Natalia Doñate's Blog, page 2

January 22, 2022

Mi primera novela corta

Amigos de WordPress, finalmente me di el gusto de escribir algo más largo y he aquí el resultado. Les comparto la previsualización de Amazon. Espero que les guste.

Natalia 🙂

1 like ·   •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on January 22, 2022 03:10

January 20, 2022

Allende la Torre del Sol cap-2

La niña del burdel

La vida de María habría sido digna de una princesa, de no ser por la mancha de vino oporto que llevaba desde que tenía memoria. Se trataba de un óvalo perfecto de color púrpura rojizo, que engalanaba cual gema el centro de su frente y le daba un aire de realeza inglesa al también ovalado rostro, níveo y de justas proporciones. Los rumores, probablemente surgidos de lenguas envidiosas, le habían arruinado el sueño de ser la niña más popular del pueblo, echando por tierra su apodo de “la niña rubí”. Marcada por el diablo, le decían ahora. Espejo del infierno. Se creía que era bruja, que dominaba el arte de conjurar a los muertos y doblegar a las fieras. Los más adeptos a las artes oscuras aseguraban que su marca maldita se tornaba color sangre cuando se avecinaba una desgracia. Se le atribuían las sequías, las muertes y las plagas.

A diferencia de sus hermanas, quienes recibían constantemente obsequios y halagos por parte de los hombres que frecuentaban la casa, que podían permitirse lucir como parisinas de lunes a lunes sin repetir vestido, cuyas muñecas se apilaban sin ton ni son por los rincones de la casa sin que nadie reclamase su pertenencia o siquiera se molestase en peinar sus cabellos -¡tan reales!- ella era despreciada, evadida. Temida. El más fornido de los clientes bajaba la vista ante su mirada de once años y en un discreto gesto hacia su madre indicaba que su presencia no era bienvenida. Por esta circunstancia pasaba la mayor parte del tiempo recluida en el cuarto de la planta alta, que compartía con sus tres hermanas y ocasionalmente con otras mujeres, entre ellas Colette, su preferida, mirando en solitario silencio el cielorraso e inventando historias inspiradas en los sonidos que provenían de la planta baja, donde las risas y la música sonaban hasta altas horas de la madrugada.  

Tía Colette, con quien en realidad no compartía ningún parentesco oficial, se había ganado un lugar especial en su corazón. Portaba una nariz grande y abultada en la punta, labios finos y prominentes pómulos. Sus dientes torcidos, lejos de disuadirla de sonreír, le daban un aire interesante a su blanca sonrisa, que cuidaba con esmero en base a productos importados. Sus tupidas cejas, que parecían querer unirse en una, tomaban inusual distancia cuando se arqueaban en un gesto de sorpresa. 

— ¿Qué haces aún durmiendo, niña? ¡Arriba, que ya sale el sol! Conversemos un ratico ¿Qué dices?

Era exóticamente bella. Sabía vestir manteniendo ese delicado equilibrio entre sensualidad y sofisticación que tanto atraía a los hombres. Su  cabello, lacio y oscuro como el azabache desprendía aroma a cigarro y gardenias. Jamás se dejaba ver sin maquillaje. Sólo el blanco de sus ojos delataba por la madrugada el hartazgo de la mala vida, al ser surcado por pequeñas venitas rojas. Pero era entonces cuando su hermosura alcanzaba el cénit, pues sus grandes ojos, a menudo marrones, se tornaban verdes. Juntas era Rubí y Esmeralda, las reinas del pueblo. 

Las confidencias con la tía comenzaban antes de que saliera el sol y se extendían hasta que una de las mujeres cerraba los ojos y la otra se vestía para arrancar el día. Entre las diferentes teorías que explicaban el porqué de la mancha violeta, la marca del diablo, la de Colette era la preferida de la niña. 

— ¿Cómo me hice esto en la frente, tía? —preguntaba ella una y otra vez, aunque sabía la respuesta de memoria.

La mujer se acostaba a su lado y, acariciando sus rubios cabellos pegoteados por el sudor del sueño, repetía la historia harto conocida:

—Ocurrió cuando tenías tres meses, mi pequeña Rubí. Era un siete de diciembre, lo recuerdo porque fue la noche previa al día de la Inmaculada Concepción y el pueblo recibía a los curas de las Diócesis vecinas. Los había de todas las edades y jerarquías, pero destacaba entre ellos un joven forastero, cuya belleza y juventud tenía suspirando a las muchachas. Su nombre no lo puedo pronunciar, pues se ha vuelto muy conocido hoy en día. Solo diré que no es casual que haya llegado lejos, pues ya entonces se adivinaba en él un talento innato para atraer a los fieles, y no solo a las mujeres. Sabía dirigirse a las multitudes y era bueno, en el sentido más ambicioso de la palabra. Pero en ese entonces era nuevo en estas tierras, e inexperto. Nunca había visto un árbol de madroño ni estaba al tanto de su nombre científico “Arbutus Unedo”.

—Sólo debes comer uno.

—Exacto. Así que esa noche, cual Eva con la manzana, el hombre probó el fruto prohibido y halló su perdición. Comió y comió hasta terminar completamente borracho. Afortunadamente oímos su quejido de perro apaleado que provenía desde atrás de un banco de la plaza. Estaba tan descompuesto que hubo que traerlo a rastras todo el camino, lo que le costó a tu hermana Ana un dolor de cintura que la tuvo a mal traer por semanas. Pero no teníamos opción, ¿imaginas lo que le podría haber ocurrido al pobre si lo descubría nuestro obispo?

— ¡Derechito al infierno! —respondía María entre risas. Siempre reían en esa parte.

—Eso mismo, ¡derechito al infierno! Estaba al borde del desmayo, así que lo arrojamos a una butaca y le tiramos un baldazo de agua fría. Cuando se recompuso pidió vino y al rato estaba cantando su propia versión del Gloria in excelsis Deo, bota en mano y rodeado de mujeres. Hay que reconocer que no tocó a ninguna. Ni siquiera nos miró de manera inapropiada. De repente, entre el jolgorio, emergió tu llanto y todos callamos. El curita se acercó a los tropiezos a la mesa donde estaba apoyado tu moisés y quedó hechizado. Dijo que eras un ángel. 

