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El acto de escribir alargaba la vida de la memoria, impedía que el pasado se disolviera para siempre.
Gracias a ese acto audaz, casi temerario, han llegado hasta nosotros dos obras memorables que han conformado nuestra visión del mundo. Los 15.000 versos de la Ilíada y los 12.000 versos de la Odisea que ahora leemos como si fueran dos novelas son un territorio fronterizo entre la oralidad y el nuevo mundo.
La cultura inca peruana, por ejemplo, conquistó y gobernó un poderoso imperio, sin apoyo de la escritura (más allá de un sistema de mensajes mediante nudos en cuerdas o quipus), y fue capaz de crear un arte propio y una arquitectura ciclópea que atrae cada año a masas de turistas hacia las alturas andinas de Cuzco y Machu Picchu.
si algo tienen en común el bardo oral y el escritor posmoderno, es la forma de entender su obra como versión, nostalgia, traducción y constante reciclaje del pasado.
En los versos homéricos no habla un individuo rebelde y bohemio que exprese su originalidad, sino la voz colectiva de la tribu.
Habría que esperar hasta la invención de la escritura y de los libros para que algunos escritores —siempre en minoría— empezasen a hablar con la voz de los díscolos, los rebeldes, los humillados y ofendidos, las mujeres silenciadas o los apaleados y feos Tersites.
Era un formidable conversador que siempre se negó a poner por escrito sus enseñanzas. Acusaba a los libros de obstaculizar el diálogo de ideas, porque la palabra escrita no sabe contestar a las preguntas y objeciones del lector.
Pitágoras, Diógenes, Buda y Jesús de Nazaret optaron por la oralidad.
Cuando la memoria era el único depósito de palabras, los discursos disidentes tenían muy escasas posibilidades de perpetuarse más allá del pequeño círculo de adeptos.
Heigo Kurosawa fue un admirado benshi, narrador de películas mudas para el público japonés.
Heigo se suicidó en 1933. Akira dedicó toda su vida a dirigir películas como las que aprendió a amar en la voz de su hermano mayor.
Un Nobel para la oralidad. Qué antiguo puede llegar a ser el futuro.
Hace seis mil años, aparecieron los primeros signos escritos en Mesopotamia,
En las primitivas tablillas sumerias dos rayas cruzadas describían la enemistad; dos rayas paralelas, la amistad; un pato con un huevo, la fertilidad.
La solución fue una de las mayores genialidades humanas, original, sencilla y de incalculables consecuencias: dejar de dibujar las cosas y las ideas, que son infinitas, para empezar a dibujar los sonidos de las palabras, que son un repertorio limitado.
Aunque los rebeldes y revolucionarios seguían saliendo tan malparados como antes, sus ideales tenían nuevas posibilidades de sobrevivirles y difundirse.
En la Biblia, Pilatos dice: “Lo escrito, escrito está”.
Es olvido lo que producirán las letras en quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de los libros, llegarán al recuerdo desde fuera. Será, por tanto, la apariencia de la sabiduría, no su verdad, lo que la escritura dará a los hombres; y, cuando haya hecho de ellos entendidos en todo sin verdadera instrucción, su compañía será difícil de soportar, porque se creerán sabios en lugar de serlo».
«La palabra escrita parece hablar contigo como si fuera inteligente, pero si le preguntas algo, porque deseas saber más, sigue repitiéndote lo mismo una y otra vez. Los libros no son capaces de defenderse».
La gran ironía de todo este asunto es que Platón explicó el menosprecio del maestro por los libros en un libro, conservando así sus críticas contra la escritura para nosotros, sus lectores futuros.
El coste de los rollos de papiro sugiere que la norma oscilaba entre dos y cuatro dracmas por ejemplar —el equivalente a la paga de un jornalero de uno a seis días—.
Pero también reproducían textos sin consultar a los creadores. En la Antigüedad, desconocían los derechos de autor.
Los papiros egipcios revelan que, sin llegar a ser total, en época helenística la alfabetización se extendió mucho, incluso más allá de la clase dirigente.
La idea de utilizar el alfabeto para ordenar y archivar textos fue una gran contribución de los sabios alejandrinos.
Entre el año 1500 y 300 a. C., existieron 55 bibliotecas, solo para un público minoritario, en algunas ciudades de Próximo Oriente, y ninguna en Europa.
sus padres valoraban las palabras —la capacidad de comunicar, diríamos ahora—, la fluidez de discurso y la riqueza verbal que se aprenden leyendo a los grandes escritores. Los habitantes del mundo antiguo estaban convencidos de que no se puede pensar bien sin hablar bien: «los libros hacen los labios», decía un refrán romano.
Las hogueras de papiro, pergamino y papel son el emblema de un viejo naufragio repetido. La historia de los primeros libros concluye a menudo en el fuego.
La continuidad de las bibliotecas, creadas al servicio de la cultura clásica pagana, no resultaba fácil bajo un régimen que la perseguía.
