El infinito en un junco
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Read between April 27, 2021 - February 7, 2022
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«Parecen dibujos, pero dentro de las letras están las voces. Cada página es una caja infinita de voces». MIA COUTO, Trilogía de Mozambique
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«Los signos inertes de un alfabeto se vuelven significados llenos de vida en la mente. Leer y escribir alteran nuestra organización cerebral». SIRI HUSTVEDT, Vivir, pensar, mirar
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«Me gusta imaginar lo pasmado que se quedaría el bueno de Homero, quienquiera que fuese, al ver sus epopeyas en las estanterías de un ser tan inimaginable para él como yo, en medio de un continente del que no se tenía noticia». MARILYNNE ROBINSON, Cuando era niña me gustaba leer
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«Leer es siempre un traslado, un viaje, un irse para encontrarse. Leer, aun siendo un acto comúnmente sedentario, nos vuelve a nuestra condición de nómadas». ANTONIO BASANTA, Leer contra la nada
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«El libro es, sobre todo, un recipiente donde reposa el tiempo. Una prodigiosa trampa con la que la inteligencia y la sensibilidad humana vencieron esa condición efímera, fluyente, que llevaba la experiencia del vivir hacia la nada del olvido». EMILIO LLEDÓ, Los libros y la libertad
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Era el secreto mejor guardado de la corte egipcia. El Señor de las Dos Tierras, uno de los hombres más poderosos del momento, daría la vida (la de otros, claro; siempre es así con los reyes) por conseguir todos los libros del mundo para su Gran Biblioteca de Alejandría.
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Los capítulos todavía sin escribir deberían adivinarse ya, pugnando por nacer, en el semillero de las palabras elegidas para empezar.
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Escribir es intentar descubrir lo que escribiríamos si escribiésemos, así lo expresa Marguerite Duras, pasando del infinitivo al condicional y luego al subjuntivo, como si sintiese el suelo resquebrajarse bajo sus pies.
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En la época del gran proyecto alejandrino, no existía nada parecido al comercio internacional de libros. Estos se podían comprar en ciudades con una larga vida cultural, pero no en la joven Alejandría. Los textos cuentan que los reyes usaron las enormes ventajas del poder absoluto para enriquecer su colección. Lo que no podían comprar, lo confiscaban. Si era preciso rebanar cuellos o arrasar cosechas para hacerse con un libro codiciado, darían la orden de hacerlo diciéndose que el esplendor de su país era más importante que los pequeños escrúpulos.
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El hambre de libros desatada en Alejandría empezaba a convertirse en un brote de locura apasionada.
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La historia de los esfuerzos, viajes y penalidades para llenar los estantes de la Biblioteca de Alejandría puede parecer atractiva por su exotismo. Son acontecimientos extraños, aventuras, como las fabulosas navegaciones a las Indias en busca de especias.
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Aquí y ahora, los libros son tan comunes, tan desprovistos del aura de novedad tecnológica, que abundan los profetas de su desaparición. Cada cierto tiempo leo con desconsuelo artículos periodísticos que vaticinan la extinción de los libros, sustituidos por dispositivos electrónicos y derrotados frente a las inmensas posibilidades de ocio.
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Los más agoreros pretenden que estamos al borde de un fin de época, de un verdadero apocalipsis de librerías echando el cierre y bibliotecas deshabitadas. Parecen insinuar que muy pronto los libros se exhibirán en las vitrinas de los ...
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El libro ha superado la prueba del tiempo, ha demostrado ser un corredor de fondo. Cada vez que hemos despertado del sueño de nuestras revoluciones o de la pesadilla de nuestras catástrofes humanas, el libro seguía ahí. Como dice Umberto Eco, pertenece a la misma categoría que la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras. Una vez inventados, no se puede hacer nada mejor.
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Sin embargo, todos añoramos cosas que hemos perdido —fotos, archivos, viejos trabajos, recuerdos— por la velocidad con la que envejecen y quedan obsoletos sus productos.
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Dedicamos esfuerzos frustrantes a coleccionar lo que la tecnología se empeña en hacer que pase de moda.
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Lo curioso es que aún podemos leer un manuscrito pacientemente copiado hace más de diez siglos, pero ya no podemos ver una cinta de vídeo o un disquete de hace apenas algunos años, a menos que conservemos todos nuestros sucesivos ordenadores y aparatos reproductores, como un museo de la caducidad, en los trasteros de nuestras casas.