— ¡Traedme el agua bendita! —exclamó. 

—Se encuentra usted en el templo equivocado —respondió con sorna tu madre, y todos empezamos a reír, pero el hombre quería bautizarte a toda costa, así que arrebató una copa de vino de la mano de don Fulgencio, untó el pulgar en el líquido y lo deslizó por tu frente al dicho solemne de: “Yo te Bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. 

» “¡AMEN!” —Vociferamos los presentes chocando las copas y la fiesta continuó hasta el amanecer. Vos te adormeciste con una sonrisa y desde entonces, siempre sonríes al dormir. Y aquí estás ahora. Mi ángel. Por alguna razón, Dios no quiso que se te borrase la marca. Yo sé que es porque eres especial. ¿Lo sabes tú? 

Una vez finalizada la historia, María sonreía conforme. El sol naciente se filtraba entre el cortinaje indicando que su breve momento con tía Colette llegaba a su fin. Pero ella arrancaba el día con optimismo. Saberse la única de su familia que había recibido el primer sacramento era a la vez su orgullo y consuelo.

Esa madrugada había sido diferente; sin confidencias, ni historias. Algo realmente grave había sucedido la noche anterior, pero María ignoraba de qué se trataba. A pesar de ser sábado,  la casa de citas había permanecido cerrada y sus habitantes dormían desde temprano. Ella había bajado las escaleras a hurtadillas para curiosear, pero su hermana Carmen la había interceptado y enviado de regreso al cuarto. Aun así, había llegado a divisar a Colette sentada en la penumbra de la cocina, con los codos en ángulo y la cabeza apoyada pesadamente entre ellos. Emitía un largo sollozo ahogado que la había dejado impresionada. Esparcidos sobre la mesa de madera estaban los restos de hierbas que había traído su otra hermana, Paula. Las hojas carnosas color verde azulado delataban que se trataba de ruda, esa planta con la que se preparaba el más amargo de los tés. 

Despertó nuevamente con el intenso sol de las diez de la mañana, ante la grata sorpresa de que Colette había subido finalmente a dormir a su lado y, tras besarle los cabellos –la única parte del cuerpo que podía tocar sin despertarla, pues tenía el sueño muy liviano- observó su rostro ojeroso y se preguntó si no sería su turno de cuidarla. Un sollozo entre sueños de su amada tía le confirmó que sí. Decidió que no se movería de su lado, pero el tiempo pasaba lentamente y la luz solar indicaba que aún no era mediodía.

María emitió un suspiro, mirando en derredor. Sobre la mesa de luz, una sofisticada muñeca que no le pertenecía la observaba con picardía. 

“¿Jugamos? Nadie tiene por qué enterarse”

“No puedo. Mi hermana no me deja ni tocarte”

“¿Hermana? ¿Qué hermana? Yo no veo a nadie por aquí”

Colette emitió un quejido en sueños y se acurrucó en posición fetal, revelando un gran círculo de sangre entre sus piernas. María no se percató de nada. Estaba muy ocupada desenredando los cabellos de la coqueta muñeca. 

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on January 20, 2022 13:35

January 16, 2022

Otra Villa Gesell

No me gustan las frases hechas. Reconozco su utilidad en evitarnos pensar de más y, de paso, identificar gustos, patrones de conducta, sensaciones e ideas recurrentes que nos hacen sentir más cerca de otros especímenes de nuestra clase. Pero también, justamente por ser generales, nos despojan de nuestra individualidad. Tal vez sea por este motivo que me sentí inclinada, en mi viaje a Villa Gesell -lugar donde vacacionaba de niña- a establecer una cruzada contra el cliché “no se puede volver al lugar donde se fue feliz“.

En mi defensa, el olor a casa de veraneo me dio la falsa ilusión de que el experimento había comenzado bien. Me sentí optimista. Las piñas en el suelo, la humedad subiendo por el tronco de los pinos, el juego de pelota paleta de madera que conseguí -idéntico al que utilizaba con mi abuelo treinta años atrás- me generaron falsas expectativas. Hasta un par de almejas rezagadas -que ya casi no se ven por estos pagos- hicieron su aparición para que yo pudiese, con mi magnánimo dedito gordo del pie, darles una mano para que se enterrasen en la arena.

Ya al momento del paseo nocturno por la 3 -la avenida que se convierte en peatonal- mi confianza estaba por las nubes, a la vez que mi guía turística interior señalaba en una y otra dirección, explicando a mis hijos curiosidades del paisaje: “Aquí venía a los videojuegos con mis hermanos, mientras nuestros padres aguardaban en la aquella cafetería, la del cartel rojo y las mesas de madera. Aquí compraba helado de limón, pues en aquella época, mis gustos eran bien simples. Aquí está la inmobiliaria donde pasábamos a retirar las llaves de la casa que alquilábamos“. ¡Y más aún!: “Aquí está la casa que alquilábamos. Sigue en pie, y si no fuera porque este año estamos parando en Pinamar, tranquilamente podríamos habernos hospedado aquí, y relajarnos a mirar el mar (el mismo mar) a través del ventanal (el mismo ventanal), relajados en los mismos sillones floreados”. En resumen; “Aquí fui feliz y aquí estoy ahora. He vuelto”. Incluso me di el lujo de comprar bombones de fruta en la feria artesanal y algodón de azúcar, y un collar de caracoles para mi pequeña. Pero con el paso de las horas, noté un desfasaje. Algo faltaba. Una mente sensible diría “ya no eres una niña“, o “ya no cuentas con tus abuelos” pero la verdad es que no pensaba en esas cosas. No siempre se me da por la nostalgia, aunque no lo crean. Esto era otra cosa.