«He conquistado Alejandría, la gran ciudad del Occidente, por la fuerza y sin tratado», escribe el comandante Amr ibn al-As en una carta al segundo sucesor de Mahoma, el califa Omar I. Tras la feliz noticia, Amr hace inventario de las riquezas y bellezas de la ciudad: «Cuenta con cuatro mil palacios, cuatro mil baños públicos, cuatrocientos teatros o lugares de diversión, doce mil comercios de fruta y cuarenta mil tributadores hebreos».
«Por lo que se refiere a los libros de la Biblioteca, he aquí mi respuesta: si su contenido coincide con el Corán, son superfluos; y, si no, son sacrílegos. Procede y destrúyelos».
Esas cosas que no se cuentan son precisamente las que es obligado contar.
fueron los griegos quienes empezaron a ser tan extraños como nosotros. En Alejandría sucedieron —por primera vez y a gran escala— algunas rarezas que hoy forman parte de nuestra vida normal.
en la época de los Ptolomeos.
sustituir el nombre anglosajón computer, que alude solo a las operaciones de cálculo, por ordinateur, que incide en la función —mucho más importante y decisiva— de ordenar los datos.
Plutarco escribió: «Alejandro no trató a los griegos como caudillos y a los bárbaros despóticamente, como Aristóteles le había aconsejado, ni se comportó con los otros como si fueran plantas o animales. Por el contrario, ordenó que todos consideraran al mundo su patria, parientes a los buenos y extraños a los malos».
refleja el excepcional proceso de globalización iniciado por Alejandro.
Pues los descendientes de aquel oscuro y desaprensivo Rómulo, en solo cincuenta y tres años —según cálculos de Polibio—, conquistaron la mayor parte del mundo conocido.
más allá de sus incontestables habilidades para la guerra y la barbarie, tuvieron un fogonazo de asombrosa humildad al asumir que la cultura griega era muy superior.
En su Historia de la lectura, Alberto Manguel escribe: «Por todo el Sur de Estados Unidos, era frecuente que los propietarios de las plantaciones ahorcasen a cualquier esclavo que tratase de enseñar a otros a deletrear. Los dueños de esclavos (como los dictadores, los tiranos, los monarcas absolutos y otros ilícitos detentadores del poder) creían firmemente en la fuerza de la palabra escrita. Sabían
En latín, liber, que significaba «libro», originariamente daba nombre a la corteza del árbol o, para ser más exactos, a la película fibrosa que separa la corteza de la madera del tronco.
En cuanto el escritor empezaba a «distribuir» una nueva obra, el libro se consideraba ya del dominio público, y cualquiera podía reproducirlo. El verbo latino que hoy traducimos como «editar» —edere— tenía en realidad un significado más próximo a «donación» o «abandono».
¿Qué perseguía alguien como Cicerón al publicar sus discursos y ensayos? Expandir sus ambiciones sociales y políticas, aumentar su fama y su influencia; fabricar una imagen pública a la medida de sus intereses; asegurarse de que sus amigos —y enemigos— conocían sus éxitos.
pertenezco a la era del bolígrafo, invento genial del periodista húngaro László Bíró. Cuentan que a László se le ocurrió la idea básica —fabricar un nuevo instrumento de escritura con una bola de metal dura dentro de un hueco— mientras observaba a unos niños jugar con la pelota. Se dio cuenta de que el balón dejaba rastro al rodar tras haber pasado por un charco de agua.
Hace unos 100.000 años, la especie humana conquistó la palabra. Entre el año 3500 y el 3000 a. C., bajo el sol abrasador de Mesopotamia, algunos genios sumerios anónimos trazaron sobre el barro los primeros signos que, superando las barreras temporales y espaciales de la voz, lograron dejar huella duradera del lenguaje. Solo en el siglo XX, más de cinco milenios después, la escritura se convirtió en una habilidad extendida, al alcance de la mayoría de la población —un largo recorrido; una adquisición muy reciente—.
«¿Y si un día nos despertáramos, todos nosotros, y descubriéramos que somos absolutamente incapaces de leer?». Sería un regreso a un mundo no tan lejano, anterior al milagro de las voces dibujadas y las palabras silenciosas.
Kay bosquejó cómo podría ser su nuevo ordenador: tenía que ser pequeño y portátil como un libro, asequible y fácil de usar.
a pesar de las numerosas funciones del Alto, se empleaba sobre todo para tratamiento de textos, diseño y comunicación.
Nuestro «libro de páginas», que hoy es el libro por definición —ese que dejamos abierto por el lomo como si fuera el tejado de una pagoda, que señalamos doblándoles las esquinas a las hojas a falta de un marcapáginas y amontonamos en pilas verticales como estalagmitas de palabras—, ronda los dos mil años de edad.
«Códices» llamaban en latín a esos conjuntos de tablillas atadas. La idea
con la misma superficie, el códice ofrecía una capacidad seis veces superior a la del rollo. El

