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¿Cómo se ignora lo que late en tu interior? ¿Cómo se recupera el rumbo de una vida trazada por una mentira?
A veces, dejar que suceda es todo lo que necesitas.
Para aquellos que piden deseos cuando ven una estrella fugaz.
Una despedida es necesaria antes de que volvamos a vernos, por ello no cabe la tristeza cuando decimos adiós.
Luchar contra uno mismo es agotador. Contra el hecho innegable de que ya nada volverá a ser como antes. Porque las cosas que han ocurrido no se pueden cambiar, por mucho que sueñes, una y otra vez, que vuelves a ese momento. Al punto exacto en que todo se desmoronó. Aun así, lo intentas. Regresas a ese instante fatídico. No importa si es dormida o despierta, porque hace tiempo que el deseo y la impaciencia no distinguen entre las pesadillas y los recuerdos.
Te colocas frente a tu destino y, en lugar de dar un paso adelante, das dos hacia atrás. Solo dos, suficiente para evitar el desastre.
La felicidad no depende de lo que nos pueda pasar, sino de cómo percibimos aquello que nos ocurre.
Siempre hay un primer paso. Ese que nos pone en camino y marca todos los que vendrán después. El que se convierte en brújula y nos señala una dirección. Encontrar esas fotografías fue mi primer paso en un viaje cuyo destino aún hoy desconozco. Porque así es la vida, aleatoria, impredecible, imposible de planificar. Y no dejas de vivirla hasta el día que mueres, porque ese es su verdadero destino. Su fin.
si ves una señal, no pases de largo y síguela. Porque, una vez que la dejas atrás, nunca vuelve.
Mi padre también decía que las casualidades no existen y que todo pasa por algo. Son hilos que lanza el destino para guiarnos hasta él. —Sacudió la cabeza—. No como marionetas, sino como protagonistas de nuestra historia y secundarios de las historias de otros.
—Lo dices como si las personas fuesen los actores de una obra y el destino, el director. —Pues sí, por qué no. La vida real se compone de historias, unas entrelazadas con otras, y el mundo es el escenario. Así de sencillo, y así de complicado.
¿Me convertiría en protagonista de mi historia o dejaría que las decisiones de otros continuaran dirigiéndome?
Por un segundo, me metí en su piel. Por un segundo, pude comprenderla. No fue suficiente para que pudiera redimirla. Ni yo perdonarme.
nunca pude decir adiós. Ni con palabras, ni gestos o miradas. Ni siquiera podía permitirme el sentimiento y lo aplastaba bajo capas y capas de otras cosas.
Siempre he pensado que adiós es una palabra sin esperanza. Y cuando no hay esperanza, no queda absolutamente nada. Todo se desvanece.
En ese momento no lo sabes. Nunca lo sabes. Nadie reconoce el instante que va a cambiar su vida para siempre. Solo es uno más, que llega, pasa y todo sigue como si nada. Sin embargo, ha ocurrido. Algo ha cambiado y ya no hay vuelta atrás.
nadie reconoce a esa persona que está destinada a cambiarte para siempre. Solo es una más, que aparece un día, sin esperarla, y que te mira. En ese momento no lo sabes, pero ha ocurrido algo. Unas pupilas que se dilatan. Un soplo en la piel que hace que te erices. Una mirada que se alarga.
Detalles imperceptibles que atribuyes a otras cosas, pero que son el comienzo de algo importante. Algo que puede salvarte o hundirte. Porque hay olas que te devuelven a ti...
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Queda bonito en las películas, ¿verdad? Esa conexión predestinada que nos golpea con la fuerza de un tsunami. Con la que soñamos y, al mismo tiempo, de la que renegamos, porque el amor a primera vista es imposible. No es real. Todo el mundo debería saberlo.
Ese amor, que explota de la nada como una supernova, no existe. Solo es un pensamiento idealizado, que solemos confundir con otra reacción química igual de arrolladora: la atracción.
Y la atracción se transforma en deseo. Del que duele y no se calma.
Este podría haber sido el final. Sin embargo, no estaba destinado a serlo.
Solo fue una oportunidad para ignorar las señales. Para poder huir. No lo hice, me quedé. Porque hay trenes que solo pasan una vez. Que ya no vuelven. Y te subes sin dudar, aunque sepas que van a estrellarse.
Porque es más fácil seguir viviendo con la certeza de lo que no fue que con la incertidumbre de lo q...
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nos convirtió en dos gotas de agua resbalando sobre el mismo cristal, jugando a esconderse y a encontrarse. Fingiendo ser dos, cuando ya empezábamos a mezclarnos, a fundirnos. Porque hay cosas que solo ves al cerrar los ojos, y nosotros no podíamos dejar de mirarnos.
Rota. No me gusta esa palabra cuando se usa para referirse a una persona. Pensar que está rota es demasiado tajante, porque no todo lo roto puede arreglarse. Prefiero decir que está incompleta, que ha perdido una parte. Una parte que, si no se encuentra, puede reemplazarse por otra que se ajuste incluso mucho mejor.