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No olvidemos que el libro ha sido nuestro aliado, desde hace muchos siglos, en una guerra que no registran los manuales de historia. La lucha por preservar nuestras creaciones valiosas: las palabras, que son apenas un soplo de aire; las ficciones que inventamos para dar sentido al caos y sobrevivir en él; los conocimientos verdaderos, falsos y siempre provisionales que vamos arañando en la roca dura de nuestra ignorancia.
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Cuando quieras darte cuenta, te habrás hecho vieja y las cenizas se habrán zampado tu lozanía.
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Junto al humor y el tono fresco, el texto es interesante porque nos descubre la visión que la gente común y corriente tenía de la Alejandría de su época: la ciudad de los placeres y de los libros; la capital del sexo y la palabra.
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Con una mezcla de excitación, orgullo y cálculos tácticos, el poderoso general y la última reina de Egipto construyeron una alianza política y sexual que escandalizó a los romanos tradicionales.
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Dice Plutarco que en realidad Cleopatra no era una gran belleza. La gente no se paraba en seco a mirarla por la calle. Pero a cambio rebosaba atractivo, inteligencia y labia.
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Era capaz de hablar sin intérpretes con etíopes, hebreos, árabes, sirios, medos y partos. Astuta, bien informada, ganó varios asaltos en el combate por el poder dentro y fuera de su país, aunque perdió la batalla decisiva. Su problema es que solo han hablado de ella desde el bando enemigo.
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Cierta vez, durante una madrugada alcohólica, en un gesto de provocativa ostentación, ella disolvió en vinagre una perla de tamaño fabuloso y se la bebió. Por eso, Marco Antonio eligió un regalo que Cleopatra no podría desdeñar con expresión aburrida: puso a sus pies doscientos mil volúmenes para la Gran Biblioteca.
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Plutarco cuenta que Alejandro fundó setenta ciudades. Quería señalar su paso, como esos niños que pintan su nombre en las paredes o en las puertas de los baños públicos («Yo estuve aquí». «Yo vencí aquí»). El atlas es el extenso muro donde el conquistador inscribió una y otra vez su recuerdo.
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Solo que Alejandro hizo realidad sus fantasías de éxito más desenfrenadas. El historial de sus conquistas, logradas en solo ocho años —Anatolia, Persia, Egipto, Asia Central, la India—, lo catapulta a la cumbre de las hazañas bélicas. En comparación con él, Aquiles, que se dejó la vida en el asedio de una sola ciudad que duró diez años, parece un vulgar principiante.
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Alejandro no volvería a ver la ciudad. Menos de una década más tarde, regresaría su cadáver. Pero en el año 331 a. C., cuando fundó Alejandría, tenía veinticuatro años y se sentía invencible.
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La lengua griega tiene una palabra para describir su obsesión: póthos. Es el deseo de lo ausente o lo inalcanzable, un deseo que hace sufrir porque es imposible de calmar. Nombra el desasosiego de los enamorados no correspondidos y también la angustia del duelo, cuando añoramos de manera insoportable a una persona muerta.
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Mientras dicta sus memorias en Alejandría, un anciano Ptolomeo con los rasgos de Anthony Hopkins confiesa a su escriba el secreto que lo persigue y atormenta: la muerte de Alejandro no tuvo causas naturales. Él mismo y otros oficiales lo envenenaron.
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Roxana asesinó a las otras dos viudas de Alejandro, para asegurarse de que su hijo no tendría competidores.
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Ptolomeo destinó grandes riquezas a levantar el Museo y la Biblioteca de Alejandría.
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La pasión del coleccionista de libros se parece a la del viajero. Toda biblioteca es un viaje; todo libro es un pasaporte sin caducidad.
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La Biblioteca de Alejandría, variada y completísima, abarcaba libros sobre todos los temas, escritos en todos los rincones de la geografía conocida. Sus puertas estaban abiertas a todas las personas ávidas de saber, a los estudiosos de cualquier nacionalidad y a todo aquel que tuviera aspiraciones literarias probadas. Fue la primera biblioteca de su especie y la que más cerca estuvo de poseer todos los libros entonces existentes.
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El universo (que otros llaman la Biblioteca), dice Borges, es una especie de colmena monstruosa que existe desde siempre.
