Natalia Doñate's Blog, page 4
April 24, 2021
Alegría!
Hoy es día de festejo para mí… se viene la versión papel!!
Gracias a todos nuevamente por estar 
April 14, 2021
¡Salió el libro!
Buen día amigos de WordPress, finalmente terminé la compilación de los cuentos y tengo mi “libro”.
Copio link de Amazon y desde ya, se agradece difusión.
Si alguno quiere una copia de regalo, con gusto les mando la versión PDF por mail, sólo me tienen que escribir a lacasadelasarenas@gmail.com (por favor, no por el blog así no me hago lío).
En unos días se viene la versión en papel.
Gracias por el apoyo en estos tres meses y espero volver pronto al blog 
Nati
April 7, 2021
Final del desafío de un cuento al día
Hoy, tras tres meses de escribir un cuento al día, y con 90 pequeñas historias y muchos nuevos amigos en mi haber, doy por cerrada la etapa de escribir todos los días.
Voy a tomarme un tiempito para corregir y dejar todo presentable, para subirlo en formato de libro a Amazon. Seguiré paseando por acá, pero de una forma más relajada. Quién sabe, tal vez me anime a escribir algo más largo.
Suena trillado, pero no tengo la menor duda de que no podría haber hecho esto sola. Programar un cuento el día anterior y despertar la mañana siguiente con sus mensajes de apoyo fue una experiencia más grata de lo que habría imaginado. No me queda más que decir lo que siempre digo: GRACIAS.
Sé que sólo son cuentos cortos, pero vengo fantaseando con poner estas 3 letritas, así que me daré el gusto:
FIN
Imagen: http://picjumbo.com/
April 6, 2021
El árbol genealógico
Ese feriado tenía por destino la ciudad. Ante mis ojos encandilados se abría una autopista soleada y fresca, casi plateada. Unos pocos madrugadores cruzaban por la vía contraria, probablemente camino a los verdes campos que yo acababa de dejar atrás, desperezándose aún la escarcha.
La calle Carhué, en el barrio de Liniers, parecía congelada en el tiempo. Era cierto que se veían menos reposeras en las veredas y más rejas en las ventanas, pero los árboles de plátano seguían haciendo travesuras, dejando caer pequeñas pelotitas que se deshacían en alérgica pelusa. De pequeño, cuando visitaba al abuelo Oscar, me divertía arrancando las cascaritas de sus cenicientas cortezas, descubriendo porciones tersas y vírgenes de sol. A mayor tamaño, mayor satisfacción. Y es que los árboles encierran más capas que una cebolla.
Compré una bolsa de cuernitos y palmeritas en la panadería, que permanecía en el mismo lugar y bajo el mismo cartel -aunque atendida por diferentes rostros- y caminé con parsimonia las dos cuadras que me separaban del taller.
Don Cacho aguardaba con el mate. Usaba como siempre pantalones caqui demasiado altos para su talle y boina negra. De su bolsillo trasero colgaba un pañuelo de tela arrugado en mil pedazos y un puñado de llaves que advertían de su llegada, como un cascabel en el cuello de un gato. Aunque sólo disfrutaba de una cerveza ocasional, su nariz se asemejaba a la de un alcohólico; pequeñas venitas moradas atravesaban sus pómulos hasta llegar a las escleróticas, resaltando el azul de sus iris. Jamás vestía de corto, pues sufría una insuficiencia venosa grave que le dejaba las piernas tirantes, negras y brillosas. Yo tenía el mismo problema, pero totalmente bajo control gracias a un estricto cuidado médico.
— ¿Cómo se encuentra tu madre? —inquirió sin preámbulos mientras se acomodaba en una butaca demasiado baja para sus rodillas.
Mis mejillas ardieron.
—Ahí anda. Algo triste, como ya imaginará. Quería mucho a ese gatito.
—Lo sé, lo sé. “Cleo”, ¿no? Pero bueno, qué mejor indicio de que la vida sigue, que este pequeñín que tengo acá.