Varios puestos de trencitas, tatuajes de henna, manzanas acarameladas y artesanías desfilaron frente a mis ojos hasta que caí en la cuenta. Faltaban los cuadritos. Cuando era chica -y no tanto- abundaban los adornitos de arena viva, también conocidos como “las mil formas”. Éstos eran, como bien dice el nombre, pequeños rectángulos de vidrio rellenos de agua y arena -y un poco de aire- que, al darlos vuelta, cual reloj, formaban lentamente los más bellos paisajes de dunas. Eran una chuchería exquisita y, dado mi carácter inconformista, decidí que para tener el “efecto regreso” completo tenía que conseguir uno.

Preguntamos por doquier. Mis hijos, ilusionados ante la perspectiva de darme el gusto de encontrarlos, señalaban cada negocio habido y por haber: “¿lo tendrán acá? ¿preguntamos?” y salían, cada vez más decepcionados, pero sin un ápice de resignación. Finalmente, la hora de volver nos alcanzó y tuve que aceptar la derrota, retirándome del lugar sin haber logrado llegar del todo. ¿Debo admitirlo aún? De acuerdo: No se puede volver a donde se fue feliz.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on January 16, 2022 11:51

January 14, 2022

Allende la torre del sol -cap 1

¡Hola amigos! Quería contarles que finalmente me animé a escribir una novela corta, que pronto estará en Amazon. Aquí les comparto el 1er capítulo. Espero que les guste 🙂

Parte I – 1924

En un pueblo de España que cuenta con una plaza, un castillo y una Iglesia

El monaguillo

El pasado cuarto de hora de lluvia había hecho más por el paisaje que cualquier proyecto de mejora municipal. Los robustos adoquines, el ladrillo de los humildes tejados e incluso la tierra caliza del sendero resplandecían ante el sol de la tarde como en noche de plenilunio, en cordial contraste con las húmedas agujas de pino que se amontonaban en oscuros montículos en el suelo, obsequiando una fresca fragancia al aire. A lo lejos, la torre de la Cárcel, elegida como lugar de reposo por el mismísimo Apolo, hacía de punto de referencia conceptual al joven Rafael, en doloroso pero poético recordatorio de los confines de su mundo conocido, donde la mirada podía vagar entre olivares, caminos, y casillas solitarias hasta detenerse abruptamente en los grises cerros, sin llegar jamás al mar. Su raída camisa, los pantalones cortos y el par de zapatos embarrados, parte de la rotosa herencia recibida de dos hermanos mayores, lejos se hallaban de obtener su merecido descanso, pues debían de servir aún al pequeño Pedro, el menor de los Martínez. 

Con la desvergüenza propia de la juventud, el muchacho se quitó la ropa y la escurrió con rapidez, para luego tenderla sobre un cañón oxidado. Luego, en paños menores se acomodó sobre el muro de piedra, que le quedaba a la altura de la cintura y observó el horizonte con tristeza. Se había excedido con creces de su horario de regreso y el cinturón de la malvada esposa de su padre lo estaría aguardando para darse una fiesta sádica en su trasero. En ese momento, poco le importaba. Nada en el mundo podía ser tan doloroso y humillante como el desplante sufrido por María de los Ángeles  -Angelita, la mujer de sus sueños-, quien no sólo le había negado el roce de su dulce mano, sino también la dignidad varonil de un buen cachetazo, como recibían a menudo sus amigos mayores cuando se propasaban con alguna muchacha. Era su culpa, por ser tan caballero. Se había arrodillado a su lado en la quinta fila de bancos de la iglesia y, bajo la mirada cómplice de San Lucas, había clavado en ella sus ojos de tonto -ojos de vaca, como les decía el gordo Vicente- y rozado con un dedo índice el suyo. Carraspeaba juntando bríos para iniciar el elaborado discurso, que para entonces sabía mejor que el propio Padre Nuestro, cuando la monjita, como salida de un sopor, había dado un respingo. 

– ¡Rafaelico! 

Algunos feligreses miraban la escena con curiosidad, sin que él se diese por enterado, distraído en el mágico descubrimiento de que, en esos rosados labios, el apodo que tanto odiaba sonaba a música.

 –Pero si eres un buen niño. ¿Qué te tiene tan travieso hoy? Espero que no te andes juntando con malas compañías —había murmurado ella con falso enojo antes de alejarse. Su rostro, perfectamente ovalado como el de la Virgen de Tiziano, enmarcado por un velo que intentaba infructuosamente doblegar sus rojizos bucles, denotaba fastidio, pero él había notado que la gran cruz de madera de su pecho giraba furiosamente entre sus dedos. ¿Sería posible que le pesara? Decidió interpretar la situación como una señal de conflicto, que seguiría alimentando su fantasía de que ella, algún día, se replantearía la vocación que los separaba. Estaba también, por supuesto, el asunto de la diferencia de edad, pero eso era discutible, pues él pronto crecería hasta superarla ampliamente en estatura y, si bien ella rondaba ya los treinta, era frecuente en el pueblo que los hombres contrajeran nupcias con niñas de dieciséis años. ¿Por qué no podía darse el caso inverso?

Aturdido por el rechazo, que para alguien menos inocente habría sido alevosamente predecible, había agachado la cabeza unos instantes en fingido rezo para ordenar sus pensamientos y recobrar la compostura. Satisfecho finalmente ante la conclusión de que no se rendiría tan fácilmente, buscaba sus pertenencias cuando un relámpago había iluminado el colorido vitral de la Asunción de la Virgen y las puertas de la casa del Señor se habían abierto de par en par, albergando a las decenas de fieles que ingresaban en tropel en busca de refugio –refugio de la tormenta, cabe aclarar, pues las confesiones ya habían tenido lugar y los espíritus de los avaros, las casquivanas y los borrachines se hallaban provisoriamente en paz -. 

“¡Oh, no, otra vez las viejas!” 

Con la certeza de que un poco de agua era más deseable que decenas de pellizcos y besos mojados, había calzado su boina hasta las orejas y huido despavorido, esquivando como liebre entre pedruscos a las emperifolladas ancianas de noble corazón y crueles garras, que gustaban de apretujar sus tiernas mejillas al son de “¡Rafaelico, qué bonico!”. Pero mientras doblaba la esquina, ya empapado pero a salvo, había recordado la carta. “¡La carta!” La llevaba en el bolsillo de la chaqueta, junto a su corazón, pero después de la misa había optado por ponerla entre sus rodillas para extenderla a Angelita en el momento apropiado, y, a falta de uno, debía de haberla perdido entre los bancos de la iglesia. Con su firma en ella.

