El infinito en un junco
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Read between July 6, 2021 - September 2, 2023
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Pero yo pienso que todos, desde los grandes libros de fotografía hasta esos viejos ejemplares de bolsillo encolados que siempre intentan cerrarse como si fueran mejillones, hacen más acogedora la casa.
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Cada cierto tiempo leo con desconsuelo artículos periodísticos que vaticinan la extinción de los libros, sustituidos por dispositivos electrónicos y derrotados frente a las inmensas posibilidades de ocio.
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Como dice Umberto Eco, pertenece a la misma categoría que la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras. Una vez inventados, no se puede hacer nada mejor.
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Los habitantes de la colmena tienen las mismas limitaciones que nosotros: dominan apenas un par de lenguas, y el tiempo de su vida es breve. Por tanto, las posibilidades estadísticas de que alguien localice en la inmensidad de los túneles el libro que busca, o simplemente un libro comprensible para él, son remotísimas. Y esa es la gran paradoja.
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Pero nadie lee. Entre la agotadora sobreabundancia de páginas azarosas, se extingue el placer de la lectura. Todas las energías se consumen en la búsqueda y el desciframiento.
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Borges presagia el mundo actual. El relato contiene, es cierto, una intuición contemporánea: la red electrónica, el concepto que ahora denominamos web, es una réplica del funcionamiento de las bibliotecas. En los orígenes de internet latía el sueño de alentar una conversación mundial. Había que crear itinerarios, avenidas, rutas aéreas para las palabras. Cada texto necesitaba una referencia —un enlace—, gracias a la cual el lector pudiera encontrarlo desde cualquier ordenador en cualquier rincón del mundo.
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Internet es una emanación —multiplicada, vasta y etérea— de las bibliotecas.
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Además, Egipto exportaba el material de escritura más utilizado en la época: el papiro.
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Durante siglos, los hebreos, los griegos y luego los romanos escribieron su literatura en rollos de papiro.
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Lo habitual es unir unas veinte láminas y pulir con cuidado las junturas hasta conseguir una superficie lisa en la que no tropiece la caña del escriba.
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Los rollos miden entre 13 y 30 centímetros de alto, y su longitud más habitual oscila entre los 3,2 y 3,6 metros.
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Tras siglos de búsqueda de soportes y de escritura humana sobre piedra, barro, madera o metal, el lenguaje encontró finalmente su hogar en la materia viva.
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la colección del mismísimo Aristóteles, apodado «el lector».
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La lengua griega se estaba convirtiendo en la nueva lengua franca. No era, claro, el idioma de Eurípides y Platón, sino una versión asequible que llamaban koiné, algo parecido a ese inglés renqueante con el que nos entendemos en los hoteles y aeropuertos en vacaciones.
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El manejo de un rollo no se parece al de un libro de páginas. Al abrir un rollo, los ojos encontraban una hilera de columnas de texto, una detrás de otra, de izquierda a derecha, en la cara interior del papiro. A medida que avanzaba, el lector iba desenroscándolo con la mano derecha para acceder al texto nuevo, mientras con la mano izquierda enrollaba las columnas ya leídas. Un movimiento pausado, rítmico, interiorizado; un baile lento. Al
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el lector se ausenta de su mundo por un momento y emprende un viaje, transportado por el movimiento lateral de sus pupilas.
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Tú puedes, en cualquier momento, apartar los ojos de estos párrafos y volver a participar en la acción y el movimiento del mundo exterior. Pero mientras tanto permaneces al margen, donde tú has elegido estar. Hay un aura casi mágica en todo esto. No
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Desde los primeros siglos de la escritura hasta la Edad Media, la norma era leer en voz alta, para uno mismo o para otros, y los escritores pronunciaban las frases a medida que las escribían escuchando así su musicalidad.
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No hay que imaginar los pórticos de las bibliotecas antiguas en silencio, sino invadidos por las voces y los ecos de las páginas.
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los primeros en leer como tú, en silencio, en conversación muda con el escritor, llamaron poderosamente la atención. En el siglo IV, Agustín se quedó tan intrigado al ver leer de esta forma al obispo Ambrosio de Milán, que lo anotó en sus Confesiones.
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Al leer —nos cuenta con extrañeza—, sus ojos transitan por las páginas y su mente entiende lo que dicen, pero su lengua calla.
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Eres un tipo muy especial de lector y desciendes de una genealogía de innovadores. Este diálogo silencioso entre tú y yo, libre y secreto, es una asombrosa invención.
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Las bibliotecas más antiguas de las que hay noticia, en el Próximo Oriente —Mesopotamia, Siria, Asia Menor y Persia— también lanzaron maldiciones contra los ladrones y destructores de textos. «A aquel que se apropie la tablilla mediante robo o se la lleve por la fuerza o haga que su esclavo la robe, que Shamash le arranque los ojos, que Nabu y Nisaba lo vuelvan sordo, que Nabu disuelva su vida como el agua».
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En aquel tiempo no existía todavía el comercio de libros, y solo podías conseguirlos copiándolos tú mismo (y para eso necesitabas ser un escriba profesional) o arrebatándoselos a otros como botín de guerra (y para eso necesitabas derrotar al enemigo en peligrosas batallas).
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los libros de los que estamos hablando, en realidad los antepasados de los libros —y de las tabletas—, eran tablillas de arcilla.
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El agua borraba las letras escritas sobre el barro pero, a cambio, el fuego, que ha sido verdugo de tantos libros, cocía las tablillas de arcilla igual que un horno de alfarero, haciéndolas más duraderas.
