En los poemas sobre mártires, las madres ven el martirio de sus hijos con un entusiasta placer. En una historia, una madre se regocija por haber dado a luz a un hijo que morirá como mártir y, abrazando su cuerpo, se felicita a sí misma por su descendencia. En otra, la visión de un niño al que se azota resulta tan atroz que los ojos de todos los presentes en la ejecución —incluso los de los taquígrafos romanos de los juzgados— se llenan de lágrimas. La madre del niño, en cambio, «deja de dar muestras de dolor, su frente sola permanece serena». De buen grado, la madre lleva a su hijo en brazos
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