Me extendió una gran lata de galletas de las de antes en la que dormía plácidamente un pequeño ovillo marrón. No tenía papeles, pero su pedigree era valioso: se trataba, ni más ni menos, del tatara-tataranieto de la gata de la infancia de mi madre; pariente también de su recientemente fallecida mascota. Además de un viejo amigo, Don Cacho era el celoso guardián de la línea de descendencia de “Mimí”, cuya foto en sepia aún colgaba en la pared de la casa de mis progenitores. Papá conocía la procedencia de las mascotas, pero estaba implícito que hasta ahí llegaba la relación. Era mi rol llevarlas desde Liniers hasta el departamento de Belgrano.
Con el felino en el regazo y en cómodo silencio, compartimos unos mates con el viejo conocido, con quien no podía mostrarme en público dada nuestra alarmante semejanza física. Paquete en mano regresé al auto. Aún tenía pendiente la entrega del minino y un almuerzo de ravioles caseros que se extendería hasta la hora de la merienda.
En el camino me pregunté si alguna vez me dirían la verdad cara a cara. Un tierno “miau” en el asiento trasero me recordó que al menos teníamos un parentesco oficial.
NATALIA DOÑATE
April 5, 2021
La despedida
Los empresarios llevaban más de diez años de provechosas relaciones comerciales con el gobierno de Cuba. Eran, ni más ni menos, los representantes de una renombrada marca de cigarros en la Argentina. Pero se estaban haciendo viejos y los viajes frecuentes al lagarto verde los tenían agotados. Si bien no despreciaban el encanto de los paseos por el Malecón y la Habana vieja, deseaban también conocer otros paisajes más trillados, como los canales de Venecia o la Torre Eiffel. De ser posible, por separado. Bastante tiempo compartían ya en la oficina.
Una vez entregada la llave del negocio -metafóricamente hablando- a manos jóvenes y ambiciosas, subieron al avión para un último viaje, que no sería justamente el más ameno, pues la burocracia era el fuerte del país y había mucho papelerío por completar. En una reunión en un edificio austero, entre tazas de excelente café, plantearon por última vez su voluntad de conocer a Fidel en persona. Cada año hacían lo mismo y el pedido inatendido se estaba volviendo una tradición. Pero en esta ocasión el funcionario estatal les tenía una sorpresa: un pequeño celular negro.
—Tengan el aparato siempre con ustedes. El comandante suele llamar en los horarios más extraños, no descarten que les suene a las tres de la mañana.
Los argentinos se retiraron sin disimular el entusiasmo y en un almuerzo de todo menos ejecutivo, entre ron y ropa vieja fantasearon con la charla que tendrían con el presidente. Dejarían la cámara de fotos a mano, en caso de tener que salir con prisa a su encuentro.
El día transcurrió sin novedades, pero entre reunión y reunión sopesaban las posibilidades de recibir el llamado. Según sus fuentes, era altamente probable que éste se diera el viernes por la noche, en la víspera de su partida, lo que lo hacía aún más emocionante. Por la tarde visitaron a un conocido local que vendía granos de café bañados en chocolate y dulce de guayaba. Llevaron jabón y caramelos de regalo y pasaron la tarde tomando mate. El teléfono permanecía como un invitado silencioso a un lado de la mesa. Su magnetismo atraía las miradas furtivas de los presentes.
El ansiado viernes transcurrió sin novedades. Cenaron en la Bodeguita del Medio y por primera vez cedieron a la tentación pueril de dejar sus nombres escritos en la pared. Agotados, volvieron al hotel a armar las valijas y seguir aguardando el llamado.
Eran recién las once de la noche, pero el sueño y la idea del inminente viaje los tenía fastidiados.
—Qué personaje, este Fidel, ¿eh? —dijo uno.
—Nos va a terminar llamando a las tres de la mañana, como dicen que suele hacer.
—No es justamente famoso por ser atento —respondió su socio y amigo.
—La verdad es que ya se me fueron las ganas de verlo.
