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Aquí se encontrará solo la descripción, en estado puro, de un mal del ánimo. Ninguna metafísica, ninguna creencia se han mezclado de momento con él. Esos son los límites y la única idea preconcebida de este libro.
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No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía.
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Juzgo, pues, que el sentido de la vida es la más apremiante de las cuestiones. ¿Cómo responder a ella? En todos los problemas esenciales, y me refiero a los que ponen en peligro la vida o decuplican la pasión de vivir, no hay probablemente sino dos métodos de pensamiento, el de Perogrullo y el de don Quijote. El equilibrio de evidencia y lirismo es lo único que nos permite acceder al mismo tiempo a la emoción y la claridad.
Comenzar a pensar es comenzar a estar minado. La sociedad no tiene mucho que ver con estos comienzos. El gusano se encuentra en el corazón del hombre. Allí hay que buscarlo. Es preciso seguir y comprender el juego moral que lleva de la lucidez frente a la existencia a la evasión fuera de la luz.
Matarse es, en cierto sentido y como en el melodrama, confesar. Es confesar que la vida nos supera o que no la entendemos.
Morir voluntariamente supone que hemos reconocido, aunque sea instintivamente, el carácter ridículo de esta costumbre, la ausencia de toda razón profunda para vivir, el carácter insensato de esa agitación cotidiana y la inutilidad del sufrimiento.
Un mundo que podemos explicar, aunque sea con malas razones, es un mundo familiar. Pero en cambio, en un universo privado de pronto de ilusiones y de luces, el hombre se siente extranjero. Es un destierro sin remedio, pues está privado de los recuerdos de una patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida. Ese divorcio entre el hombre y su vida, el actor y su decorado, es propiamente el sentimiento de lo absurdo.
los que se suicidan suelen estar seguros del sentido de la vida.
El quiebro mortal que constituye el tercer tema de este ensayo es la esperanza. Esperanza de otra vida que es preciso «merecer», o trampa de quienes no viven para la vida en sí, sino para alguna gran idea que la supera, la sublima, le da un sentido y la traiciona.
Uno se mata porque la vida no vale la pena de ser vivida, sin duda eso es verdad —pero infecunda, pues es una perogrullada—. Pero ¿es que ese insulto a la existencia, ese mentís en que se la hunde, proviene de que carece de sentido? ¿Es que su absurdidad exige escapar de ella, por la esperanza o el suicidio?
¿hay una lógica incluso en la muerte? No puedo saberlo si no es persiguiendo sin pasión desordenada, a la única luz de la evidencia, el razonamiento cuyo origen indico aquí. Es lo que se llama un razonamiento absurdo. Muchos lo iniciaron. Todavía no sé si se atuvieron a él.
El método aquí definido confiesa la sensación de que todo verdadero conocimiento es imposible. Solo es posible enumerar las apariencias y hacer perceptible el clima.
Este mundo en sí no es racional, es cuanto se puede decir. Pero lo que es absurdo es la confrontación de esa irracionalidad con el deseo profundo de claridad cuya llamada resuena en lo más hondo del hombre. Lo absurdo depende tanto del hombre como del mundo. Es de momento su único lazo. Los sella al uno con el otro
nuestra época asiste al renacimiento de esos sistemas paradójicos que se las ingenian para que se tambalee la razón, como si esta siempre hubiera avanzado con pasos seguros. Pero eso no es tanto una prueba de la eficacia de la razón como de la vivacidad de sus esperanzas. En el plano de la historia, esta constancia de dos actitudes ilustra la pasión esencial del hombre desgarrado entre su tendencia a la unidad y la clara visión que puede tener de los muros que lo encierran.
toda una familia de ingenios emparentados por la nostalgia, opuestos por sus métodos o sus fines, se han empeñado en cerrar el camino real de la razón y en volver a encontrar las rectas sendas de la verdad. Doy por supuesto aquí que esos pensamientos son conocidos y vividos. Cualesquiera que sean o hayan sido sus ambiciones, todos partieron de este universo indecible donde reinan la contradicción, la antinomia, la angustia o la impotencia.
Heidegger considera fríamente la condición humana y anuncia que esta existencia está humillada. La única realidad es el «cuidado» en toda la escala de los seres. Para el hombre perdido en el mundo y sus distracciones, ese cuidado es un temor breve y huidizo.
Pero ese temor toma conciencia de sí mismo, se convierte en angustia, clima perpetuo del hombre lúcido «en el cual vuelve a encontrarse la existencia».
Para concluir, al término de sus análisis, que «el mundo ya no puede ofrecer nada al hombre angustiado».
La conciencia de la muerte es el llamamiento del cuidado y la «existencia se autodirige entonces una llamada por medio de la conciencia». Esta es la voz misma de la angustia y exhorta a la existencia a «recobrarse ella misma de su pérdida en el Se anónimo». También él opina que no hay que dormir y que es preciso velar hasta la consumación. Se mantiene en este mundo absurdo y acusa a su carácter perecedero. Busca su camino entre estos escombros.