“Si seré imbécil”. 

Como alma que lleva el Diablo había emprendido el regreso, con la mala fortuna de toparse con un adoquín sobresalido que le había hecho rodar, como perro arrollado, por el suelo. Embarrado, rengueando y despojado del poco orgullo que le quedaba, había cruzado finalmente el dintel para entregarse con mansa resignación a las decrépitas manos de largas uñas que surgían por diestra y siniestra a lo largo del pasillo, cual ánimas del purgatorio, impacientes por arrancar un trozo de jovialidad a su maltrecho rostro, entonando con su ronca voz el infernal “¡Rafaelico! ¡Qué bonico Rafaelico!”, que le hacía maldecir el día en que se había vuelto monaguillo, hasta que había alcanzado, ya expiado de todo pecado, el banco de la salvación. 

Pero no había ni rastros del sobre. Tal vez Dios, en su eterna misericordia, había optado dar una mano a su pobre siervo, y obrando, como se decía comúnmente, en formas misteriosas, había hecho volar el papel del delito hasta esconderlo debajo del púlpito, donde sería recuperado en un futuro muy lejano, probablemente debido a tareas de mantenimiento, para terminar exhibido como curiosa pieza de museo: “Amores prohibidos de principios del siglo XX”, o tal vez lo había arrastrado hasta deshacerlo, aferrado en lamentable súplica a algún zapato embarrado, igual de patético y suplicante que quien lo había escrito. 

Regresaba a casa, ya sin apuro ni ilusiones, cuando una risa recatada, inconfundible aún en medio de la lluvia, había resonado a pocos metros de distancia. Tras comprobar que no había un paisano a la redonda, se había preguntado, extrañado:

“¿Qué haría Angelita sola allí afuera? ¿Acaso lo esperaba? 

Un fragmento de ruina de muralla lo apartaba del Paraíso. Apoyando una mano contra el rústico muro, helado a pesar de la incipiente primavera, y con el gorro en la otra, como dictaminaban los buenos modales, había bordeado el obstáculo, con la lentitud y firmeza de un felino al acecho. La monjita no estaba sola. Bajo el abrigo del paraguas negro del obispo, de inconfundible contera de bronce, leía en tono risueño el contenido de un sobre. Luego, se lo había pasado al cura, quien, tras doblarlo con parsimonia, lo había guardado en un bolsillo oculto de la sotana. No cabía ninguna duda. Se trataba de su carta de amor, que se veía dolorosamente infantil en sus manos. El hombre, de apellido irónicamente amigable, dado el trato severo que tenía hacia los fieles -especialmente los niños, hacia quienes ostentaba una entusiasta crueldad- había susurrado algo al oído de la monjita. Rafael temblaba. 

“Ahora sí que estoy en problemas” —pensaba aterrorizado, imaginando decenas de repercusiones posibles, ninguna de las cuales le ofrecía una salida airosa. Sus tribulaciones habían sido interrumpidas repetidamente por una sonora carcajada del obispo quien, a continuación y como para terminar de arruinar el día del pobre joven enamorado, había tomado a sor María de los Ángeles entre sus brazos y le había estampado un apasionado beso en los labios. 

Horas después del incidente y bajo el refugio del anonimato del cerro del castillo, Rafael cedía a la dulce tortura autoimpuesta de repasar, con lujo de detalles, el beso prohibido, embriagando su corazón de dulce pesar, mientras observaba cómo el sol de la tarde se desvanecía tras los cerros. 

Ya llegada la noche, decidió que era tiempo de volver. No quería preocupar a su padre. Tomó un sorbo de agua de la fuente, cuya inscripción en latín prometía vida a quienes bebieran de ella -aunque entonces era utilizada mayormente por animales-  y comprobó que su ropa seguía empapada. “Larga vida a los caballos”. 

Habiendo aprendido por las malas que hay muros que no se deben atravesar, y que el sol más hermoso es el que menos seca, emprendió el corto viaje de regreso, con la camisa incómodamente pegada al torso y la frente en alto, dispuesto a enfrentar el castigo de su madrastra con el peculiar estoicismo de un niño de su condición: huérfano de madre, ateo por convicción y monaguillo por amor.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on January 14, 2022 05:52

November 23, 2021

Una vuelta de tuerca

Perderse a conciencia en una ciudad desconocida es una de las pocas experiencias mundanas que el vocablo “cliché“, con su nariz respingada y expresión de asqueo, no ha conseguido estropear, al menos en mi caso -y más aún si el lugar en cuestión es tan bello como Barcelona. Aunque conviene aclarar, para ser justos, que yo suelo extraviarme involuntariamente, tanto en tierras extrañas como volviendo a casa de la panadería.

Afortunadamente cuento con un brazo amigo al que me aferro y en el que confío ciegamente. Su dueño, de ojos atentos a esas invenciones que los mortales llamamos “carteles”, erudito en los misterios del GPS, me conduce con paciencia por las calles y recovecos. Yo me limito a mirar todo lo demás, que no es poco, y a señalarle los semáforos en verde y las alcantarillas. Alguien menos romántico diría que somos “un roto para un descosido”. El caso es que funciona.

Estos días todo me llama la atención. El milagro de la plantita de albahaca en un balcón sin sol, la rubia cabellera natural de una turista nórdica, las chocolaterías que saben robar una sonrisa a mi niña interior -y unos cuantos euros a la adulta-, innumerables bocanadas de fuego abrigando a los intrépidos que comen fuera del restaurante en pleno otoño y demás maravillas que se hallan a la altura visual del humilde peatón, quien a su vez debe recordar elevar la vista para apreciar las cúpulas, fachadas y balcones.

