Nina Peña Pitarch's Blog, page 3

September 16, 2023

Las horas contadas. Capitulo 5

Nina Peña Las horas contadas

Lo que más le jode es que siempre hace lo mismo, exactamente igual, cada día, hora tras hora: limpiar.

Su horario es más o menos el siguiente: de ocho y media a diez y media en casa de Piluca, de once a una y media en casa de Montse. Llega a casa sobre las dos y pico y, tras comer, descansa un poco o sigue limpiando su casa, que también le hace falta, y luego a las cinco sale hacia el piso de su madre, que fue antes de su hermana, donde tiene que hacer la escalera hasta las seis o seis y media los lunes y jueves, y de igual forma los martes y jueves en otro edificio. Así que hay un día que termina a las ocho de la tarde, y tiene libres las tardes de los miércoles y los viernes, pero espera suplir esa carencia pronto si Paco no encuentra trabajo, porque ni de coña llegan a fin de mes como Dios manda. 

Tiene el día ocupado casi por entero y siempre haciendo lo mismo, limpiar, con la rabia que a ella le da limpiar, casi que preferiría ir a cualquier otro lugar con un trabajo más pesado incluso, porque a limpiar no le ve la gracia, es repetitivo, siempre igual, es hacer la faena del demonio, porque al día siguiente está todo igual o peor. Como Penélope, “que tejía de día para deshacer de noche y volver a comenzar”. Ella trabaja como una mula, lo ha hecho desde joven. Desde cuando era ella quien le limpiaba los azulejos de la cocina a su madre o desde que comenzó a cuidar niños pequeños en los ratos libres que le dejaban las clases de corte y confección o bordado. Desde que ella recuerda, siempre había estado trabajando, no como la gente de ahora que tiene veinte años y no tiene ni puta idea de lo que es la vida y menudas bofetadas van a recibir, o peor todavía, la gente joven de ahora que quiere trabajar y no puede, porque no hay ni Dios que no esté parado con lo de la puta crisis. Sea como sea, no ha estado sin trabajar ni un solo día de su vida y cuando no ha estado trabajando ha estado estudiando, pero no ha tenido tiempo de tirarse panza arriba a mirarse el ombligo… Bueno sí, lo hizo una temporada cuando la farlopa la dejaba inutilizada para casi todo, pero eso es algo que prefiere no recordar más que como una mala racha que en realidad no fue ni tan siquiera larga, aunque bastante intensa.

Ay Dios mío, si se pudiera dar marcha atrás y volver en el tiempo, anda que la iban a pillar ahora; sin estudios, sin preparación y aguantando a un tipo como fue Ángel, que a retrógrado no le ganaba ni su propio padre, lo que ya es decir.

Habían llegado a esa etapa del paseo vespertino y la coca-cola en los billares cuando una tarde de sábado la invitó al cine. Hoy en día eso es algo de lo más normal, pero entonces al cine no se iba a ver ninguna película, no, sino a meter mano aprovechando la coyuntura propia de los cines, es decir, la oscuridad y la proximidad de las butacas.

Y allí estaba ella, con catorce añitos ya y la falda marrón a florecitas beige a conjunto con las botas heredadas de su hermana. Sentada muy recta en la butaca con las manos plegadas una encima de otra en el regazo, circunspecta y expectante, con el pelo suelto en la cara y sin mirar al lado, como si no fuera con ella la cosa, preguntándose si debía dejarse o no, crucial cuestión moral de la época. 

Ángel, como buen macarra de entonces, se alisaba el tupé al estilo Travolta y se hacía el longuis a la espera de que apagaran las luces, mirándola de soslayo con una ceja levantada, expectante también, pero menos, vacilante y vacilando, mascando chicle Cheiw fresa ácida y con la cajetilla de tabaco en el giro de la manga, como mandaban los cánones del decálogo de macho ibérico, que al parecer era su libro de cabecera, si es que alguna vez tuvo uno. 

Cuando se apagaron las luces, comenzó la función dentro y fuera de la pantalla.

Vamos, lo típico, el brazo por el respaldo de la butaca, luego en el hombro y resbalando lentamente hasta el pecho derecho, ya que, no se sabe por qué, los tíos siempre se ponen al lado izquierdo de las tías, una manía que cualquiera puede comprobar y que ha trascendido épocas. Ella se la aparta, la vuelve a poner, se la vuelve a apartar, se la vuelve a poner intentando palpar un poquitín más, y ella se la vuelve a retirar con más fuerza, pero entonces llega el momento decisivo, trascendental… el colega se gira, sube un poco el pie y dobla la rodilla para poder ponerse lo que él considera de frente a ella y se acerca lo suficiente como para avisar de que va a besarla, dándole tiempo a apartarse, solo que ella no se aparta, se deja, no meter mano, eso no, pero sí besar, que es otra cosa muy distinta.

Y con ese gesto, repetido varias veces a lo largo de la película, sellan no solo una especie de compromiso, sino que sientan las bases para lo que será su futura relación, al menos por un largo periodo de tiempo.

O sea, te quiero, pero no; me dejo, pero hasta aquí; me gustas, pero soy del grupo de las decentes, que para eso he ido a un colegio de monjas y he rezado más rosarios que la madre superiora.

El chico se conforma, de hecho, es lo que esperaba, que ella le aceptara, pero que le pusiera límites. Pobre de ella si se hubiera dejado meter mano la primera vez, la habría repudiado por facilona, por dejarse, y pobre de ella también si no hubiera notado su vacilación y su miedo al meterle la lengua en la boca, si no hubiera notado que le temblaban las piernas o si se hubiera atrevido a abrazarlo. Todo eso era síntoma de que le iba la marcha tanto o más que a él, incluso de cierta experiencia y por tanto, mal rollo, demasiado lanzada.

Ella sale del cine sabiendo que ha cruzado el umbral, de que le han dado no solo su primer beso, sino su primer beso adulto, con lengua y todo, con intento de tocar incluido, y se siente como si tuviera veinte años y fuera una mujer experimentada, una mujer hecha y derecha, comprometida con él, futura esposa del tipo que va a su lado intentando recordar si aquel pecho que ha tocado levemente le cabía, de verdad, todo en la mano abierta o solo ha sido una impresión momentánea, intentando averiguar qué talla de sujetador Belcor llevaba para hacerse una idea más o menos de la copa, preguntándose si aquello que le pinchó en la palma de la mano era la tela o el pezón, y sobre todo, preguntándose de dónde había sacado él tanto conocimiento senil si solo había visto unas pocas tetas y de mala manera.

La tímida conversación intenta no ir por lo ocurrido en el cine, eso es algo que se hace pero de lo que no se habla, y en ese momento, por decir algo, a ella se le ocurre comentarle que ese año termina el colegio y no sabe qué estudiar, tras lo cual él le contesta que no hace falta que estudie nada, que las mujeres no trabajan y que él jamás de los jamases permitiría que su esposa trabajara o estudiara, sino que viviría como una reina, en casa, cuidando de los niños que tuvieran.

¡Pa’qué más, Dios mío, pa’qué más…! Decidió no hacer nada, si total iba a vivir como una reina… me cagüen tó lo que se menea, como una reina.

Ahora le da ganas de llorar cuando lo piensa mientras termina de pasar la fregona al cuarto de baño compartido de las niñas, pero en aquel entonces era un sueño, una vida ideal.

De ese acercamiento salieron nuevos acercamientos distintos en los meses posteriores, como por ejemplo acompañarla a casa todas las noches, conocer a su hermano y a su hermana mayor, ver a su padre de lejos y saludarlo sin que aquel sepa quién es ese chaval que lo ha saludado y por qué, coincidir las dos madres en la compra y comenzar a hablar de si a mi hijo le gusta tu niña o de si a mi niña le gusta cantar mientras borda, y así, lentamente, semana tras semana se van encontrando sin saber que siempre han estado ahí y que se han conocido, pero que hasta ahora ninguna de las dos familias tenían nada en común. 

Parece mentira, pero aún recuerda la primera vez que se sentó en el mismo banco en misa que su futura suegra, entre ella y su madre, que aún llevaban la mantilla esa negra que a ella le daba tanta grima porque parecía de luto. Su suegra opinaba de ella, entonces, que era un encanto de muchacha, fíjate, con la de perrerías que se dijeron después durante el divorcio.

Cómo cambia la gente, desde luego, y las vueltas que da la vida, joder, que una cuando se pone a mirar atrás hasta se marea.

De aquel año en concreto recuerda dos cosas, a saber: Naranjito y la puta mili.

No se acuerda de Blade Runner, E T, la guerra de las Malvinas, la elección de Felipe González, la concesión de las autonomías ni de la visita del Papa polaco o el disco Thriller de Michael Jackson, aunque parezca mentira, porque es así de pánfila para los datos importantes e históricos.

Ella solo se acuerda de las dos cosas que iban a marcar su vida para siempre porque, desde aquel verano de mundiales previo al servicio militar, ya nada volvió a ser igual.

Para la ceremonia inaugural Ángel entró en su casa por primera vez, algo que ya se iba pasando de moda, pero que tenía su aquel. 

Auspiciado por su hermano mayor, que tenía una vocación chulesca muy similar, y por la hermana, que con su gracia y salero convenció a su padre de que el pobrecito quería formalizar el noviazgo antes de irse a la mili, entró en casa a tiempo de ver el primer partido y a la palomita blanca saliendo del balón. Para cuando Sandro Pertini dio sus famosos saltos de alegría junto al rey en la final, aquel ya bebía cerveza y ponía los pies en la mesa de centro, al lado de los dos hombres de la casa, como uno más de la familia, mientras ella y su madre cosían o se aburrían y su hermana leía el Nuevo Vale mascando chicle Cheiw de canela con la boca abierta y mirándolo de reojo.

A partir de entonces, los sábados hubo fútbol, que fue el sustituto natural de los futbolines. 

Si salían un rato era antes y nunca después porque las normas seguían respetándose con o sin novio, a las nueve en casa… y para qué salir si total tenemos que volver a ver el fútbol… pues nos quedamos… y para qué voy a ir tan pronto si no vamos a salir, pues ya iré, tú tranquila.

Lo que seguía siendo habitual eran sus cada vez más logrados intentos de caza y captura nocturnos, algo que no se le pasó, sino que incluso fue perfeccionando. Ella no puede saber, mientras piensa en esa época y sale de las habitaciones con el cubo de fregar en la mano, la de veces que él estuvo tentado de dejarla porque le hacía gracia cualquier otra chica más mayor y más experimentada, la cantidad de dudas, la de veces que se preguntó si era necesario exigir una vida tan decente como la que él exigía, si era absolutamente normal que saliera con una chica tan jovencita y con la que tardaría tanto en llegar al único sitio al que le interesaba llegar, o sea, a la cama. Pero mira, por otro lado, como más o menos iba pasándolo bien, jincando de vez en cuando los sábados noche y con la niña bien en el redil, a modo de moro de la morería, pues tampoco le iba mal por completo, tenía sus dosis de libertad y sexo ocasional por un lado y seguridad y cariño por otro.

O eso, o es que simplemente se había propuesto joderle la vida y por eso, aunque fue un año lleno de dudas y de fluctuaciones varias, no se alejó de ella, sino que la mantuvo a su lado.

Total, si seguía con sus incertidumbres y dejaba pasar el tiempo, la cercana mili también taparía el fracaso de sus buenas intenciones para con ella en el caso de que no saliera bien y decidiera dejarlo… Tendría que conocerla un poco más primero ¿no?

¿Qué pensaban los padres de ella? Pues lo vieron más o menos normal, incluso bien se puede decir. Veían a un chico que les parecía muy prudente, vale, no trabajaba, pero con la mili en puertas como que se emborronaban los márgenes de lo bueno y lo malo haciendo que eso fuera una simple anécdota. Por el contrario, vieron el hecho de que durante ese año de mili quisiera dejar afianzado ese noviazgo precoz como algo que era señal de sus buenas intenciones y de la fijeza de sus sentimientos para con la niña, por tanto, les pareció lo que hoy diríamos un chaval sensato y formal.

¿Que parecía un poco ignorante y corto de miras? La mili haría de él un hombre.

Joder, Ángel engañaba como Dios, ni la madre que lo parió lo conocía bien del todo.

Tenía la sana virtud de no decir nunca mentiras, pero cómo conseguía que los demás creyeran en él y en la veracidad de todas sus acciones y afirmaciones, así como en su inocencia, era un triunfo de la insinuación y la perspicacia. 

Vuelve a la cocina pensando en aquel año y sabe que tiene que dejar de pensar en el pasado, que lo único que consigue es llenarse de una mohína insana y perder el sentido de la practicidad que requiere el llevar cuatro trabajos a la vez, vamos, que no puede permitirse distraerse ni atrasarse ni que se le vaya el santo al cielo, porque su vida está tan milimetrada que una vacilación como la que está teniendo esta mañana le va a hacer ir de puto culo todo el día. 

Pues ni aun así.

De hecho, se mete en la cocina, vacía el cubo de fregar, comprueba que la lavadora ya ha parado y se queda quieta apoyada en el quicio de la puerta de la galería con cara de boba, mirando al frente sin ver nada, pensando, eso sí, porque otra cosa no, pero a pensar no la gana ni Dios esa mañana.

Piensa en los domingos, sabe que en aquella época existieron los sábados de fútbol y aburrimiento en casa, algún sábado de plantón también, pero como que lo ha ido borrando de su subconsciente para recordar solo los domingos de cine, la oscuridad de la sala, la proximidad de él, el ambiente de metemano que imperaba entonces, los apretones, la caricia de los dedos entrelazados, el roce de un pulgar en su mejilla o en su hombro desnudo jugando con un tirante, la mirada de deseo mezclado con cierta contención que ella tomaba por respeto, los nervios cada vez más templados porque ya estaba acostumbrada a esa situación hasta el punto de anhelarla, y sobre todo sus besos, aquellos labios sobre los suyos, aquel roce lento pero firme de su boca, el avance de su lengua, el sabor de su saliva, la calidez de su aliento, el empuje cada vez más intenso de sus propios instintos y el aroma de Brumel y de chicle Cheiw de fresa ácida que él siempre mascaba en los previos y que luego pegaba bajo la butaca.

Besaba como un ángel. 

Huy, en eso sí hacía honor a su nombre el muy cabrón.

También tiene un recuerdo bastante claro de aquella Vespino azul eléctrico con la que comenzaron a ir a la playa, en chanclas de goma y pantalones cortos, en vaqueros cortados con tijeras; de la forma en que se agarraba a su cintura para no caer y apoyaba la cabeza sobre su espalda; de los besos sentada en el sillín o de pie frente a él y también, por qué no recordarlo, de los quemones con el tubo de escape que indican su poca pericia y su nula experiencia en bajar de motos, pero que en secreto envidiaban todas sus amigas, y que se mostraban como símbolo de iniciación. Y del mar, de las primeras caricias sobre su cuerpo y de la mirada inquisidora de los playeros domingueros de la época, con aquel bikini amarillo de lacitos que era tan sugerente; del atisbo de celos del colega cuando la miraban y de lo segura de sí misma que se sentía cada vez que eso ocurría; del roce de su pecho junto al suyo, del de sus piernas velludas entre las suyas, del juego tonto y estúpido de desprenderle el lazo de la parte superior, del abrazo entre las olas y de la forma en que él la sostenía cerca y le hacía piruetas con las que siempre había un roce de más o de menos; del sabor de sus besos salados, del aroma del sol y del salitre en su pelo o del azul cada vez más intenso de sus ojos; del bañador rojo marcapaquetes de la época que él llevaba o de aquel tubito amarillo de plástico impermeable con una ancla dibujada que se colgaba del cuello para llevar las monedas sueltas y un par de cigarros.

Fue un gran verano sin duda, por eso borró los sábados, por eso no se acuerda ni quiere acordarse de ellos, porque prefiere recordar lo bueno y desechar lo malo, porque en aquel entonces no podía adivinar que en su vida habría muchos más “sábados” que “domingos”.

  Tampoco quiere recordar cómo él la fue cambiando, cómo lanzó al garete a la niña tonta de entonces para ir modelando a la mujer que sería después, cómo sentó las bases de su pasión y aparcó su romanticismo mojigato sacado de novelas viejas de Corín Tellado y charlas monjiles sobre virtudes y tesoros. Cómo dejó de ser la pánfila que él conoció para convertirse, poco a poco, en la diligente y activa amante que sería después, cómo comenzó a desear hacer con él todas las guarrerías que explicaban en Nuevo Vale, cómo quería sentirse mayor, moderna, libre, amada.

El despertar de la vida dirían, pero es que ya eran horas, coñe, que aquella época vale que no fuera esta, pero aún así, había pocas tan ingenuas y tan pardillas como ella lo era entonces, que era una especie en peligro de extinción, un fiel reflejo de su madre que fue joven en los sesenta, no en los ochenta suyos, una pava lenta y atontada que, sin embargo, aprendió con facilidad y buena voluntad, porque podría haber ocurrido que aquellos avances de Ángel hubieran sido rechazados por completo o que no le diera la gana aprender y espabilarse. Podría haber tenido el coco lleno de parábolas de misa y virtudes tan arraigadas que ni él hubiera podido con ellas. Pero no, en el fondo tenía una vocación apasionada, porque si no, a ver cómo se explica el cambio tan brutal que dio la niña en un solo verano, que cuando fue a acabar ya no la conocía ni la madre que la parió, pero bueno, como en casa seguía siendo modosita y buena, seguía con sus bordados y su fuerza para limpiar azulejos y fregar suelos y yendo a misa los domingos, como que en el fondo dieron el cambio por normal también. Ya tenía novio, ya estaba espabilada y solo quedaba esperar a que no se espabilara más de la cuenta.

Cuando llegó septiembre no dijo nada de estudiar, y como la familia no lo creyó necesario y nadie le aconsejó sobre lo jodida que puede ser realmente la vida, pues se quedó en casa, de criada de todos full time, yendo y viniendo de las clases de Corte y Confección cada tarde, bordando su ajuar y el de su hermana, cuidando niños por la mañana de nueve a una, ahorrando y aprendiendo a cocinar… vamos, la educación vital y apropiada para una mujer del siglo dieciocho, solo le faltaba tocar el pianoforte para ser de lo más completita en cuanto a inutilidad. A ver, no eran cosas tan inútiles, todas las casas se limpian y, de hecho, es como ella se gana la vida ahora, pero vamos, muy liberal y moderna, por más que comenzara a dejarse meter mano en las tetas, pues como que no era.

Su hermana, la feminista liberada y ocasionalmente zorrón vocacional, la arengó un par de veces para que hiciera algo más con su vida, pero con tan escaso éxito que solo consiguió enfadarla y que dejara de bordarle las toallas con su inicial, así que al final la dio por perdida y se centró en sus estudios de enfermería, no sin antes avisarle de que algún día se arrepentiría de no haber estudiado cuando tuvo oportunidad.

A ella le dio igual aquel funesto y aplastante vaticinio. A Ángel le parecía correcto su plan de vida estilo medieval, los padres pasaban de todo, la casa familiar nunca había estado tan limpia y su madre nunca había estrenado tantas faldas a medida, así que todos contentos, aquí paz y allá gloria.

Me cagüen tó, porque no me metí de diseñadora o modista con lo bien que siempre se me ha dado coser, si me he hecho yo hasta todas las cortinas de casa, piensa ahora, treinta años después, apoyada en el quicio de la puerta de la galería, que no el de la mancebía, como la copla. Pues porque entonces eso no se llevaba, querida. Como a casi todo, llegaste tarde. Además, no tienes buen gusto y ni sofisticación, si no hay más que verte, joder.

Aun así, durante el año que él estuvo fuera la convencieron para intentar algo más y empujada por los vientos de modernidad y de igualdad que Pili, su amiga de infancia, y su hermana la enfermera lograron meterle en la cabeza en ausencia del novio, en el curso siguiente se apuntó a “Jardines de Infancia FP 1″, dos añitos tan solo, algo que a Ángel le pareció muy apropiado y que ella creyó necesario, no por bien de su futuro, sino porque Lady Di había trabajado en ello hasta antes de su boda y porque así criaría mejor a sus futuros hijos, aunque tampoco le sirvió de absolutamente nada.

