More on this book
Community
Kindle Notes & Highlights
todos estamos muy dispuestos a considerarnos superiores. En eso somos iguales.
Como escribe J. M. Coetzee, lo clásico es «aquello que sobrevive a la peor barbarie, aquello que sobrevive porque hay generaciones de personas que no se pueden permitir ignorarlo y, por tanto, se agarran a ello a cualquier precio».
Como explica Milan Kundera en su novela La broma, la risa tiene una enorme capacidad de deslegitimar el poder, y por eso inquieta y es castigada.
Incluso en las democracias contemporáneas estallan polémicas acaloradas sobre los límites del humor y la ofensa. En general, las posturas sobre este asunto dependen de si las convicciones en juego son las nuestras o las de otros. La tolerancia tiene conjugación irregular: yo me indigno, tú eres susceptible, él es dogmático.
Aristófanes inauguró una nueva vía, establecida y creada a través de la magia del teatro: a la paz a través de la risa, a la libertad a través de la risa, a la acción política a través de la risa». Este tipo de comedia, llamada comedia antigua, duró lo que la democracia ateniense, contra la que tanto arremetió.
Aunque los escritores de la comedia nueva intentaban divertir al público de forma inofensiva, acabaron por molestar. Cuando la sociedad antigua se volvió más puritana, la inmoralidad de aquellos argumentos repetitivos empezó a ofender.
la paradoja y el drama de la risa: la mejor es aquella que tarde o temprano encuentra enemigos.
Los habitantes del mundo antiguo estaban convencidos de que no se puede pensar bien sin hablar bien: «los libros hacen los labios», decía un refrán romano.
Heródoto parece lamentar ese temperamento peleón suyo, que en su opinión fue la causa de que los griegos nunca consiguieran construir un estado fuerte y unitario. Sí, amaban las palabras y los argumentos incisivos. Por eso eran capaces de crear poemas de bellísima orfebrería verbal, pero también de convertir cualquier discusión en una riña estéril y destructiva.
El amor a las florituras invadió y echó a perder demasiada literatura.
diez frases brillantes para acabar un capítulo. El último, por desgracia, no lo compré.
Las enseñanzas de Platón siempre me han parecido asombrosamente esquizofrénicas en su explosiva mezcla de libre pensamiento e impulsos autoritarios.
Platón sabía muy bien lo que decía. Nunca le gustó la democracia ateniense, que en su opinión quedó retratada con el asesinato de Sócrates. Quería instaurar un modelo político inmutable, en el que no hicieran falta nunca más cambios sociales ni impúdicos relatos que socavasen los cimientos morales de la sociedad.
No por eliminar de los libros todo lo que nos parezca inapropiado salvaremos a los jóvenes de las malas ideas. Al contrario, los volveremos incapaces de reconocerlas.
La maravillosa y perturbadora Flannery O’Connor escribió que quien «solo lee libros edificantes está siguiendo un camino seguro, pero un camino sin esperanza, porque le falta coraje.
Sentir cierta incomodidad es parte de la experiencia de leer un libro; hay mucha más pedagogía en la inquietud que en el alivio.
Podemos hacer pasar por el quirófano a toda la literatura del pasado para someterla a una cirugía estética, pero entonces dejará de explicarnos el mundo. Y si nos adentramos por ese camino no debería extrañarnos que los jóvenes abandonen la lectura y, como dice Santiago Roncagliolo, se entreguen a la Pla...
This highlight has been truncated due to consecutive passage length restrictions.
Cuando las autoridades censoras se empeñaban en hacer arder ejemplares del Ulises, Joyce comentó irónico que, gracias a esas llamas, sin duda tendría un purgatorio menor.
Los investigadores calculan que durante el bibliocausto nazi ardieron las obras de más de 5.500 autores a quienes los nuevos líderes consideraban degenerados, un prólogo de los hornos crematorios que llegarían después, como había profetizado Heinrich Heine en 1821, al escribir: «Allí donde queman libros, acaban quemando personas».
arrojar un libro a la hoguera, incluso si la obra no corre el más mínimo riesgo de desaparecer, es un poderoso acto simbólico, casi mágico. Nuestra sociedad global, sofisticada y tecnológica, todavía puede tambalearse por la onda expansiva de un gesto de tan antigua barbarie.
Como decía una viñeta de El Roto: «Las civilizaciones envejecen; las barbaries se renuevan».
Destruir un libro es, literalmente, asesinar el alma del hombre».
Quienes aniquilan bibliotecas y archivos abogan por un futuro menos dispar, menos discrepante, menos irónico.
«Quien habla del hambre acaba teniendo hambre. Y los que hablan de la muerte son los primeros que mueren. Vitamina L (literatura) y F (futuro) me parecen las mejores provisiones».
El propio Frankl escribiría después que, paradójicamente, soportaban mejor la vida en Auschwitz muchos intelectuales, pese a tener peor condición física, que otros presos más fornidos. Al final —dice el psiquiatra de origen judío—, sufrían menos quienes eran capaces de aislarse del terrible entorno, refugiándose en su interior.
La atmósfera electrizante en torno a aquellos rollos escritos y su acumulación en la gigantesca Biblioteca tuvo que ser algo similar a la explosión creativa que significan hoy internet y Silicon Valley.
