos decían otra cosa.
— ¿Cómo te sientes? —preguntó y fue la primer vez que escucharía esa frase de manera sincera aquella noche.
Cuando tenía doce años solía llegar del colegio, tirar mi mochila por donde cayera (casi como lo había hecho hoy) y comer lo primero que cayera en mis manos, abriendo cada una de las ollas y probando de ellas. Mis amigos del colegio siempre decían que yo era afortunado ya que en mi casa siempre se comía bien. Y tenían razón y hoy no iba a ser la excepción. Por aquel entonces, con Rodrigo, Antonio y Carlos, mis amigos del colegio, solíamos reunirnos por las tardes a la salida del colegio para conversar (hoy no sabría decir de que) horas y horas sobre lo que íbamos a hacer el fin de semana, sobre las ultimas noticias del colegio, las últimas películas y por supuesto sobre las chicas. Solo cuando la noche estaba muy avanzada, ya sea por voluntad propia o por el llamado de sus padres, se iban. Solían irse cuando el reloj daba las ocho de la noche (increíble como el tiempo cambia con los años), hora en la que mi papá venía del trabajo contento, dispuesto a compartir con nosotros lo que le quedaba del día. Solo entonces me ponía a hacer las tareas. A pesar de mis buenas notas, odiaba estudiar. O mejor dicho, odiaba perder el tiempo en temas que no me interesaban. Creo que a todos nos pasa ¿no es así? ¿Cómo te sientes? La pregunta seguía retumbando en mis tímpanos. Eso era lo que quería decir desde el momento que había cruzado la puerta pero aún no podía ¿Cómo me hubiera sentido ahora si en aquel día hubiera elegido con el corazón y no con la cabeza? Fue un gran asombro para todos (familiares y amigos), cuando anuncie en una de nuestras reuniones que había decidido estudiar una carrera técnica. Creo que nadie entendió lo que aquel sacrificio significo para mí. O quizás solo una par de personas. Recuerdo aquella noche, cuando después de mil risas dibujadas en mi rostro, los desdibuje mientras me retiraba a mi cuarto. Mi madre entró pocos segundos después. “¿Te sientes bien?” preguntó para luego agregar “¿Te sientes en verdad bien?” Fue una de las pocas veces que le mentí. Y ella me respondió con un beso, un “gracias” y un “lo siento”.
Yo estaba de pie, mirando la escalera que me llevaría a cuarto. Existen momentos en los que las decisiones, las verdaderas decisiones deben decirse donde uno menos lo espera. Quizás después de todo, la vida había querido que aquella reunión se efectuará por algún motivo pero no es también cierto que después ¿No nos queremos imaginar que nuestra vida tiene un propósito superior y de que nuestras decisiones son algo cósmico que hay que interpretar? ¿O no somos solo seres humanos que cometemos errores y los volveremos a cometer si no aprendemos de ellos?. Mientras subía las escaleras me acorde de aquel día de agosto de mi último año de colegio cuando después de haber estado en la casa de Carlos ayudándolo a acomodar los últimos posters de autos sobre las paredes de su cuarto y después de haber jugado playstation hasta las diez de la noche, llegué a mí casa encontrando la sala y el comedor oscuro, pero con alguien en su interior, escondido entre las sombras. En la sala había una sombra, sentada en la oscuridad, mirando al patio. Era mi padre. Escondía su rostro y lloraba para sus adentros,. Mi padre no podía dejar escapar ni una lágrima de sus ojos. Costumbre que mal he heredado. Me acerqué, me senté a su lado y por unos minutos no dije nada. Luego le pregunte sobre lo que le pasaba. Su explicación fue sencilla, dura, directa y triste: No había trabajo y pronto no habría dinero. Los tiempos no estaban para sueños. Y comprendí en su mirada la misma expresión de mi madre “Lo siento”.
sobre la vida de un escritor
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