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Los libros de la Biblioteca contienen todas las combinaciones posibles de veintitrés letras y dos signos de puntuación, o sea, todo lo que se puede imaginar y expresar en todos los idiomas, recordados u olvidados. Por tanto, nos dice el narrador, en algún lugar de los anaqueles se encuentra la crónica de tu muerte.
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Y esa es la gran paradoja. Por los héxagonos de la colmena merodean buscadores de libros, místicos, fanáticos destructores, bibliotecarios suicidas, peregrinos, idólatras y locos. Pero nadie lee. Entre la agotadora sobreabundancia de páginas azarosas, se extingue el placer de la lectura. Todas las energías se consumen en la búsqueda y el desciframiento.
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Sin embargo, a los lectores de hoy, la biblioteca de Babel nos fascina como alegoría profética del mundo virtual, de la desmesura de internet, de esa gigantesca red de informaciones y textos, filtrada por los algoritmos de los buscadores, donde nos extraviamos como fantasmas en un laberinto.
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En los orígenes de internet latía el sueño de alentar una conversación mundial. Había que crear itinerarios, avenidas, rutas aéreas para las palabras. Cada texto necesitaba una referencia —un enlace—, gracias a la cual el lector pudiera encontrarlo desde cualquier ordenador en cualquier rincón del mundo.
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Timothy John Berners-Lee, el científico responsable de los conceptos que estructuran la web, buscó inspiración en el espacio ordenado y ágil de las bibliotecas públicas. Imitando sus mecanismos, asignó a cada documento virtual una dirección que era única y permitía alcanzarlo desde otro ordenador. Ese localizador universal —llamado en lenguaje de computación URL— es el equivalente exacto de la signatura de una biblioteca.
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Después, Berners-Lee ideó el protocolo de transferencia de hipertexto —más conocido por la sigla http—, que actúa como las fichas de solicitud que rellenamos para pedirl...
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Internet es una emanación —multiplicada, vasta y etérea— ...
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Los antiguos relatos lo recuerdan: de papiro, embadurnado con brea y asfalto, era el canastillo donde su madre abandonó al pequeño Moisés a orillas del Nilo.
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Llegó a existir un poderoso mercado que distribuía el papiro en rutas comerciales a través de África, Asia y Europa. Los reyes de Egipto se apropiaron el monopolio de la manufactura y el comercio de las hojas; los expertos en lengua egipcia creen que la palabra «papiro» tiene la misma raíz que «faraón».
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El rollo de papiro supuso un fantástico avance. Tras siglos de búsqueda de soportes y de escritura humana sobre piedra, barro, madera o metal, el lenguaje encontró finalmente su hogar en la materia viva. El primer libro de la historia nació cuando las palabras, apenas aire escrito, encontraron cobijo en la médula de una planta acuática. Y, frente a sus antepasados inertes y rígidos, el libro fue desde el principio un objeto flexible, ligero, preparado para el viaje y la aventura.
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Rollos de papiro que albergan en su interior largos textos manuscritos trazados con cálamo y tinta: este es el aspecto de los libros que empiezan a llegar a la naciente Biblioteca de Alejandría.
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Los reyes macedonios habían decidido imponer el griego en todo el imperio, como símbolo de dominio político y supremacía cultural, dejando al prójimo el esfuerzo de aprenderlo si querían hacerse atender.
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mollera
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Leer es un ritual que implica gestos, posturas, objetos, espacios, materiales, movimientos, modulaciones de luz. Para imaginar cómo leían nuestros antepasados necesitamos conocer, en cada época, esa red de circunstancias que rodean el íntimo ceremonial de entrar en un libro.
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A medida que avanzaba, el lector iba desenroscándolo con la mano derecha para acceder al texto nuevo, mientras con la mano izquierda enrollaba las columnas ya leídas. Un movimiento pausado, rítmico, interiorizado; un baile lento. Al terminar de leerse, el libro quedaba enrollado al revés, desde el final hacia el principio, y la cortesía exigía rebobinarlo —como las cintas casetes— para el próximo lector.
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En la Antigüedad, cuando los ojos reconocían las letras, la lengua las pronunciaba, el cuerpo seguía el ritmo del texto, y el pie golpeaba el suelo como un metrónomo. La escritura se oía. Pocos imaginaban que fuera posible leer de otra manera.
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