Quiero que me lo expliquen todo, o nada. Y la razón es impotente ante este grito del corazón. La mente despertada por esta exigencia busca y no encuentra sino contradicciones y desatinos. Lo que yo no comprendo carece de razón. El mundo está poblado de esas irracionalidades. Por sí solo, cuyo significado único no comprendo, no es sino una inmensa irracionalidad. Si pudiera decir una sola vez: «esto está claro», todo se salvaría. Pero estos hombres proclaman a porfía que nada está claro, todo es caos, que al hombre solo le queda su clarividencia y el conocimiento preciso de los muros que lo
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El espíritu llegado a los confines debe emitir un juicio y elegir sus conclusiones. En ese punto se sitúan el suicidio y la respuesta.
Lo absurdo nace de esta confrontación entre el llamamiento humano y el silencio irrazonable del mundo. Eso es lo que no hay que olvidar. A eso hay que aferrarse, pues toda la consecuencia de una vida puede nacer de ello. Lo irracional, la nostalgia humana y lo absurdo que surge de su cara a cara, he aquí los tres personajes del drama que debe terminar necesariamente con toda la lógica de que es capaz una existencia.
No puede haber absurdo fuera de un espíritu humano. Por ello lo absurdo acaba, como todas las cosas, con la muerte.
El problema está en saber cómo salir de él y si el suicidio debe deducirse de ese absurdo. La primera y en el fondo la única condición de mis investigaciones es preservar lo mismo que me aplasta, respetar por consiguiente lo que juzgo esencial en él. Acabo de definirlo como una confrontación y una lucha sin tregua.
Llevando al extremo esta lógica absurda, debo reconocer que esa lucha supone la ausencia total de esperanza (que nada tiene que ver con la desesperación), el rechazo continuo (que no se debe confundir con la renuncia) y la insatisfacción consciente (que no cabría asimilar con la inquietud juvenil).
Un hombre que cobra conciencia de lo absurdo queda ligado para siempre a él. Un hombre sin esperanza y consciente de serlo no pertenece ya al porvenir. Eso es natural. Pero también lo es que haga esfuerzos por escapar del universo que ha creado. Todo cuanto precede no tiene sentido, justamente, sino considerando esta paradoja.
Si hay absurdo, es en el universo del hombre. Desde el momento en que su noción se transforma en trampolín de eternidad, ya no está ligada a la lucidez humana. Lo absurdo ya no es esa evidencia que el hombre constata sin consentir en ella. Se elude la lucha. El hombre incorpora lo absurdo y en esta comunión hace desaparecer su carácter esencial que es oposición, desgarramiento y divorcio. Este salto es una escapatoria.
Nuestra ansia de entender, nuestra nostalgia de absoluto solo son explicables en la medida en que justamente podemos comprender y explicar muchas cosas. Es inútil negar absolutamente la razón. Esta tiene su orden en el cual es eficaz. Y es, precisamente, el de la experiencia humana. Por eso queremos aclararlo todo. Si no podemos hacerlo, si lo absurdo nace en esta ocasión, es cabalmente del encuentro de esta razón eficaz pero limitada con lo irracional siempre renaciente.
El pensamiento de un hombre es ante todo su nostalgia.
No me interesa el suicidio filosófico sino el suicidio a secas. Quiero solamente purgarlo de su contenido de emociones y conocer su lógica y su honradez. Cualquier otra postura supone para el espíritu absurdo el escamoteo y el retroceso del espíritu ante lo que el espíritu pone en claro.
No sé si este mundo tiene un sentido que lo supera. Pero sé que no conozco ese sentido y que de momento me es imposible conocerlo. ¿Qué significa para mí un significado al margen de mi condición? Solo puedo comprender en términos humanos.
Si yo fuese un árbol entre los árboles, un gato entre los animales, esta vida tendría un sentido o más bien este problema no tendría sentido, pues yo no formaría parte de este mundo. Yo sería este mundo al que me opongo ahora con toda mi conciencia y con toda mi exigencia de familiaridad.
una de las pocas posiciones filosóficas coherentes es la rebelión. Esta es un enfrentamiento perpetuo del hombre con su propia oscuridad. Es exigencia de una imposible transparencia. Pone el mundo en tela de juicio en cada uno de sus segundos. Así como el peligro proporciona al hombre la insustituible ocasión de asirla, también la rebelión metafísica extiende la conciencia a lo largo de la experiencia. Es esa presencia constante del hombre ante sí mismo. No es aspiración, carece de esperanza. Esta rebelión no es sino la seguridad de un destino aplastante, sin la resignación que debería
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Cabría creer que el suicidio sigue a la rebelión. Pero es un error. Porque no representa su desenlace lógico.