Lo suyo es equivocarse, para qué mentirnos, es llegar tarde y a deshoras, es no pensar bien en el porvenir y tomar decisiones desacertadas, porque a ver, ¿a quién más que a ella se le ocurriría estudiar eso en plena inversión de la pirámide poblacional y empujada por un motivo tan parco e ilusorio como la historia de cuento de hadas de Lady Di, que ya sabemos todos cómo terminó? Pues a ella y a veinte más como ella que, salvo alguna excepción, han terminado fregando oficinas. Que la educación no era lo mismo entonces y ese título, querida, no te vale para absolutamente nada porque cualquier cría de hoy en día, a tu edad de entonces, te tapa a títulos, másteres, módulos y hostias.

Ángel se había ido a la mili a finales de octubre de aquel año de los mundiales de Naranjito y ella, abandonada en casa, descubrió dos vocaciones secretas, una fue el género epistolar y otra su clítoris, pero mejor nos centramos en la primera.

Escribía largas cartas al novio ausente, unas cartas larguísimas que parecían testamentos, total para no contarle nada porque ella, en realidad, no hacía nada. Algún sábado salía al cine con Pili, cuidaba aquel niño, cosía y esas cosas, pero lo normal era que no tuviera nada especial que decir, salvo lo mucho que le quería y lo muchísimo que lo echaba de menos. 

El cuartel de Alta montaña estaba todo flipado con las cartas de la novia de González, que le enviaba hasta tres diarias. Cantaban el Margarita se llama mi amor con su nombre, no digo más.

Él le contestó algunas, más que nada para darle instrucciones: “No, con tu hermana no salgas de paseo, yo sé por qué lo digo; que vale, que con Pili al cine no pasa nada; que mi madre dice que no vas nunca a verla, a ver si te pasas de vez en cuando; que no, que no sé cuándo voy a ir de permiso; que sí, que como de puta madre porque me envían paquetes de casa que si no aquí solo hay sopa de y patatas con; que no, que no te cortes el pelo hasta que te lo diga yo; que vale, que puedes ir; que no, que no vayas, yo ya sé por qué lo digo niña de mi corasón, con “s”; que yo también te quiero; que sí, que te echo mucho de menos y pienso mucho en ti; bueno, si es FP Jardines de Infancia solo dos años, vale, apúntate para el próximo curso; oye, que te pongas muy guapa para la jura de bandera, algo nuevo y sexy porque te van a mirar con lupa, pero sin exagerar eh, a ver qué pasa. Que si hace frío, que si nos vamos de maniobras, que si no se cómo puedo soportarlo, que cuando vuelva no me vas a conocer de flaco que estoy…

Lo que no le contaba era que se lo estaba pasando en grande, que el chuloputas que llevaba dentro había aflorado por fin y estaba en su salsa; que tenía un par de buenos amigos madrileños, de esos amigos fieles que solo se hacen entre las duras condiciones de los cuarteles de entonces, y lo estaban espabilando a base de bien; que había comenzado a fumar hachís y marihuana, que hacía sus pinitos con la droga dura, que las chicas de aquellos puebluchos se abrían de piernas con una facilidad pasmosa ante la oportunidad de pillar a un soldadito que las sacara de su pueblo de mierda anclado en vete a saber dónde y en qué época; que practicaba con ellas cada fin de semana y que había logrado convertirse, por fin, en el semental que siempre soñó ser. No le contó que había ascendido a cabo y puteaba a los “bultos” personalmente, ni que el cetme era como una continuación de su cuerpo, ni que, en realidad, no lo arrestaron ni una sola vez, sino que se iba con sus compañeros a vivir la movida madrileña que ya había comenzado y ellos sin enterarse… En fin, algunos detalles se le pasaron por alto, que tampoco es que el recluta González fuera una lumbrera.

Ay, y lo que ella le lloraba, por Dios, cada vez que recibía carta, o cuando no la recibía, y sobre todo cuando llegó Navidad, madre mía qué drama. Y él tan lejos, y ella tan sola y tan desesperada por sus besos, con las hormonas tan revolucionadas que sus ovarios parecían la Plaza Roja de Moscú, con sus sueños románticos y sus ilusiones aún intactas, tragándose las mentiras que él le contaba en sus pocas cartas y soñando cada noche con un reencuentro de película, tan enamorada o más que antes, tan tonta de los cojones como siempre.

Se separa de la puerta y mira su reloj: hala, más retrasos, vaya día me llevas hoy, cari.

“Mira, voy a hacer lo justo porque hoy no sé qué tengo, total un día me puedo encontrar mal ¿no? Vamos, digo yo que tengo derecho a ponerme mala”.

Está pensando hasta en llamar a Montse y decirle que se ha puesto enferma, pero joder, están los trabajos como para jugar con ellos, como para ir haciendo tonterías, si hoy en día quien tiene un trabajo tiene un tesoro, así que saca fuerzas de flaqueza y sigue a lo suyo, con retraso y con pocas ganas, pero sigue. No sabe hacer otra cosa, no sabe mentir bien, aunque hubo un tiempo en que lo hizo, no sabe inventar excusas aunque hubo un tiempo en que las inventó y sobre todo, no sabe superar la melancolía, los recuerdos, el dolor y la mala suerte, aunque lleva media vida intentándolo.

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Published on September 16, 2023 00:36

September 15, 2023

Cinco poemas de Gioconda belli

Invocación a la sonrisa

Dame la ternura desde el sueño,
dame ese cucurucho de sorbete que tenés en la
        sonrisa,
dame esa lenta caricia de tu mano.

Yo te daré pájaros
que cantarán tu nombre
desde lo más alto de los árboles.
Te daré piñas, zapotes, nísperos,
enredaré maizales en tu pelo.
Yo invocaré los dioses de nuestros antepasados
para que caigan tormentas,
para que miedosos y cogidos de la mano,
miremos la furia del rayo y del relámpago.
Yo tejeré ilusiones con ramitas y hierbas,
tocaré las rocas para que brote agua y nos bañemos,
yo haré poemas, cantos,
mi amor, cuando me hayas mirado,
cuando corra las cortinas del sueño,
cuando me coma el sorbete de tu sonrisa.

Y Dios me hizo mujer

Y Dios me hizo mujer,
de pelo largo,
ojos,
nariz y boca de mujer.
Con curvas
y pliegues
y suaves hondonadas
y me cavó por dentro,
me hizo un taller de seres humanos.
Tejió delicadamente mis nervios
y balanceó con cuidado
el número de mis hormonas.
Compuso mi sangre
y me inyectó con ella
para que irrigara
todo mi cuerpo;
nacieron así las ideas,
los sueños,
el instinto.
Todo lo que creó suavemente
a martillazos de soplidos
y taladrazos de amor,
las mil y una cosas que me hacen mujer todos los días
por las que me levanto orgullosa
todas las mañanas
y bendigo mi sexo.

Nueva tesis feminista

¿Cómo decirte
hombre
que no te necesito?
No puedo cantar a la liberación femenina
si no te canto
y te invito a descubrir liberaciones conmigo.
No me gusta la gente que se engaña
diciendo que el amor no es necesario
-‘témeles, yo le tiemblo’
Hay tanto nuevo que aprender,
hermosos cavernícolas que rescatar,
nuevas maneras de amar que aun no hemos inventado.
A nombre propio declaro
que me gusta saberme mujer
frente a un hombre que se sabe hombre,
que sé de ciencia cierta
que el amor
es mejor que las multi-vitaminas,
que la pareja humana
es el principio inevitable de la vida,
que por eso no quiero jamás liberarme del hombre;
lo amo
con todas sus debilidades
y me gusta compartir con su terquedad
todo este ancho mundo
donde ambos nos somos imprescindibles.
No quiero que me acusen de mujer tradicional
pero pueden acusarme
tantas como cuantas veces quieran
de mujer.

Menopausia

No la conozco
pero, hasta ahora,
las mujeres del mundo la han sobrevivido.
Sería por estoicismo
o porque nadie les concediera entonces
el derecho a quejarse
que nuestras abuelas
llegaron a la vejez
mustias de cuerpo
pero fuertes de alma.
En cambio ahora
se escriben tratados
y, desde los treinta,
empieza el sufrimiento,
el presentimiento de la catástrofe.

El cuerpo es mucho más que las hormonas.
menopáusica o no,
una mujer sigue siendo una mujer;
mucho más que una fábrica de humores
o de óvulos.
Perder la regla no es perder la medida,
ni las facultades;
no es meterse cual caracol
en una concha
y echarse a morir.
Si hay depresión,
no será nada nuevo;
cada sangre menstrual ha traído lágrimas
y su dosis irracional de rabia.
No hay pues ninguna razón
para sentirse devaluada. 
Tirá los tampones,
las toallas sanitarias.
Hacé una hoguera con ellas en el patio de tu casa.
Desnúdate.
Bailá la danza ritual de la madurez.
Y sobreviví
como sobreviviremos todas. 

Soy llena de gozo

Soy llena de gozo,
llena de vida,
cargada de energías
como un animal joven y contento.
Imantada mi sangre con la naturaleza,
sintiendo el llamado del monte
para correr como venado desenfrenadamente,
sobando el aire,
o andar desnuda por las cañadas
untada de grama y flores machacadas
o de lodo,
que Dios y el Hombre me permitieran volver
a mi estado primitivo,
al salvajismo delicioso y puro,
sin malicia,
al barro, a la costilla,
al amor de la hoja de parra, del cuero,
del cordero astuto,
al instinto.

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Published on September 15, 2023 03:00

September 5, 2023

Las horas contadas. Capítulo 3

Las horas contadas. Capítulo 3Novela por entregas que puedes leer en mi web desde tu móvil

Cuando entró en el cuarto de baño, lo primero que hizo, después de evitar el espejo, fue notar un hambre de esas vergonzosas, de las que te hacen rugir las tripas, pero hay dos cosas que no soporta hacer: comer entre horas y abrir neveras ajenas, aunque luego, dentro de una media hora más o menos, seguramente no podrá evitar hacer las dos cosas a una.

Tiene toda la mañana por delante y ya sabe seguro que hasta las tres no va a llegar a casa, así que con un café no va a poder pasar toda la santa jornada laboral hasta la hora de comer. Total, tiene permiso de Piluca para coger lo que le apetezca del frigo, así que sin pensarlo, o mejor dicho, pensando que cuanto antes coma algo más tiempo va a tener de quemar sus calorías, se dirige a la cocina para hacerse un café cortado y, tal vez, un yogur descremado o un cruasán de esos pequeños que venden en Mercadona y que ella compra, a saco, para los niños. Bueno, lo de los niños es una metáfora porque ya son mayorcitos. 

Es un coñazo contar la edad de los demás, aunque tengas como referencia la edad propia. Tal vez eso sea de verdad lo malo, tener esa referencia tan palpable y tan cierta, esa reseña del tiempo pasado en el que mientras unos van hacía su plenitud, uno ya comienza a tomar el camino de no ir hacia ningún lado, porque aún se es joven como para decir que eres mayor, pero se es mayor como para pensar que eres joven. Luego será peor porque el camino tomará un derrotero verdaderamente peligroso, la madurez y luego aún peor, la tercera edad. 

No se imagina cómo será el hogar del jubilado cuando ella esté jubilada, si ahora ponen pasodobles y boleros, coplas y chachachás, ¿qué pondrán cuando ella vaya? ¿Bakalao? ¿Funky? ¿Disco? ¿Pop? ¿Rap? ¿El Aserejé y la Macarena? ¿Canciones de la movida? Lo que tiene claro es que Alaska sale fijo, porque esa tía es imperecedera y ha estado en todos los momentos y en todas las movidas de cualquier época, pero lo demás es una incógnita alucinante que no sabe si quiere desvelar.

Abre la nevera y saca el yogur, junto con la leche descremada que vierte en un vasito y pone en el microondas, como si esa fuera su casa. Luego, abre un armario y espera a oír el ping del aparato para ponerle el café soluble. Apoyada sobre el banco de la cocina, abre el yogur desnatado y comienza a tomarlo cucharada a cucharada, sin prisa pero sin pausa. El café quema como un condenado y ella sopla sin darse cuenta, como si no tuviera claro, ya a estas alturas, que aún le quedan casi dos horas más de curro y que va a llegar tarde a todas partes hoy, que no hay prisa, vamos, porque ya la hemos liado desde el principio, cuando te has tirado veinte minutos analizando minuciosamente el vestidor de Piluca y envidiando no solo su ropa, sino el hecho de que ella quepa dentro.

“Joder ya me vale, ahora a ir de culo toda la mañana”.

Pues sí, querida, de culo, tú te lo has buscado por no estar en lo que estás, por andar recordando lo que no debes y a quién no debes como si estuvieras boba. Por tener pensamientos peregrinos que ya no deberías tener, por estar apajarada esta mañana, que parece que tengas más resaca hoy que cuando venias de hacer la Ruta del Bakalao, jodida.

“Si es que ya me vale”.

Se va de la cocina sin terminar el café del todo, con remordimiento de conciencia por lo que va a hacer: fumarse un cigarro en la terraza. En la casa está prohibido y el único que se salta esa prohibición es Enrique que hace lo que le da la gana, aunque como está tan poco en casa ni se nota que fuma, de hecho, ni se nota que vive en ella de no ser por el vestidor y por los resultados que su aseo personal deja en el lavabo.

Enrique es una pieza similar a lo que fue su primer marido, pero con gracia y dinero, lo que le suaviza las formas, aminora las putadas hasta convertirlas en pura anécdota y disimula los vicios hasta que parecen virtudes.

Es increíble cómo lo hace. Cuando Piluca dice que su marido no ha podido dormir en toda la noche por problemas financieros, no deja entrever que es que se ha metido un gramo o dos de coca entre tabique nasal y occipucio; cuando está de viaje de negocios no sabe, o no quiere saber, que le acompañan una o dos señoritas de compañía; cuando dice que es perseverante, no dice que es tozudo como una mula e intransigente; cuando él le cuenta que perdió el avión por culpa de un taxista que no entendía su idioma, no le dice que la taxista era una negra monísima clavada a Naomi Campbell que lo llevó hasta su casa del Harlem y le echó el polvazo de su vida, porque ya se conocen desde que comenzaron las negociaciones con la multinacional estadounidense hace tres años y la llama siempre para los traslados; cuando dice que es un lince en los negocios se calla que no tiene ningún tipo de ética profesional y le importa una mierda pisar a quien se le ponga por delante; cuando dice estar reunido se está metiendo un Cardhu y un par de rayas con el socio; cuando dice que no puede ponerse al teléfono es porque simplemente no le da la gana; y tampoco quiere enterarse de que si anoche le echó un polvo es porque no tenía a nadie mejor a mano y la suya está agotada de tanto tocarse los huevos, que es lo que hace todo el día en el despacho.

Dinero, gracia y una mujer que se traga todo lo que le dice, como la de Jonás, que se creyó el cuento de la ballena, no te jode.

Ella no veía nada aparte de Ángel y así le fue el cuento.

¿Cómo sabe ella todo eso? Pues porque fue cocinero antes que fraile, porque reconoce la  mirada extraviada y desangelada de Piluca antes de ponerse las gafas de sol, y las ojeras antes del maquillaje; porque ha recogido pañuelos de lágrimas y ha hecho como que no veía las muecas de disgusto ante manchas sospechosas o ante citas anuladas; porque ella también intentó justificar lo injustificable e intentó no ver aquello que no quería; porque se mintió durante años; porque intentaba no darse cuenta de que había perdido hasta la dignidad intentando no perderlo a él; y sobre todo, porque intentaba llenar su vida con cosas que le dieran una seguridad en sí misma que había perdido por completo. Piluca tenía su gran vestuario, sus amigas y sus compras, una vida social agitada y las horas completas para evitar pensar y estar sola; ella se había tirado a la coca y por eso también podía reconocer las mentiras de él, porque había sido ambas cosas, víctima y verdugo de sí misma.

 “Las penas con pan son menos penas” vuelve a decirse mientras se da la vuelta y regresa a la cocina para coger el limpiacristales e ir adelantando faena mientras se fuma el cigarrillo, por aquello de no estar parada sin hacer nada. De todas formas, sabe que no se lo fumará a gusto porque perder el tiempo cuando va tan retrasada es algo que la pone nerviosa, así que sin pensarlo más, entra a la terraza con sus armas en la mano y se enciende el cigarro mientras lanza un chorro de líquido blanquecino al cristal. Inmediatamente lo comienza a extender con uno de los trapos que ya ha utilizado en los espejos de los baños hasta una altura prudencial, vamos, hasta donde ve que quedan marcas del agua y luego se aparta para hacer lo mismo con el cristal lateral.

Ahora tiene que dejar secar durante unos minutos antes de eliminar esa película blanca que a ella le recuerda a la de los escaparates vacíos de su época, cuando, no sabe por qué, embadurnaban los cristales por dentro con algo similar a pintura mientras el local estaba en desuso. Para que no se viera el interior imagina, pero sin explicarse del todo si eso era necesario de verdad.

Delante de los billares aquellos de su adolescencia, había una zapatería antigua que tuvo sus cristales así durante años, hasta que alguien retomó el oficio.

En aquella época no había “millas de oro” como ahora, no había más que dos calles con tiendas de todo tipo y luego los negocios se dispersaban por lugares del barrio muy poco estratégicos. Era una época en la que a los clientes no les importaba ir de un lugar a otro porque todo estaba relativamente cerca y porque en épocas anteriores no habían tenido ni el lujo de tener esos negocios, o sea, que iban sobrados aunque tuvieran que recorrer tres calles para comprar lo que necesitaran. No existía el marketing ni la decoración de escaparates ni los personal shoppers o las estrategias de venta. Entonces, las compras se basaban en las necesidades y punto.

Se estrenaba ropa para las comuniones y para Todos los Santos, y abrigo cada tres años coincidiendo con la Inmaculada y a veces estrenabas la ropa de tus hermanos, no la tuya propia, así que era como no estrenar nada aunque te hiciera la misma ilusión.

Ella esperaba con impaciencia heredar una falda color marrón a florecitas beige de su hermana y unas botas oscuras que entonces se llevaban mucho también, para que Ángel la viera distinta los fines de semana, para poder ponerse una cosa el sábado y otra el domingo, como las niñas bien de su colegio, que siempre iban tan monas los días de excursión, cuando se podía ir vestida de particular.

Guarda un mal recuerdo de aquellas excursiones. Parecían una competencia para ver quién iba mejor vestida porque, aun siendo niñas, se las podía clasificar adivinando a qué clase social pertenecía cada una por la ropa de un único día al año, y a veces, aun yendo con el uniforme se adivinaba; era como si las hijas de papá tuvieran algo especial que las hacía distintas a las demás. Vestían igual, llevaban los mismos libros, los mismos cuadernos y hasta bocadillos similares, pero parecían pertenecer a un grupo aparte, al grupo de los privilegiados y eso quedaba patéticamente patente en los días de excursión, cuando la ropa era la de los fines de semana.

Supo que siempre habría clases. Fue haciéndose su círculo poco a poco y hasta olvidó los traumas infantiles con la dichosa ropa, que sirvió para identificarla con las que iban a ser sus mejores amigas porque pertenecían a su misma clase, a esa clase media que siempre está en medio de todo o de nada. La misma a la que cree pertenecer desde hace unos años, clase media baja, a veces más alta, a veces más baja y a veces ni eso, como ahora.

Mira las hamacas en la terraza y se imagina a sí misma leyendo el periódico sobre ellas durante un domingo soleado, tomando café, o mejor, tomándose unas papas y una cerveza de aperitivo. Si algo le envidia a Piluca, ahora en serio, es la belleza y la paz. Mucho más que su vestuario y mucho más que su talla 38-40, mucho más que esa casa en donde no falta ni un solo detalle o, incluso, que la cuenta corriente para gastos que le pone su marido cada mes.

Si algo le envidia es la serenidad, la falta de problemas toscos, sórdidos y banales, la seguridad del dinero, no el dinero en sí mismo, y la belleza que este puede aportar a la vida.

Desde el mirador de la terraza se puede ver entera la plaza de la Paz, con sus árboles, sus jardineras y su templete modernista, que es una cafetería; y los edificios de enfrente, donde los bajos son perfumerías de lujo, tiendas de exquisiteces que antaño fueron ultramarinos ya elegantes, bancos modernos que guardan sabor antiguo. Las viviendas son también antiguas, con fachadas modernistas mediterráneas, y no están hacinadas cinco por rellano, sino una por planta y toda la planta para una. Doscientos  metros por familia, cincuenta metros por persona, que es lo que necesitan para vivir, como si no se pudiera vivir en menos espacio, como si la falta de volumen fuera una grosería para su modo de vida

Se puede ver el Teatro, el Sindicato, el Casino y el Banco de España, todo en el mismo perímetro de la amplia plaza, edificios imponentes, clásicos en su belleza, de solo dos o tres plantas que a ella no le quitan ni un átomo de luz, fachadas neoclásicas, modernistas, bellas, restauradas, que lucen como en su mejor época, elegantes y fastuosas.

