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Escribir es intentar descubrir lo que escribiríamos si escribiésemos, así lo expresa Marguerite Duras, pasando del infinitivo al condicional y luego al subjuntivo, como si sintiese el suelo resquebrajarse bajo sus pies.
Como dice Umberto Eco, pertenece a la misma categoría que la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras. Una vez inventados, no se puede hacer nada mejor.
Marco Antonio eligió un regalo que Cleopatra no podría desdeñar con expresión aburrida: puso a sus pies doscientos mil volúmenes para la Gran Biblioteca. En Alejandría, los libros eran combustible para las pasiones.
Constantino Cavafis era un oscuro funcionario de origen griego que trabajó, sin ascender nunca, para la Administración británica en Egipto,
Los personajes de El cuarteto de Alejandría, Justine, Darley y sobre todo Balthazar, que dice haberlo conocido, recuerdan constantemente a Cavafis, «el viejo poeta de la ciudad». A su vez, las cuatro novelas de Lawrence Durrell, uno de esos ingleses asfixiados por el puritanismo y el clima de su país, amplían la resonancia erótica y literaria del mito alejandrino.
Los Soldados de Salamina a los que alude la novela de Javier Cercas son aquellos griegos que detuvieron la invasión del Imperio persa y también los soldados de la resistencia contra el nazismo. Cercas sabe que puede haber soldados de Salamina en todas las épocas: los que encaran una batalla decisiva —y en apariencia perdida— para defender su país, la democracia y sus aspiraciones.
Y así, entre el duelo, las cicatrices y el afán de comprender al extraño, empieza la historia conocida del teatro.
Escribió una larga obra de viajes y testimonios a la que tituló Historíai, que en su lengua significaba «pesquisas» o «investigaciones».
Heródoto.
Heródoto se esforzó por derribar los prejuicios de sus compatriotas griegos, enseñándoles que la línea divisoria entre la barbarie y la civilización nunca es una frontera geográfica entre diferentes países, sino una frontera moral dentro de cada pueblo; es más, dentro de cada individuo.
Todo empezó con el secuestro de una mujer griega, llamada Ío.
La capturaron y la llevaron a la fuerza hasta Egipto, convertida ella misma en mercancía. Este secuestro, según el relato de Heródoto, fue el principio de toda la violencia.
Admiro la lucidez con la que elimina los oropeles legendarios para denunciar la facilidad con que las mujeres se convierten en víctimas en tiempos de guerra y de venganza, cuando se desencadena la violencia.
Heródoto comprobó que los testigos a los que interrogaba le facilitaban relatos contradictorios sobre los mismos acontecimientos, olvidaban muchas veces lo sucedido y en cambio recordaban sucesos que solo ocurrieron en el universo paralelo de sus deseos. Así descubrió que la verdad es huidiza, que es casi imposible desentrañar el pasado tal y como sucedió porque solo disponemos de versiones diferentes, interesadas, contradictorias e incompletas de los hechos.
la memoria es frágil, evanescente, y que cuando alguien evoca su pasado deforma la realidad para justificarse o encontrar alivio. Por eso, como en Ciudadano Kane, como en Rashomon, nunca llegamos a conocer la verdad más profunda, sino solo sus atisbos, sus variantes, sus versiones, su alargada sombra, sus infinitas interpretaciones.
Necesitamos conocer culturas alejadas y diferentes, porque en ellas contemplaremos reflejada la nuestra. Porque solo entenderemos nuestra identidad si la contrastamos con otras identidades. Es el otro quien me cuenta mi historia, el que me dice quién soy yo.
Emmanuel Levinas —lituano, francés adoptivo y judío—, que sobrevivió a un campo de concentración alemán tras perder a toda su familia en Auschwitz, escribiría: «Mi acogimiento del otro es el hecho decisivo por el cual se iluminan las cosas».
Porque en la risa más genuina late aún la rebeldía ante la dominación, la autoridad y los rangos —el temido desacato—.
Como explica Milan Kundera en su novela La broma, la risa tiene una enorme capacidad de deslegitimar el poder, y por eso inquieta y es castigada.
Los habitantes del mundo antiguo estaban convencidos de que no se puede pensar bien sin hablar bien: «los libros
hacen los labios», decía un refrán romano.
Lo elegante era el ocio —es decir, el cultivo de la mente, la amistad y la conversación; la vida contemplativa—.
Dice Juliano que quien ha recibido una educación clásica, es decir, literaria, podrá contribuir al
avance de la ciencia, ser líder político, guerrero, explorador y héroe. Por aquel entonces, los lectores aplicados gozaban de amplios horizontes laborales.
las ciudades recurrían a la generosidad de los benefactores —ellos los llamaban evergetes— para financiar este y otros servicios de interés general.
