La persecución ordenada por el Imperio romano no duró muchos años. Pocos más de trece años en tres siglos de Gobierno romano. Es comprensible que esos años pudieran parecer muy largos en los relatos cristianos, pero permitir que dominen la narrativa de la manera en que lo han hecho —y lo siguen haciendo— es, en el mejor de los casos, engañoso y, en el peor, una burda tergiversación.