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Guardo en pesadillas el sonido de ese lugar, un desperdicio de dolor y pestilencia. Hasta el sol me confunde, me sangra en la piel caliente.
Empezaba a ver que los que buscan a una persona tienen algo, una marca cerca de los ojos, de la boca, la mezcla de dolor, de bronca, de fuerza, de espera, hecha cuerpo. Algo roto, en donde vive el que no vuelve.
«Si el pelo me sigue creciendo –pensé–, voy a ser yo también planta salvaje de pierna fuerte, hija del laurel».
Cada botella era un poco de tierra que podía hablar.
A veces sentía el peso de todas las botellas juntas que iban transformando mi casa en lo que siempre había odiado, un cementerio de gente que no conocía, un depósito de tierra que hablaba de cuerpos que nunca había visto.
Yo también estaba cambiando. Sabía que los días que vendrían iban a ser movidos. Quería acordarme de mi cara tal como era, por si con el quilombo que se venía pudiera perderse, ser otra cara.
El pelo largo, con ondas grandes, era la combinación perfecta para la tela oscura y su boca roja diciendo que había habido unos pueblos que para lo único que abandonaban la tierra donde vivían y trabajaban era para ir a la guerra a matar o morir.
me puse en la boca el pedazo duro de tierra. Sabía que iba a lastimarme. Cerré los ojos. Se hizo de noche solo un momento. Después empecé a ver.