Este exceso de estímulos me trajo aparejado un imprevisto ayer por la mañana. Me dejaba llevar alegremente hacia la Sagrada Familia cuando, justo al doblar la esquina (un lector atento sabrá que no podría decir el nombre de la calle aunque mi vida dependiese de ello) me topé con una tuerca oxidada. Y pensé: “para Dora“. El hecho me resultó curioso, pues Dora es la madre de una ex amiga de la infancia a la que no veo hace más de quince años. De hecho, es probable que ya haya fallecido. Pobre Dora.

Tenía el cabello muy recto y lacio. Lo llevaba más largo de un lado que del otro, para así generar un efecto inclinado que disimulara su renguera. Al igual que Gaudí, un sujeto aparentemente muy apreciado por estos lares, Dora era arquitecta y, por ende, una entendida en cuestiones de estética y equilibrio. Coleccionaba tuercas que encontraba por la calle. Desconozco si el señor en cuestión también lo hacía, pero sé cuál era su idea de belleza: consideraba que un objeto era estéticamente agradable en la medida en que cumplía la función para la que había sido creado. Desde ese punto de vista, pocas cosas son tan bellas como una tuerca. Y Dora lo sabía. A pesar de sus molestias físicas se tomaba el trabajo de agacharse a recogerlas, para luego llevarlas a su departamento de la calle Gaona, donde las pegaba prolijamente a una caja de madera. Tenía apenas un par de decenas, un número que dista de impresionar si uno piensa en lo simple que es dirigirse a una ferretería y comprar cien, o quizás mil tuercas. Pero a ella sólo le interesaban las que encontraba en la calle; las que la encontraban a ella. Cada pieza de su escueta colección tenía una historia detrás, de la que ella ni nadie sabe nada. Tal vez esa sea la razón por la que jamás se hizo famosa.

El irrelevante recuerdo de aquella “caja-museo” y su intrascendente curadora, y peor aún, las elucubraciones sobre una amistad que no ocurrió ni ocurrirá jamás, al menos en este plano, seguidas de una vaga hipótesis sobre cómo la sumatoria de rasgos superfluos forman una personalidad, me tuvieron dispersa -brazo salvador en mano- por quién sabe cuántas cuadras de imponentes edificios llenos de historias, rozando a mi paso los abrigos de incontables sujetos -seguramente muy interesantes- que no volveré a cruzar, atravesando como en un sueño los coloridos puestos de chucherías hasta llegar a la mismísima Sagrada Familia, cuyo ego sufrió un cachetazo al aguardar en vano mi atención, inmune al encanto de sus altas torres que jamás alcanzarán al cielo -así pasen otros ciento treinta y ocho años- y dejando intacta la virginidad visual de sus recovecos, mientras suspiraban sus santos en las alturas sin que yo me interesase siquiera por averiguar sus nombres. Apenas atiné a sonreir cuando el brazo amigo me soltó para tomarme una foto, desenfocados mis ojos como al observar a través de los cristales que adornan las escaleras de la casa Batlló, inmersa mi mente en una ilusión submarina, tan indefinida, volátil y difusa como opuesta en esencia a los compactos lados de una tuerca.

Si alguien desea verla, me escribe y le averiguo la dirección. Calculo que debe seguir allí.

NATALIA DOÑATE

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on November 23, 2021 12:54

August 24, 2021

Casi

Hallábase la dama de sombrero de paja disfrutando del travieso roce de un traslúcido vestido veraniego contra sus níveos tobillos, en un íntimo pero firme acto de protesta ante el incipiente frío otoñal, cuando un transeúnte de saco y corbata (que cumplían la función de evocar formalidad, pero sin satisfacer ni remotamente las pretensiones de la moda de turno) frenó en seco su marcha e, inclinando levemente el carey de las patillas de sus gruesos lentes -como quien ajusta una perilla- preguntó con gruesa voz:

— ¿Le molesta si me siento?

La mujer tomó su cartera, que ocupaba el lugar aparentemente ansiado por el hombre -similar a otros tantos libres en la plaza- y la ubicó sobre su regazo, ocultando en una sutil maniobra la curva de sus muslos y el fastidio ante la imposición de tal ingrata compañía.

— Adelante, faltaba más.

Ilusionado por el prometedor contacto inicial -que, para ser justos, distaba de resultar de cualquier mérito del sujeto en cuestión, pues se debía netamente al carácter educado de la joven- buscó prolongar la conversación.

— Espero no haber interrumpido sus pensamientos.

Con un leve movimiento hacia afuera de la muñeca izquierda, la señorita desplegó uno a uno sus cinco delgados dedos desprovistos de anillos, comenzando por el meñique, como quien resta importancia a la situación, para luego entrelazarlos rápidamente con los de la mano derecha, en un primitivo gesto de resguardo.

Él, gran desconocedor de las sutilezas femeninas, se sintió aún más entusiasmado.

— Se le nota concentrada. ¿Puedo ayudarla con algo?

Ella respondió en trance.

— Busco inspiración.

Eso lo inspiró al instante.

— ¡Haberlo dicho! Soy poeta. No formalmente hablando, por supuesto, porque uno necesita un empleo que le dé de comer, pero en mis ratos libres escribo versos. Y a decir verdad, señorita, buscar inspiración es inútil. Es ella la que lo encuentra a uno. Nos alcanza en los lugares más insólitos, como en un paseo nocturno, o en una charla con un desconocido, o más probablemente en una aventura inesperada. Pero no aquí, en un lugar tan corriente y estático como una plaza vacía. “Give me the streets of Manhattan!“, diría nuestro amigo Whitman.

Ella clavó sus asombrados ojos verdes en los suyos con una intensidad que casi le quita el aliento y, desarmándolo finalmente con una sonrisa sincera exclamó:

— ¡Es usted un genio! Muchas gracias.

Y envuelta en remolino de finas telas, se evaporó, llevándose consigo lo poco que quedaba de la época estival.

Él admiró su silueta de musa apresurada hasta donde la vista y el edificio gris de correos le permitieron, complacido de haberle dado tan valiosa lección. Rebosaba de esa alegría exacerbada propia de los tontos cuando, en contadas ocasiones -y como para aportar una dosis de novedad a la vida-, tienen razón.