—A mí también, pero, ¿qué hacemos si nos llama? No podemos rechazar la invitación, sería una descortesía.
—Bueno, en cualquier caso, no es que vamos a volver, ¿a quién le importa?
—Tenés razón. ¿Así vamos a pasar nuestra última noche? ¿Esperando el llamado de alguien que ni siquiera nos cae bien?
Y en una perfecta sincronía nacida de décadas de trabajo y amistad, uno apagó al engreído teléfono, mientras el otro pedía un taxi descapotado en la recepción del hotel. Mojitos en mano, dieron una última vuelta por la Plaza de la Revolución y brindaron por un futuro prometedor y libre de compromisos.
Si hubo o no llamado, es algo que jamás sabrían, aunque poco les importaba.
NATALIA DOÑATE
April 4, 2021
El Borges
La señora Amanda provenía de una familia acaudalada venida a menos. En concordancia con la tendencia predominante de los de su especie y situación, se las había ingeniado para mantener su estilo de vida; por un lado, vendiendo reliquias familiares, por el otro, dominando el arte de la mezquindad. Como compañía tenía a Juana, una empleada doméstica en edad de jubilarse que apenas daba abasto con las tareas de la casa. Le pagaba miserias, pero le permitía vivir en el cuarto de servicio. Sin más familia o herederos que mantener, los gastos estaban bajo control y podía permitirse un té con masas finas en una icónica cafetería de Buenos Aires los martes por la tarde, cuando jugaba canasta con sus amigas más afortunadas.
Un domingo de abril, una arteria de su cerebro le jugó una mala pasada y su vida quedó limitada a los confines de la casa, incapacitada para cuidarse sola. Precisaba a alguien con la fuerza suficiente como para bañarla y moverla por la casa, que además supiera poner inyecciones. A regañadientes contrató a Dominga.
Al poco tiempo, Juana, que había sido su confidente y amiga por años -a pesar del desdén con el que era recompensada- se encontró reemplazada en trato y atenciones por la joven enfermera: una tilinga sin experiencia y tan falsa que hasta hacía dudar si era real. La doña estaba deslumbrada con ella y rehuía a su antigua empleada. Ésta no tenía permitido siquiera prepararle un jugo de naranja, pues de eso se ocupaba Dominga, como así también de pintarle las uñas, ponerle los ruleros y comentar entre suspiros la novela de la tarde. Un día las encontró charlando junto al fuego como viejas amigas. Desde entonces, se tuvo que ocupar de atender a ambas.
No renunció. Es cierto que no tenía a dónde ir, pero también desconfiaba de las intenciones de “la nueva”. El ictus había dejado a la jefa en silla de ruedas, pero también con un decaimiento mental, que se manifestaba, entre otras cosas, en pequeños “olvidos” que no terminaba de dilucidar si eran o no fingidos.
Cinco años atrás, la doña había enviudado y, tras un breve luto, las deudas acumuladas la empujaron a deshacerse de las posesiones del marido, vendiéndolas al mejor postor. Entre sus libros había encontrado una primera edición autografiada por Jorge Luis Borges. Hacerla tasar terminó en amarga desilusión, pues sólo era una falsificación alevosa, carente valor. A falta de un mejor uso, había optado por conservar el libro como adorno. Pero ahora parecía haber olvidado su naturaleza apócrifa, y lo trataba como a un tesoro invaluable, alardeando de su posesión ante la enfermera, quien lo miraba con ojos codiciosos. Bajo la iniciativa de esta última, lo habían colocado en una cajita de cristal para exhibirlo sobre el aparador. Ninguna visita quedaba eximida de verlo y elogiarlo.
Eventualmente, la muerte tuvo piedad y se llevó a la desdichada mujer. Sus bienes pasaron a ser parte del botín del Estado, a excepción de los dos paquetitos que había apartado para sus empleadas, con la ayuda de Dominga.