Con el cigarro en la boca se da la vuelta y comienza a quitar el blanco líquido que se ha secado por completo, el cristal va apareciendo poco a poco más brillante, con una superficie lisa y hasta suave a la vista, primero uno y luego otro, venga el trapazo con fuerza, sin olvidar los rincones de las cristaleras donde siempre se queda una esquinita blanca que tiene que limpiar con un solo dedo, arriba y abajo, de un lado a otro, haciendo chirriar el cristal hasta que se queda limpio y luminoso como un diamante.

Da una bocanada del cigarro y tira la ceniza en una de las macetas: en esa casa no existen los ceniceros, no como en la suya que siempre están llenos a rebosar porque nadie, salvo ella, se acuerda de vaciarlos.

Le da otra bocanada más y quiere apagarlo, pero no sabe cómo ni dónde, lo único que sabe es que no puede entrar con el cigarro encendido porque Piluca seguro que lo nota al entrar y monta en cólera. Mira para un lado, mira para otro, como si estuviera tonta y al final decide apagarlo con un chorrito de limpiacristales para tirarlo al cubo de la basura, pero ella es una tía torpe y le sale un chorro que vuelve a manchar el cristal recién limpio. Me cagüen la puta, vuelta a empezar.

Repite la operación con la porción de cristal manchado como si fuera una penitencia, como si estuviera entonando el mea culpa, y cuando por fin se ha secado, o lo ha hecho secar ella venga el refregón, lo pule del todo y se larga con la sensación de ser la persona más jodida de la tierra, al menos ese día, porque vaya día me lleva, como para no haberse levantado de la cama, como para quedarse quieta y no seguir haciendo trastadas porque a este paso no se sabe si le va a ir la vida en ello, y no es una exageración, ella es así de torpe.

Se vuelve a las habitaciones de las niñas a ver si las termina de una vez, y en eso el reloj del comedor vuelve a dar la hora, las nueve y media… Joder, si se pensaba que era más tarde. 

Bravo, ha recuperado el tiempo perdido, o tal vez puede ser que haya ido a toda hostia con la aspiradora mientras pensaba en el idiota de Ángel. 

¿Está bien eso de pensar en el padre de tu hijo en unos términos tan despectivos? A ella siempre le había dado rabia esa costumbre de hablar mal del marido, eso tan típico de “díselo al imbécil de tu padre” que su madre solía repetir tantas y tantas veces, pero ese no era su caso, ella estaba divorciada de aquel señor, por decirlo fino, desde hacía casi veinte años, o sea, desde hace tanto tiempo que tendría que haber olvidado su cara, sus gestos, su voz, su cuerpo. Pero hoy no, hoy está tan presente que casi que puede oler el Brumel de su colonia y el aroma a jabón lagarto, que no de Marsella, que se desprendía de su ropa recién planchada. Casi puede evocar la forma en que, hace treinta años, la miraba al salir del colegio con los libros a cuestas y la seguía con la mirada por la avenida flanqueada de moreras que la llevaba desde su colegio a casa. Hasta puede oler las golosinas del señor del carrito que vendía regalices y chucherías  y que siempre se ponía a las tres en la puerta del edificio. El mismo señor pequeño y lúgubre que por las tardes, a partir de las cinco, se volvía arrastrando el pesado carrito, que no era más que un carro de burro pintado y remodelado hasta parecer una cosa decente, y se metía en su kiosco, un lugar fétido en una casa vieja, oscura, con grandes portalones de madera carcomida y luces apagadas. Siempre olorosa a vino de barrica y a las jaulas con conejos que criaba en el patio, con un tufo rancio a regaliz de palo, a excrementos de roedor, hojas de morera y gusanos de seda, igual que su dueño, que además ocultaba en la trastienda, bajo kilos de mugre, revistas porno antiguas, calendarios de chicas ligeras de ropa y sus vicios.

Cuenta la leyenda que lo metieron en la cárcel por meter mano a niñas. Que tenía la insana costumbre de bajarse los pantalones a la menor indicación y enseñar sus vergüenzas a púberes inocentes que no tenían ni idea de lo que hacía ese señor con la mano mientras las miraba; cuentan que le cerraron el kiosco por guarro, porque no fregaba nunca el suelo y porque aquello era un nido de ratas que chupaban las regalices y los dulces que luego vendía en el carrito a la puerta del colegio, y que nunca se supo más de él.

Esas cosas ahora no pasan, se dijo, o no pasan de la misma manera, los tíos pervertidos no son tan lúgubres ni tan sospechosos, ahora podrían engañarte fácilmente porque no los ves venir, pero entonces no, entonces los tipos eran sospechosos de arriba a abajo, les veías algo extraño aunque no supieras qué era, eran sucios y descuidados, vestían mal y eran pobres como las ratas que criaban. No como ahora, que hasta el director del FMI es un presunto pervertido, y mira, como que lo disimula de cojones.

Ángel la esperaba, como por casualidad, cada día a las cinco, y si no lo hacía también a las tres era porque no le daba la gana ya que ni estudiaba ni trabajaba, y mientras sus compañeras se reían por lo bajo al verlo, señalándole con un dedo mal disimulado y con miradas de pura tontería, ella apretaba las carpetas sobre su pecho para taparse, ralentizaba el paso y se dedicaba a hacer como si no lo viera, hasta que pasaba por delante y se alejaba. Solo entonces se daba la vuelta para ver si él la miraba, y normalmente lo hacía, la miraba, de hecho la escaneaba de arriba abajo con una mezcla de deseo y de propiedad que muy pocas veces ha visto en un hombre, más que nada porque hay que ser ridículo para mirar así a una cría de trece años, castigando, poseyendo, marcando, decidiendo, todo eso sin palabras, sin cruzar dos frases, sin estar solos y sin que le haya dicho absolutamente nada.

Pero no importaba, era la época del tonteo, la del acercamiento, la de aproximación y cortejo. Paso primordial para etapas posteriores en las que ya todo comenzaría a tomar forma. No importaba que aquel comportamiento fuera de lo más parecido a lo que Félix Rodríguez de la Fuente podía explicar en El hombre y la tierra, porque en verdad era más o menos igual; danzas de seducción, mostrar las plumas, exhibir encantos, masculinidades y cierta voluptuosidad hacia la hembra de tu especie. Lo de siempre, pero sin llegar al apareamiento en tan corto plazo de tiempo como los animales, el cortejo humano era bastante más lento y complicado, complejo se podría decir.

Ella llegaba a casa y tras comerse un mini bocadillo de merienda a toda prisa, se largaba a los billares donde ya estaba él de nuevo, esperándola, como si tuvieran una cita. Ay Dios, y cuando no estaba era un suplicio: las preguntas, la indecisión, las dudas, los malos pensamientos, la espera… Y si no iba era ya el acabose: las lágrimas nocturnas, el miedo, la sensación de vacío, la incertidumbre, los celos… joder qué drama.

Total, para lo que luego pasó, hay que ver.

Le da la impresión, al recordar esa imagen, de que ella era un corderito y él un lobo hambriento. Ella, tan niña, con calcetines y uniforme, con las carpetas forradas de fotos de Pecos y Miguel Bosé apretadas contra el pecho que le creaba tantos complejos, la coleta blandiendo en su espalda con un lazo azul marino o blanco de raso, la mirada aún inocente e ignorante, esperanzada, sin saber exactamente qué era eso que brillaba en los ojos de él al mirarla caminar, pero notando el calor que despedía en ese preciso instante, como si le quemara la piel en cualquier lugar de su cuerpo en el que él pudiera fijar la vista. Notando la más básica y física diferencia entre ambos, como si eso, por primera vez, no fuera un impedimento para jugar juntos a lo mismo, a algo distinto, como si de alguna forma, que no lograba adivinar, se complementara con aquel chico que ya era, a todas luces, su novio.

Fue en aquella época cuando comenzó a leer las revistas de su hermana mayor, Súper Pop, y sobre todo, Nuevo Vale, que era la más guarrindonga de las dos, con artículos como “¿Conoces su cuerpo?”, “¿Sabes lo que le gusta a él?”, “Dime cómo besas y te diré quién eres” y por supuesto, el magnífico apartado de “Mi primera vez”. En los 40 principales se oían canciones como Las chicas son guerreras o Chicas de colegio y todas le parecían dedicadas a ella. Envalentonada por los acontecimientos y la información, aquella primavera despertó del todo, o tal vez no era ni primavera siquiera, aunque a los trece años siempre lo parezca. El amor le había dado alas y se estaba espabilando. Pronto no se conformaría con las miradas y alguna frase suelta, sino que le pediría algo más, algo: una salida al cine, a la pastelería, que entonces abrían sábados por la tarde, una mano al futbolín o un “acompáñame a casa que está oscuro”, algo similar. Él la invitaría a una coca-cola y la acompañaría casi sin hablar, dejando, eso sí, que notara su presencia mientras vigilaba que no los viera nadie de la familia, hermanos mayores y padres sobre todo.

Seguían cumpliendo el rito paso por paso.

Tal vez a ella no le hubiera convenido nunca un tipo como él, pero eso es algo que entonces no se sabe y ahí radica su gracia, en el no saber, en el no poder ver el futuro ni adivinar lo que te va a pasar, en aprender, en descubrir, en reinventar creyendo que todo lo estás inventando tú en ese preciso instante, como si esas cosas no se hubieran producido de la misma forma desde mucho antes de que nacieras. Como si todo fuera nuevo y limpio. Como si la maldad no estuviera en este mundo y te pudieras permitir el lujo de creer que la vida es un paseo en barca.

Llevaba un retraso, de como mínimo tres años, en la adolescencia de su hermana, que era la cabeza loca de la familia y la que se había ido avispando mucho más rápido. Ella consiguió su primer beso, sin lengua, dos años antes, o sea, a los once, mientras que ella a los trece aún seguía soñando, pero qué se le va a hacer si Ángel la trataba como oro en paño, como a un tesoro en una urna de cristal, si no se atrevía ni a tocarla. Habían comenzado a hablar hacía muy poco tiempo y las cosas no tienen que ir tan rápido ni ella tiene que ser tan fácil como el putón verbenero que era su hermana mayor. A ella ya le picaba, como se suele decir, pero aguantaba como una jabata los pocos adelantos que Ángel hacía en su relación.

Una relación que iba viento en popa, mucho mejor de lo que ella misma se atrevía a pensar porque Ángel ya había decidido que ella iba a ser la mujer de su vida, la madre de sus hijos, la chica con la que se iba a casar en unos años, cuando al volver de la mili se pusiera a trabajar y a ahorrar dinero para un piso en el que vivir con ella, con su niña de larga coleta y uniforme a cuadros, con la niña de los ojos inocentes que no salía por la noche ni bebía ni fumaba ni conocía a otro ni le había gustado ningún otro más que él.

Si tenía ganas de fiesta o ganas de hembra salía por la noche a la caza y captura, era normal que un chico tuviera mucha más experiencia que ellas ¿no? Se sentía impune, como con derecho a todo, de hecho, jamás tuvo ni un solo remordimiento o pensamiento de infidelidad. Le decía a la incauta en cuestión, mientras se subía los pantalones, que no se hiciera ilusiones, que él tenía novia, pero novia formal, de las de antes, de las que se respetan hasta el día de la boda, y la interfecta le contestaba un “pues que te aproveche”, comenzando ya a lamentar no solo el haber ido a la cama con un tío así de lerdo y torpe para echar un triste polvo, sino a sentir una especie de misericordia por semejante boba.

Ya era un tío anticuado por aquellos remotos principios de los años ochenta, joder, si pensaba como su padre, así que no se explica cómo narices cambió tanto después, cómo se modernizó y se le giró la pinza de tal manera, pero eso es otra historia que casi que prefiere olvidar, porque le trae a la memoria situaciones que no le hacen sentir precisamente orgullosa de sí misma y que quiere relegar al olvido de una vez por todas, pero, maldita sea, con el día aciago que me lleva, seguro que hoy le da por pensar en ellas, como si lo viera.

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Published on September 05, 2023 00:48

September 2, 2023

Las horas contadas capitulo 2

Sale de la habitación mientras cierra la puerta despacio, como si no quisiera hacer ruido o como si cualquier ruido le fuera insoportable en aquel momento. Sabe que necesita un poco de paz y el silencio es como un lujo, así que no quiere romperlo ni siquiera con música.

Lleva el mp3 en el bolso con un montón de canciones que ha ido colocando y que se suele poner para ahuyentar la soledad, algo tan flexible y elástico que algunas veces le resulta bastante incómodo y otras necesario; como el tiempo, que unas veces pasa lento y otras demasiado deprisa.

Cuando era niña el tiempo parecía no pasar nunca y la soledad era una palabra extraña de la que no conocía cierto el significado.

Siempre había estado rodeada de gente. Siempre. Padre, madre, hermanos, abuelos, primos, amigas, monjas, profesoras. Siempre alguien. Y cuando estaba hasta las narices de ellos y de su presencia, no sabía que en el fondo estaba buscando la soledad, porque para ella el sentimiento de soledad no era ni mucho menos estar sola, sino sentirse sola que es muy distinto.

En aquel entonces se sentía sola cuando estaba rodeada de gente, pero nunca cuando lo estaba físicamente, y aun así, no le podía llamar a eso soledad porque no sabía que es algo más que la sensación de sentirse solo entre la gente, algo mucho más intrínseco y mucho más doloroso, algo mucho peor que estar sola por completo y desamparada del todo, algo mucho más profundo que aislarse, más hondo que la incomunicación a la que su forma de ser o pensar le llevaba.

La soledad es mucho peor cuando te sientes solo entre gente a la que quieres tener cerca y el desamparo proviene del interior de una misma. Solo entonces se está tocando la verdadera soledad.

Mientras no es así, aún queda la esperanza de que alguien pase y recoja tu soledad, alguien, quien sea; tu madre, tu hermana, tu marido, tus hijos o vete a saber quién. Pero cuando una depende de sí misma, cuando la esperanza se ha desvanecido y no hay nadie que recoja tus miserias, cuando tienes que ser tú misma quien se agache a por ellas y luego se levante para arrastrarlas, joder, entonces estás jodida de verdad. Y más sola que la una.

Pero hoy tenía el día reflexivo, el día tonto, y como que necesitaba esa soledad, por eso no se había acordado siquiera de hacer algo que ayudara a pasar el tiempo más rápido, porque el tiempo, también es verdad, pasa más rápido cuando se está en compañía o cuando se hace algo para fingir que se está.

Sacó el cubo de la habitación con cuidado de que no se le derramara ni una sola gota en el parqué del pasillo y se encaminó hacia la cocina, donde sintió como una victoria no haber manchado la madera del suelo y, sin más, entrando como una heroína, se dirigió a la galería donde vertió el agua sucia, enjuagó el cubo y lo dejó bajo el grifo abierto para volverlo a llenar de nuevo. Se dirigió a las habitaciones de las niñas, aunque no estaba bien llamarlas niñas porque las tías ya estaban bastante creciditas.

Sus habitaciones eran preciosas, pero lo más llamativo era que en medio de ambas había un baño para las dos, de uso exclusivo para ellas y que se comunicaba por las dos puertas. 

Una feliz idea de Piluca que creía que sus dos retoños siempre iban a llevarse tan bien como para poder usar un baño conjunto sin reñir, pero la época en que habían compartido orinal con forma de patito había pasado a mejor vida y ahora discutían cada vez que una de ellas entraba y echaba el cerrojo en la puerta de su hermana para evitar ser molestada. Ya sea por casualidad ya por cojones la historia se repetía infinitamente, varias veces, día tras día, como un bucle, como en la película Atrapado en el tiempo, de forma incesante y trágica, porque eso era otra cuestión, cada cerrojazo en puerta propia era una tragedia griega y en puerta ajena una venganza de los dioses: justa e impepinable.

A ella la ponían a parir.

No sabía si es que la adolescencia se había alargado peligrosamente hasta los treinta o es que ella había madurado demasiado rápido, pero, no es por nada, en su época esas cosas no pasaban y no era porque no hubiera tontería en aquel entonces, que la había también.

Que se lo digan a ella, que fue a un colegio de monjas, si había tontería o no.

Abrió las puertas intermedias y las ventanas para que se ventilara todo bien ventilado. Era un placer que entrara el sol y el viento en aquel ático a esas horas tempranas de la mañana mientras ella procedía a la limpieza, como si se llenara de vida tras la noche y todo retornara a su color y posición correcta. Como si el aire de mayo cargado de perfumes pasara por entre aquellas habitaciones y lo dejara todo limpio por sí solo.

Amontonó las sábanas de las dos habitaciones en un rincón del baño, y estaba a punto de cogerlas para llevarlas a la galería y poner la segunda lavadora de la mañana, cuando sonó el móvil en su bolso.

No podía ser nada bueno, desde luego, porque su marido para decirle “hola, cariño, cómo estás”, fijo que no era y cualquier cosa distinta iba a ser necesariamente mala.

-¿Sí?

-Oye, soy Piluca, un par de cositas… ¿Puedes hacerme la cristalera del comedor? es que las niñas, regando las plantas, la mojaron toda, ya sabes cómo son de bobas estas hijas mías.

-Huy, no sé si me va a dar tiempo.

-Bueno, tú hazlo primero que nada, si acaso te dejas el baño de invitados para mañana. Otra cosa, en el armario del zaguán te he dejado un par de bolsas con ropa para tu niña, es que ayer estuvimos de limpieza general de armarios.

-Ah, vale, gracias, Piluca.

-De nada, mujer… es una pena que la mía no te vaya bien porque me ha tocado tirar cada cosa más mona, me da un coraje, de verdad… a ver quién se pone eso ahora… porque algunas cosas se las doy a mi madre, pero claro, ella, o sea, como que es más clásica.

-Sí, claro.

-Pues eso, acuérdate de llevártelo, no me dejes ahí la bolsa tres días como la vez anterior, y acuérdate de la cristalera porfa…

Se fue como un pato hipnotizado hasta el armario del zaguán y abrió una de las puertas para encontrarse dos bolsas tamaño familiar de El Corte Inglés llenas de ropa bien doblada y olorosa a suavizante y perfume caro.

“Me cagüen la puta, ¿y cómo me llevo esto a casa?”

Pues a pinrel, o sea, en autobús, como toda la vida, lo más que puede hacer es llevarse hoy una y mañana otra para no ir cargada de un lado para otro como una burra, pero las indicaciones son claras, llévatelas de una puta vez, es lo que ha querido decir, quítamelas de delante, pero ya.

Bueno, a su hija le iban de perlas, tenía un buen fondo de armario con ropa de segunda mano que parecía nueva, de hecho, a veces hasta con etiquetas. Le venció la curiosidad y miró dentro de una… dos jerséis, dos camisetas de tirantes…joder los Lois que su hija le había pedido el año pasado. Qué cosas, aquellos vaqueros de su juventud que pasaron a mejor vida y que habían vuelto con tanta fuerza que ahora costaban un ojo de la cara en cualquier tienda. Qué suerte, se iba a volver loca cuando los viera, vamos, o eso creía, porque la opinión de su hija tampoco es que fuera muy firme.

Lo dejó todo dentro de nuevo y dejó las bolsas en la entrada para no olvidarlas al irse, ya lo miraría en casa cuando llegara.

Al cerrar el armario ve otra bolsa con la ropa que le había preparado a su madre y extrae un pedazo de traje alucinante… llamar clásica a esa mujer era, como poco, una gilipollez porque tenía una edad que más que clásica era de anticuario, pero cómo le dices eso a Piluca, vamos, y cómo que no le va a quedar mono el Dolce & Gabanna. Cuestión de estilos, vaya. 

Hay auténticas monadas, de boutique cara, fíjate. Con esto iba ella a tener ropa para cinco años, ocho bodas, tres comuniones y hasta más de un funeral. Coño, que no la tuviera hasta para el propio.

