la destrucción no se llevó a cabo tanto por reverencia al Señor como por pura avaricia. En su relato, los cristianos no eran guerreros virtuosos, sino rufianes y ladrones. Lo único que no robaron, observó mordazmente, fue el suelo, que se quedó ahí «simplemente a causa del peso de las piedras, que no era fáciles de mover de su sitio».