Juana abrió el suyo y se encontró con una cajita de música en la que una bailarina giraba delicadamente en una danza infinita. Sus ojos se llenaron de lágrimas. La doña tenía un gran cariño por esa antigüedad, recuerdo de su infancia. En un momento de nostalgia le daría cuerda en honor a su jefa y ante sus ojos se abriría un cajoncito oculto, en el que brillaría una preciosa cadenita de oro con un dije en forma de corazón. Pero para eso faltaban aún algunos años. En ese momento, la enfermera la observaba, midiendo su reacción.
— ¡Qué preciosura! —dijo finalmente—A mí, en cambio, me dejó el Borges —agregó con fingida sorpresa. —Espero que no te ofenda, sé que la apreciabas mucho y la conocías por más tiempo.
Juana se rio para sus adentros.
—Oh, no me molesta para nada. Disfrutalo, Dominga. Lo tenés más que merecido.
NATALIA DOÑATE
April 3, 2021
En la noche
Don Aurelio cambió otra vez de posición; esta vez hacia la izquierda. Las sábanas se sentían arrugadas en su rostro y el colchón se hundía justo a la altura de su cadera, ensañándose con su dolor lumbar. Por la ventana cerrada se filtraba el viento, ocasionando molestos temblores. A su lado, ella roncaba.
Sintió el ladrido de los perros. Había alguien afuera. Tomó con prisa la escopeta que guardaba a un costado de la cama y, dejando la frazada en su sitio para no despabilar a su mujer, se dirigió temblando a la puerta. Al otro lado, con rostro pesaroso y zapatos cubiertos de barro, se hallaba el mismísimo Don Lorenzo.
—Baje el arma, ¡hombre! —dijo con fastidio, mientras se adentraba en la humilde morada. Aproximó su prominente abdomen al fuego y miró en derredor con expresión de desagrado.
—Veo que no ha hecho gran cosa con el dinero que le di —espetó.
El granjero se apresuró a corregirlo.
—Sí señor. Reparé el granero y compré cabras, que son ahora mi principal sustento. La casa la voy mejorando de a poco. No tenemos grandes lujos, pero tampoco nos falta nada y le estamos muy agradecidos.
El hombre, que sí sabía lo que era el buen vivir, arqueó una ceja.
—Me alegro por usted. En fin, el motivo de mi visita a estas horas de la noche no es social, como imaginará. Me encuentro en un pequeño aprieto y preciso de su ayuda.
Don Aurelio se apresuró a ponerse el abrigo, que colgaba en un rústico perchero que él mismo había fabricado.
—Lo que necesite, sólo tiene que nombrarlo, señor. Usted sabe que cuenta con mi lealtad.
El visitante se mostró satisfecho. Sabía que el hombrecillo le debía un favor, y no se le caería su anillo de oro por cobrarlo. Abrió la puerta y una ráfaga helada invadió la estancia, pero no pareció notarlo. Con altivez señaló el carruaje. Una delicada cabeza femenina decorada con un sombrero celeste asomaba impaciente.
—Verá —dijo. —Me encontraba regresando con la señorita de una velada muy agradable, cuando mi caballo sufrió un percance. Algún insensato dejó una trampera en el camino y ahora el pobre animal tendrá que ser sacrificado.
El granjero reaccionó al instante, calzándose las botas.
—Entiendo, señor. Será un honor para mí ir a su finca a buscar ayuda. La dama puede pasar a esperar junto al fuego, en compañía de mi mujer.
El hombre carraspeó con incomodidad.
—Eso no va a ser posible. El camino de ida y vuelta le llevará horas, y aún debo escoltar a la damisela. Para cuando regrese, mi esposa se habrá despertado con ganas de hacer preguntas. Preferiría dejar este asunto entre nosotros.
—Por supuesto. En ese caso, hágame el honor de llevarse mi caballo. No es ni la sombra del suyo, pero bastará para llegar a su hogar. Le diré a mi señora que se escapó durante la noche y pasaré a buscarlo el sábado, cuando don Roque me pueda alcanzar al pueblo.