Con un poco de suerte el domingo que viene hace limpieza en el vestidor, zona izquierda, o sea prêt-à-porter masculino y le caen unos vaqueros para Paco o un traje de esos de todos los días que le vendría de perlas para la boda del sobrino que tienen en agosto. Por Dios, que ocurrencia casarse en agosto con el calor que hace y las tormentas que hay.

Ella, como siempre, irá de negro a la boda, por eso de que estiliza, toda sudada, con la cara enrojecida, el maquillaje corrido y los pies en llagas para poder entrar en los tacones. El pelo de peluquería se le quedará hecho una mierda cosa de dos horas antes de misa y, en cuanto pruebe los aperitivos, el vestido comenzará a apretarle en la zona abdominal, por no hablar de que cuando se siente se le marcará la barriga y tendrá que usar el truco del mantel para salir en las putas fotos de siempre.

Joder, cómo odia las bodas, sobre todo por lo que tienen de cursis, por ese romanticismo embotellado que a ella le da tanta grima, ese mostrarse tan locamente enamorados sin dejar nada a la espontaneidad, como si fuera obligatorio ser insultantemente felices, sonreír como si te fuera de puta madre y, lo que es peor, demostrarlo, restregártelo por la cara, para que te jodas.

Ella había discutido con su marido la noche antes del enlace, cosas de la despedida de soltero, pero oye, como si nada.

Bueno, no tuvo más remedio, porque estaba en estado, así que no le quedó otra que apechugar con los primeros, que no únicos, cuernos de su matrimonio, pero eso es otra historia, ahora ya nadie se casa de penalti ni nadie se enfada porque le pongan los susodichos cuernos. Ya nadie se rasga las vestiduras, ya nadie se divorcia, ¿o sí? ¿Se sigue divorciando la gente por eso? Bueno, a ella no le sentaron mal los cuernos en sí, sino que no se lo dijera, que todo el mundo lo supiera menos ella, como si fuera la tía más tonta del planeta. Como si fuera gilipollas, que lo era. Como si por estar embarazada le quisieran ahorrar el disgusto mientras por detrás decían que iba a rayar los frescos de la cúpula de la iglesia con las astas.

Vamos, que el día que se casó les parecía a todos una vaca sagrada, con cuernos y preñá. Con unas tetas tan enormes que hubo que sacar la tela del corpiño dos veces y, además, hasta con ganas de embestir al gilipollas de su marido. Luego se le pasó, por la tontería de ceremonia debió ser, por lo romántico de los votos, por los lagrimones de su suegra y de su madre, por lo que de sagrado parecía tener ese ritual.

Gilipolleces. Lo que mal empieza mal acaba, se dijo, y siguió por el pasillo hacia las habitaciones de las niñas tras guardar el móvil en el bolsillo, como si tuviera intención de esperar una llamada.  Volvió a la habitación y enchufó la aspiradora para pasar el suelo. Lo estaba haciendo al revés. Primero, antes de pasar el aspirador, tenía que limpiar el polvo de los muebles, de lo contrario se quedaría flotando en el aire. 

Definitivamente, ese no era su día.

Tomó el trapo junto con el producto para superficies delicadas y comenzó a frotar suavemente toda la extensión de madera lacada, dejándola brillante y olorosa, pasando de un mueble a otro, por las mesitas, los cabezales, la cómoda, el escritorio y el sifonier. Solo entonces volvió a encender la aspiradora. El ruidito era hipnótico, y qué suave se deslizaba por el parqué, así daba gusto limpiar, con cierta comodidad, incluso.

No sabía por qué había pensado en la boda…

Ahora le venía a la cabeza la suya, la primera y, como siempre que eso sucedía, se preguntó qué habría sido de Ángel, el demonio de su primer marido, el que tenía ese nombre solo para disimular, el muy jodido. Jamás un nombre estuvo más mal puesto, más desacertado, y jamás otro nombre podía mentir tan descabelladamente como ese. Ángel, qué poco acierto había tenido su madre.

Ángel había sido el tío más chulo y guapo del barrio, pero chulo y guapo al estilo de principios de los años 80, o sea, que ahora ves las fotos de entonces y ni es guapo, y si parece chulo es por la pinta de proxeneta que lleva el colega, por nada más. Pero en aquel entonces era un sueño de chico, tan mono, con sus ojos azules y su medio tupé, con aquellos enormes zapatos blancos y calcetines inmaculadamente blancos también; montado en su Vespino color azul eléctrico, con aquellas camisas cosidas a mano y a máquina Singer por su madre que las copiaba de las que salían en Aplauso, con aquellos vaqueros marcándole culito, con su imperecedero cigarro en la boca, las gafas de sol estilo Ray-Ban de imitación y su limpia sonrisa sin manchas de tabaco. 

Ella tenía entonces trece añitos y él casi veinte, pero era normal que el chico le llevara unos cuantos años de ventaja a la chica. Ya se sabe que las mujeres envejecemos más y más pronto que los hombres, o al menos eso le dijo su madre. Aún llevaba calcetines, ni siquiera sabía que las medias existieran, y tampoco se cambiaba de ropa cuando él iba a verla, para qué si la había conocido con el uniforme del colegio y sabía perfectamente su edad.

De hecho, en aquella época parecía que las buscaran más jóvenes que ahora, se querían así asegurar que llegaran enteras al altar, por lo visto. Era como ir criando un polluelo para luego comértelo, sabes que ha sido cuidado, mimado, sabes lo que ha comido durante casi toda su vida, porque has sido tú mismo quien le ha ido dando migajas de pan y puñaditos de pienso, eres quien lo ha vigilado, quien lo ha tratado con esmero, llevado sobre algodones hasta que ha crecido lo suficiente, y entonces, seguro de su calidad, de su sabor, de que has ido moldeándolo a tu apetito, ¡zas! te lo zampas.

Te lo comes enterito, de una sentada, pero ¡oh milagro!, al día siguiente ese polluelo sigue vivo, sigue estando a tu lado y le encanta que le hinques el diente. Le flipa que te lo comas. Se deja comer cada vez que tienes hambre y aprende a comerte a ti. Confunde esas dentelladas con caricias. Confunde la necesidad con el amor y se va dejando hasta que un día, sea por lo que sea, espabila y se da cuenta de que está hasta las narices de que te lo comas sin dar nada más a cambio. Resulta que el polluelo no era un polluelo, sino una hija de puta que te envía a la mierda cansada de comer sin ganas.

Bueno, no es un ejemplo muy vivificante, pero es su ejemplo, el que se le ha ocurrido mientras pasa la aspiradora a un cuarto que no es el suyo ni el de sus hijos. Tampoco es que sea una lumbrera como para inventar metáforas edificantes y moralejas de fábula, es lo que hay y punto.

A ella le da la impresión de que fue algo así porque más o menos lo fue.

Él la eligió de entre cuatro tontas de la pandilla que llegaron a envidiarla (lo que son las cosas) y poco a poco la fue apartando de ellas hasta que su mundo se redujo a esperar a su novio en casa, aguantar plantones y soportar amigotes.

Ella fue la elegida. Lo que aún no sabe es por qué. 

Qué coño hizo para que la eligiera y la diferenciara de las demás. Para ir preparándola y moldeándola a su gusto. Para que ella misma se supiera favorita y comenzara su propio camino hacia el altar de los sacrificios, sacrificio de sacrificar, no de hacer sacro.

El lugar en que lo conoció era un salón de billares infestado de futbolines, maquinitas de marcianitos y adolescentes con acné, que hacía esquina entre dos calles tan estrechas y cerradas que solo pasaban por ellas las abuelas que iban y venían de misa. Tenía que ser en un lugar así, modernamente ochentero y reciclado de los setenta, con una tenue luz oscura por culpa de los cristales sucios y del triste funcionamiento de las bombillas, que no iban a tope con los contadores de electricidad de ciento veinticinco. 

Así, a media luz, como en un tango, se vieron por primera vez.

Ella aún con faldita y calcetines y él ya con su vocación de chuloputas, salvo que esa era la pinta que todos tenían por aquel entonces y ellas asumían completamente el rol que les tocaba en la sociedad del momento.

Miradas y sonrisas, más miradas y silencios; si la veía hablar con otro chico se hacía el ofendido, si él hablaba con otra chica era para darle celos. Fumaba y la miraba tras las gafas oscuras, hablaba con sus amigas, pero no con ella, como si la castigara por algo que no recordaba haber hecho. Pasaron meses hasta que hablaron entre ellos dos y resulta que, en el fondo, no tenían tampoco mucho que decirse.

Podría haberse desilusionado con su cháchara de paleto y su poca educación, pero joder, no sabía nada de hombres así que confundió su parloteo con timidez y sus silencios toscos con rudeza varonil, total, que se enamoró del tío más impresentable y más cazurro del mundo y parte del extranjero. 

Tenía trece años, se dice a sí misma como excusa, pero coño, no hay excusas que valgan porque la tontería le duró hasta los veinticuatro, así que no me jodas, era más que tiempo suficiente como para darse cuenta de qué clase de tipo era Ángel.

Once años, once largos y jodidos años en los que creyó que eso era lo que había, sin más. Es lo que hay.

Te pueden putear, te pueden chulear y te pueden vacilar, y tú, como una gilipollas, te lo tragas todo porque, a ver, ¿qué cojones vas a hacer sin oficio ni beneficio, con un crío pequeño y sin un lugar donde meterte? Pues a joderse toca.

De todas formas fueron unos años maravillosos, los primeros quiero decir, cuando aún conservaba las ilusiones, los sueños y las esperanzas intactas. Cuando la miraban de soslayo porque era la novia de Ángel, envidiada y respetada por unas y otros, por gente de todas las pandillas que confluían en aquel salón de marcianitos rancio donde el dueño los miraba como sospechosos de algún crimen.

¿Por qué los dueños de aquellos locales tenían esa mala hostia? No es normal, piensa ella sin que venga al caso, porque hoy si entras en un local y el tipo es un pájaro de mal agüero, un tío guarro que fuma caliqueños, que no se afeita, que no se lava más que para fiestas patrias, vamos, como que no vuelves en tu vida. Pero entonces no, entonces volvían, todas las tardes, sobre todo los sábados y los domingos, sobre todo cuando anochecía y el tío ya iba medio borracho de vino cabezón y era todavía más insoportable y su mirada turbia, junto con la mala leche habitual, lo tornaban realmente amenazante y siniestro.

Pero volvían. ¿No iban a volver si era ahí donde se manejaba todo el cotarro los fines de semana por las tardes?

Ella no iba a discotecas ni boîtes, ni siquiera tenía edad, no iba a ningún sitio salvo ese y se volvía a casa antes de las nueve de la noche, justo en el momento preciso en que él, su novio, regresaba a la suya, cenaba, se hacía el tupé, pillaba la moto y se largaba a ligar con las otras a discotecas donde todas tenían dieciocho años, fumaban como meretrices, salían de noche, bebían cubalibres y llevaban unas minifaldas de infarto.

Las otras, esa palabra que sirve para designar a las que no son como una, en este caso, decentes. 

Las otras, que tal vez por ser menos decentes sabían distinguir a un gato de un tigre, chicas que huían de Ángel tras un par de noches o tres, mientras ella se quedaba, mientras ella lo esperaba y lo soñaba como quien sueña con el príncipe azul, dotándole de virtudes que no poseía, de méritos que nunca lograría tener y de metas que nunca lograría alcanzar.

Eran novios y, sin embargo, aún tenía que soñar con el primer beso, cuánta inocencia, cuánta gilipollez por Dios, cuánta moral patriarcal y trasnochada, el primer beso, la primera caricia, el primer beso con lengua, la primera caricia debajo de la ropa, la primera vez, las relaciones extramatrimoniales, como las llamaban entonces, el misterio de lo oculto y el placer de lo prohibido, el temblor del pecado más gordo y placentero de todos, algo llamado sexo.

Mentira, ni se le llamaba por ningún nombre, era simplemente “Eso, ya sabes” o puntos suspensivos como muy bien dicen en el musical de ABBA.

Ella igual esperaba, ella era su novia aunque nunca hubieran estado juntos y solos ni cinco minutos, pero ya estaba marcada, como el ganado, por el ojo sabio y el hierro candente de su dueño. “Esa es de Ángel”, se acordará toda la vida de aquella frase que escuchó una vez al pasar por delante de unos chicos para cambiar unas monedas que echar al futbolín. Era de Ángel, como si ya fuera propiedad privada, como si ya le perteneciera, como si ya fuera suya ante Dios y ante los hombres, pero lo que más rabia le da, lo que más le jode al recordar esa sentencia, es lo orgullosa que se sintió al escucharla en aquel momento. 

Tenía dueño, tenía amo, pertenecía a un hombre.

O por lo menos así lo creyó entonces, porque luego lo único que tuvo fue un gilipollas, un mamarracho que le hizo la vida imposible. Pero no entonces, no cuando era todo bonito y cuando aún creía en cuentos de hadas y princesas. No cuando aún saboreaba los pirulís de azúcar quemado y no sabía caminar con tacones. No cuando creía a pies juntillas lo del tesoro que según las monjas guardaba. No cuando soñaba con entrar a una iglesia vestida de blanco, no cuando creía que lo más lejos que se podía llegar era a ser besada. Ni siquiera cuando supo la verdad y se asustó y le fueron entregados los complejos y las represiones que iban ligados a su condición femenina, dudó de él. Él era un sueño, era su príncipe azul y la despertaría de su sueño con el primer beso de amor.

“Me cagüen Disney y en Perrault un millón de veces, me cagüen los hermanos Grimm y hasta en Hans Cristian Andersen si hace falta por más que me guste La sirenita, me cagüen tó”. Si es que éramos tontas, joder, piensa mientras pasa el aspirador por debajo de la cama.

Le da al interruptor para que se enrolle el cable de la aspiradora y se mete en el baño procurando no mirarse en el espejo. Ya ha tenido bastante, no hace falta flagelarse de esta forma; mirarse una y otra vez para ver en lo que se ha convertido aquella niña de largas coletas y cortos calcetines color blanco, aquella niña que creía en el futuro, que tenía un futuro y que no sabe dónde fue a parar.

Ay Dios, cometió un error, bueno, para ser sinceros fueron varios errores, pero aún así no puede remediar pensar que hubo un tiempo en que aquello era hermoso, que hubo un tiempo feliz, aunque fuera basado en la ignorancia y en la inocencia. Una inocencia y una ignorancia que las familias, la sociedad y las monjas auspiciaban y prolongaban convirtiéndola en analfabetismo y nulidad, que favorecían para preservar algo que era un valor a la baja y un criadero de complejos y represiones, de miedos y confusión, un oscurantismo casi propio de la Edad Media, que era como se pensaba en la España donde sus padres se criaron y que en ciertos lugares no se modernizaba ni a golpes de Súper Pop, Hola, Interviú, destape, democracia o manifestaciones.

Jesús, qué época. 

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Published on September 02, 2023 03:00

Las horas contadas

Capítulo 2

Sale de la habitación mientras cierra la puerta despacio, como si no quisiera hacer ruido o como si cualquier ruido le fuera insoportable en aquel momento. Sabe que necesita un poco de paz y el silencio es como un lujo, así que no quiere romperlo ni siquiera con música.

Lleva el mp3 en el bolso con un montón de canciones que ha ido colocando y que se suele poner para ahuyentar la soledad, algo tan flexible y elástico que algunas veces le resulta bastante incómodo y otras necesario; como el tiempo, que unas veces pasa lento y otras demasiado deprisa.

Cuando era niña el tiempo parecía no pasar nunca y la soledad era una palabra extraña de la que no conocía cierto el significado.

Siempre había estado rodeada de gente. Siempre. Padre, madre, hermanos, abuelos, primos, amigas, monjas, profesoras. Siempre alguien. Y cuando estaba hasta las narices de ellos y de su presencia, no sabía que en el fondo estaba buscando la soledad, porque para ella el sentimiento de soledad no era ni mucho menos estar sola, sino sentirse sola que es muy distinto.

En aquel entonces se sentía sola cuando estaba rodeada de gente, pero nunca cuando lo estaba físicamente, y aun así, no le podía llamar a eso soledad porque no sabía que es algo más que la sensación de sentirse solo entre la gente, algo mucho más intrínseco y mucho más doloroso, algo mucho peor que estar sola por completo y desamparada del todo, algo mucho más profundo que aislarse, más hondo que la incomunicación a la que su forma de ser o pensar le llevaba.

La soledad es mucho peor cuando te sientes solo entre gente a la que quieres tener cerca y el desamparo proviene del interior de una misma. Solo entonces se está tocando la verdadera soledad.

Mientras no es así, aún queda la esperanza de que alguien pase y recoja tu soledad, alguien, quien sea; tu madre, tu hermana, tu marido, tus hijos o vete a saber quién. Pero cuando una depende de sí misma, cuando la esperanza se ha desvanecido y no hay nadie que recoja tus miserias, cuando tienes que ser tú misma quien se agache a por ellas y luego se levante para arrastrarlas, joder, entonces estás jodida de verdad. Y más sola que la una.

Pero hoy tenía el día reflexivo, el día tonto, y como que necesitaba esa soledad, por eso no se había acordado siquiera de hacer algo que ayudara a pasar el tiempo más rápido, porque el tiempo, también es verdad, pasa más rápido cuando se está en compañía o cuando se hace algo para fingir que se está.

Sacó el cubo de la habitación con cuidado de que no se le derramara ni una sola gota en el parqué del pasillo y se encaminó hacia la cocina, donde sintió como una victoria no haber manchado la madera del suelo y, sin más, entrando como una heroína, se dirigió a la galería donde vertió el agua sucia, enjuagó el cubo y lo dejó bajo el grifo abierto para volverlo a llenar de nuevo. Se dirigió a las habitaciones de las niñas, aunque no estaba bien llamarlas niñas porque las tías ya estaban bastante creciditas.

Sus habitaciones eran preciosas, pero lo más llamativo era que en medio de ambas había un baño para las dos, de uso exclusivo para ellas y que se comunicaba por las dos puertas. 

Una feliz idea de Piluca que creía que sus dos retoños siempre iban a llevarse tan bien como para poder usar un baño conjunto sin reñir, pero la época en que habían compartido orinal con forma de patito había pasado a mejor vida y ahora discutían cada vez que una de ellas entraba y echaba el cerrojo en la puerta de su hermana para evitar ser molestada. Ya sea por casualidad ya por cojones la historia se repetía infinitamente, varias veces, día tras día, como un bucle, como en la película Atrapado en el tiempo, de forma incesante y trágica, porque eso era otra cuestión, cada cerrojazo en puerta propia era una tragedia griega y en puerta ajena una venganza de los dioses: justa e impepinable.

A ella la ponían a parir.

No sabía si es que la adolescencia se había alargado peligrosamente hasta los treinta o es que ella había madurado demasiado rápido, pero, no es por nada, en su época esas cosas no pasaban y no era porque no hubiera tontería en aquel entonces, que la había también.

Que se lo digan a ella, que fue a un colegio de monjas, si había tontería o no.

Abrió las puertas intermedias y las ventanas para que se ventilara todo bien ventilado. Era un placer que entrara el sol y el viento en aquel ático a esas horas tempranas de la mañana mientras ella procedía a la limpieza, como si se llenara de vida tras la noche y todo retornara a su color y posición correcta. Como si el aire de mayo cargado de perfumes pasara por entre aquellas habitaciones y lo dejara todo limpio por sí solo.

Amontonó las sábanas de las dos habitaciones en un rincón del baño, y estaba a punto de cogerlas para llevarlas a la galería y poner la segunda lavadora de la mañana, cuando sonó el móvil en su bolso.

No podía ser nada bueno, desde luego, porque su marido para decirle “hola, cariño, cómo estás”, fijo que no era y cualquier cosa distinta iba a ser necesariamente mala.

-¿Sí?

-Oye, soy Piluca, un par de cositas… ¿Puedes hacerme la cristalera del comedor? es que las niñas, regando las plantas, la mojaron toda, ya sabes cómo son de bobas estas hijas mías.

-Huy, no sé si me va a dar tiempo.

-Bueno, tú hazlo primero que nada, si acaso te dejas el baño de invitados para mañana. Otra cosa, en el armario del zaguán te he dejado un par de bolsas con ropa para tu niña, es que ayer estuvimos de limpieza general de armarios.

-Ah, vale, gracias, Piluca.

-De nada, mujer… es una pena que la mía no te vaya bien porque me ha tocado tirar cada cosa más mona, me da un coraje, de verdad… a ver quién se pone eso ahora… porque algunas cosas se las doy a mi madre, pero claro, ella, o sea, como que es más clásica.

