El monoteísmo, en el rígido sentido cristiano, era impensable para los politeístas. «Si has reconocido a Cristo —dijo un oficial—, reconoce también a nuestros dioses.»[211] Y no era solo impensable, sino, para muchos, innecesario, a tal punto que resultaba histriónico. Como afirmó concisamente un prefecto en otro juicio: «¿Qué mal hay en echar unos granos de incienso y marcharse?».