Don Lorenzo se mostró dudoso.
—No puedo dejarlo en mi caballeriza, o tendría que explicar qué hace allí. Pero puedo soltarlo al llegar. ¿Sabrá regresar solo?
El hombre sintió cómo la angustia le oprimía el estómago. El buen overo era viejo, y la distancia, larga. Se perdería, o lo robarían por el camino. Tragó saliva y respondió que era un plan sensato.
Complacido, Don Lorenzo se dirigió al carruaje, dejándole la tarea de preparar el caballo y abocándose a la de dar calor a la dama.
Don Aurelio no la conocía, pero debía tratarse de un vínculo por demás escandaloso. Era la única explicación que encontraba a la ausencia de un cochero. Probablemente fuera una señorita de una granja vecina, lo que también explicaría su ubicación tan alejada del pueblo a esas horas de la noche. En cualquier caso, no era asunto suyo.
Una vez que el coche estuvo a punto, se acercó a despedir al terrateniente, quien, ataviado en su tapado de piel, no parecía sentir frío.
— ¡Adiós! —saludó éste con alegría, ante su mirada implorante. Cuando ya había avanzado un par de metros, giró su imponente cabeza y, como quien deja caer una limosna, pronunció la frase tan anhelada por Don Aurelio.
—Gracias. Estamos a mano.
Esa noche el granjero sacrificaría al caballo descartado. Con los primeros rayos del sol partiría en una extenuante -y seguramente, infructuosa- caminata en busca de su animal, lo que terminaría por destrozar su espalda baja.
Pero se sentía bendecido. Sabía que las últimas palabras de Don Lorenzo lo habían librado para siempre del implacable insomnio.
NATALIA DOÑATE
Imagen: https://www.freeimages.com/photograph...
April 2, 2021
En mi mundo
El paisaje era indefinido y austero. Así lo supe. No era la primera vez que me ocurría y había aprendido a manejarme con bastante soltura. Lo más importante a tener en cuenta era evitar alterarse. Lo segundo, no evocarlo. Tenía que aparecer solo.
Caminé lentamente admirando el entorno. Era un día soleado y el césped, casi fosforescente, refulgía sin cegarme. A lo lejos se intuía agua. “Necesito algo más”, pensé. Como leyendo mi mente una construcción roja surgió a mi derecha. O tal vez ya estaba. Parecía un galpón abandonado, pero podía servir. Me dirigí hacia allí, pensando en lo grato que sería cruzarme con él.
Pronto me encontré en la entrada. Era poco nítida, lo cual representaba una ventaja: menos distracciones. Rodeé el edificio lentamente, procurando disimular mi ansiedad. Era complicado sostener el hechizo. Pero funcionó. Lo vi pasar a través de la ventana, llevando una caja de herramientas. Me hizo una seña despreocupada que interpreté como una invitación a pasar. Me pregunté si él también fingía normalidad.
Vestía su camisa a cuadros y su chaleco de lana azul que mamá le había regalado para Navidad. Estaba más joven que la última vez que nos vimos, pero no demasiado, lo que le daba cierta plausibilidad a la situación. Como siempre, sonreía. Nos observamos unos segundos en silencio y, viendo que no había más que hacer, empezó a alejarse.
— ¡Esperá! —grité.
Se volteó a mirarme, sin detener la marcha. No sabía qué decir, así que atiné a repetir lo usual.
—Te quiero… ¡te extraño!
Mi corazón, explotado de cariño, no hacía lugar a la tristeza.
Se balanceó hacia los costados con las palmas hacia arriba, en un gesto de graciosa resignación que podría leerse como “así es la vida”, y se despidió apenas levantando la mano. Lo vi partir, disfrutando ávidamente de cada segundo de su andar, con su espalda algo encorvada y sus orejas hacia afuera.
No tenía sentido perseguirlo. El más mínimo exceso de emoción, el sonido del despertador, o las ganas de ir al baño -lo primero que ocurriera- me arrastraría lejos. En el fondo, siempre era yo la que se iba.
