La Iglesia, tan recientemente perseguida, se encontró de repente como inesperada receptora de asombrosas cantidades de dinero. A un obispo le dijeron que si pedía cualquier suma que necesitase al funcionario de finanzas del emperador, este tenía «órdenes para que se preocupase de pagarte sin la menor vacilación».[240] Se decretaron beneficios fiscales para las tierras de la Iglesia, se exoneró a los clérigos de las obligaciones públicas, se agasajaba a los obispos con regalos y banquetes, se concedían asignaciones anuales a viudas, vírgenes y monjas...