Fue un profesor de lenguas clásicas de la Sorbona, Jacques Perret, quien propuso en 1955 a los directivos franceses de IBM, en vísperas de lanzar al mercado las nuevas máquinas, sustituir el nombre anglosajón computer, que alude solo a las operaciones de cálculo, por ordinateur, que incide en la función —mucho más importante y decisiva— de ordenar los datos.
Alejandría, representada por el Faro y el Museo, fue el símbolo de ese doble caminar. En la ciudad-crisol encontramos los cimientos de una Europa que, con sus luces y sus sombras, sus tensiones y desvaríos, incluso con su periódica inclinación a la barbarie, nunca ha perdido la sed de conocimiento ni el impulso de explorar.
Durante los mejores tiempos de la Biblioteca y siguiendo la estela de Alejandro, los filósofos estoicos se atrevieron a enseñar por primera vez que todas las personas son miembros de una comunidad sin fronteras y que están obligadas a respetar la humanidad en cualquier lugar y circunstancia en que la encuentren.
En el año 167 a. C., la sobreabundancia de oro era tan insultante que el Estado decidió suspender los impuestos directos a sus ciudadanos.
El mejor de los mundos posibles nunca lo es para todos.
No se puede afirmar que los romanos inventasen la globalización, porque ya existió en el troceado mundo helenístico, pero la elevaron a un grado de perfección que todavía hoy nos impresiona.
El poeta Horacio captó esa paradoja cuando escribió que Grecia, la conquistada, había invadido a su fiero vencedor.
El alfabeto de mi infancia, el que me observa ahora mismo desde las hileras oscuras del teclado de mi ordenador, es una constelación de letras errantes que los fenicios embarcaron en sus naves. Surcaron el mar rumbo a Grecia, luego navegaron hacia Sicilia, buscaron las colinas y los olivares de la actual Toscana, merodearon por el Lacio y, de mano en mano, fueron cambiando hasta alcanzar el trazo que hoy acarician mis dedos.
Roma estaba descubriendo las mecánicas de la globalización y su paradoja esencial: también lo que adoptamos de otras partes nos hace ser quienes somos.
pretender ganarse la vida con las letras era un afán poco decoroso para la gente de bien. Cuando los conocimientos se mezclaban con el ánimo de lucro, quedaban inmediatamente desprestigiados.
Los patricios y aristócratas valoraban el saber y la cultura, pero despreciaban la docencia. Se daba la paradoja de que era innoble enseñar lo que era honorable aprender.
Quién nos iba a decir que en tiempos de la gran Revolución Digital volvería a tomar fuerza la antigua idea aristocrática de la cultura como pasatiempo de aficionados.
En el nuevo marco neoliberal y el mundo en red —curiosamente, como en la Roma patricia y esclavista—, el trabajo creativo se reclama que sea gratuito.
Los antiguos pensaban que el matrimonio era para las mujeres lo que la guerra para los varones: el cumplimiento de su auténtica naturaleza.
pertenezco a la era del bolígrafo, invento genial del periodista húngaro László Bíró.
Los grafitis contemporáneos han sido uno de los sucesos más innovadores que, en muchos siglos, ha experimentado el alfabeto romano, icono imprevisto de décadas de duro trabajo para extender la alfabetización.
pasando revista a la historia universal de la destrucción de los libros, se observa que la forma rara de ver el mundo —el oasis, el insólito paraíso, Shangri-La, el bosque de Lothlórien— es más bien la libertad de expresión. La palabra escrita ha sido tenazmente perseguida a lo largo de los siglos, y son más bien extraños los tiempos de paz en los cuales las librerías solo tienen visitantes tranquilos, que no enarbolan estandartes, ni agitan dedos fiscalizadores, ni rompen escaparates, ni encienden hogueras, ni se abandonan a la atávica pasión de prohibir.
Cuantos más años lleva un objeto o una costumbre entre nosotros, más porvenir tiene. Lo más nuevo, como promedio, perece antes. Es más probable que en el siglo XXII haya monjas y libros que WhatsApp y tabletas.
Al visitar las naciones socioeconómicamente más avanzadas del mundo, en realidad sorprende su amor por los arcaísmos —de la monarquía al protocolo y los ritos sociales, pasando por la arquitectura neoclásica o los vetustos tranvías—.
Estos poemas nos permiten hoy asomarnos a la vida cotidiana de la Antigüedad, y asombrarnos por la naturalidad descarada y sicalíptica de Marcial. Sobre el sujetador, escribe: «Sujeta tu pecho con una piel de toro, porque tu piel no sostiene tus tetas». Y sobre la bailaora gaditana: «Tan estremecedoramente se cimbrea que haría masturbarse al más casto».
En la historia de los formatos, la pauta es la convivencia y la especialización, no el relevo. Los primeros libros se niegan a extinguirse del todo.
Si, como escribió Balzac, detrás de toda gran fortuna siempre hay un crimen, invertir en mejoras colectivas les parecía a los antiguos la mejor fórmula para indemnizar a la sociedad por aquellas fechorías iniciales.
Ya los castratti del siglo XVIII despertaban pasiones desde los escenarios. Y en las civilizadas salas de conciertos del siglo XIX, un pianista húngaro que agitaba la melena al inclinarse sobre el teclado provocó un auténtico delirio de masas conocido como lisztomanía, o «fiebre Liszt».
el primer fan conocido de la historia fue un hispano de Gades, obsesionado por conocer a su ídolo, el historiador Tito Livio.

