Una nueva generación de predicadores inflexibles pronunciaba un sermón intimidatorio tras otro, en los que quedaban claras las opciones del pueblo. Al decidir a quién venerar, las congregaciones no elegían entre un dios u otro; estaban escogiendo entre el bien y el mal, entre Dios y Satanás. Permitir que alguien siguiera un camino distinto al del verdadero cristiano no era libertad, era crueldad. La libertad para errar era, sostendría con vigor más tarde Agustín, libertad para pecar, y pecar era arriesgar la muerte del alma. «La posibilidad de pecar —como dijo más tarde un papa— no es una
...more