Las luces de los primeros faroles le recordaron que era hora de volver a casa.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photograph...

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on August 24, 2021 19:27

August 17, 2021

Retazos

El taxista silbaba un tango en amistosa competencia con la bachata de la radio. La perdedora resultaba ser la oyente del asiento de atrás. Se encontraba cavilando sobre la mala educación de la gente en general y en el particular infortunio de asistir a un show de tal calibre (para el que aparentemente no era necesario sacar entradas) cuando notó el camión de poda y el precedente cartel de desvío. La primavera era inminente, pero no tanto como la angustia que anticiparon la palmas de sus manos. Iba a pasar irremediablemente por “el lugar”. Se secó el sudor en el regazo, rugoso por culpa del jean, mientras buscaba distracciones en la cartera, pero la luz roja la emboscó justo a la entrada. Y, en franca rendición, miró.

Vacío. El edificio no era más que un hueco entre otros de su misma especie. La antigua recepción “¿qué será de Don Felipe?” había sido reemplazada por vallas y un cartel de obra. Sonrió. El destino le hacía un pequeño obsequio. O quizás tampoco se podía volver a donde se había sido infeliz. Recorrió con sorna las líneas de cemento que otrora dividían las vidas de los moradores. ¿Cómo habían cupido allí tantas habitaciones con sus camas, sus placards, sus heladeras, el ascensor de puertas enrejadas que se trababa cada dos por tres, los perritos chillones de la loca del 11C, o incluso su propia bicicleta, la del canasto de mimbre y la campanita rota?

El corto bocinazo de un impaciente -pero medido- chofer de colectivo despabiló al conductor, quien, herido en su profesión, refunfuñó algo sobre los malos modales. Ella apuró un último vistazo al tercer piso donde, de un solo trago, absorbió las molduras de la pared del living y los restos de empapelado de su cuarto, separados apenas por una línea gris de los azulejos verde musgo del baño, menos temibles ante la tibia luz de las seis, y limpios ya de las salpicaduras rojo carmesí y los trozos de materia gris. Sólo verdes.

De pronto, surgió el edificio vecino, donde vivía su amiga Mónica (cuya madre te hacía sacar las zapatillas antes de entrar a la casa) y, al instante, el nuevo supermercado exprés, seguido del kiosco donde compraba las figuritas del Chavo, y la parada del colectivo de la línea 53 que la llevaba al colegio, a pesar de que sólo quedaba a quince cuadras, y luego una amplia colección de edificaciones surtidas con sus historias y sus camas y sus placards y sus heladeras y quién sabe qué más.

Y por fin, la ancha avenida.

El taxista, recuperado del disgusto, volvió a sus tangos en el momento en el que tomaban el acceso a la autopista. Ella se sumó con alegres tarareos. Hacía tiempo que se había mudado a un barrio de casas bajas y horizontes infinitos.

NATALIA DOÑATE

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on August 17, 2021 10:44

August 9, 2021

“Hola peque;a”

Ayer, ocho de agosto, no pensé en vos. Ni una vez. No hubo silencios evocadores enaltecidos con aroma a velas color vainilla. Ningún soneto se coló en mi mente -ni siquiera el de Argos, el fiel can- y definitivamente no calculé cuántos años cumplirías -107, ¡pero es que es un cálculo muy sencillo!-. Tenía otros asuntos en mente. Un vehículo que no está a mi nombre estacionado en la cochera y otra pérdida de agua bajo la ventana de la cocina. Tarea inconclusa de italiano.

Confieso que, en parte, me aburrí de festejar sola. Diez años de las mismas fotografías que ya conozco de memoria, de emojis de flancitos y copitas de vino en mis estados de Whatsapp y de ojeadas a La Ilíada y La Odisea, siempre silentes en los estantes, sin más novedad que compartir que la decrepitud periódica de sus páginas.

Tu escultura “Burli Burli” se quedó con el saludo en la mano cuando crucé airosa frente a la chimenea. El sodero aguardaba con los bidones bajos en sodio. Y es que la vida sigue y la gente necesita beber líquido, especialmente en este barrio, donde el agua de la canilla no es corriente sino de pozo. Los brindis y los discursos imaginarios quedarán para otro momento.

Recién por la noche mencioné el tema al pasar. Él me observó extrañado.

— ¿Era hoy?

Y adiviné la sorpresa en sus ojos: “¡Pero si fue un día de lo más corriente!”.

¡Pues claro! ¿qué pretendía? Uno se cansa, se aburre. O quizás comprendí que cuanto más pienso en vos, más pienso en realidad en mí pensando en vos. Es una idea compleja, lo sé. Se me ocurrió ayer por la tarde, cuando me hallaba divagando frente a tu Royal Underwood a la que aún le falta la “ñ” (aquí debo recalcar que la elección de la ubicación fue puramente práctica; quería disfrutar del lago desde un ángulo diferente). Recibí la visita de dos cisnes de cuello negro -abundan por estos lares- y admiré la simpleza dignificada del plumerito en su lucha contra el viento. Se asemeja a esos muñecos inflables que los niños golpean para que vuelvan a erguirse. Fue un buen día, ayer.

Hoy, mis ganas de repetir la experiencia me condujeron nuevamente frente a tu máquina de escribir. Ahora estoy confundida.

¿En qué momento escribí “hola peque;a”?

NATALIA DOÑATE

1 like ·   •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on August 09, 2021 08:14

August 5, 2021

Lentes rosados

La vida moderna nos frio el cerebro. Las herramientas de nuestra corteza prefrontal resultaron rudimentarias para contener a la primitiva amígdala, estresada por el exceso de información y el estado de alarma constante. Era “Fleet o fight“. Y huimos. ¡Cómo huimos! Como locos. No en dirección a las altas latitudes de las montañas nevadas, lo que explicaría la frase “run for the hills“, ni a los vericuetos oscuros y húmedos de las alcantarillas, como se supone que hacen las ratas. Después de todo, éramos humanos y nuestra naturaleza era, justamente, oponernos a la naturaleza. Creamos nuestro propio mundo. Uno virtual.

