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Ovidio es el primer abanderado del deseo recíproco, y también el primer romano en defender que es preciso dominar la urgencia masculina a fin de esperar el placer de la matrona.
Tácito escribió: «Son necios quienes creen que con su poder del momento pueden incluso extinguir el recuerdo de la posteridad. Al contrario, la estimación de los talentos castigados crece, y aquellos que emplean la severidad no consiguen otra cosa que su propio deshonor y la gloria de quienes castigaron».
Como dice Steven Pinker, la historia no la escriben tanto los vencedores como la gente pudiente, esa pequeña fracción de la humanidad que dispone del tiempo, el ocio y la educación necesarios para permitirse reflexionar.
Como escribió Hannah Arendt, «El pasado no lleva hacia atrás sino que impulsa hacia delante y, en contra de lo que se podría esperar, es el futuro el que nos conduce hacia el pasado».
En el ágora, donde los mercaderes y sus clientes discutían a gritos, acusándose mutuamente de timadores, solía haber un patrón de pesos y medidas esculpidos en piedra.
La moraleja final del género parece concluir que cada cual ha de apechugar con su propia suerte. Los más vulnerables no encontrarán ayuda ninguna en las leyes, esa telaraña que atrapa a las moscas pero deja pasar a los pájaros de cuidado. No hay nada parecido, por su crudeza y su desencanto, en el canon.
Como los griegos, también los romanos pensaban que la palabra, herramienta fundamental de la lucha política, era prerrogativa masculina.
Contaba la leyenda que Tácita fue una ninfa descarada que solía hablar demasiado y, sobre todo, a destiempo. Júpiter, para acabar con tanta charlatanería y dejar claro a quién correspondía la jurisdicción verbal, le arrancó la lengua. Impedida para hablar, Tácita Muda era un símbolo elocuente.
Como Eurídice, vuelven a hundirse en la oscuridad cuando alguien intenta rescatarlas.
los descendientes de Rómulo practicaron una política de fusión sin precedentes en la historia universal: consideraban irrelevante la pureza de la estirpe, no se preocupaban demasiado por el color de la piel, liberaban a los esclavos con procedimientos simples y le reconocían al liberto un estatus casi de ciudadano
Debemos a los libros la superpervivencia de las mejores ideas fabricadas por la especie humana.
Los libros nos convierten en herederos de todos los relatos: los mejores, los peores, los ambiguos, los problemáticos, los de doble filo. Disponer de todos ellos es bueno para pensar, y permite elegir.
toda imagen edulcorada o reverencial de la cultura es ingenua, además de estéril.
Todos podríamos lanzar justas recriminaciones contra nuestros imperfectos antepasados —y con seguridad sufriremos las andanadas de nuestros descendientes, que diagnosticarán todas las contradicciones e insensibilidades que habitan en nosotros—.
Los libros nos han legado algunas ocurrencias de nuestros antepasados que no han envejecido del todo mal: la igualdad de los seres humanos, la posibilidad de elegir a nuestros dirigentes, la intuición de que tal vez los niños estén mejor en la escuela que trabajando, la voluntad de usar —y mermar— el erario público para cuidar a los enfermos, los ancianos y los débiles.
Sin los libros, las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado en el olvido.