Me gusta pensar que somos como un puzle dentro de una caja. Un montón de piezas a la espera de que llegue alguien que nos ayude a encajar. Alguien que nos mueva, nos pruebe y nos gire, hasta conectar cada parte y formar de nuevo una imagen completa. Alguien capaz de moldear nuevas piezas para reemplazar las que se hayan perdido.
Con él aprendí que las palabras dicen una cosa, lo que pensamos que es correcto, pero es lo que grita nuestro cuerpo lo que importa. El cuerpo no sabe fingir, refleja los deseos. Se estremece con los impulsos. Tiembla con las sensaciones.
Con él aprendí que hay que dejarse llevar por las emociones. Sentirlas. Aunque a veces sintamos cosas que duelen, que dan miedo. Porque es el conjunto de todas ellas el que nos da forma, el que nos dibuja, con luces y sombras, desde distintos ángulos, hasta obtener un reflejo nítido de quiénes somos en realidad.
Él me enseñó que hay viajes sin destino. Y que el destino es un viaje en sí mismo. Sin mapa. Sin brújula. Sin estrellas que nos guíen. Porque no importa el camino que elijas. Ni que te pases la vida viajando a «ninguna» parte....
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Y por primera vez en mucho tiempo, me sentí yo misma. Solo yo. Y no quise ser nadie más.
Porque mi mundo había comenzado a girar en el mismo instante en que lo vi por primera vez; y si eso no era una señal, no tenía ni idea de qué otra cosa podía ser.
«La palabra melancolía puede sonar dramática, pero a veces es la más ajustada. Es cuando te sientes a la vez un poco feliz y un poco triste»,
Así me sentía yo la mayor parte del tiempo, melancólica. A veces feliz porque estaba descubriendo que la vida está llena de nuevos comienzos. Que puedes perder cosas importantes que dejan vacíos inmensos, pero que en tu mano está tomarlo como un espacio libre para otras cosas nuevas que pueden llenarte incluso más. A veces triste porque era más consciente que nunca de lo sola que había estado desde siempre, y esa soledad me había llevado a confundir sentimientos con anhelos. Carencias con deseos. A convencerme de que era eso lo que merecía porque nunca hice lo suficiente. Nunca fui bastante.
—A nadie le gusta besar un cenicero. Sentí su mirada sobre mí. —¿Tienes intención de besarme? —¿Qué te hace pensar eso? —Tu preocupación. —Pues no. —Si cambias de opinión... —¿Dejarías de fumar? —Sería una motivación. —¿Y cuál sería la mía? —Que beso de puta madre.
había llegado allí sin nada que perder. Ahora tenía la sensación de que podía perderlo todo, aunque nada me perteneciera.
—Dicen que el pasado está hecho de recuerdos y que el futuro nace de los sueños
Lo que ya ha ocurrido no se puede cambiar y lamentarse por ello es una pérdida de tiempo. Y quién sabe lo que está por venir. Nadie, te lo aseguro.
—¿Y el presente? Sonrió para sí mismo. —El presente se compone de instantes, Maya.
Céntrate en los momentos, en las pequeñas cosas de cada día, y vívelas con el corazón. Sueña con el mañana y no te escondas del pasado. Porque estamos hechos de recuerdos, mia cara. Es lo que somos.
Traer una vida al mundo ya es un acto bastante egoísta, qué menos que dejar que tome sus propias decisiones y que viva como quiera.
El poder de las palabras es descomunal, pueden elevarte al cielo o hundirte en el vacío más absoluto.
—Vamos, es verano, estás en Italia y suena una canción de Eros Ramazzotti. Algún día echarás la vista atrás y recordarás este momento como uno de los mejores de tu vida. —Lo dudo. —Me recordarás a mí. —Lo dices como si fuese algo bueno. —¡Qué mala eres! —musitó.
Eché la cabeza hacia atrás y lo miré, consciente de cada parte de él que se apretaba contra mí. Cada parte de mí que encajaba en él a la perfección.
Nunca había bailado así con nadie. Con esa intimidad. Con ese lenguaje mudo que fluía a través de la piel, de los roces y las sensaciones que provocaban. De las miradas cargadas de deseo y todo lo demás que ese anhelo trae consigo.
«Dejarme llevar.» «Permitir que suceda.»
—Tengo que preguntarlo —me susurró sin aliento—. ¿Hasta dónde quieres llegar? Sonreí sobre su boca. La lamí. Pensaba que era evidente. Desabroché el botón de sus pantalones y tiré hacia abajo. —Hasta donde me lleves. Me mordió el labio con suavidad y mis ganas se intensificaron. —Entonces... voy a llevarte jodidamente alto.
Y en ese instante, entre sus brazos, yo encontré mis alas.
¿quién era yo para juzgar?
En ese preciso momento, me di cuenta de que Lucas y yo éramos como dos espejos, y había tenido que ver mi reflejo en él para aceptar que el amor que duele, el que daña, no es amor.