Eurípides, que apenas podrían entender («Bálsamo precioso del sueño, alivio de los males, ven a mí» o «No desperdicies lágrimas frescas en dolores pasados»).
En el siglo V a. C., el formidable sofista Gorgias escribió: «la palabra es un poderoso soberano; con un cuerpo pequeñísimo y del todo invisible, ejecuta las obras más divinas: quitar el miedo, desvanecer el dolor, infundir alegría y aumentar la compasión». El eco de estas ideas griegas resuena en la que me parece una de las frases más bellas del evangelio: «una palabra tuya bastará para sanarme».
Desde aquel tiempo hasta el presente, nuestra fe candorosa en las recetas para la vida ha dado de comer a muchos charlatanes de la retórica.
Según nos cuentan, daba sus clases sentado en un asiento alto, la kathédra, rodeado de sillas simbólicamente más pequeñas ocupadas por sus discípulos, un pizarrón blanco, un globo del cielo, un modelo mecánico de los planetas, un reloj que se jactaba de haber construido él mismo y mapas con las representaciones de los principales geógrafos.
Para que una mujer gobernase el país del Nilo, tenía que cumplir un insignificante requisito tradicional: casarse con su hermano, como Isis con Osiris. Sin dejarse desanimar por nimiedades, Cleopatra celebró sus bodas con uno de los pequeños de la familia, Ptolomeo XIII, de diez años, al que creyó dominar.
La joven exiliada aprendió una valiosa lección de convivencia familiar: sus parientes eran tan capaces de asesinarla como cualquiera.
No fue el deseo lo que llevó a Cleopatra hacia él, sino el instinto de supervivencia.
Esa misma noche, Cleopatra llegó, vio y sedujo.
Ptolomeo XIII se ahogó oportunamente en el Nilo, dejando viuda y todopoderosa a su hermana.
Durante los dos primeros siglos la Biblioteca encontró todavía protectores generosos, como Adriano, pero el siglo tercero tuvo un comienzo oscuro con las insensatas amenazas de Caracalla. El emperador creía saber —a la insignificante distancia de siete siglos— que fue Aristóteles quien envenenó a Alejandro Magno y, para vengar a su ídolo, tramaba prender fuego al Museo, por donde aún vagaba el espectro del filósofo. Nuestra fuente, el historiador Dion Casio, no aclara si Caracalla llegó a ejecutar tan enorme fechoría, pero precisa que suprimió el comedor gratuito de los sabios y abolió muchos
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Berlín de la Guerra Fría—
No tenemos ninguna crónica detallada de aquel ocaso, pero me gusta pensar que eso es precisamente lo que intentaba describir Paul Auster en el postapocalíptico País de las últimas cosas. La novela relata el viaje de una mujer, Anna Blume, a una ciudad sin nombre, en plena desintegración, sacudida por las secuelas de un periodo de conflictos y purgas.
Nos podemos imaginar algo similar a los barrios atravesados por salvajes batallas urbanas que nos mostró Scorsese en Gangs of New York.
La atmósfera explosiva de aquel desgraciado año 415 está bien retratada en la película Ágora, aunque Hipatia, que en efecto seguía dando clase, rondaría por aquel entonces los sesenta años.
Destruir un libro es, literalmente, asesinar el alma del hombre».
Donde los documentos se eliminan y los libros no circulan libremente, es muy fácil modificar a placer, impunemente, el relato de la historia.
Alejandría fue el lugar donde aprendimos a preservar los libros al abrigo de las polillas, del óxido, del moho y de los bárbaros con cerillas.
«Nada me haría más feliz que un libro titulado Manual para la construcción de lanchas».
Leonora Carrington, ingresada en un psiquiátrico de Santander durante la inmediata posguerra, soportó la sórdida situación leyendo a Unamuno. También en los
campos de concentración nazis había bibliotecas. Se
Y, lo que es aún más esencial: ¿puede la cultura ser un bote salvavidas para alguien sometido al maltrato, el hambre y la muerte?
Por esa razón llevamos libros con nosotros —o dentro de nosotros— a todas partes; también a los territorios del espanto, como eficaces botiquines contra la desesperanza.
sufrían menos quienes eran capaces de aislarse del terrible entorno, refugiándose en su interior.
Los libros nos ayudan a sobrevivir en las grandes catástrofes históricas y en las pequeñas tragedias de nuestra vida.
Colaboraban precisamente así, con su indiferencia.

