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Un poco salvaje este primer relato. No me ha convencido mucho todo lo salvaje que es.

mi vista volvió a posarse sobre el hombre sentado en mi sofá, de pronto me pareció que se había convertido en un pedazo de papel cualquiera, en el asa rota de una taza, en una gomita elástica: una cosa que ha perdido su lugar y se entromete en nuestra conciencia dos o tres o un montón de veces antes de que uno por fin entienda que lo mejor que se puede hacer con eso es tirarlo a la basura.

Gracias a una feliz combinación de drogas y gracia natural, Mitchell se movía con una languidez subacuática y su pelo negro tenía un brillo espectacular, como si estuviera glaseado.

Pelo canoso, traje azul, paternal. Cincuentón. Se notaba que comía un montón de carne roja. Si fuese tu padre, aparecería en las fechas seña-ladas, pero el resto del tiempo apenas lo verías. Te enseñaría a montar en bici, por ejemplo, pero no estaría cuando se te cayera un diente. Se te caerían veinte dientes y jamás estaría ahí para quitarte de la boca el papel higiénico ensangrentado. Ni una vez.

Hope tenía veinticuatro años y celos de una puta iguana.

Si queréis conocerme, memorizad las manchas de vino de mis sábanas.

Hay cosas que los matrimonios se preguntan a lo largo de las décadas, cosas protagonizadas por una tara fatal que uno ha percibido en el otro.

Quien no oye el coro de los ratones, no necesita ser amigo mío.

Devolver la magia a lo cotidiano conocido en forma de fuerza luminosa extraterrestre es una de las funciones primeras e insustituibles de la poesía.

Hay algo extraño en leer las oraciones que escribió alguien a quien amaste: cada una se lee como un mensaje desde la tumba,