La novedad ocupó gran parte de la vida diaria. Circulaban, por supuesto, teorías que advertían sobre los efectos secundarios de hacer el mínimo esfuerzo, de pasar tantas horas al día frente a pantallas, de la adicción a la satisfacción inmediata. Pero contábamos con una herramienta muy simple y útil: las etiquetas. Todo se podía etiquetar, y una vez delimitado el alcance de una idea, ésta quedaba restringida en fuerza y extensión. “Conspiranoicos”, “drama queen”, “boomers” eran las más populares. Existían tantas categorías como seres humanos y éstas cubrían cada aspecto biológico y mental: edad, gustos, preferencias sexuales, ideología política y también cada interés, miedo y fantasía que forman parte de nuestra compleja alma. El sistema resultó más asertivo que el propio estudio del ADN. Los hombres de ciencias no tardaron en descubrir que muchos estereotipos (sujetos que compartían ciertas etiquetas) compartían otras, en apariencia no relacionadas. Así se armaron complejos sistemas clasificatorios que dividieron a la sociedad en grandes grupos, que a su vez se subdividían en millones de fragmentos irreconciliables. Enemigos.

Estábamos más solos que nunca.

La llegada de la realidad virtual y su eventual alcance a cada ser humano, terminaron por cambiar el paradigma. Nos mudamos permanentemente a ese vecindario que habíamos elegido para pasar unas vacaciones. Comenzó como un juego de roles, en el que, por unos instantes, podíamos ser quien deseáramos, pero pronto las empresas vieron la oportunidad y trasladaron sus sedes y servicios al universo paralelo, donde los terrenos eran más baratos y las oportunidades, infinitas. Gracias a los simuladores nos volvimos bellos y atléticos, de piel perfecta y labios carnosos. Proliferaron las orejas de elfo, los ojos aguamarina y las melenas hasta el suelo. Es cierto que hubo una época complicada en la que los suicidios aumentaron drásticamente, especialmente entre los más jóvenes, pero el problema fue resuelto por medio de regulaciones gubernamentales. Se prohibieron los espejos y toda superficie reflectante en el mundo real. Finalmente, como solución al problema de desconexión (la gente se conocía en el mundo virtual pero eran extraños en el otro) llegaron los anteojos de lentes rosados, de uso obligatorio. Quitárselos en la vía pública acarreaba la misma penalidad que una violación, pues se ultrajaba la privacidad de los demás, viendo cómo realmente eran en contraposición con su “yo aspiracional”.

Recuerdo cuando recibí mi primer par a los treinta y cinco años. Eran livianos y se adaptaban perfectamente a mi rostro, sin ejercer peso innecesario sobre la nariz. Ese modelo, obsoleto ya a los tiempos que corren, tenía un defecto; permitía espiar por el rabillo del ojo y descubrir que las hermosas flores que proliferaban por la cuadra eran en realidad pilas de basura. Pero eso ya pasó a la historia. Los modelos actuales cubren la totalidad del campo visual y no se quitan para dormir ni para limpiar. Y son perfectamente moldeables a los gustos del usuario, lo que significa que existen tantos mundos como ojos para verlos.

A pesar de todas las ventajas de la vida moderna, yo me sentía cada vez más infeliz. Llevaba meses trabajando día y noche -otra de las ventajas del simulador- y aún así apenas podía costear mi conexión a Internet y mi suero alimentario, incomparablemente más barato que la comida real. Decidí cortar por lo sano y tomarme un día de descanso. Mi mundo era maravilloso. Lo había diseñado de modo que el arte y la naturaleza se relajaban como viejos amigos, como ruinas ancestrales coronadas con frescas enredaderas. Me pregunté si los de mis compatriotas serían similares. Podríamos intercambiar los lentes algún día. Pero no aquel. Entonces buscaba soledad. Era una tarea más bien simple, pues la población se había reducido drásticamente gracias a la virtualidad, y, si bien habían millones de nacimientos al día, éstos no eran bebés reales, ni se hallaban en todos los universos. Eran bellísimos querubines dotados de alas o de cabellos de arcoíris, pero no de alma. La gente de carne y hueso escaseaba y se concentraba en gran medida en la Polis. Me dirigí hacia los confines de ésta, delimitados por altas columnas de mármol sostenían paredes de agua cristalina, por las que se deslizaban todo tipo de especies marinas. Sentí frescura al traspasarlas y una caracola quedó adherida a mi cabello como un broche de oro.

Deambulé por horas, atravesando un desierto de arena que no recordaba haber imaginado y un bosque siberiano. Finalmente llegué al mar. Como en un sueño me adentré caminando y pasé la noche mecida en sus profundidades, entre caricias de algas, respirando como un pez. Al día siguiente seguía agotada, pero emprendí el regreso. Un día de vacaciones era demasiado y la culpa comenzaba a oprimir mi corazón. Aún así me tomé unos minutos en el bosque para sentarme en un árbol caído. Un unicornio blanco de gruesos músculos se detuvo a beber agua en un lago próximo. Era un ser magnífico, pero… ¿era real? No podía recordarlo.

Con la impunidad que garantiza el anonimato y sin dejar de observarlo me quité los anteojos. El animal seguía allí, pero era más bajo y de color marrón. No tenía cuerno. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Era aún más bello. Sacudía con desinterés la cola espantando insectos.

“Moscas. Se llamaban moscas.”

Miré en derredor, conmovida por la crudeza de lo natural y la curiosidad pudo más. Me asomé al espejo de agua, en busca de mi reflejo. Y allí estaba. Con ojos café, más pequeños de lo que recordaba y cabello enmarañado conquistado por grises canas. Entre ellas, una gran cucaracha luchaba por liberarse. Mi piel lucía manchas y lunares por doquier y en mi cuerpo se apreciaban unos cuantos kilos de más. Era hermosa.

Miré a mi alrededor buscando un transeúnte, algún ser con alma de ermitaño con quien compartir el milagro. Pero no hubo caso. Estaba sola, más sola que nunca.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photograph...