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El monarca asirio Asurbanipal, que vivió durante el siglo VII a. C., fue el mayor coleccionista de libros antes de Ptolomeo. Asurbanipal dice en una tablilla que creó la Biblioteca de Nínive para su «real contemplación y lectura». Tenía un talento poco corriente en la monarquía de aquella época y del que le gustaba jactarse: conocía el arte de escribir, «que entre los reyes, mis predecesores, ninguno aprendió». En su biblioteca, los arqueólogos han desenterrado alrededor de treinta mil tablillas, de las que solo cinco mil son literarias.
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Igual que la escritura cuneiforme, los signos jeroglíficos quedaron olvidados durante más de un milenio. ¿Cómo pudo suceder? ¿Por qué se convirtió el largo pasado escrito en una maraña de dibujos incomprensibles? En realidad, muy pocos individuos sabían leer y escribir en Egipto (solo los miembros de la casta de los escribas, el grupo más poderoso del país después del rey y su familia). Para llegar a ser escriba hacía falta dominar cientos y, con el paso del tiempo, miles de signos.
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Mira, no hay profesión que esté libre de director, excepto la de escriba. Él es el jefe. Si conoces la escritura, te irá mejor que en las profesiones de las que te he hablado. Únete a gentes distinguidas».
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A principios del siglo XIX comenzó una apasionante carrera por descifrar los jeroglíficos egipcios.
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Cuando el almirante Nelson expulsó al Ejército napoleónico de Egipto, se apoderó de la piedra de Rosetta entre un rechinar de dientes franceses, y la trasladó al Museo Británico, donde hoy es la pieza más visitada.
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El nombre de Ptolomeo fue la llave que abrió la cerradura. Después de siglos de sigilo, los papiros y los monumentos egipcios volvieron a hablar. Hoy
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han diseñado un disco de níquel donde se las han ingeniado para grabar a escala microscópica un mismo texto en su traducción a mil idiomas.
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El disco es una piedra de Rosetta universal y portátil, un acto de resistencia frente al olvido irrevocable de las palabras.
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El libro debe ser portátil, debe favorecer la intimidad de quien escribe y lee, debe acompañar a los lectores y caber en su equipaje.
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Las tablillas se endurecían, como los adobes, secándolas al sol. Mojando la superficie, era posible borrar los trazos y escribir de nuevo. Rara vez se cocían en hornos, como los ladrillos, porque entonces la arcilla quedaba inutilizada para nuevos usos. Se guardaban, al resguardo de la humedad, apiladas en estanterías de madera y también en cestas de mimbre y jarras. Eran baratas y ligeras, pero quebradizas.
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Las tablillas rectangulares fueron un hallazgo formal. El rectángulo produce un extraño placer a nuestra mirada. Delimita un espacio equilibrado, concreto, abarcable. Son rectangulares la mayoría de las ventanas, de los escaparates, de las pantallas, de las fotografías y de los cuadros.
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En comparación con las tablillas, las hojas de papiro son un material fino, ligero y flexible y, cuando se enrollan, una gran cantidad de texto queda almacenado en muy poco espacio.
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Los rollos de papiro relegaron a las tablillas a un uso secundario (a las anotaciones, los borradores y los textos perecederos).
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Como ya he dicho, los rollos solo se fabricaban en Egipto.
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En Pérgamo reaccionaron perfeccionando la antigua técnica oriental de escribir sobre cuero, una práctica cuyo uso hasta entonces había sido secundario y local. En recuerdo de la ciudad que lo universalizó, el producto mejorado se llamó «pergamino».
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Al acariciar las páginas del códice, vino a mi mente la idea de que aquel maravilloso pergamino había sido un día el lomo de un animal después degollado.
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un libro de ciento cincuenta páginas exigiría el sacrificio de entre diez y doce animales.
Eduardo Arriagada
Otro dato.para dafle fuerza a la idea del.costo
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Otros expertos asignan cientos de pieles a un solo ejemplar de la biblia de Gutenberg.
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En una biblia del siglo XIII, el escriba, agobiado por la escasez de material, anota al margen: «Oh, si el cielo fuera de pergamino y el mar fuera de tinta».
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Una copia de la copia reproducirá los fallos del modelo y siempre añadirá otros nuevos de su propia cosecha. Los productos artesanos nunca son idénticos. Solo las máquinas pueden reproducir en serie.
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John Ford reflexionó sobre la mitificación de la historia en El hombre que mató a Liberty Valance, donde el director de un periódico, rasgando el artículo sólidamente documentado de su reportero de investigación, concluye: «Esto es el Oeste, señor. Y, en el Oeste, cuando los hechos se convierten en leyenda, hay que imprimir la leyenda».
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En tiempos de palabras aladas, la literatura era un arte efímero. Cada representación de esos poemas orales era única y sucedía una sola vez. Como un músico de jazz que a partir de una melodía popular se entrega a una apasionada improvisación sin partitura, los bardos jugaban con variaciones espontáneas sobre los cantos aprendidos.
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durante la segunda mitad del siglo VIII a. C., una revolución apacible que acabaría transformando la memoria, el lenguaje, el acto creador, la manera de organizar el pensamiento, nuestra relación con la autoridad, con el saber y con el pasado.
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todos los grandes avances —la escritura, la imprenta, internet…— han tenido que enfrentarse a detractores apocalípticos.
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