-Sí, claro.

-Pues eso, acuérdate de llevártelo, no me dejes ahí la bolsa tres días como la vez anterior, y acuérdate de la cristalera porfa…

Se fue como un pato hipnotizado hasta el armario del zaguán y abrió una de las puertas para encontrarse dos bolsas tamaño familiar de El Corte Inglés llenas de ropa bien doblada y olorosa a suavizante y perfume caro.

“Me cagüen la puta, ¿y cómo me llevo esto a casa?”

Pues a pinrel, o sea, en autobús, como toda la vida, lo más que puede hacer es llevarse hoy una y mañana otra para no ir cargada de un lado para otro como una burra, pero las indicaciones son claras, llévatelas de una puta vez, es lo que ha querido decir, quítamelas de delante, pero ya.

Bueno, a su hija le iban de perlas, tenía un buen fondo de armario con ropa de segunda mano que parecía nueva, de hecho, a veces hasta con etiquetas. Le venció la curiosidad y miró dentro de una… dos jerséis, dos camisetas de tirantes…joder los Lois que su hija le había pedido el año pasado. Qué cosas, aquellos vaqueros de su juventud que pasaron a mejor vida y que habían vuelto con tanta fuerza que ahora costaban un ojo de la cara en cualquier tienda. Qué suerte, se iba a volver loca cuando los viera, vamos, o eso creía, porque la opinión de su hija tampoco es que fuera muy firme.

Lo dejó todo dentro de nuevo y dejó las bolsas en la entrada para no olvidarlas al irse, ya lo miraría en casa cuando llegara.

Al cerrar el armario ve otra bolsa con la ropa que le había preparado a su madre y extrae un pedazo de traje alucinante… llamar clásica a esa mujer era, como poco, una gilipollez porque tenía una edad que más que clásica era de anticuario, pero cómo le dices eso a Piluca, vamos, y cómo que no le va a quedar mono el Dolce & Gabanna. Cuestión de estilos, vaya. 

Hay auténticas monadas, de boutique cara, fíjate. Con esto iba ella a tener ropa para cinco años, ocho bodas, tres comuniones y hasta más de un funeral. Coño, que no la tuviera hasta para el propio.

Con un poco de suerte el domingo que viene hace limpieza en el vestidor, zona izquierda, o sea prêt-à-porter masculino y le caen unos vaqueros para Paco o un traje de esos de todos los días que le vendría de perlas para la boda del sobrino que tienen en agosto. Por Dios, que ocurrencia casarse en agosto con el calor que hace y las tormentas que hay.

Ella, como siempre, irá de negro a la boda, por eso de que estiliza, toda sudada, con la cara enrojecida, el maquillaje corrido y los pies en llagas para poder entrar en los tacones. El pelo de peluquería se le quedará hecho una mierda cosa de dos horas antes de misa y, en cuanto pruebe los aperitivos, el vestido comenzará a apretarle en la zona abdominal, por no hablar de que cuando se siente se le marcará la barriga y tendrá que usar el truco del mantel para salir en las putas fotos de siempre.

Joder, cómo odia las bodas, sobre todo por lo que tienen de cursis, por ese romanticismo embotellado que a ella le da tanta grima, ese mostrarse tan locamente enamorados sin dejar nada a la espontaneidad, como si fuera obligatorio ser insultantemente felices, sonreír como si te fuera de puta madre y, lo que es peor, demostrarlo, restregártelo por la cara, para que te jodas.

Ella había discutido con su marido la noche antes del enlace, cosas de la despedida de soltero, pero oye, como si nada.

Bueno, no tuvo más remedio, porque estaba en estado, así que no le quedó otra que apechugar con los primeros, que no únicos, cuernos de su matrimonio, pero eso es otra historia, ahora ya nadie se casa de penalti ni nadie se enfada porque le pongan los susodichos cuernos. Ya nadie se rasga las vestiduras, ya nadie se divorcia, ¿o sí? ¿Se sigue divorciando la gente por eso? Bueno, a ella no le sentaron mal los cuernos en sí, sino que no se lo dijera, que todo el mundo lo supiera menos ella, como si fuera la tía más tonta del planeta. Como si fuera gilipollas, que lo era. Como si por estar embarazada le quisieran ahorrar el disgusto mientras por detrás decían que iba a rayar los frescos de la cúpula de la iglesia con las astas.

Vamos, que el día que se casó les parecía a todos una vaca sagrada, con cuernos y preñá. Con unas tetas tan enormes que hubo que sacar la tela del corpiño dos veces y, además, hasta con ganas de embestir al gilipollas de su marido. Luego se le pasó, por la tontería de ceremonia debió ser, por lo romántico de los votos, por los lagrimones de su suegra y de su madre, por lo que de sagrado parecía tener ese ritual.

Gilipolleces. Lo que mal empieza mal acaba, se dijo, y siguió por el pasillo hacia las habitaciones de las niñas tras guardar el móvil en el bolsillo, como si tuviera intención de esperar una llamada.  Volvió a la habitación y enchufó la aspiradora para pasar el suelo. Lo estaba haciendo al revés. Primero, antes de pasar el aspirador, tenía que limpiar el polvo de los muebles, de lo contrario se quedaría flotando en el aire. 

Definitivamente, ese no era su día.

Tomó el trapo junto con el producto para superficies delicadas y comenzó a frotar suavemente toda la extensión de madera lacada, dejándola brillante y olorosa, pasando de un mueble a otro, por las mesitas, los cabezales, la cómoda, el escritorio y el sifonier. Solo entonces volvió a encender la aspiradora. El ruidito era hipnótico, y qué suave se deslizaba por el parqué, así daba gusto limpiar, con cierta comodidad, incluso.

No sabía por qué había pensado en la boda…

Ahora le venía a la cabeza la suya, la primera y, como siempre que eso sucedía, se preguntó qué habría sido de Ángel, el demonio de su primer marido, el que tenía ese nombre solo para disimular, el muy jodido. Jamás un nombre estuvo más mal puesto, más desacertado, y jamás otro nombre podía mentir tan descabelladamente como ese. Ángel, qué poco acierto había tenido su madre.

Ángel había sido el tío más chulo y guapo del barrio, pero chulo y guapo al estilo de principios de los años 80, o sea, que ahora ves las fotos de entonces y ni es guapo, y si parece chulo es por la pinta de proxeneta que lleva el colega, por nada más. Pero en aquel entonces era un sueño de chico, tan mono, con sus ojos azules y su medio tupé, con aquellos enormes zapatos blancos y calcetines inmaculadamente blancos también; montado en su Vespino color azul eléctrico, con aquellas camisas cosidas a mano y a máquina Singer por su madre que las copiaba de las que salían en Aplauso, con aquellos vaqueros marcándole culito, con su imperecedero cigarro en la boca, las gafas de sol estilo Ray-Ban de imitación y su limpia sonrisa sin manchas de tabaco. 

Ella tenía entonces trece añitos y él casi veinte, pero era normal que el chico le llevara unos cuantos años de ventaja a la chica. Ya se sabe que las mujeres envejecemos más y más pronto que los hombres, o al menos eso le dijo su madre. Aún llevaba calcetines, ni siquiera sabía que las medias existieran, y tampoco se cambiaba de ropa cuando él iba a verla, para qué si la había conocido con el uniforme del colegio y sabía perfectamente su edad.

De hecho, en aquella época parecía que las buscaran más jóvenes que ahora, se querían así asegurar que llegaran enteras al altar, por lo visto. Era como ir criando un polluelo para luego comértelo, sabes que ha sido cuidado, mimado, sabes lo que ha comido durante casi toda su vida, porque has sido tú mismo quien le ha ido dando migajas de pan y puñaditos de pienso, eres quien lo ha vigilado, quien lo ha tratado con esmero, llevado sobre algodones hasta que ha crecido lo suficiente, y entonces, seguro de su calidad, de su sabor, de que has ido moldeándolo a tu apetito, ¡zas! te lo zampas.

Te lo comes enterito, de una sentada, pero ¡oh milagro!, al día siguiente ese polluelo sigue vivo, sigue estando a tu lado y le encanta que le hinques el diente. Le flipa que te lo comas. Se deja comer cada vez que tienes hambre y aprende a comerte a ti. Confunde esas dentelladas con caricias. Confunde la necesidad con el amor y se va dejando hasta que un día, sea por lo que sea, espabila y se da cuenta de que está hasta las narices de que te lo comas sin dar nada más a cambio. Resulta que el polluelo no era un polluelo, sino una hija de puta que te envía a la mierda cansada de comer sin ganas.

Bueno, no es un ejemplo muy vivificante, pero es su ejemplo, el que se le ha ocurrido mientras pasa la aspiradora a un cuarto que no es el suyo ni el de sus hijos. Tampoco es que sea una lumbrera como para inventar metáforas edificantes y moralejas de fábula, es lo que hay y punto.

A ella le da la impresión de que fue algo así porque más o menos lo fue.

Él la eligió de entre cuatro tontas de la pandilla que llegaron a envidiarla (lo que son las cosas) y poco a poco la fue apartando de ellas hasta que su mundo se redujo a esperar a su novio en casa, aguantar plantones y soportar amigotes.

Ella fue la elegida. Lo que aún no sabe es por qué. 

Qué coño hizo para que la eligiera y la diferenciara de las demás. Para ir preparándola y moldeándola a su gusto. Para que ella misma se supiera favorita y comenzara su propio camino hacia el altar de los sacrificios, sacrificio de sacrificar, no de hacer sacro.

El lugar en que lo conoció era un salón de billares infestado de futbolines, maquinitas de marcianitos y adolescentes con acné, que hacía esquina entre dos calles tan estrechas y cerradas que solo pasaban por ellas las abuelas que iban y venían de misa. Tenía que ser en un lugar así, modernamente ochentero y reciclado de los setenta, con una tenue luz oscura por culpa de los cristales sucios y del triste funcionamiento de las bombillas, que no iban a tope con los contadores de electricidad de ciento veinticinco. 

Así, a media luz, como en un tango, se vieron por primera vez.

Ella aún con faldita y calcetines y él ya con su vocación de chuloputas, salvo que esa era la pinta que todos tenían por aquel entonces y ellas asumían completamente el rol que les tocaba en la sociedad del momento.

Miradas y sonrisas, más miradas y silencios; si la veía hablar con otro chico se hacía el ofendido, si él hablaba con otra chica era para darle celos. Fumaba y la miraba tras las gafas oscuras, hablaba con sus amigas, pero no con ella, como si la castigara por algo que no recordaba haber hecho. Pasaron meses hasta que hablaron entre ellos dos y resulta que, en el fondo, no tenían tampoco mucho que decirse.

Podría haberse desilusionado con su cháchara de paleto y su poca educación, pero joder, no sabía nada de hombres así que confundió su parloteo con timidez y sus silencios toscos con rudeza varonil, total, que se enamoró del tío más impresentable y más cazurro del mundo y parte del extranjero. 

Tenía trece años, se dice a sí misma como excusa, pero coño, no hay excusas que valgan porque la tontería le duró hasta los veinticuatro, así que no me jodas, era más que tiempo suficiente como para darse cuenta de qué clase de tipo era Ángel.

Once años, once largos y jodidos años en los que creyó que eso era lo que había, sin más. Es lo que hay.

Te pueden putear, te pueden chulear y te pueden vacilar, y tú, como una gilipollas, te lo tragas todo porque, a ver, ¿qué cojones vas a hacer sin oficio ni beneficio, con un crío pequeño y sin un lugar donde meterte? Pues a joderse toca.

De todas formas fueron unos años maravillosos, los primeros quiero decir, cuando aún conservaba las ilusiones, los sueños y las esperanzas intactas. Cuando la miraban de soslayo porque era la novia de Ángel, envidiada y respetada por unas y otros, por gente de todas las pandillas que confluían en aquel salón de marcianitos rancio donde el dueño los miraba como sospechosos de algún crimen.

¿Por qué los dueños de aquellos locales tenían esa mala hostia? No es normal, piensa ella sin que venga al caso, porque hoy si entras en un local y el tipo es un pájaro de mal agüero, un tío guarro que fuma caliqueños, que no se afeita, que no se lava más que para fiestas patrias, vamos, como que no vuelves en tu vida. Pero entonces no, entonces volvían, todas las tardes, sobre todo los sábados y los domingos, sobre todo cuando anochecía y el tío ya iba medio borracho de vino cabezón y era todavía más insoportable y su mirada turbia, junto con la mala leche habitual, lo tornaban realmente amenazante y siniestro.

Pero volvían. ¿No iban a volver si era ahí donde se manejaba todo el cotarro los fines de semana por las tardes?

Ella no iba a discotecas ni boîtes, ni siquiera tenía edad, no iba a ningún sitio salvo ese y se volvía a casa antes de las nueve de la noche, justo en el momento preciso en que él, su novio, regresaba a la suya, cenaba, se hacía el tupé, pillaba la moto y se largaba a ligar con las otras a discotecas donde todas tenían dieciocho años, fumaban como meretrices, salían de noche, bebían cubalibres y llevaban unas minifaldas de infarto.

Las otras, esa palabra que sirve para designar a las que no son como una, en este caso, decentes. 

Las otras, que tal vez por ser menos decentes sabían distinguir a un gato de un tigre, chicas que huían de Ángel tras un par de noches o tres, mientras ella se quedaba, mientras ella lo esperaba y lo soñaba como quien sueña con el príncipe azul, dotándole de virtudes que no poseía, de méritos que nunca lograría tener y de metas que nunca lograría alcanzar.

Eran novios y, sin embargo, aún tenía que soñar con el primer beso, cuánta inocencia, cuánta gilipollez por Dios, cuánta moral patriarcal y trasnochada, el primer beso, la primera caricia, el primer beso con lengua, la primera caricia debajo de la ropa, la primera vez, las relaciones extramatrimoniales, como las llamaban entonces, el misterio de lo oculto y el placer de lo prohibido, el temblor del pecado más gordo y placentero de todos, algo llamado sexo.

Mentira, ni se le llamaba por ningún nombre, era simplemente “Eso, ya sabes” o puntos suspensivos como muy bien dicen en el musical de ABBA.

Ella igual esperaba, ella era su novia aunque nunca hubieran estado juntos y solos ni cinco minutos, pero ya estaba marcada, como el ganado, por el ojo sabio y el hierro candente de su dueño. “Esa es de Ángel”, se acordará toda la vida de aquella frase que escuchó una vez al pasar por delante de unos chicos para cambiar unas monedas que echar al futbolín. Era de Ángel, como si ya fuera propiedad privada, como si ya le perteneciera, como si ya fuera suya ante Dios y ante los hombres, pero lo que más rabia le da, lo que más le jode al recordar esa sentencia, es lo orgullosa que se sintió al escucharla en aquel momento. 

Tenía dueño, tenía amo, pertenecía a un hombre.

O por lo menos así lo creyó entonces, porque luego lo único que tuvo fue un gilipollas, un mamarracho que le hizo la vida imposible. Pero no entonces, no cuando era todo bonito y cuando aún creía en cuentos de hadas y princesas. No cuando aún saboreaba los pirulís de azúcar quemado y no sabía caminar con tacones. No cuando creía a pies juntillas lo del tesoro que según las monjas guardaba. No cuando soñaba con entrar a una iglesia vestida de blanco, no cuando creía que lo más lejos que se podía llegar era a ser besada. Ni siquiera cuando supo la verdad y se asustó y le fueron entregados los complejos y las represiones que iban ligados a su condición femenina, dudó de él. Él era un sueño, era su príncipe azul y la despertaría de su sueño con el primer beso de amor.

“Me cagüen Disney y en Perrault un millón de veces, me cagüen los hermanos Grimm y hasta en Hans Cristian Andersen si hace falta por más que me guste La sirenita, me cagüen tó”. Si es que éramos tontas, joder, piensa mientras pasa el aspirador por debajo de la cama.

Le da al interruptor para que se enrolle el cable de la aspiradora y se mete en el baño procurando no mirarse en el espejo. Ya ha tenido bastante, no hace falta flagelarse de esta forma; mirarse una y otra vez para ver en lo que se ha convertido aquella niña de largas coletas y cortos calcetines color blanco, aquella niña que creía en el futuro, que tenía un futuro y que no sabe dónde fue a parar.

Ay Dios, cometió un error, bueno, para ser sinceros fueron varios errores, pero aún así no puede remediar pensar que hubo un tiempo en que aquello era hermoso, que hubo un tiempo feliz, aunque fuera basado en la ignorancia y en la inocencia. Una inocencia y una ignorancia que las familias, la sociedad y las monjas auspiciaban y prolongaban convirtiéndola en analfabetismo y nulidad, que favorecían para preservar algo que era un valor a la baja y un criadero de complejos y represiones, de miedos y confusión, un oscurantismo casi propio de la Edad Media, que era como se pensaba en la España donde sus padres se criaron y que en ciertos lugares no se modernizaba ni a golpes de Súper Pop, Hola, Interviú, destape, democracia o manifestaciones.

Jesús, qué época. 

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Published on September 02, 2023 03:00

September 1, 2023

Las tormentas

Siempre le había dado miedo los rayos. Quizás era alguno de esos traumas infantiles o quizás era que los había visto muy de cerca.

En los finales de verano de su niñez y juventud, rodeada de naranjos, el aroma de la lluvia sobre el suelo seco del huerto le producía una extraña melancolía que no lograba explicar. Le gustaba la lluvia, pero le daban miedo las tormentas.

Esas tormentas brutales que encogían el alma con cada trueno, con cada destello de luz en el cielo, con cada uno de los truenos que sonaban cerca, muy cerca, cayendo en un mar inquieto que estaba a poca distancia y que podía escuchar rugir a medida que era herido por las corrientes eléctricas del táser celestial.

Pero aún tenía más miedo si era de noche. Entonces, por segundos, se hacía la luz y el cielo parecía formar esqueletos de árboles que herían la tierra y dejaban un olor agrio a azufre.

¿Cuánto duró ese miedo? Años. Años de tormentas, años de lluvias, años de truenos y rayos.

Alguien le dijo que una debe superar sus miedos enfrentándose a ellos, pero, ¿qué sentido tiene enfrentar una tormenta? ¿Cómo puede plantar cara a la fuerza más poderosa de la naturaleza?

Aun con el paso de los años, escondía la cabeza bajo las sábanas. Habían siempre truenos a su alrededor, dentro de su casa, en los pasillos, en el comedor lleno de recuerdos de boda y vajillas sin usar, en las habitaciones vacías de los niños que ya no estaban. En medio de la cocina que calentó tantos pucheros los fríos días de invierno en medio de lluvias más apacibles. Truenos de aquella voz y aquella garganta que tenía introducidos en los oídos por la fuerza de la costumbre. Y ese mismo miedo a que la tormenta se desatara. No sabía ni verla venir, pero sentía el petricor del instante antes, como una especie de alerta del fin del mundo. El aroma de la amenaza silenciosa, las ganas de volatilizarse como el éter del ambiente, las mismas ganas de meter la cabeza debajo de las sábanas.

Pero le repitieron que una debe enfrentarse a los miedos, y ella seguía haciéndose la misma pregunta: ¿cómo hacer frente a una tormenta? ¿Cómo enfrentar una fuerza de la naturaleza?

Oye como la amenaza se acerca, esta vez en el cielo y en la tierra. Las nubes oscuras se ciernen sobre el paisaje, en la ventana, en el cielo, en el pasillo, desde la habitación. Suenan truenos, caen las primeros rayos; no llega a poder oler ni el aroma de tierra mojada ni el del café recién hecho.

Es verano otra vez y la tormenta va a disipar los vapores del bochorno que no le permiten moverse, pero ella no lo sabe todavía. Es final de verano y la tormenta va a acabar con la humedad pegajosa que lleva toda la vida adherida a la piel.

¿Quién le dijo que cuando hubiera tormenta debía subir a la azotea y mirar los rayos a los ojos? ¿Quien le dijo que era la única forma de perder el miedo?

Corre dejando atrás el trueno de una voz áspera y ronca. Corre por el rellano y llama, ansiosa al ascensor. Atrás se oye un portazo y entonces cae en la cuenta de que no ha cogido las llaves, pero tampoco le importa. El ascensor se para con un ruido seco y por un segundo piensa que aún puede volver. Sin embargo, sabe que no hay regreso posible. Ya no. Corre hacia la puerta metálica y no quiere pararse a pensar lo que está a punto de hacer.