Una vez succionada pacíficamente por este mundo, me pregunté por qué nunca lo hacía hablar. Tal vez mi cerebro ateo consideraba que los muertos no eran capaces de producir información nueva. Sabía que su voz en sus labios no era otra cosa que el reflejo de mis pensamientos, y no quería jugar al ventrílocuo. De momento, bastaría con el recuerdo de su sonrisa y con la certeza de que me había querido.
NATALIA DOÑATE
April 1, 2021
Lost in translation
Dos sujetos locales y uno oriental subieron al ascensor. Sus trajes, desmejorados tras un día tenso de trabajo, desprendían aún el penetrante aroma a perfume importado. Se hallaban en un pintoresco pero ineficiente edificio antiguo del microcentro y el tiempo se ralentizaba entre piso y piso. El más bajito de los argentinos frotaba sus manos con impaciencia.
— ¿Le digo? —preguntó desde la comisura de sus labios, que se arquearon en un pícara sonrisa de lado.
El alto, de aspecto más formal pero igual de agotado, negó con la cabeza abriendo los ojos de par de par. En el fondo, sopesaba los pros y contras de la ocurrencia. Sería una gran anécdota en cualquiera de los casos, pero convenía mantener la diplomacia.
El oriental, de cara a la puerta, disimulaba su alivio en expresión solemne. Sabía hablar español, pero sin un contexto donde apoyarse, no comprendía el diálogo que se desarrollaba a sus espaldas. Probablemente un asunto ajeno a sus intereses. Permaneció impávido y se permitió unos minutos de relajación. El negocio iba bien. Llevaba años utilizando el servicio de practicaje para su buque pesquero. Pagaba siempre con un mes de retraso, y sólo porque, de otro modo, le negaban el nuevo servicio hasta saldar la deuda. Tres años atrás había cambiado de puerto por otro más al sur, evitando así pagar el saldo acumulado. Una buena jugarreta, que había quedado impune hasta esa semana, cuando su barco sufrió una avería que le obligó a atracar en el puerto de Buenos Aires, donde fue descubierto por sus acreedores. Ese mismo viernes por la mañana había recibido un llamado del secretario del juzgado, quien le informó que su buque estaba interdicto por causa de una denuncia hecha por los empresarios que ahora lo acompañaban en el ascensor. También tuvo la delicadeza de advertirle que el lunes caerían dos embargos más, de otras empresas. Debía actuar con celeridad. Convenció a los argentinos de aguardarlo ese mismo día y les pagó hasta la última moneda, a pesar de que éstos lo habían recibido a regañadientes, fastidiados de tener que quedarse fuera del horario de oficina, justo arrancando el fin de semana. Vagos. Acarició furtivamente el comprobante que llevaba en el bolsillo: su “golden ticket” para soltar amarras antes de que los demás “buitres” le cayeran encima.
A sus espaldas, los argentinos se codeaban y reían como niños.
—Dale, contémosle la verdad —insistía uno entre carcajadas, ya al borde de las lágrimas, mientras el otro negaba con elocuencia, completamente ruborizado.
Lo que el risueño señor deseaba confesar, era que la supuesta llamada del juzgado había sido en realidad por parte del abogado de su empresa, cuya actuación le haría ganar un bonus interesante a fin de mes. Que habían inventado el tema de los embargos porque sabían que, con el buque cargado, ningún juez les daría permiso para detener la salida del pesquero. Pero más que nada, quería enfatizar que era la primera vez que alguien les insistía tanto en pagarles una deuda. Apoyó suavemente una mano en el hombro del estafador. El oriental se volteó, confundido por el exceso de confianza.
—Le digo…
—Bueno. Está bien. Decile —respondió el otro, expectante.
Transcurrieron unos pocos segundos en silencio, en los que saborearon lo que podría haber ocurrido si se iban de lengua. Finalmente, el empresario dejó caer la mano.
—Dejá, tenés razón. Mejor no.
