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–No me importan las personas. Mamá es mía. Mamá se queda.
Y guardo las lágrimas para mí y para que quede, sola, una furia que parece acalambrarme.
Nunca más mamá y yo.
Verla en silencio caer en un agujero abierto en el cementerio, al fondo, donde están las tumbas de los pobres. Ni lápidas, ni bronce. Antes del cañaveral, una boca seca que se la traga. La tierra, abierta como un corte. Y yo tratando de frenarla, haciendo fuerza con mis brazos, con este cuerpo que no alcanza siquiera a cubrir el ancho del pozo.
Solo el dolor parece no morir nunca.
Empezaba a ver que los que buscan a una persona tienen algo, una marca cerca de los ojos, de la boca, la mezcla de dolor, de bronca, de fuerza, de espera, hecha cuerpo.
Algo roto, en donde vive el que no vuelve.
Fue como si volviera a una noche vieja. Una noche que se había ido gastando y que ya no existía y que se podía ver desde ahí, en ese momento, en mi cabeza.
Las lágrimas me lloraban solas.
Tenés tantas ganas de ganar, que no aprendés a jugar.
A veces pensaba que ya no extrañábamos nada, que nos acomodábamos a cualquier cosa mientras estuviéramos cerca mi hermano y yo.
«Si el pelo me sigue creciendo –pensé–, voy a ser yo también planta salvaje de pierna fuerte, hija del laurel».
El mundo debía ser más grande de lo que siempre había creído para que pudiera desaparecer tanta gente.
Se veía muy triste para ser tan joven.
Me dio lástima, pero era así, todos buscaban solos.
Había aprendido que de esa oscuridad nacían formas.
Por los ojos negros dejaba que se le saliese el dolor.
tratando de no recorrer con la cabeza el tiempo seco, los años guachos que me lastimaban el cuerpo como una lija frotada sobre la piel, que hacían que ya no saliera nunca, nunca, la palabra «hija» para mí de la boca de una mujer–.
Sabía cuánto duele el aviso de los cuerpos robados.
Yo le di la mano y, cuando me la agarró, sí pareció que se iba a poner a llorar. Me dio pena. No sé si por ella, o por lo que le habían hecho a María, o por mi mamá, o por la Florensia, o por la novia del Walter, o por mí. Lástima de todas juntas. Una tristeza enorme.
la noche y el fondo del agua se parecían bastante.
¿Por qué te quisiste morir? –le decía el pibe.
Un loro encerrado es casi un loro muerto. «Mala suerte», pensé.
Una casa también podía morir.
No solo el amor acelera el ritmo cardíaco, también la música.
No escuchaba, pero veía, sí, toda esa nube de ojos agrandados como agujeros. Detrás del rímel corrido y las caras sin dormir, mezcladas, la pena y la bronca. Y algo nuevo: el miedo.
De a poco, el suelo de mi casa pareció ir convirtiéndose en un velorio en ausencia.
Odiaba el alcohol derramado sobre el suelo y que en el suelo de mi casa cayeran lágrimas por un amigo muerto.
unas palabras también te pueden manchar.
Abrí los ojos. Busqué un espejo en un cajón. Era el de mi mamá. Recordé todas las veces en las que la había visto mirarse en ese espejo y traté de buscar algo de ella ahí, algo de mamá que me ayudara ahora. Vi mi boca moverse: «Ezequiel se queda». Agarré la frazada y me tapé hasta la cabeza. Cerré los ojos y empecé a llorar.
Cometierra, el lugar donde aprendiste a leer la tierra ya no existe.
Lápidas, como si alguien pudiera mandarle una carta a sus muertos.