Sus pies descalzos tocan el suelo mojado. El liviano vestido de verano se adhiere a su cuerpo como una segunda piel. Se moja por completo instantáneamente. Una lluvia fresca la limpia de los sofocos y ardores, de polvo áspero. Sacia una sed que no sabía que tenía.

Los rayos rompen el cielo y lo resquebrajan como si clavaran puñales en su oscuridad. El ruido de los truenos es ensordecedor. Doce plantas de altura son un muro, una plataforma para elevarse sobre sus miedos. Cierra los ojos y se deja mojar. No piensa correr a esconder la cabeza debajo de las sábanas. Ya no.

Solo se queda quieta dejando que la lluvia acaricie su piel, escuchando los ruidos amortiguados de la ciudad, algún claxon a lo lejos, sonidos sordos, como si estuviera dentro de una campana de cristal. Deja que la naturaleza siga su curso. No puede enfrentarse a ella, pero si a su miedo. Ve las luces rompiendo la bóveda celeste, el manto negro de la noche, el alarido del trueno rasgando con su sonido la garganta del mundo…pero es su garganta la que ruge, la que grita, la que lanza un enorme estampido que lleva años guardado en su voz. Y nadie la oye salvo ella misma. Y nadie la ve salvo ella misma. Y nadie va a salvarla, salvo ella misma. Ruge, como la leona que es y que no sabía que era. Ruge como la fuerza de la naturaleza que tiene frente a sí, con un bramido que parece salir de la grieta más profunda de la tierra, de ella. Ruge como debe rugir una placa tectónica al elevarse por encima de sí misma, rompiéndose en una larga línea que abre las entrañas y rompe el mundo de tal forma que no puede existir una reparación posible. Ruge sacando de dentro los miedos acumulados en toda su vida y cuando termina de rugir hasta el cielo guarda silencio, quedándose en la paz de una lluvia suave.

La tormenta ha pasado. El miedo ha terminado. Es hora de volver.

Baja por el ascensor dejando tras de sí un rastro de agua. Llama a una puerta que ya no es la suya y está a punto de oír una voz de trueno que, sin embargo, permanece callada. Sonríe. Ya no tiene miedo de las tormentas. Se siente poderosa, fuerte. Sabe que ha salido fortalecida de la catarsis, de la prueba a la que ella misma se ha sometido. Ya no va a tener miedo nunca más.

Al mirar aquellos ojos que escupía rayos, al mirar esa boca que atronaba, se da cuenta de que el miedo ha cambiado de bando. Y sonríe. Y se da cuenta de que ella, la que fue, también se va, tal como se han ido sus miedos. Tal como se ha marchado la tormenta. Se va para siempre. A enfrentar más tormentas, quizás, pero ya sin miedo.

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Published on September 01, 2023 03:00

August 25, 2023

Las horas contadas Capítulo 1

Fue desemborronando la escarchada superficie del espejo hasta que comenzó a ver su cara reflejada en él, muy poco a poco, como si prácticamente se estuviera formando en ese mismo instante a base de friegas y de pasadas de papel de cocina que iban eliminando el limpiacristales Luminia, ese que deja una superficie completamente blanca y se tiene que dejar secar durante unos minutos antes de proceder a quitarlo por completo.

Le daban rabia los otros limpiacristales porque siempre dejaban las marcas de los trapos y suponía un doble esfuerzo dejar los cristales transparentes, así que se había agenciado varios botes de su limpiacristales favorito en cada una de las casas que trabajaba. Al fin y al cabo, ella misma solía ocuparse de la compra de los productos de limpieza y pasaba luego la factura a las dueñas de las casas. Otra cosa que le daba bastante rabia, puesto que, aunque pareciera mentira, estas solían hacerse las suecas a la hora de pagarle la factura, exclusivamente de droguería, como si les costara un esfuerzo, como si no llevaran nada suelto en sus flamantes monederos Gucci de 700 euros.

Claro que eso era de lo más normal. ¿Cómo iban a saber aquellas señoras que vivían en la inopia total que esos veinte euros le podían hacer falta? Si a ellas nunca les hacían falta veinte euros, o sea, nunca hacían cuentas de ese tipo.  Nunca iban a la compra contando euro por euro lo que podían gastar en esto o en aquello. Compensando, estirando, cambiando marcas, dejando una cosa para coger otra similar siempre más barata, teniendo que dejar un par de productos en la caja porque esos veinte euros no dan para todo lo que se necesita. No han pasado por el trago de sonreír y decirle a la cajera: “Huy me he pasado… no pensaba comprar más que el pan y mira, la cesta llena”. Qué va, a esas mujeres nunca les pasaba eso, y ella odiaba que le pasara. 

La vida no era un lugar difícil para ese tipo de gente, al contrario, era una especie de paseo continuo, un lugar muy ideal.

Se miró en la superficie brillante y recién pulida del espejo y, como casi siempre le ocurría, se sorprendió al ver los estragos que el tiempo había causado en su rostro, otrora joven, firme y jovial.

Parecía no estar acostumbrada a su propio reflejo, como si cada vez se mirara menos y hubiera perdido la capacidad de reconocerse en la persona que le retornaba la imagen. Como si en lugar de ser ella misma, fuera una extraña quien hiciera los mismos gestos y le devolviera la mirada inquisidora con la que escrutaba las huellas del paso del tiempo en su piel, en sus ojeras marcadas, en los pequeños puntitos negros de los laterales de su nariz, en las leves manchas que aparecían en sus pómulos, en las invisibles arrugas de las patas de gallo o de las comisuras de la boca, pero, sobre todo, en la opacidad de sus ojos, en la falta de viveza y jovialidad que antaño sí tenían.

El tiempo pasaba inexorablemente y ver sus estragos era algo, desde luego, poco agradable.

Se quedó quieta mirándose fijamente a los ojos, viendo como su expresión mutaba, muy lentamente, de la sorpresa a la pregunta y luego a la decepción. Y luego a la tristeza. Un leve asomo de tristeza que le hacía quitar la vista para no verla del todo, como si quisiera no darse cuenta de la puta mierda en que se había convertido su vida o como si, aun sabiéndolo, no quisiera tener ni un asomo de compasión por ella misma, al igual que no soportaría ver esa compasión en unos ojos ajenos.

Se alejó del espejo y ya no volvió a mirarse.

Joder, lo había hecho mal. Había limpiado el espejo antes que la loza del lavabo y ahora se le quedaría todo salpicado de gotas de agua. Tendría que empezar de nuevo. Eso le pasaba por idiota. Por ir sin pensar, sin darse cuenta de que tenía cierta querencia a hacerlo todo al revés, a empezar la casa por el tejado y que eso siempre le producía el cansino efecto de volver a empezar.

Se giró para ver el váter, la bañera y el bidé ya limpios, buscando el hilo conductor de por dónde tenía que seguir. Ah, el lavabo y el mueble, y sacó el Don Limpio para comenzar a frotar las leves marcas de agua, vello, alguna gotita de sangre nasal, espuma de afeitar y mocos secos que estaban impregnadas en él. Marcas muy leves, pero perfectamente visibles.

Parecía mentira, pero los ricos también cagan, se dijo, en lugar de decir que también lloran, porque no tenía muy claro que lo hicieran. Piluca, al menos, no siempre, y eso que tenía motivos de sobra, pero no lo hacía muy a menudo.

Siempre impecable, siempre maquillada para salir, siempre de peluquería y con la manicura bien hecha, luciendo modelitos caros, zapatos y bolsos a juego, ropa exclusiva, anillos de oro, bisutería de diseño. Sin ojeras, sin bolsas en los ojos ni párpados hinchados, con una sonrisa casi perpetua en su Rouge Chanel, fuera del tono que fuera.

Poco importaba que su vida fuera otra mierda.

Las penas con pan son menos penas, se dijo para sí misma y comenzó a frotar con la bayeta las marcas que el marido de Piluca dejaba cada mañana en el blanco del lavabo.

Esas marcas, según su sequedad o abundancia, le decían a ella muchísimas cosas como, por ejemplo, las marcas de sangre nasal que indicaban que el señor había vuelto a las andadas y se había pasado la noche de fiesta esnifando coca, algo que, tras tantos años de práctica casi continua, le producía leves hemorragias que intentaba disimular. Los mocos venían a ser, más o menos, otra consecuencia directa de lo mismo, porque si fueran de un simple constipado no estarían pegados en la loza blanca, sino en cualquier pañuelo de papel, mientras que su presencia indicaba que había intentado despejarse las fosas nasales con ese típico gesto de sonarse con las manos bajo el agua del grifo y dejar que se vaya todo por el desagüe, desde las mucosidades hasta los remordimientos.

Lo otro era normal, agua, vello y espuma de afeitar, restos varoniles de lo más común y corriente.

Había un único pelo largo y rubio, de Piluca, pero todo lo demás era de él.

La habitación tenía, al entrar, un extraño olor a sudor, sexo y alcohol, por eso había abierto las ventanas de par en par y había cambiado las sábanas sin que ella se lo dejara escrito antes de irse. Tras varios años, conocía los olores de la casa y, sobre todo, conocía las extrañas formas que tenía Piluca de intentar olvidar lo que había pasado en esa cama con el simple gesto de cambiar las sábanas y poner unas nuevas, limpias, que borraran el olor y el color de la última noche pasada.

En cuanto acabara el baño, solo le quedaría pasar la fregona y la habitación principal estaría terminada. Pero el baño se le resistía, era como si su subconsciente le dijera que hoy no iba a ser su mejor día y que tal vez por culpa de su mala gana o por negligencia, esa que le asaltaba a veces y le empujaba a hacerse la miserable con la limpieza para ahorrar esfuerzos, le iba a tocar hacer el doble de trabajo para conseguir los mismos resultados.

Tenía esa puta manía, podía reconocerlo. Tacañería higiénica.

A veces, le daba tanta rabia tener que limpiar que intentaba disimular como podía la suciedad e intentaba pasar a otra cosa mariposa, pero no siempre lo conseguía y eso le enfurecía aún más porque el resultado era un volver a empezar y esta vez a fondo. Como cuando en su casa intentaba limpiar los dedos marcados en los muebles de la cocina de tanto abrirlos y cerrarlos, y al pasar la bayeta con desengrasante KH-7 dejara ver la diferencia entre lo limpio y lo sucio y, por lo tanto, se veía obligada a limpiar no solo toda la puerta, sino todos los armarios colindantes. Eso era lo que ella llamaba una putada.

Y era una manía que no podía evitar. Estaba hasta las narices de limpiar, odiaba limpiar con toda su alma. Le enfurecía, le daba una rabia irracional y para colmo de males trabajaba limpiando casas ajenas aparte de la propia, ¿qué se le iba a hacer? eso era otra consecuencia de comenzar la casa por el tejado y no le quedaba más remedio que apechugar con ella.

Había días en que lograba encontrar cierto grado de paz, pero había otros, como hoy, en que todo le salía al revés y que su mala leche no hacía más que ir en aumento poco a poco, minuto a minuto, trapazo a trapazo.

Se le había pasado por alto la mampara de la bañera, me cagüen la puta.

Cambió el limpiacristales y la bayeta por un multiusos y un paño y comenzó a darle candela. La gran putada era tener que meterse dentro, quitarse los zapatos para no ensuciar la blancura ya inmaculada del sanitario y volver a empezar otra vez.

En unos segundos la tuvo limpia y salió para limpiarla por fuera, mirando al trasluz si había algún rincón que delatara la presencia de cal, esa blanca película que estaba por cualquier lado de los baños, pero no, no había ni rastro de ella, así que se podía dar con un canto en los dientes y continuar para ver si terminaba de una vez el puto baño.

Joder, cada día decía más tacos, no siempre en voz alta, aunque también.

Pasó de nuevo la bayeta húmeda por el fondo de la bañera para borrar las huellas de sus pies descalzos y volvió al espejo otra vez, comprobando que no había salpicado nada. Había ido con sumo cuidado para no tener que volver a empezar y en esta ocasión había tenido tino porque ni una sola gota de agua había saltado donde no debía saltar.

Sus ojos volvieron a encontrarse en el fondo de la superficie brillante y de nuevo se quedó quieta mirándose, con la mente en blanco, fija solo en la imagen que aquel enorme espejo le devolvía y que era una especie de insulto. 

Menuda pinta. Estaba sudando, el pelo del flequillo se le pegaba a la frente y podía ver su cara abotagada por los kilos de más, la piel enrojecida y húmeda de sudor, el cuello poco grácil, los hombros rellenitos, las ojeras y los párpados levemente hinchados, su cabello, demasiado largo o demasiado corto, pegado a la cabeza como si fuera un casco, sin volumen ni gracia alguna. Podía verse desde fuera, como la verían los demás: afeada, gorda, basta, una cuarentona frustrada que se pasaba el día limpiando mierda de los demás, con la ropa pasada de moda que le quedaba como un tiro, con el bolso enorme para poder meter el babi y las pantuflas porque no soportaba llevar la ropa de batalla en una bolsa de El Corte Inglés o Cortefiel que alguien le había dado, o peor, con esas bolsas de papel de colores que vendían en los chinos y que valían para todo.

Nunca había sido una chica fina, es decir, nunca había tenido un aspecto frágil o de elegancia natural, pero ahora estaba embrutecida a más no poder.

Hasta la barrendera de su barrio tenía mejor aspecto que ella, con esa vocecita tan fina, tan delgada y con ese pelo tan rubio, su cuello estrecho de cisne, con los rasgos de la cara pequeños, la nariz respingona y la boquita de piñón. No era guapa, desde luego, y el uniforme de barrendera hacía poco por su imagen, pero, seguramente, cuando llegara a casa, se diera una buena ducha y se vistiera de paisana, ganaría varios enteros, hasta sería atractiva porque había materia prima en esa belleza normal y corriente, que no vulgar.

Ella era lo contrario, ni con un vestido de Dior o Armani se vería bien, al revés, tanta elegancia no hacía más que resaltar su falta de elegancia, es decir, no había materia prima en ella, o le sobraba materia, vete a saber.

Había veces, cuando estrenaba algún vestido o ropa nueva, que le asaltaba un acceso de feminidad, algo como un relajo en las fieras costumbres que ser un mulo de carga le había ido metiendo en la mente, sin que ella se diera cuenta. Se afinaba un poco.

En bodas, bautizos y comuniones, cuando tenía que ir arreglada de peluquería y con tacones, le daba la irreal impresión de ser una mujer como tantas, femenina, cosmopolita, que no sofisticada, pelín más delgada, guapa, que no bella, sencilla a la par que elegante, pero todo se iba a la mierda en el mismo instante en que se veía en cualquier espejo o en los videos y fotos que se hacían y que luego se vendían en la puerta del restaurante. 

A su mente, cada vez que se veía en un video de esos, le venía la imagen de Disney donde una hipopótama vestida con tutú intenta bailar danza clásica. Esos ademanes patéticos, esa feminidad fingida, esa finura tan poco natural, esas sonrisas postizas y forzadas con las que intentaba disimular la falta de una pieza dental y el sarro, esa forma de saludar a la cámara intentando parecer acostumbrada y familiar como una estrella de cine y que solo conseguía ser forzada y ordinaria, como la de las putas travestidas que salen en Callejeros.

Dejó de mirarse y se volvió para buscar el cubo de agua y la fregona para terminar, de una vez por todas, el baño de las narices.

Escurrió el agua y comenzó a fregar el suelo, viendo como las baldosas iban brillando a medida que ella pasaba la fregona por encima, dejando un perfume floral inequívoco de esa casa, de ese baño que ya olía a limpio.

Luego, cogiendo el cubo, se trasladó al extremo más alejado para comenzar a fregar de dentro hacia fuera.

El reloj del comedor dio las nueve de la mañana. Iba retrasada.

Si no se daba prisa no podría coger el autobús de las once y llegaría tarde a casa de Montse, con lo cual, en vez de terminar a la una y media terminaría a las dos, lo que le haría llegar a casa casi a las tres. 

Joder. Siempre igual.

Se había programado la faena casi al milímetro para poder cumplir con todo, pero la mayoría de días los horarios se le desacoplaban de mala manera y le tocaba ir con la lengua fuera para poder completar las tareas.

Llevaba desde las ocho y media limpiando. De hecho, a veces cuando llegaba a casa de Piluca aún estaban las niñas desayunando y ella en bata, por lo que dependía de cómo encontrara a la familia para poder comenzar a limpiar. La buena sensación que tenía, una vez había fregado los cacharros del desayuno y hecho las camas, se diluía a medida que entraba en la limpieza a fondo.

Tenía algo de autista, por lo visto. Si ella llevaba una idea o un plan concreto, cambiar los planes  le molestaba de tal manera que se ponía de mala uva lo que quedaba de mañana. O por lo menos hasta que cambiaba de casa y volvía a enganchar con lo previsto, con lo que tocaba hacer, como si esa especie de ley que ella imponía en medio de la limpieza y el automatismo de sus acciones, le hicieran sentir bien.

Salió fregando de la habitación hasta llegar a la puerta del baño y a la del vestidor que tenía al lado.

Piluca no tenía armarios como el resto de los mortales, sino vestidores, como la gente fina y adinerada. Lo abrió con curiosidad y miedo, sabiendo que estaba haciendo algo prohibido, que si la sorprendían se llevaría una buena bronca, pero no había nadie en la casa, así que ese peligro parecía no ser real del todo.

Como siempre, alucinó al ver el enorme vestidor, el despliegue de poderío económico que se abría ante sus ojos, el apabullante sentimiento de poder que mostraba, la elegancia de prendas que ella sabía que existían solo por haberlas visto ahí o en alguna revista de la peluquería o en el especial de moda de Hola o en el Vogue, la exquisitez de algunas telas que no se atrevía a tocar con sus manos regordetas que olían a lejía y Don limpio, aquella suavidad que a ella le estaba negada para siempre, aquella exclusividad y lujo a los que solo unos pocos tenían acceso.

 Asomándose a la puerta, con una falta total e indecorosa de vergüenza y coherencia, las chancletas que Piluca se ponía para estar por casa sin rayar el parquet.

Como siempre, no se atrevió a entrar. Le bastaba con mirar y punto, con oler las telas, ese perfume mezclado de madera noble, perfume caro, desodorante de armario y dinero.Una combinación letal para su moral distraída que esa mañana estaba más pendenciera que de costumbre, más soñadora de lo habitual.

Joder, fijo que estaba ovulando porque tanta tontería no se explica más que por medio de hormonas.

Quiso cerrar el vestidor, aunque, por otro lado, pensó en entrar con la fregona y darle una pasada al suelo como excusa para poder acercarse un poco a todo aquello, pero no se atrevió a mancillar el sagrado olor del lujo con el del Don Limpio baños. Imaginó que por eso Piluca quería encargarse de ciertas cosas personalmente. De hecho, seguro que tenía un algo especial para esos rincones de la casa porque no olían a nada que ella pudiera comprar en Mercadona, o sea, a nada a lo que ella tuviera acceso.

Aquel vestidor olía condenadamente bien, con un deje ácido, frutal que no floral, cítrico y fresco, todo ello entre el olor ostentoso e inconfundible del dinero y el lujo que, de por sí, tenían ya un aroma inconfundible e identificativo. Se notaba enseguida y prevalecía por encima de los otros aromas artificiales, como si eso no fuera un olor natural, pero lo era, en el fondo lo era.

Cuando entrabas en aquellas casas olías un todo homogéneo, pero si tenías buen olfato, un olfato privilegiado, cosa que ella tenía desde su primer embarazo, podías ir distinguiendo las vetas odoríferas que lo conformaban: las maderas nobles, la pintura siempre nueva, los muebles brillantes y lustrados, el parquet pulido, los libros en las alacenas, la cocina donde no se cocina, las cortinas siempre recién traídas de la tintorería, los sofás de piel blanca, los baños siempre limpios, como si nadie los usara jamás, claro que porque ella los limpiaba, porque usarlos, podía dar fe que se usaban; tal vez los ricos cagaban magnolias, vete a saber, porque aun recién usados no olían jamás como los suyos; ropa recién planchada, perfumes personales variados que sus habitantes iban poniéndose según la ocasión. Coño, si olía distinto hasta el suavizante de la ropa en la galería, que ya es decir. De hecho, toda la galería olía así, a limpio, a floresta, a recién lavado. Claro que ella también era la que se encargaba de tender en cuanto terminaba la lavadora, no como en su casa que la ponía por la mañana para tenderla a mediodía cuando llegaba y la ropa se pasaba tres horas esperando ahí dentro, mojada y con calorcito. 