El suicidio, como el salto, es la aceptación en su límite. Todo se ha consumado, el hombre vuelve a entrar en su historia esencial. Discierne su futuro, su único y terrible futuro, y se precipita a él. A su manera el suicidio resuelve lo absurdo. Lo arrastra a la misma muerte.
Estos rechazos, conciencia y rebelión, son lo contrario del renunciamiento. Todo cuanto hay de irreductible y apasionado en un corazón humano los anima, por el contrario, con su vida. Se trata de morir irreconciliado y no de buen grado. El suicidio es un desconocimiento. El hombre absurdo no puede sino agotarlo todo y agotarse. Lo absurdo es su tensión más extrema, la que él mantiene constantemente con un esfuerzo solitario, pues sabe que, con esta conciencia y esta rebelión, día a día testimonia su única verdad, que es el desafío. Esto es una primera consecuencia.
Antes de encontrarse con lo absurdo el hombre cotidiano vive con metas, con un afán de futuro o de justificación (no importa con respecto a quién o a qué). Evalúa sus probabilidades, cuenta con el porvenir, con su retiro o con el trabajo de sus hijos. Cree aún que se puede dirigir algo en su vida. En verdad, obra como si fuese libre, aunque todos los hechos se encarguen de contradecir esa libertad.
Después de lo absurdo, todo se derrumba. La idea de que «existo», mi forma de obrar como si todo tuviera un sentido (aun cuando, llegado el caso, dijera que nada lo tiene), todo esto resulta desmentido de forma vertiginosa por la absurdidad de una posible muerte. Pensar en el mañana, fijarse una meta, tener preferencias, todo eso supone creer en la libertad, aun cuando a veces se asegure que no se abriga esa creencia. Pero en ese momento sé perfectamente que no existe esa libertad superior, esa libertad de existir que es la única que puede fundamentar una verdad. La muerte está ahí como única
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¿Qué libertad en sentido pleno puede existir sin seguridad de eternidad?
Lo absurdo me aclara este punto: no hay mañana. Esta es en adelante la razón de mi libertad profunda.
También la muerte tiene manos patricias que aplastan pero liberan.
Abismarse en esta certidumbre sin fondo, sentirse en adelante lo bastante ajeno a la propia vida para acrecentarla y recorrerla sin la miopía del amante, ahí está el principio de una liberación.
El hombre absurdo vislumbra así un universo ardiente y helado, transparente y limitado, donde nada es posible pero todo está dado, y más allá del cual solo se hallan el hundimiento y la nada. Puede entonces decidirse a aceptar la vida en semejante universo y sacar de él sus fuerzas, su negativa a esperar y el testimonio obstinado de una vida sin consuelo.
¿qué significa la vida en semejante universo? Por el momento nada más que la indiferencia hacia el futuro y la pasión de agotar todo lo dado. La creencia en el sentido de la vida supone siempre una escala de valores, una elección, nuestras preferencias. La creencia en lo absurdo, según nuestras definiciones, enseña lo contrario.
Si me convenzo de que esta vida no tiene otra faz que la de lo absurdo, si siento que todo su equilibrio radica en la perpetua oposición entre mi rebelión consciente y la oscuridad en que la vida se debate, si admito que mi libertad solo tiene sentido con relación a su destino limitado, entonces debo reconocer que lo que importa no es vivir lo mejor posible sino vivir lo más posible.
Vivir lo más posible; en su sentido amplio, esta regla de vida no significa nada. Hay que precisarla. Parece, ante todo, que no se ha ahondado lo bastante en esta noción de cantidad, pues puede dar cuenta de una gran parte de la experiencia humana. La moral de un hombre, su escala de valores, solo tienen sentido por la cantidad y la variedad de experiencias que ha ido acumulando.
el error estriba en pensar que la cantidad de experiencias depende de las circunstancias de nuestra vida, siendo así que depende solo de nosotros. En esto hay que ser simplista. El mundo proporciona siempre la misma suma de experiencias a dos hombres que vivan el mismo número de años. A nosotros atañe tener conciencia de ellas.
Saco así de lo absurdo tres consecuencias, que son mi rebelión, mi libertad y mi pasión. A través del mero juego de la conciencia transformo en regla de vida lo que era invitación a la muerte y rechazo el suicidio.
Obedecer a la llama es a la vez lo más fácil y lo más difícil que hay. Conviene sin embargo que el hombre, al medirse con la dificultad, se juzgue algunas veces. Es el único que lo puede hacer.
¿Qué es, en efecto, el hombre absurdo? El que, sin negar lo eterno, no hace nada por él. No es que la nostalgia le sea ajena. Pero prefiere a ella su valor y su razonamiento. El primero le enseña a vivir sin apelación y a satisfacerse con lo que tiene, el segundo le enseña sus límites. Seguro de su libertad a plazo, de su rebelión sin futuro y de su conciencia perecedera, prosigue su aventura en el tiempo de su vida. Ahí está su campo, ahí su acción, que sustrae a todo juicio excepto el suyo.