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on August 05, 2021 11:51

July 31, 2021

Los ladrones

“Malditos truhanes” repetía entre dientes. Ya no tenían siquiera la decencia de esconderse en la noche, de acechar entre las sombras. Tocaban timbre en una casa decente a plena luz del día, con esa sonrisa de autosuficiencia e impunidad propia de su condición. Pero éstos últimos se merecían el infierno. Habían tenido el tupé de traer consigo a un niño, ¡un niño! Tenía que reconocer que eran astutos, eso sí. Pero ella lo era más. ¿Cómo era el refrán? “El diablo sabe más por viejo que por diablo”. Y se habían metido con la vieja equivocada.

— ¿Qué desean —había preguntado con cansino timbre de voz, seguido de una carraspera.

— Buenas tardes, señora. Somos los González, los nuevos vecinos. Queríamos presentarnos y dejarle una canasta de obsequio. Son mermeladas que fabricamos en casa y un dibujito que le hizo el nene.

— Oh, ¡pero qué encantadores! —había respondido ella con adoración. ¡Pepe, son los nuevos vecinos! —Pepe le devolvió una mirada suspicaz desde la fotografía y ella le guiñó un ojo. “Que nadie sepa que estás sola”. —Sepan disculparnos —añadió —pero parece que el otoño se ensañó con nosotros este año y estamos engripados. No querríamos contagiar al niño.

El hombre, que tenía pinta de ex presidiario, se inclinó y apoyó un objeto en el suelo, a la vez que la mujer respondía con falsa congoja — ¡Qué pena doña! No vaya a tomar frío, que aquí le dejamos el regalito. Si llegara a necesitar algo, estamos a unos 200 metros a su derecha, en la casa de la hamaca.

— Oh, no será necesario, no se preocupen. En cualquier momento viene mi hijo el policía a cuidar de nosotros. Gracias por pasar.

Por la mirilla observó cómo se alejaban a paso lento, mirando en derredor. Analizando el terreno. Casi podía oírlos planeando la emboscada. Sólo una idiota abriría la puerta para tomar esa canasta. O mejor dicho, el “cebo”.

“A mamá gorila con bananas verdes” resopló. Afortunadamente tenía víveres de sobra y pocos menesteres que atender fuera de la casa. Las gruesas cortinas le permitían observar el entorno durante el día, y, al caer la tarde, bajaba las persianas para no ser delatada por la luz de la casa. Nadie en el barrio sabía que su marido se había ido. Seguía comprando crema de afeitar y navajas. Cada tanto alteraba su rutina (primero cena, luego baño y viceversa) y soltaba carcajadas esporádicas para no delatar su soledad. Con el pasar de los días el asunto de los intrusos le resultó más claro.

“Por supuesto que no era un niño, si seré estúpida. Era un enano, haciéndose pasar por niño. En vacaciones de invierno viene el circo y esa manga de nómades trae una oleada de delincuencia”. Tenía sentido. El hombre era alto y probablemente el típico forzudo que podía levantar pesas con una mano, mientras le estrujaba el cuello con la otra. Y esa mujer… ¿le había notado un vestigio de barba? Lamentó no haberlos observado con mayor detenimiento. Se conformaría con extremar precauciones.

Sola y bajo la tenue luz que ocultaba sus movimientos iba de un lado al otro de la casa, preguntándose qué podrían haber hallado de interés esos malhechores. Si ella no tenía nada. No tenía televisor, ni joyas, ni mucho menos esos computadores personales que tanto estaban de moda. ¿Se conformarían con las sábanas de seda de su ajuar? Esa gente no le hacía asco a nada. Probó meterlas en una bolsa y atarlas a la reja de la ventana, apenas sacando la mano, pero al día siguiente seguían allí. ¿Será que querían su abrigo raído de visón? Por supuesto que sí, esos inmorales se lo habrían visto puesto en alguna de sus visitas a la farmacia. Quién sabe por cuántos meses la habrían estado vigilando. O tal vez querían su collar de perlas. ¿Cómo explicarles que eran de plástico? En cualquier caso, debía encontrar una solución pronto, realizar algún tipo de intercambio y que la dejasen en paz. La comida y la leña se consumían.

“¡Pero claro, la leña!” pensó con horror. Tenía una pequeña provisión en la cocina, pero la pila grande estaba afuera, bajo la parrilla. La habían engañado los muy bastardos; mientras ella se encerraba, le habían robado poco a poco la madera y ahora iba a morir de frío. El invierno era inminente. Tal vez aún quedara algo, debía ser valiente o morir congelada. Esperó a que fuese media mañana, cuando había más chances de movimiento de gente de bien y se calzó el abrigo de piel. Abrió cautelosamente la puerta de entrada y casi tropieza con la canasta. La había olvidado. Contenía, en efecto, mermeladas varias y un papel arruinado por el clima en el que se adivinaba un dibujo infantil. Sí que habían armado bien el engaño. ¿Estarían envenenadas? Tal vez alguna droga de esas que te duermen al instante. Lo que era seguro es que esa gente era más peligrosa de lo que había imaginado. Debía apresurarse. Calculó que sus escasas fuerzas le permitirían llevar uno o dos trozos por vez, si es que aún quedaba algo por llevar. Iba a necesitar varios viajes.

Dio presurosa la vuelta a la casa y allí estaba la parrilla. Con espanto notó que, debajo de la misma, la pila de leña permanecía intacta. Se había metido solita en la trampa. Seguramente ahora la esperaban dentro de la casa. Con piernas temblorosas se apoyó en el banco de piedra del jardín. Aún no hacía frío, tal vez podría caminar hasta la comisaría y pedir refuerzos. Decidió que estaría más segura yendo por el camino principal, el más transitado. El sol, indolente a sus penas, brillaba con alegría y el aire olía a jazmín. Una mariposa se posó fugazmente en el tronco de un árbol.

“¡Esos malnacidos! ¡Malditos, malditos truhanes!” gritó de pronto, cortando en seco el canto de los pájaros. Los ladrones le habían robado el invierno.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photograph...

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on July 31, 2021 08:41