La galería de Piluca nunca olía a las plantas de marihuana que su marido y su hijo cultivaban ni a la paella a remojo que ella, ahora mismo, tenía del día anterior ni a los zapatos deportivos de tres adolescentes furiosos ni a las toallas amontonadas junto a los calcetines que aún tenía que lavar y que no podría hacerlo hasta que llegara. No olía a fertilizante ni a productos para el pH del agua con los que regaban las plantas de los cojones ni a la bolsa de basura que ayer ella dio orden de que sacaran a la calle, pero que nadie se acordó de sacar y que tenía que esconder en algún sitio a la espera de que fuera una hora prudente para bajarla en persona.

Todo olía distinto en aquel lugar, pero el aroma del vestidor era lo más hechizante, rozando la voluptuosidad, pasando hasta por encima del lujo.

Así olía el dinero. Bien. Simplemente.

Para que luego digan que el dinero no huele, ¡y unos cojones no huele! Huele como esta casa, exactamente así.

Una casa donde da gusto vivir, aunque si en ella viviera su familia tardarían unos meses, tan solo, en convertirla en un establo, tal como ha ido ocurriendo en la casa donde viven, que era una pasada hace quince años y ahora habría que verla, toda remendada y necesitando siempre una mano de pintura para borrar las huellas de las manos, del humo del tabaco y del polvo que se va hundiendo entre las gotitas del gotelé. Y ese rodapié, por el amor de Dios, si tiene ya un color negro que solo se le quita con pintura, porque hasta con un cepillo lo ha intentado quitar y ni por esas; y esa puta bombilla del cuarto de baño perpetuamente fundida o los dedazos sobre los interruptores del pasillo o las patadas encima de la mesilla de centro o esos cercos de botellines de cerveza marcados en el cristal, mientras los posavasos duermen el sueño de los justos en un cajón de la cocina. Esos restos de tabaco de liar en el suelo del comedor, justo a los pies de los sofás, y que ahora son una marca identificativa de su desastre económico; o esa rozadura de los sillones que ya no hay forma de quitar porque la tela está angostada y finísima en los reposabrazos y en los respaldos, que también han ido haciendo un reguero pardo a lo largo de la pared, antes color crema y ahora color garbanzo. Esos muebles blancos de la cocina que se han vuelto amarillos con el paso de los años; y ese cajón desvencijado de la cómoda que ya no hay manera de abrir porque se salió un día del riel y no encaja. Por no hablar de la cortina, de la puta cortina bordada que le costó un ojo de la cara hace quince años y que ahora tiene una raja de palmo y que ella, tendrá que zurcir para que la rotura no llegue hasta el suelo o hasta el techo.

Joder, en esas cosas se nota el dinero, o la falta de él.

Piluca no soportaría ni un minuto vivir en su casa, esa falta de detalles, esa penumbra eterna, ese pasillo largo como un día sin pan, con todas las puertas a un lado en un orden y concierto alucinantes, con solo dos baños para cinco personas, cosa bastante normal, por otro lado, y sobre todo, sin terraza y sin vestidores. Dios, eso sí que no lo podría soportar Piluca, esos armarios empotrados de madera de roble tan normales, esa galería-terraza que tiene ella en la cocina y que tan solo es la mitad de la que hay en esta casa, y es allí donde tiende la ropa y donde tiene cuatro macetas para dar la impresión de invernadero cuando mira a través de la ventana al fregar los platos. Tiene un balcón, eso sí, pero no es muy grande. Nada de supermegaterrazas como esa o de invernaderos como el de Montse. 

Claro que, dónde vas a comparar una casa de VPO con un ático en el centro de la ciudad.

Y eso que su casa no está nada mal, la verdad, lo que ocurre es que no puede con su familia, vamos, que no hay manera con ellos, porque si pusieran un poco de su parte, no ensuciaran tanto y su marido fuera un poco manitas, estaría como un pincel, como ha estado mientras ella podía con todo, con su trabajo, con los niños pequeños y con el paso del tiempo.

Ahora ya no puede con nada, ha tirado la toalla, se ha rendido. “Tanto pelear pa’qué, a ver, pa’qué, si al final lo tengo que hacer todo yo y no me hacen ni puto caso…». Los ha dado por imposible.

Además, ya no tiene veintipocos años, sino cuarenta y ocho, con lo cual ya se la pela todo, ya le importa todo un pimiento, ya está hasta las narices de llorar, de chillar, de pedir por favor, de ponerse nerviosa, de dar portazos, de dejarlos sin comer, de declararse en huelga de brazos caídos, sobre todo porque luego le toca hacerlo a ella y con más esfuerzo por el retraso de dos días, que es lo que han durado como máximo sus huelgas. Está hasta la peineta de pedir igualdad, de charlas feministas en las que intenta hacer saber a los demás que ella también es persona, no una criada. Pero joder, no le tienen respeto, como en el fondo es una criada para los demás, pues la han tomado como una criada propia también.

Si estás cansada, te jodes; si te duelen los ovarios, pues te jodes; si te duele la cabeza, es que siempre estás igual; si las rodillas te tiemblan de cansancio y sobrepeso, ponte Trombocid y se te pasará; que no se te pasa, igual deberías ponerte a régimen ¿no, vacaburra?

A tomar por el culo.

No cree merecer lo que vive, joder, no se lo merece.

Vale que su vida no sea más difícil que la de mucha gente, que incluso podría ser peor; vale que siempre hay más gente detrás que delante, que no es para tanto… pero es su vida, no tiene otra y le da la impresión de estar malgastándola.

Frente al vestidor de Piluca, que en este preciso instante está tomando café con las amigas en una cafetería cerca del mercado central, al que ha ido para comprar rodaballo fresco, ¿qué será eso?, ella se siente como una puta cenicienta a la que nunca le va a salir el hada madrina.

Vale que no quiere carrozas ni vestidos flamantes y hace años que dejó de creer en príncipes azules, pero coño, un poquito de paz, solo un poquito, ¿no le podrían dar?

Algo de tranquilidad en el cuerpo y en el alma, algo, aunque fuera por una temporada para poder descansar y coger fuerzas, para intentar vivir, simplemente. Vivir.

Está tentada de cerrar la puerta y largarse a hacer sus cosas, sabe que se le ha ido el santo al cielo y que su pensamiento ha divagado hasta perder la lógica, pero eso es algo que no puede evitar, que cada vez le pasa más seguido y peor, porque a medida que se va hundiendo en sus pensamientos, estos se vuelven un poco más oscuros, un poco más tristes, un poco menos esperanzadores. Como si su mente fuera un agujero negro que va tragándose toda la luz y fundiéndola en el vacío o enviándola a otra dimensión, la de aquello que no hemos vivido y no viviremos nunca, la dimensión de los sueños rotos, de las esperanzas perdidas, de las posibilidades malogradas, de las decepciones, de las oportunidades desaprovechadas, la dimensión de todo aquello que pudo ser y no fue.

Me cagüen la puta, se pondría a llorar de pensarlo, pero no le sale de las narices ¿Es que va a tener que empezar a tener compasión de sí misma? ¿Derramar lagrimitas por no ser lo que una vez soñó ser? Sus lágrimas serían tan fútiles como las de Nerón, podría embotellarlas, “una por mí y otra por ellos, porque si yo no tengo esa vida que soñé, tampoco puedo dar el futuro que sueño dar». 

Mira por última vez el vestidor antes de cerrar la puerta y terminar de pasar la fregona por la habitación.

Los lunes son el peor día en casa de Piluca porque han estado las crías todo el fin de semana haciendo el bobo y lo han dejado todo manga por hombro. Tampoco puede quejarse, en su casa está todo igual o peor, pero como es ella la que lo limpia pues por lo menos se acoge al derecho a la pataleta que es algo que no le puede negar ni Dios, vamos, faltaría más que no pudiera ni decir lo guarros que son los críos de hoy en día que a los dieciocho, no saben ni hacerse la cama, solo saben meterse en internet, hablar por el móvil, como si fuera gratis, y comer. No hacen otra cosa. Bueno sí, salir los fines de semana y pedir pelas, como si el dinero creciera en los árboles. Bueno, y comprarse ropa, eso también lo hacen estas niñas, sus hijos un poco menos, pero por culpa de la economía, no por falta de ganas.

Hatajo de pijos, dice su pensamiento.

Resentida social, dice su razonamiento crítico.

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Published on August 25, 2023 09:01

Las horas contadas

Capitulo 1

Fue desemborronando la escarchada superficie del espejo hasta que comenzó a ver su cara reflejada en él, muy poco a poco, como si prácticamente se estuviera formando en ese mismo instante a base de friegas y de pasadas de papel de cocina que iban eliminando el limpiacristales Luminia, ese que deja una superficie completamente blanca y se tiene que dejar secar durante unos minutos antes de proceder a quitarlo por completo.

Le daban rabia los otros limpiacristales porque siempre dejaban las marcas de los trapos y suponía un doble esfuerzo dejar los cristales transparentes, así que se había agenciado varios botes de su limpiacristales favorito en cada una de las casas que trabajaba. Al fin y al cabo, ella misma solía ocuparse de la compra de los productos de limpieza y pasaba luego la factura a las dueñas de las casas. Otra cosa que le daba bastante rabia, puesto que, aunque pareciera mentira, estas solían hacerse las suecas a la hora de pagarle la factura, exclusivamente de droguería, como si les costara un esfuerzo, como si no llevaran nada suelto en sus flamantes monederos Gucci de 700 euros.

Claro que eso era de lo más normal. ¿Cómo iban a saber aquellas señoras que vivían en la inopia total que esos veinte euros le podían hacer falta? Si a ellas nunca les hacían falta veinte euros, o sea, nunca hacían cuentas de ese tipo.  Nunca iban a la compra contando euro por euro lo que podían gastar en esto o en aquello. Compensando, estirando, cambiando marcas, dejando una cosa para coger otra similar siempre más barata, teniendo que dejar un par de productos en la caja porque esos veinte euros no dan para todo lo que se necesita. No han pasado por el trago de sonreír y decirle a la cajera: “Huy me he pasado… no pensaba comprar más que el pan y mira, la cesta llena”. Qué va, a esas mujeres nunca les pasaba eso, y ella odiaba que le pasara. 

La vida no era un lugar difícil para ese tipo de gente, al contrario, era una especie de paseo continuo, un lugar muy ideal.

Se miró en la superficie brillante y recién pulida del espejo y, como casi siempre le ocurría, se sorprendió al ver los estragos que el tiempo había causado en su rostro, otrora joven, firme y jovial.

Parecía no estar acostumbrada a su propio reflejo, como si cada vez se mirara menos y hubiera perdido la capacidad de reconocerse en la persona que le retornaba la imagen. Como si en lugar de ser ella misma, fuera una extraña quien hiciera los mismos gestos y le devolviera la mirada inquisidora con la que escrutaba las huellas del paso del tiempo en su piel, en sus ojeras marcadas, en los pequeños puntitos negros de los laterales de su nariz, en las leves manchas que aparecían en sus pómulos, en las invisibles arrugas de las patas de gallo o de las comisuras de la boca, pero, sobre todo, en la opacidad de sus ojos, en la falta de viveza y jovialidad que antaño sí tenían.

El tiempo pasaba inexorablemente y ver sus estragos era algo, desde luego, poco agradable.

Se quedó quieta mirándose fijamente a los ojos, viendo como su expresión mutaba, muy lentamente, de la sorpresa a la pregunta y luego a la decepción. Y luego a la tristeza. Un leve asomo de tristeza que le hacía quitar la vista para no verla del todo, como si quisiera no darse cuenta de la puta mierda en que se había convertido su vida o como si, aun sabiéndolo, no quisiera tener ni un asomo de compasión por ella misma, al igual que no soportaría ver esa compasión en unos ojos ajenos.

Se alejó del espejo y ya no volvió a mirarse.

Joder, lo había hecho mal. Había limpiado el espejo antes que la loza del lavabo y ahora se le quedaría todo salpicado de gotas de agua. Tendría que empezar de nuevo. Eso le pasaba por idiota. Por ir sin pensar, sin darse cuenta de que tenía cierta querencia a hacerlo todo al revés, a empezar la casa por el tejado y que eso siempre le producía el cansino efecto de volver a empezar.

Se giró para ver el váter, la bañera y el bidé ya limpios, buscando el hilo conductor de por dónde tenía que seguir. Ah, el lavabo y el mueble, y sacó el Don Limpio para comenzar a frotar las leves marcas de agua, vello, alguna gotita de sangre nasal, espuma de afeitar y mocos secos que estaban impregnadas en él. Marcas muy leves, pero perfectamente visibles.

Parecía mentira, pero los ricos también cagan, se dijo, en lugar de decir que también lloran, porque no tenía muy claro que lo hicieran. Piluca, al menos, no siempre, y eso que tenía motivos de sobra, pero no lo hacía muy a menudo.

Siempre impecable, siempre maquillada para salir, siempre de peluquería y con la manicura bien hecha, luciendo modelitos caros, zapatos y bolsos a juego, ropa exclusiva, anillos de oro, bisutería de diseño. Sin ojeras, sin bolsas en los ojos ni párpados hinchados, con una sonrisa casi perpetua en su Rouge Chanel, fuera del tono que fuera.

Poco importaba que su vida fuera otra mierda.

Las penas con pan son menos penas, se dijo para sí misma y comenzó a frotar con la bayeta las marcas que el marido de Piluca dejaba cada mañana en el blanco del lavabo.

Esas marcas, según su sequedad o abundancia, le decían a ella muchísimas cosas como, por ejemplo, las marcas de sangre nasal que indicaban que el señor había vuelto a las andadas y se había pasado la noche de fiesta esnifando coca, algo que, tras tantos años de práctica casi continua, le producía leves hemorragias que intentaba disimular. Los mocos venían a ser, más o menos, otra consecuencia directa de lo mismo, porque si fueran de un simple constipado no estarían pegados en la loza blanca, sino en cualquier pañuelo de papel, mientras que su presencia indicaba que había intentado despejarse las fosas nasales con ese típico gesto de sonarse con las manos bajo el agua del grifo y dejar que se vaya todo por el desagüe, desde las mucosidades hasta los remordimientos.

Lo otro era normal, agua, vello y espuma de afeitar, restos varoniles de lo más común y corriente.

Había un único pelo largo y rubio, de Piluca, pero todo lo demás era de él.

La habitación tenía, al entrar, un extraño olor a sudor, sexo y alcohol, por eso había abierto las ventanas de par en par y había cambiado las sábanas sin que ella se lo dejara escrito antes de irse. Tras varios años, conocía los olores de la casa y, sobre todo, conocía las extrañas formas que tenía Piluca de intentar olvidar lo que había pasado en esa cama con el simple gesto de cambiar las sábanas y poner unas nuevas, limpias, que borraran el olor y el color de la última noche pasada.

En cuanto acabara el baño, solo le quedaría pasar la fregona y la habitación principal estaría terminada. Pero el baño se le resistía, era como si su subconsciente le dijera que hoy no iba a ser su mejor día y que tal vez por culpa de su mala gana o por negligencia, esa que le asaltaba a veces y le empujaba a hacerse la miserable con la limpieza para ahorrar esfuerzos, le iba a tocar hacer el doble de trabajo para conseguir los mismos resultados.

Tenía esa puta manía, podía reconocerlo. Tacañería higiénica.

A veces, le daba tanta rabia tener que limpiar que intentaba disimular como podía la suciedad e intentaba pasar a otra cosa mariposa, pero no siempre lo conseguía y eso le enfurecía aún más porque el resultado era un volver a empezar y esta vez a fondo. Como cuando en su casa intentaba limpiar los dedos marcados en los muebles de la cocina de tanto abrirlos y cerrarlos, y al pasar la bayeta con desengrasante KH-7 dejara ver la diferencia entre lo limpio y lo sucio y, por lo tanto, se veía obligada a limpiar no solo toda la puerta, sino todos los armarios colindantes. Eso era lo que ella llamaba una putada.

Y era una manía que no podía evitar. Estaba hasta las narices de limpiar, odiaba limpiar con toda su alma. Le enfurecía, le daba una rabia irracional y para colmo de males trabajaba limpiando casas ajenas aparte de la propia, ¿qué se le iba a hacer? eso era otra consecuencia de comenzar la casa por el tejado y no le quedaba más remedio que apechugar con ella.

Había días en que lograba encontrar cierto grado de paz, pero había otros, como hoy, en que todo le salía al revés y que su mala leche no hacía más que ir en aumento poco a poco, minuto a minuto, trapazo a trapazo.

Se le había pasado por alto la mampara de la bañera, me cagüen la puta.

Cambió el limpiacristales y la bayeta por un multiusos y un paño y comenzó a darle candela. La gran putada era tener que meterse dentro, quitarse los zapatos para no ensuciar la blancura ya inmaculada del sanitario y volver a empezar otra vez.

En unos segundos la tuvo limpia y salió para limpiarla por fuera, mirando al trasluz si había algún rincón que delatara la presencia de cal, esa blanca película que estaba por cualquier lado de los baños, pero no, no había ni rastro de ella, así que se podía dar con un canto en los dientes y continuar para ver si terminaba de una vez el puto baño.

Joder, cada día decía más tacos, no siempre en voz alta, aunque también.

Pasó de nuevo la bayeta húmeda por el fondo de la bañera para borrar las huellas de sus pies descalzos y volvió al espejo otra vez, comprobando que no había salpicado nada. Había ido con sumo cuidado para no tener que volver a empezar y en esta ocasión había tenido tino porque ni una sola gota de agua había saltado donde no debía saltar.

Sus ojos volvieron a encontrarse en el fondo de la superficie brillante y de nuevo se quedó quieta mirándose, con la mente en blanco, fija solo en la imagen que aquel enorme espejo le devolvía y que era una especie de insulto. 

Menuda pinta. Estaba sudando, el pelo del flequillo se le pegaba a la frente y podía ver su cara abotagada por los kilos de más, la piel enrojecida y húmeda de sudor, el cuello poco grácil, los hombros rellenitos, las ojeras y los párpados levemente hinchados, su cabello, demasiado largo o demasiado corto, pegado a la cabeza como si fuera un casco, sin volumen ni gracia alguna. Podía verse desde fuera, como la verían los demás: afeada, gorda, basta, una cuarentona frustrada que se pasaba el día limpiando mierda de los demás, con la ropa pasada de moda que le quedaba como un tiro, con el bolso enorme para poder meter el babi y las pantuflas porque no soportaba llevar la ropa de batalla en una bolsa de El Corte Inglés o Cortefiel que alguien le había dado, o peor, con esas bolsas de papel de colores que vendían en los chinos y que valían para todo.

Nunca había sido una chica fina, es decir, nunca había tenido un aspecto frágil o de elegancia natural, pero ahora estaba embrutecida a más no poder.

Hasta la barrendera de su barrio tenía mejor aspecto que ella, con esa vocecita tan fina, tan delgada y con ese pelo tan rubio, su cuello estrecho de cisne, con los rasgos de la cara pequeños, la nariz respingona y la boquita de piñón. No era guapa, desde luego, y el uniforme de barrendera hacía poco por su imagen, pero, seguramente, cuando llegara a casa, se diera una buena ducha y se vistiera de paisana, ganaría varios enteros, hasta sería atractiva porque había materia prima en esa belleza normal y corriente, que no vulgar.

Ella era lo contrario, ni con un vestido de Dior o Armani se vería bien, al revés, tanta elegancia no hacía más que resaltar su falta de elegancia, es decir, no había materia prima en ella, o le sobraba materia, vete a saber.

Había veces, cuando estrenaba algún vestido o ropa nueva, que le asaltaba un acceso de feminidad, algo como un relajo en las fieras costumbres que ser un mulo de carga le había ido metiendo en la mente, sin que ella se diera cuenta. Se afinaba un poco.

En bodas, bautizos y comuniones, cuando tenía que ir arreglada de peluquería y con tacones, le daba la irreal impresión de ser una mujer como tantas, femenina, cosmopolita, que no sofisticada, pelín más delgada, guapa, que no bella, sencilla a la par que elegante, pero todo se iba a la mierda en el mismo instante en que se veía en cualquier espejo o en los videos y fotos que se hacían y que luego se vendían en la puerta del restaurante. 

