Si hubieras atracado en el hermoso puerto de la ciudad en el siglo III d.C., habrían subido a tu barco los funcionarios del rey Ptolomeo III Evergetes. Estos habrían llevado a cabo un rápido registro de la nave, pero no en busca de mercancías de contrabando, sino de algo que allí era considerado mucho más valioso: libros. Si los encontraban, se confiscaban, se bajaban del barco y se copiaban. Las copias —los bibliotecarios eran plenamente conscientes de la falibilidad de los escribas y preferían los originales— se llevaban después de vuelta a los barcos y los originales se etiquetaban como «de
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