Lo despidieron con una efusiva palmada en la espalda y se fueron al bar, donde se darían el gusto de contar la historia a todo aquél que estuviera dispuesto a escucharla.
NATALIA DOÑATE
March 31, 2021
El acto final
La angustia cedió paso a una firme determinación. Por última vez dejaría a un lado al hombre sociable y encantador del espejo para convertirse en un infrahumano al que despreciaba, pero que en cuya piel había recibido los mejores reconocimientos de su carrera. Respiró hondo y se zambulló en el personaje.
Llegar hasta ese camerino de lujo había sido toda una odisea. El “señor Fortunato” era demandante. Comprenderlo implicaba dejar los hábitos saludables: beber alcohol para dominar los movimientos de un ebrio, dormir mal con el objetivo de desarrollar ojeras naturales -despreciaba el maquillaje- y fumar con avidez hasta aprender a formar círculos de humo. Con los años había ganado una pequeña panza cervecera que no veía la hora de quemar en el gimnasio. Pero los cambios físicos no serían suficientes para ganar una estatuilla de oro, una estrella en el suelo, un libro sobre su trayectoria. Debía entregar su alma.
“Y lo había hecho, qué demonios”.
Noches a la intemperie, añorando entre sorbos de vino avinagrado su departamento de lujo. Horas interminables de ensayo frente al espejo. Aislamiento total de familia y amistades. Pronto dominó el rol y pudo prescindir de la mala vida, aunque cierta oscuridad se había adueñado de una parte de su ser. Con inquietante facilidad podía evocar el frío, el miedo, el olor agridulce de los contenedores de basura y la culpa; todo desde la comodidad de su piso millonario en la ciudad. Cada vez mejor.
La obra resultó un éxito por años. Un clásico. Él se volvió la obra. Hubo giras, suficientes galardones como para desensibilizar la emoción de recibir uno, y luego más y más premios, y más giras, y millones y millones de dólares. Era un trabajo intenso. Los compañeros rotaban. Él no. Una tarde de éxito con sabor a vida malgastada había anunciado su retirada.
Y allí estaba ahora, en la que sería la noche final. Con el teatro a tope y actores de renombre de todo el mundo desesperados por tomarse una foto con él. Nada de eso le importaba al joven alegre del espejo. Sólo quería ser libre.
“Dos horas” le dijo. “Dame sólo dos horas”.
Fue la performance de su vida. El público rio con él, lloró con él, murió con él. Ya en el camerino, vuelto leyenda y salido del trance, pensaba en cómo recuperar su vida. Un guiño al espejo bastó para despedirse del monstruo. Con una navaja -que no era de utilería, pues gustaba de lo real hasta las últimas consecuencias- se arrancó el disfraz, desgarrándolo en largas tiras. Nadie volvería a usarlo. De un dramático tirón se deshizo de la barba. Unas gotas de sangre salpicaron el suelo y el cuerpo le empezó a temblar, pero nada importaba ya. Su limusina lo esperaba en la salida secreta. Tenía sólo cuarenta años y dinero para mantener generaciones, en caso de que quisiera formar una familia.
En el último momento optó salir por la puerta principal para una pequeña degustación de fama. Se lo merecía. Un cerco de mudos periodistas se acercaron lentamente y lo rodearon en silencio. Algo andaba mal.
En un acto reflejo se miró las manos y las descubrió empapadas en sangre. De sus brazos en carne viva colgaban jirones de piel. Recién entonces fue consciente del dolor y se desvaneció sobre el charco rojo carmín que se había formado rápidamente bajo sus pies, brillante ahora ante la luz de cientos de flashes. Ni siquiera pudo gritar. Los presentes aplaudían eufóricos, mientras que un rostro conocido se acercó con espanto y lo tocó con extrema cautela. Era su mánager. Su amigo.
— ¡Llamen a un médico, por el amor de Dios! —imploró con ojos desorbitados.
Entonces reinó el caos. El sujeto sin rostro no era parte del show.
NATALIA DOÑATE