A su mente, cada vez que se veía en un video de esos, le venía la imagen de Disney donde una hipopótama vestida con tutú intenta bailar danza clásica. Esos ademanes patéticos, esa feminidad fingida, esa finura tan poco natural, esas sonrisas postizas y forzadas con las que intentaba disimular la falta de una pieza dental y el sarro, esa forma de saludar a la cámara intentando parecer acostumbrada y familiar como una estrella de cine y que solo conseguía ser forzada y ordinaria, como la de las putas travestidas que salen en Callejeros.

Dejó de mirarse y se volvió para buscar el cubo de agua y la fregona para terminar, de una vez por todas, el baño de las narices.

Escurrió el agua y comenzó a fregar el suelo, viendo como las baldosas iban brillando a medida que ella pasaba la fregona por encima, dejando un perfume floral inequívoco de esa casa, de ese baño que ya olía a limpio.

Luego, cogiendo el cubo, se trasladó al extremo más alejado para comenzar a fregar de dentro hacia fuera.

El reloj del comedor dio las nueve de la mañana. Iba retrasada.

Si no se daba prisa no podría coger el autobús de las once y llegaría tarde a casa de Montse, con lo cual, en vez de terminar a la una y media terminaría a las dos, lo que le haría llegar a casa casi a las tres. 

Joder. Siempre igual.

Se había programado la faena casi al milímetro para poder cumplir con todo, pero la mayoría de días los horarios se le desacoplaban de mala manera y le tocaba ir con la lengua fuera para poder completar las tareas.

Llevaba desde las ocho y media limpiando. De hecho, a veces cuando llegaba a casa de Piluca aún estaban las niñas desayunando y ella en bata, por lo que dependía de cómo encontrara a la familia para poder comenzar a limpiar. La buena sensación que tenía, una vez había fregado los cacharros del desayuno y hecho las camas, se diluía a medida que entraba en la limpieza a fondo.

Tenía algo de autista, por lo visto. Si ella llevaba una idea o un plan concreto, cambiar los planes  le molestaba de tal manera que se ponía de mala uva lo que quedaba de mañana. O por lo menos hasta que cambiaba de casa y volvía a enganchar con lo previsto, con lo que tocaba hacer, como si esa especie de ley que ella imponía en medio de la limpieza y el automatismo de sus acciones, le hicieran sentir bien.

Salió fregando de la habitación hasta llegar a la puerta del baño y a la del vestidor que tenía al lado.

Piluca no tenía armarios como el resto de los mortales, sino vestidores, como la gente fina y adinerada. Lo abrió con curiosidad y miedo, sabiendo que estaba haciendo algo prohibido, que si la sorprendían se llevaría una buena bronca, pero no había nadie en la casa, así que ese peligro parecía no ser real del todo.

Como siempre, alucinó al ver el enorme vestidor, el despliegue de poderío económico que se abría ante sus ojos, el apabullante sentimiento de poder que mostraba, la elegancia de prendas que ella sabía que existían solo por haberlas visto ahí o en alguna revista de la peluquería o en el especial de moda de Hola o en el Vogue, la exquisitez de algunas telas que no se atrevía a tocar con sus manos regordetas que olían a lejía y Don limpio, aquella suavidad que a ella le estaba negada para siempre, aquella exclusividad y lujo a los que solo unos pocos tenían acceso.

 Asomándose a la puerta, con una falta total e indecorosa de vergüenza y coherencia, las chancletas que Piluca se ponía para estar por casa sin rayar el parquet.

Como siempre, no se atrevió a entrar. Le bastaba con mirar y punto, con oler las telas, ese perfume mezclado de madera noble, perfume caro, desodorante de armario y dinero.Una combinación letal para su moral distraída que esa mañana estaba más pendenciera que de costumbre, más soñadora de lo habitual.

Joder, fijo que estaba ovulando porque tanta tontería no se explica más que por medio de hormonas.

Quiso cerrar el vestidor, aunque, por otro lado, pensó en entrar con la fregona y darle una pasada al suelo como excusa para poder acercarse un poco a todo aquello, pero no se atrevió a mancillar el sagrado olor del lujo con el del Don Limpio baños. Imaginó que por eso Piluca quería encargarse de ciertas cosas personalmente. De hecho, seguro que tenía un algo especial para esos rincones de la casa porque no olían a nada que ella pudiera comprar en Mercadona, o sea, a nada a lo que ella tuviera acceso.

Aquel vestidor olía condenadamente bien, con un deje ácido, frutal que no floral, cítrico y fresco, todo ello entre el olor ostentoso e inconfundible del dinero y el lujo que, de por sí, tenían ya un aroma inconfundible e identificativo. Se notaba enseguida y prevalecía por encima de los otros aromas artificiales, como si eso no fuera un olor natural, pero lo era, en el fondo lo era.

Cuando entrabas en aquellas casas olías un todo homogéneo, pero si tenías buen olfato, un olfato privilegiado, cosa que ella tenía desde su primer embarazo, podías ir distinguiendo las vetas odoríferas que lo conformaban: las maderas nobles, la pintura siempre nueva, los muebles brillantes y lustrados, el parquet pulido, los libros en las alacenas, la cocina donde no se cocina, las cortinas siempre recién traídas de la tintorería, los sofás de piel blanca, los baños siempre limpios, como si nadie los usara jamás, claro que porque ella los limpiaba, porque usarlos, podía dar fe que se usaban; tal vez los ricos cagaban magnolias, vete a saber, porque aun recién usados no olían jamás como los suyos; ropa recién planchada, perfumes personales variados que sus habitantes iban poniéndose según la ocasión. Coño, si olía distinto hasta el suavizante de la ropa en la galería, que ya es decir. De hecho, toda la galería olía así, a limpio, a floresta, a recién lavado. Claro que ella también era la que se encargaba de tender en cuanto terminaba la lavadora, no como en su casa que la ponía por la mañana para tenderla a mediodía cuando llegaba y la ropa se pasaba tres horas esperando ahí dentro, mojada y con calorcito. 

La galería de Piluca nunca olía a las plantas de marihuana que su marido y su hijo cultivaban ni a la paella a remojo que ella, ahora mismo, tenía del día anterior ni a los zapatos deportivos de tres adolescentes furiosos ni a las toallas amontonadas junto a los calcetines que aún tenía que lavar y que no podría hacerlo hasta que llegara. No olía a fertilizante ni a productos para el pH del agua con los que regaban las plantas de los cojones ni a la bolsa de basura que ayer ella dio orden de que sacaran a la calle, pero que nadie se acordó de sacar y que tenía que esconder en algún sitio a la espera de que fuera una hora prudente para bajarla en persona.

Todo olía distinto en aquel lugar, pero el aroma del vestidor era lo más hechizante, rozando la voluptuosidad, pasando hasta por encima del lujo.

Así olía el dinero. Bien. Simplemente.

Para que luego digan que el dinero no huele, ¡y unos cojones no huele! Huele como esta casa, exactamente así.

Una casa donde da gusto vivir, aunque si en ella viviera su familia tardarían unos meses, tan solo, en convertirla en un establo, tal como ha ido ocurriendo en la casa donde viven, que era una pasada hace quince años y ahora habría que verla, toda remendada y necesitando siempre una mano de pintura para borrar las huellas de las manos, del humo del tabaco y del polvo que se va hundiendo entre las gotitas del gotelé. Y ese rodapié, por el amor de Dios, si tiene ya un color negro que solo se le quita con pintura, porque hasta con un cepillo lo ha intentado quitar y ni por esas; y esa puta bombilla del cuarto de baño perpetuamente fundida o los dedazos sobre los interruptores del pasillo o las patadas encima de la mesilla de centro o esos cercos de botellines de cerveza marcados en el cristal, mientras los posavasos duermen el sueño de los justos en un cajón de la cocina. Esos restos de tabaco de liar en el suelo del comedor, justo a los pies de los sofás, y que ahora son una marca identificativa de su desastre económico; o esa rozadura de los sillones que ya no hay forma de quitar porque la tela está angostada y finísima en los reposabrazos y en los respaldos, que también han ido haciendo un reguero pardo a lo largo de la pared, antes color crema y ahora color garbanzo. Esos muebles blancos de la cocina que se han vuelto amarillos con el paso de los años; y ese cajón desvencijado de la cómoda que ya no hay manera de abrir porque se salió un día del riel y no encaja. Por no hablar de la cortina, de la puta cortina bordada que le costó un ojo de la cara hace quince años y que ahora tiene una raja de palmo y que ella, tendrá que zurcir para que la rotura no llegue hasta el suelo o hasta el techo.

Joder, en esas cosas se nota el dinero, o la falta de él.

Piluca no soportaría ni un minuto vivir en su casa, esa falta de detalles, esa penumbra eterna, ese pasillo largo como un día sin pan, con todas las puertas a un lado en un orden y concierto alucinantes, con solo dos baños para cinco personas, cosa bastante normal, por otro lado, y sobre todo, sin terraza y sin vestidores. Dios, eso sí que no lo podría soportar Piluca, esos armarios empotrados de madera de roble tan normales, esa galería-terraza que tiene ella en la cocina y que tan solo es la mitad de la que hay en esta casa, y es allí donde tiende la ropa y donde tiene cuatro macetas para dar la impresión de invernadero cuando mira a través de la ventana al fregar los platos. Tiene un balcón, eso sí, pero no es muy grande. Nada de supermegaterrazas como esa o de invernaderos como el de Montse. 

Claro que, dónde vas a comparar una casa de VPO con un ático en el centro de la ciudad.

Y eso que su casa no está nada mal, la verdad, lo que ocurre es que no puede con su familia, vamos, que no hay manera con ellos, porque si pusieran un poco de su parte, no ensuciaran tanto y su marido fuera un poco manitas, estaría como un pincel, como ha estado mientras ella podía con todo, con su trabajo, con los niños pequeños y con el paso del tiempo.

Ahora ya no puede con nada, ha tirado la toalla, se ha rendido. «Tanto pelear pa’qué, a ver, pa’qué, si al final lo tengo que hacer todo yo y no me hacen ni puto caso…». Los ha dado por imposible.

Además, ya no tiene veintipocos años, sino cuarenta y ocho, con lo cual ya se la pela todo, ya le importa todo un pimiento, ya está hasta las narices de llorar, de chillar, de pedir por favor, de ponerse nerviosa, de dar portazos, de dejarlos sin comer, de declararse en huelga de brazos caídos, sobre todo porque luego le toca hacerlo a ella y con más esfuerzo por el retraso de dos días, que es lo que han durado como máximo sus huelgas. Está hasta la peineta de pedir igualdad, de charlas feministas en las que intenta hacer saber a los demás que ella también es persona, no una criada. Pero joder, no le tienen respeto, como en el fondo es una criada para los demás, pues la han tomado como una criada propia también.

Si estás cansada, te jodes; si te duelen los ovarios, pues te jodes; si te duele la cabeza, es que siempre estás igual; si las rodillas te tiemblan de cansancio y sobrepeso, ponte Trombocid y se te pasará; que no se te pasa, igual deberías ponerte a régimen ¿no, vacaburra?

A tomar por el culo.

No cree merecer lo que vive, joder, no se lo merece.

Vale que su vida no sea más difícil que la de mucha gente, que incluso podría ser peor; vale que siempre hay más gente detrás que delante, que no es para tanto… pero es su vida, no tiene otra y le da la impresión de estar malgastándola.

Frente al vestidor de Piluca, que en este preciso instante está tomando café con las amigas en una cafetería cerca del mercado central, al que ha ido para comprar rodaballo fresco, ¿qué será eso?, ella se siente como una puta cenicienta a la que nunca le va a salir el hada madrina.

Vale que no quiere carrozas ni vestidos flamantes y hace años que dejó de creer en príncipes azules, pero coño, un poquito de paz, solo un poquito, ¿no le podrían dar?

Algo de tranquilidad en el cuerpo y en el alma, algo, aunque fuera por una temporada para poder descansar y coger fuerzas, para intentar vivir, simplemente. Vivir.

Está tentada de cerrar la puerta y largarse a hacer sus cosas, sabe que se le ha ido el santo al cielo y que su pensamiento ha divagado hasta perder la lógica, pero eso es algo que no puede evitar, que cada vez le pasa más seguido y peor, porque a medida que se va hundiendo en sus pensamientos, estos se vuelven un poco más oscuros, un poco más tristes, un poco menos esperanzadores. Como si su mente fuera un agujero negro que va tragándose toda la luz y fundiéndola en el vacío o enviándola a otra dimensión, la de aquello que no hemos vivido y no viviremos nunca, la dimensión de los sueños rotos, de las esperanzas perdidas, de las posibilidades malogradas, de las decepciones, de las oportunidades desaprovechadas, la dimensión de todo aquello que pudo ser y no fue.

Me cagüen la puta, se pondría a llorar de pensarlo, pero no le sale de las narices ¿Es que va a tener que empezar a tener compasión de sí misma? ¿Derramar lagrimitas por no ser lo que una vez soñó ser? Sus lágrimas serían tan fútiles como las de Nerón, podría embotellarlas, «una por mí y otra por ellos, porque si yo no tengo esa vida que soñé, tampoco puedo dar el futuro que sueño dar». 

Mira por última vez el vestidor antes de cerrar la puerta y terminar de pasar la fregona por la habitación.

Los lunes son el peor día en casa de Piluca porque han estado las crías todo el fin de semana haciendo el bobo y lo han dejado todo manga por hombro. Tampoco puede quejarse, en su casa está todo igual o peor, pero como es ella la que lo limpia pues por lo menos se acoge al derecho a la pataleta que es algo que no le puede negar ni Dios, vamos, faltaría más que no pudiera ni decir lo guarros que son los críos de hoy en día que a los dieciocho, no saben ni hacerse la cama, solo saben meterse en internet, hablar por el móvil, como si fuera gratis, y comer. No hacen otra cosa. Bueno sí, salir los fines de semana y pedir pelas, como si el dinero creciera en los árboles. Bueno, y comprarse ropa, eso también lo hacen estas niñas, sus hijos un poco menos, pero por culpa de la economía, no por falta de ganas.

Hatajo de pijos, dice su pensamiento.

Resentida social, dice su razonamiento crítico.

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Published on August 25, 2023 09:01

August 21, 2023

Nadia Anjuman. Poesia femenina en el Afganistan de los talibanes

RECUERDOS de leve tristeza

¡Oh exilios de la montaña del olvido!

Oh joya de sus nombres, durmiendo en el fango del silencio

Oh recuerdos destruidos, recuerdos de leve tristeza

en la turbia mente de una ola en el mar del olvido

¿Dónde está lo trasparente, la corriente manando de tus pensamientos?

¿Qué mano ladrona saqueó la estatua de oro puro de tus sueños?

En esta tormenta que origina la opresión

¿Dónde se ha marchado tu barca, tu serena plateada luna de embarcación?

Después de este amargo frío que da nacimiento a la muerte-

debería la mar desprender la calma

debería la nube liberar al corazón nudoso de penas

debería la doncella de la luna brindarnos amor, ofrecer una sonrisa

debería la montaña dulcificar su corazón, adornarse de verde,

volverse fructífera-

¿Cuál de tus nombres, en lo alto de la cima,

se vuelve luminoso como el sol?

El amanecer de tus recuerdos

recuerdos de leve tristeza

¿En los ojos de los peces fatigados por las inundaciones y

temerosos de la lluvia de la opresión,

se refleja la esperanza?

¡Oh exilios de la montaña del olvido!

Traducción María Germaná Matta, a partir de la versión inglesa de Zuzanna Olszewska y Belgheis Alavi

No deseo abrir la boca

No deseo abrir la boca

¿A qué podría cantar?

En mí, a quien la vida odia,

tanto da cantar que callar.

¿Acaso debo hablar de dulzura

cuando siento tanta amargura?

Ay, el festín del opresor

me ha tapado la boca.

Sin nadie al lado en la vida

¿a quién dedicar mi ternura?

Tanto da decir, reír,

morir, existir.

Yo y mi forzada soledad

con mi dolor y mi tristeza.

He nacido para nada

mi boca debería estar sellada.

Ha llegado, corazón, la primavera,

el momento propicio del festejo.

¿Pero qué puedo hacer si un ala 

tengo ahora atrapada?

Así no puedo volar.

Llevo mucho tiempo en silencio,

pero nunca olvidé la melodía

que no paro de susurrar.

Las canciones que brotan de mi corazón

me recuerdan que algún día

romperé la jaula.

Volando saldré de esta soledad

y cantaré con melancolía.

No soy un frágil álamo

sacudido por el viento.

Soy una mujer afgana

Entiéndase pues mi constante queja.

(En revista Trasversales número 6, primavera 2007*)

Un llanto sordo

El sonido de las verdes huellas está en la lluvia

nos llega desde la carretera

almas sedientas y faldas polvorientas llegaron del desierto

su ardiente respiración y el espejismo-fundido

de sus bocas secas y de polvo cubiertas

nos llegan, ahora, desde la carretera

sus atormentados cuerpos, chicas criadas en el dolor

la alegría alejada de sus rostros

corazones viejos y alineados de grietas

no surgen sonrisas en los inhóspitos océanos de sus labios

ni una lágrima brota del seco cauce de sus ojos

¡Oh Dios!

¿Podría ignorar si sus sordos llantos que saltaron del cielo,

alcanzan las nubes?

El sonido de las verdes huellas está en la lluvia.

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Published on August 21, 2023 07:20

August 1, 2023

verano del 82

Era verano, y el calor que quemaba mi piel, el que me producía una terrible sed, no era nada comparado con el malestar del rastro de salitre en la boca. El mar iba quedando atrás paso a paso a medida que avanzábamos hacia la alquería.

Un flotador azul  en forma de barca, servía para hacer de parasol a mi hermano y mi primo por encima de sus cabezas. La sombrilla del carro, tapaba de lleno el rostro infantil de mi hermana pequeña y deformaba las palabras de mi madre y mi tía en conversaciones de mayores que ahora ni siquiera puedo recordar.

En la orilla de aquel camino se agolpaban huertas, planicies llenas de naranjos, alguna higuera, alguna parra enredada en cañas pero sobre todo unos melocotoneros que dejaban colgar sus ramas por encima de los márgenes de las acequias,como buscando el frescor del agua que corría. Incitadores. Tentadores, nos ofrecían algunos frutos con tan solo estirar el brazo. Un enorme sauce llorón formaba un círculo gigantesco de sombra. Para los mayores era una invitación a la siesta. Para los pequeños, una cabaña de indios en la que escondernos de los vaqueros.

Y el sonido de las cigarras, que solo se calmaba al ser sustituido, ya de noche, por el de los grillos…

En una revuelta del camino se divisaba la alquería, blanca, como un nube en medio del cielo verde de los naranjos y, a medida que nos acercabamos, podíamos percibir, vacíos de dudas y llenos de hambre, el aroma a leña quemada, a fogata, al sofrito de la paella ya a punto para echar el arroz. Mi abuela se asomaba por un recodo y se llevaba una mano a la frente tapándose el sol de los ojos para asegurarse de que esa retahíla de voces, de niños, de chirriar de ruedas de carritos y gritos, éramos nosotros. Saludaba, entonces,  alzando la mano y, seguramente, sonriendo, y sin más, desaparecía de nuevo en dirección a la alquería, dispuesta a probar el punto de sal de la paella del domingo.

Eran días eternos, largos, como sólo pueden ser de largos los veranos de la infancia.

Intensos, como solo pueden ser intensas las cosas recién descubiertas o hechas por primera vez.

Inocentes, como solo es el mundo antes de ser descubierto, como si en la niñez fuéramos dioses creando universos antes de echarnos a descansar el séptimo día.

Era verano, y yo no lo sabía entonces, pero era la mejor época de la vida. Llena de sabores, olores, sensaciones, personas y voces que ya no me acompañan. Llena de una vida que tampoco es la misma aunque pueda parecerlo o yo haga los esfuerzos necesarios para no notar tantísimo las diferencias.

Era verano y el mundo se abría ante mí tan rebosante y pleno de promesas que solo me atrevía a tomar y cumplir las más cercanas, las más realizables. Aquellas que mis manos de niña creían posibles.  Los sueños de entonces puede que no sean las pesadillas de ahora, pero quién sabe; en el infierno siempre es verano aunque nunca sea domingo.

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Published on August 01, 2023 03:03